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En el horario previsto, O’Callaghan despegó del helipuerto del O’Bannion y emprendió el rumbo hacia la costa. Ajustó la palanca para máxima conservación de combustible y enseguida estuvieron en camino, volando a ciento treinta nudos, quince metros por encima de las olas.

El sol comenzaba a ponerse en el cielo y el piloto sabía que pronto oscurecería, un poco antes de llegar a la costa, y así era como lo habían planificado. Algo menos de seis horas de vuelo hasta el punto de evacuación.

El sonido sordo de las automáticas repercutió dentro del túnel. Turcotte de inmediato alzó la cabeza y cogió su MP-5. Luego salió apresuradamente, seguido por el resto de sus hombres y de Kostanov. Turcotte había ordenado a Howes y a DeCamp que custodiaran la entrada ni bien Nabinger había hecho contacto con la pirámide.

Al llegar a la mitad del túnel, se detuvieron cuando se oyó una explosión que reverberó a lo largo de las paredes de piedra del túnel, pues el encierro multiplicaba el sonido.

Más adelante, se encontraron con dos hombres de las Fuerzas Especiales, ambos cubiertos en polvo.

—Tuvimos que volar la entrada —explicó Howes—. Los chinos estaban a punto de traer un tanque.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kostanov.

—Algo se nos ocurrirá —respondió Turcotte—. ¿Por dónde vinisteis vosotros?

—Por el otro lado del recinto más grande, pero ahora está bloqueado desde afuera.

—Saldremos de aquí —afirmó Turcotte, deseando estar tan seguro como su tono de voz dejaba entrever.

En el interior del «Fuerte», los cables se desprendieron de las naves. Por los túneles adosados a la base de cada nave había siluetas que se movían, eran las tripulaciones que equipaban las naves que pilotaron hacía más de cinco milenios. Los túneles se retrajeron.

Sin que se evidenciara ningún signo de gasto de energía, las naves se elevaron lentamente de la superficie de Marte. A medida que ganaban altitud, las garras comenzaron a entrelazar sus rumbos en una intrincada danza, formando seis garras afiladas que se dirigían hacia la Tierra.