26

Turcotte volvió a mirar el reloj por tercera vez en los últimos diez minutos. Al levantar la mirada, vio que los ojos de Kostanov estaban clavados en él. El ruso enarcó las cejas a modo de respuesta e indicó su propio reloj pulsera. Turcotte desvió la mirada del ruso en dirección a Nabinger, que ahora se encontraba inclinado contra la pirámide dorada, con todo el cuerpo cubierto por el resplandor dorado. Había estado dos horas allí.

—Los chinos nos estarán esperando fuera —afirmó Kostanov.

—Lo sé —respondió Turcotte, con su acento norteño de Maine.

—No podemos salir por donde vosotros llegasteis, ni por donde llegué yo —afirmó el ruso, resumiendo de forma sucinta la situación.

—Lo sé —respondió Turcotte. Luego hizo su propio aporte—. Y a mí me pasarán a buscar por el punto de evacuación en cuatro horas. Si no estamos allí para entonces, bueno, hay una larga caminata a casa.

—¿Está muy lejos el punto de evacuación? —quiso saber Kostanov.

—Seis kilómetros al norte.

—Podemos llegar en dos horas —estimó Kostanov—. Si es que logramos salir.

—Si nadie nos dispara —agregó Turcotte.

—Eso también, amigo, eso también.

—¿Y qué hay de vosotros?

—Mis hombres y yo perdimos nuestra evacuación hace tiempo. Quizá si logramos salir y ponernos en contacto con nuestros superiores, podamos planear algo, pero no creo que tengamos tiempo.

—Podéis venir con nosotros —sugirió Turcotte.

—Creo que es la única opción —reconoció Kostanov.

—¿Por qué se hizo pasar por un especialista independiente contratado por la CIA en el portaaviones? —preguntó Turcotte.

Kostanov se frotó la barba incipiente.

—Aunque le parezca difícil de creer, los rusos respaldamos a la UNAOC. Llegamos a la conclusión de que si me hacía pasar por lo que vosotros creíais que era, sería más fácil daros la información y hacer que verificarais Terra-Lel. Después de todo, no habríamos quedado muy bien parados con la revelación de que hubiésemos mantenido en secreto una nave Airlia averiada durante décadas, del mismo modo que vosotros, los americanos, sufristeis públicamente por el tema del Área 51. Queríamos evitar la mala prensa.

—No lo creo —afirmó Turcotte—. Al menos, no totalmente.

Kostanov sonrió.

—Tiene razón, amigo. —El ruso se sentó, apoyando la espalda contra su mochila. Turcotte hizo lo mismo. Los estudiantes chinos estaban sentados alrededor de su profesora, hablando en voz baja entre ellos. Harker había dispuesto a sus Boinas Verdes en el recinto principal, formando una línea defensiva, por si acaso el ELP lograba entrar allí, aunque Turcotte pensaba que era poco probable que eso sucediera. Suponía que el ELP estaría más que feliz de dejarlos morir de hambre allí dentro. Los dos hombres de Kostanov estaban con Harker.

—Le daré un poco de información —susurró Kostanov—. Se trata de información que trasciende las fronteras nacionales. ¿Alguna vez oyó hablar de una organización llamada STAAR?

Turcotte negó con la cabeza.

Kostanov se pasó un dedo por el labio superior, absorto en sus pensamientos.

—¿Por dónde empezar? Ah, es muy confuso, de modo que comenzaré con lo que sé y luego pasaré a mis especulaciones al respecto. Os dije algunas cosas ciertas en ese portaaviones. Yo era miembro de la Sección Cuatro del Ministerio del Interior. La mentira fue que no os dije que aún soy miembro de la Sección Cuatro. Al igual que vuestro comité Majestic, la Sección Cuatro estaba enteramente dedicada a la investigación de la actividad extraterrestre y a los descubrimientos relacionados con ella. Como los miembros del Majestic, nosotros sabíamos que había habido vida extraterrestre en la Tierra porque teníamos los restos de una nave Airlia. Buscamos más artefactos, al igual que vosotros, tal y como os dije.

Pero teníamos otra misión. Es una misión lógica, si uno se pone a pensarlo: debíamos prepararnos para el contacto alienígena hostil. De hecho, supusimos que todo contacto sería hostil simplemente partiendo de la base de que no sería humano y, por lo tanto, tendrían objetivos diferentes y el conflicto de intereses sería entonces inevitable. Además —Kostanov sonrió—, debéis recordar que nosotros, los rusos, somos históricamente paranoicos y tenemos nuestras buenas razones para serlo. Tuvimos a Napoleón y a Hitler golpeando a las puertas de Moscú. No era tan descabellado que, cuando miráramos al cielo, viéramos una amenaza.

Teníamos la nave averiada. Teníamos informes de inteligencia sobre algunos de los hallazgos del Majestic. Sabíamos que, como mínimo, vosotros estabais pilotando los agitadores. Vuestra seguridad en el Área 51 no era ni la mitad de buena de lo que os hubiera gustado creer. Sabíamos del hallazgo de la bomba en la Gran Pirámide. Lo sabíamos porque al final de la Segunda Guerra Mundial recuperamos los archivos nazis de Berlín y vimos el informe del submarino que descubrió las runas superiores y el mapa de las piedras de Bimini que condujo a Von Seeckt y a las SS hacia la pirámide. Los nazis aceptaron que la runa superior era un lenguaje y estaban tratando de descifrarlo. Afortunadamente, llegamos a Berlín y la guerra terminó antes de que pudieran avanzar demasiado.

Como puede ver, teníamos información abundante. De hecho, por lo que conseguimos de los nazis —Kostanov se acercó más a Turcotte—, estábamos al tanto de Cydonia y el Rostro, y de la Gran Pirámide de Marte y el Fuerte. Sabíamos que todo estaba relacionado con los Airlia. Después de todo, ¿por qué cree que lanzamos tantas sondas y misiones a Marte?

Turcotte le creyó. No era solo porque lo que decía tenía sentido, sino también por la afinidad que sentía por el oficial de las fuerzas especiales rusas.

—Pero hicimos algo más —continuó Kostanov—. Supusimos que la base de los Airlia en Marte era una base mecánica dirigida por un ordenador, que quizá incluso estuviera abandonada e inactiva, pero no podíamos arriesgarnos a que estuviera en actividad. Tampoco podíamos arriesgarnos a que los norteamericanos llegaran a Marte antes y reclamaran la soberanía sobre lo que fuera que hubiera allí. Después de todo, vosotros teníais los agitadores; no podíamos permitir que avanzarais más que nosotros. Por eso pusimos ojivas nucleares a bordo de las sondas que enviamos a Marte. La decisión se tomó, a mediados de los sesenta, al más alto nivel del gobierno ruso para destruir el sitio de Cydonia.

—Pero… —comenzó a decir Turcotte, azorado ante semejante revelación, solo para que el otro hombre lo interrumpiera una vez más.

—Como sabe, no lo logramos.

Turcotte se frotó la frente y esperó, tratando de asimilar lo que le decía.

—Esto me lleva nuevamente a lo que le pregunte antes —afirmó el ruso—. Investigamos y nos llegaron rumores, nada sólido, solo rumores aquí y allá, que mencionaban a una organización llamada STAAR. Durante mucho tiempo pensamos que era una agencia de los Estados Unidos, quizá parte del Majestic. Pero pronto comenzamos a sospechar que era algo mucho más amplio y quizá más aterrador: STAAR parecía trascender las fronteras nacionales y también parecía detentar poder en muchos países, incluida Rusia, dado que en la Sección Cuatro nos veíamos constantemente frustrados en nuestra búsqueda de información sólida acerca de STAAR.

Turcotte esperó, pero el otro hombre guardaba silencio, con los ojos distantes, como si estuviera sumido en sus pensamientos.

—¿Y? ¿Descubristeis qué, o quién es STAAR?

Kostanov hizo una mueca.

—No, al menos no con certeza. Perdimos muy buenos hombres, amigos míos, tratando de descubrir algo sobre STAAR. Hasta capturamos a un sujeto a principios de los noventa que creíamos era un integrante de STAAR.

Turcotte se podía imaginar el destino que habría sufrido ese sujeto. La Sección Cuatro sin duda tendría que tener acceso a las variadas técnicas de recolección de información perfeccionadas por la KGB.

—¿Qué lograsteis sonsacarle?

—Nada de manera directa —afirmó Kostanov—. Murió antes de que pudiéramos obtener ninguna información.

—¿Lo mataron los interrogadores?

—No, solo se murió. Como cuando uno apaga el interruptor de la luz. No había evidencia de veneno, o de ningún otro traumatismo. Simplemente dejó de vivir. Su corazón se detuvo y murió. No pudimos resucitarlo.

—Ha dicho «nada de manera directa» —observó Turcotte.

—Ah, sí. —La mirada del ruso era distante—. Como es lógico, hicimos una autopsia al cadáver y encontramos algo muy extraño. —Kostanov se volvió y clavó la mirada en Turcotte—. El agente era un clon. Nuestros científicos habían investigado suficiente la clonación y la ingeniería genética como para concluir, al analizar la estructura genética del hombre, que había sido clonado.

Turcotte reflexionó sobre esa información.

—¿Quién podría estar haciendo eso?

—Tengo una sospecha —afirmó Kostanov—. Una sospecha que hace tiempo me persigue. Nunca se la he mencionado a nadie por miedo al ridículo, o a que no me creyeran, pero ha aumentado desde que me enteré de lo que él —señaló a Nabinger, que seguía en el trance del resplandor dorado— recibió a través del ordenador guardián en la Isla de Pascua.

—¿Y? —quiso saber Turcotte.

—Creo que STAAR podrían ser Airlia rebeldes que operan desde una base secreta y usan clones humanos como agentes entre nosotros.

Turcotte se quedó mirándolo.

—¿Qué…? —comenzó a decir, pero luego se distrajo al ver que Nabinger trastabillaba al alejarse de la pirámide dorada y se desplomaba en el suelo, con los ojos cerrados y el cuerpo en posición fetal. Se puso de pie de un salto y corrió hacia el profesor.

—Venga, profesor —le dijo, arrodillándose a su lado mientras le enderezaba el cuerpo y le levantaba la cabeza—. Despierte.

El profesor abrió los ojos, pero no parecía verlo.

—Dios mío —exclamó—. Debemos detenerlo.

—¿A quién? —preguntó Turcotte cuando logró ayudar al profesor a que se sentara.

—A Aspasia.

—Pensé que era el bueno —dijo Turcotte.

—No —afirmó Nabinger, sacudiendo la cabeza con énfasis—. Viene hacia aquí para destruirnos y llevarse la nave nodriza.