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Después de muchas discusiones, Che Lu decidió seguir por el pasillo por donde había aparecido la imagen. Uno de los alumnos, más entusiasta que los demás, lideró el camino. El joven iba unos diez metros por delante en el túnel cuando, de repente, se produjo un destello de luz brillante, Che Lu se detuvo, cegada por un instante. Cuando volvió a abrir los ojos y pudo recuperar la visión en la penumbra de las linternas ondulantes, se quedó sin aliento. El estudiante había sido casi cortado por la mitad. La parte superior de su cuerpo yacía detrás de las piernas, y la sangre aún brotaba de un corazón al que todavía le quedaban un par de latidos. Los ojos parpadearon algunas veces, luego se quedaron inmóviles y vacíos.
Una de las muchachas gritó. Che Lu alzó la mano.
—¡Que nadie se mueva! —Se adelantó hacia el cadáver. Ahora podía ver una protuberancia diminuta que se proyectaba de la pared, a la altura de la cintura. Estiró la mano y le quitó el sombrero al alumno muerto. Lo arrojó cerca de la protuberancia y se produjo otro haz de luz brillante que cortó el sombrero en dos cuando pasó delante.
—Ah —afirmó Che Lu. Incluso mientras pensaba qué hacer con el problema, se produjo una reverberación profunda y sorda que provenía de la parte trasera del túnel.
—¡Las puertas! —gritó Ki. Se volvió y corrió por el túnel, hacia la entrada. En un minuto, estaba de vuelta; sus jóvenes facciones reflejaban el miedo—. Están cerradas. Oí a los soldados en el otro lado. ¡Estamos atrapados!