23
Había llegado el momento. Los Airlia habían escaneado los bancos de datos y rápidamente se actualizaron respecto a la situación actual. Un largo dedo se extendió y rozó con suavidad varios puntos de la consola de control principal. El programa para la resucitación del primer rango continuó.
Al verificar los sensores, había otro detalle de menor importancia que había que tener en cuenta. La alienígena dio instrucciones al ordenador para que enviara un mensaje a la Tierra.
Larry Kincaid se contuvo para no romper nada cuando recibió la orden de abortar el intento de estabilizar y reorientar la Surveyor. El mensaje que había llegado desde Marte era claro, y la UNAOC le había retransmitido la «petición» de los Airlia de no sobrevolar nuevamente la región.
La UNAOC ya no consideraba que la sonda fuera importante, y no había deseos, en Nueva York ni en ningún lugar del planeta, de contradecir los deseos de los Airlia.
—¿Qué coño debo hacer con la Surveyor? —le preguntó Kincaid a su jefe.
—Me importa un carajo, Larry —afirmó su jefe—. Solamente mantenla lejos de la base Airlia.
—¿No te has preguntado por qué no quieren que echemos un vistazo más de cerca? —insistió Kincaid.
—No. —Al ver la mirada de desagrado de Kincaid, su jefe continuó—. ¿No lo entiendes? Somos dinosaurios en esto, Larry. Cuando lleguen los Airlia con esas naves que poseen, nuestro programa espacial parecerá un manojo de carros tirados a caballo al lado de un coche Indy 500. Las cosas están cambiando y el programa completo estará obsoleto en un día.
—Este es nuestro programa —dijo Kincaid—. ¿Qué te hace pensar que los Airlia estarán tan dispuestos a compartir su tecnología con nosotros?
—Solo haz lo que te dicen. De cualquier modo, la Surveyor ha sido un desastre. Déjalo ya.
Kincaid se pasó la mano por la frente y se mordió los labios para no responder con sarcasmo. Volvió a la sala de control y se sentó. Comenzó a hacer cálculos para ver si podía poner la Surveyor en una órbita estable que no sobrevolara la región de Cydonia. En ese momento, sintió la presencia de alguien más en la habitación. Se volvió. Allí estaba el hombre pálido de cabello cano, de pie, con las gafas oscuras, mirando en dirección a Kincaid. Él le devolvió la mirada, pero no resultaba sencillo ganar un duelo de miradas cuando los ojos de la otra persona estaban ocultos detrás de cristales oscuros.
—¿Qué quiere? —preguntó finalmente Kincaid en tono brusco.
—Estabilice la Surveyor como tenía planificado —le dijo el hombre.
—¿Cómo dice? —Kincaid miró el nivel de autorización en la identificación del hombre. El único nombre que se veía era «Coridan». El nivel de autorización era ST-8. El color púrpura, casi negro, de la identificación mostraba que era el nivel jerárquico más elevado con el que Kincaid tenía que lidiar.
Coridan sostuvo un papel.
—He calculado lo que debe hacer para estabilizar la órbita inmediatamente. Una vez que termine, cierre todo, ponga a dormir el ordenador a bordo y cierre el IMS.
—¿Y luego? —preguntó Kincaid.
—Luego esperamos.
—Me han ordenado abortar —dijo Kincaid—. ¿Por qué debería hacer lo que me dice usted?
—Porque tengo una autorización superior a la suya. —Coridan señaló su identificación—. Y porque no confía en los Airlia, al igual que yo.
Turcotte había visto la muerte de cerca muchas veces en sus años de servicio. Una vez integró un cuerpo antiterrorista de élite en Europa, y allí él mismo fue responsable de muchas muertes. Pero lo que estaba a punto de presenciar lo perturbaba porque carecía de todo sentido; el hombre contra el hombre, cuando había mucho más en juego.
Harker desplegó a su equipo en la ladera, encima de la entrada al mausoleo. Los francotiradores habían preparado los rifles y se habían puesto los visores nocturnos para ver a los soldados chinos, que ajustaban la metralleta ubicada encima de la entrada en dirección al patio. El resto del equipo esperaba, listo para deslizarse por la montaña.
Harker se volvió a Turcotte, que estaba acostado a su lado.
—Esto no me gusta nada —susurró—. ¿Qué hay allí dentro que es tan importante?
—No lo sé —respondió Turcotte. No tenía tiempo, espíritu ni energía para reconfortar al otro hombre.
—Usted manda —le dijo Harker.
—Adelante —dijo Turcotte sin emoción.
—Fuego —afirmó Harker en voz apenas más alto.
Los dos francotiradores dispararon al mismo tiempo; el único sonido fue el cerrojo deslizándose dentro de la recámara. Los dos soldados que estaban en la metralleta se desplomaron.
Los francotiradores continuaron disparando mientras el resto del equipo se deslizaba por la ladera de la montaña con las armas preparadas. Para cuando llegaron a la entrada, los doce soldados chinos estaban muertos.
—Vamos —dijo Turcotte a Nabinger. Cogió al profesor del brazo y lo ayudó a descender por la inclinada cuesta.
Howes, el hombre encargado de los explosivos, se encontraba en las puertas, examinándolas de arriba abajo. Turcotte caminó hasta el vehículo. En el interior había un equipo de radio con la pantalla encendida. Sabía que eso significada que el soldado muerto se comunicaba periódicamente con sus superiores en la sede central y que, cuando no volviera a contactar, probablemente llegaran tropas del ELP.
—Atrás —anunció Howes.
Se produjo un sonido agudo y la puerta se abrió.
—Andando —ordenó Turcotte.
Che Lu se puso de pie cuando el resto del grupo se despertó con el sonido de una explosión que repercutió en todo el túnel.
—Tenemos compañía —anunció Kostanov. Dio algunas órdenes en ruso y sus hombres prepararon las armas—. Le sugiero que mantenga a su equipo aquí. Veremos quiénes son las visitas.
Turcotte iba a la cabeza, con Nabinger cerca del final del grupo. Howes y DeCamp se quedaron a custodiar la entrada. A través de las gafas de visión nocturna, Turcotte podía ver claramente dentro del túnel. Reconoció la piedra trabajada como similar a la que había visto en el complejo del Gran Valle del Rift y en el Área 51.
Aunque trataban de moverse con sigilo, se oían las pisadas de las botas contra el suelo, y su propia respiración parecía escucharse demasiado. El sonido de los hombres que venían detrás le molestaba, pues lo desconcentraba.
Turcotte se detuvo, con la mano en alto, y el grupo se quedó inmóvil donde estaba. Podía jurar que había oído algo. Turcotte alzó el subfusil.
—¿Profesora Che Lu?
Una voz con acento marcado respondió desde la oscuridad.
—Está ocupada. ¿Quién le digo que la busca?
Turcotte reconoció esa voz y ese acento. Buscó en su memoria para determinar el cuándo y el dónde. Podía ver lo que parecía ser una intersección más adelante, a unos cincuenta metros.
—¿Cruev? —preguntó Turcotte.
Una silueta emergió del túnel lateral. Turcotte se quitó rápidamente las gafas cuando el hombre encendió una linterna de gran tamaño que iluminó el túnel. Turcotte entrecerró los ojos para evitar la luz, mientras se dirigía hacia el hombre. Lo reconoció cuando estaba a diez metros de distancia.
—¡Kostanov!
—Capitán Turcotte. —Kostanov hizo una reverencia burlona—. Qué casualidad encontrarlo aquí.
—Así que nunca dejó de ser ruso —afirmó Turcotte—. Todo lo que nos dijo era mentira.
Kostanov negó con la cabeza.
—Lo que le dije era cierto, casi todo, al menos, pero no tenemos tiempo para eso en este momento.
—Quizá deberíamos encontrar el tiempo —objetó Turcotte.
—No tenemos tiempo —insistió Kostanov—. Se lo explicaré todo después.
—¿Qué ha encontrado aquí? —preguntó Turcotte.
—Una sala de control. —Kostanov buscó más allá de Turcotte—. Ah, profesor Nabinger, hay algo que debe ver. —Dio órdenes en ruso a alguien a su derecha—. Enviaré a uno de mis hombres a buscar a la profesora Che Lu. Luego, iremos por aquí. —Señaló hacia la izquierda.
El capitán Rakes entrecerró los ojos para protegerse del viento y esperó a que el segundo helicóptero aterrizara en el helipuerto. Esperó a que los motores se detuvieran y luego comenzó a caminar en dirección al primero. Le perturbaba el hecho de que no llevaran ninguna identificación. Reconoció el tipo: Sikorsky UH-60. Pero nunca había visto un Black Hawk UH-60 todo pintado de negro con los tanques adicionales de combustible que colgaban encima del compartimiento de carga.
Con esos tanques adicionales, deben tener que trasladarse muy lejos, estimó Rakes. Eso aumentó su sensación de preocupación. El único país que había en tres de las cuatro direcciones posibles era China. Y esos helicópteros venían de la cuarta dirección. No pensaba que la Armada fuera a tomarse la molestia de desplazar ese buque hasta allí para que dos helicópteros recargaran el combustible y volvieran a su lugar de origen. Desde luego, tampoco lo podía descartar por completo. Había tenido que hacer cosas más extrañas en sus años de servicio.
Rakes esperó con recelo a que el piloto bajara del aparato y caminara hasta donde se encontraba él.
—Buenas tardes, señor —dijo O’Callaghan—. Estaríamos agradecidos si sus hombres se pudieron ocupar de nuestras máquinas y si nos pudiera asignar algún lugar tranquilo para descansar un par de horas. No saldremos nuevamente hasta antes de que anochezca.
Rakes le indicó a uno de sus asistentes que los condujeran a un camarote donde pudieran descansar.
—Nosotros debemos limitarnos a obedecer y morir[1] —susurró Rakes mientras se volvía y regresaba a su puente de mando, donde por lo menos estaba a cargo de algo.
—Joder, qué frío hace —escupió Emory a través del castañeteo de sus dientes.
Downing suponía que el civil sería el primero en quejarse de la temperatura helada en el interior del Greywolf. Se había formado condensación en todos los accesorios y el goteo del agua era el sonido que predominaba en el interior del sumergible. El leve destello del panel de control era la única luz, aparte del resplandor fugaz de un caza Fu que, cada tanto, se deslizaba cerca.
Downing miró el indicador de profundidad. Habían perdido otros doscientos metros en la última hora. De todos modos, podían estar peor. El problema era que, a medida que la temperatura en el interior del sumergible bajara, perdería flotabilidad y la profundidad podía convertirse en un verdadero problema.
—¿Cuánto tiempo esperaremos? —preguntó Emory por quinta vez en la última hora.
Downing ni siquiera se molestó en responder. Se arrebujó más dentro del traje y trató de no tiritar.
—¿Por qué la UNAOC no llama a Aspasia para que haga algo acerca de los cazas Fu? —exigió saber Emory, con lo voz al borde del nerviosismo.
Esa era una pregunta nueva que Downing ya había considerado y cuya respuesta conoció.
—Porque la UNAOC no sabe que estamos aquí abajo —respondió.
—¿Entonces, quién coño dio la orden de que viniéramos aquí? —exigió saber Emory.
—Lo sé tanto como tú —afirmó Downing—. Pero me imagino que es la misma persona que dio la orden a esos submarinos clase Los Ángeles que merodean por aquí.
En el Cubo, Kelly Reynolds desempeñaba el papel de espectadora, lo que no le molestaba en lo más mínimo. Las imágenes transmitidas desde el IMS del Surveyor que mostraban la nave Airlia en la superficie de Marte la habían mantenido clavada frente al televisor en el centro de control. Comprobaron actividad en torno a las naves, pero la resolución de la cámara del IMS no les había permitido ver de qué se trataba. No quedaban dudas, sin embargo, de que estaban preparando las naves. Luego, el Hubble reemplazó a la Surveyor.
En el extremo superior derecho de la pantalla, una serie de números rojos disminuían lentamente desde el anuncio de la hora de la llegada de los Airlia. En menos de cuarenta y dos horas, la nave alienígena estaría tocando la Tierra en Central Park.
El tiempo de vuelo alimentó las especulaciones acerca de la capacidad de las naves que albergaba el Fuerte. Era evidente que si cruzaban la distancia entre Marte y la Tierra en poco más de un día, entonces podrían alcanzar una velocidad increíble. Eso era otra maravilla tecnológica que los científicos, y la mayoría de los terrícolas, tenían la esperanza de poder conocer en poco tiempo. También había especulaciones acerca del origen de esas seis naves. Había un compartimiento en la nave nodriza que tenía sostenes diseñados específicamente para portar los agitadores. Pero no había ningún lugar en su interior donde pudiera haber transportado a las «naves garra», como las habían apodado, en un viaje interestelar.
Diversos científicos de todo el planeta habían sugerido la respuesta casi al mismo tiempo, de modo que era difícil determinar a quién se debía dar crédito de ella. Las garras no habían sido transportadas dentro de la nave, sino fuera. A través de los cálculos más precisos que podían hacer a partir de los imágenes del IMS, los científicos calcularon que el tamaño de las naves con forma de garra les permitiría acoplarse a la nave nodriza en la parte frontal curva.
La conclusión había llevado a otras sugerencias que consideraban que las garras eran naves de guerra, tanto por su aspecto tan feroz, como por su ubicación presta en el exterior de la nodriza. La preocupación que generó esa información fue aquietada rápidamente por la UNAOC, que había señalado que, si los Airlia quisieran hacer daño a los seres humanos, lo podrían haber hecho con facilidad antes de llevarse las garras desde la Tierra a Marte hacía tantos milenios. Además, Aspasia era el protector de la raza humana.
Apartando la mirada de la pantalla, Kelly se preguntó cómo le estaría yendo a sus amigos en China. Cada tanto, las noticias pasaban del contacto inminente con los Airlia a asuntos más inmediatos y terrestres. El intento de Saddam Hussein de invadir Kuwait por segunda vez había sido sofocado rápidamente por las fuerzas aéreas aliadas, y su ejército nuevamente había emprendido la retirada.
Las noticias de China tampoco eran alentadoras. Había informes de conflictos armados en las afueras de Beijing y en los calles de Hong Kong. Las fuerzas del ELP estaban entrando en la ciudad recién adquirida en grandes cantidades, y había rumores de masacres y de luchas de los comandos taiwanenses con los estudiantes.
Pero no había ningún informe, ni rumor, sobre la ancestral tumba de Qianling. Y Kelly sintió alivio de que fuera así. Confiaba plenamente en el capitán Turcotte y estaba segura de que se aseguraría de que el profesor Nabinger regresara sano y salvo de lo que fuera que estuvieran haciendo allí. Kelly tenía la esperanza de que volvieran a tiempo de ver aterrizar a los Airlia, en eso pensaba cuando la pantalla volvió una vez más a mostrar el Fuerte y la nave Airlia.
Kelly extendió la mano y tocó la pantalla.
—Son tan hermosas —susurró, mientras sus dedos rozaban la imagen de las naves—. Tan hermosas.