1
Observó cómo las siete naves levantaban vuelo desde lo alto del palacio; el metal negro de su estilizado perfil absorbía los rayos del sol. Bajó la vista, tratando de dar rumbo a su conciencia súbita. Sus manos aferraban la barandilla de madera de un barco de tres mástiles. Todas las velas estaban desplegadas, pero no soplaba mucho viento. Podía sentir el redoble de tambores que brotaba del centro de la embarcación cuando los hombres remaban al unísono, luchando con el esfuerzo de mover los grandes remos.
Se sentía fuera de lugar, como si no fuera él mismo, el contraste entre las siete naves, que ahora no eran más que puntos que se desvanecían deprisa en el cielo, y la tecnología de la embarcación solo alimentaba la sensación extraña que lo embargaba.
Se le erizaron los pelos de la nuca y sintió un escalofrío. Miró hacia arriba y sus ojos se abrieron de par en par al ver lo que acontecía. Hasta los remeros se detuvieron al verlo. Sintió el desplazamiento del aire cuando la nave nodriza pasó por encima de ellos. Los remeros volvieron a trabajar con más ahínco que antes. Él vio cómo la nave nodriza se detenía y se quedaba encima de la isla de donde había zarpado el barco, proyectando una enorme sombra.
El paisaje se desplegaba ante sus ojos con todo lujo de detalles. Se asombró al ver que podía distinguir toda la isla y, al mismo tiempo, centrarse en los individuos que se encontraban a kilómetros de distancia. La capital, en el centro de la isla, estaba rodeada de anillos concéntricos de tierra y agua. En la colina central se alzaba el palacio donde habitaban los gobernantes. Un palacio dorado de más de un kilómetro de ancho en la base se alzaba hasta casi cien metros hacia el cielo; era un espectáculo magnífico, pero la nave oscura que se cernía sobre él lograba opacarlo con facilidad.
Fuera del palacio, las calles de la ciudad de humanos estaban atestadas de gente que corría en dirección al mar para alcanzar sus embarcaciones a vela. Al mirar el océano, a su alrededor, divisó muchos otros veleros esparcidos sobre el agua azul, algunos de los cuales ya se perdían en el horizonte.
Al volver la mirada hacia la ciudad, vio que algunas personas se habían arrodillado debajo de la sombra de la nave, con la cabeza gacha y las manos alzadas en un gesto de súplica, rezando para que los nuevos gobernantes reemplazaran a los anteriores. Su mirada no tenía límites; iba más allá de las paredes y podía distinguir lo que sucedía dentro de las casas, donde sus habitantes se arrinconaban por el miedo, las madres aferraban a sus hijos contra el pecho y los hombres blandían inútiles espadas y lanzas de metal, sabiendo que no había nada que pudieran hacer para defenderse del poder que llegaba de los cielos.
Levantó la mirada hacia la nave. El aire crujió. Los otros que también se atrevieron a mirar vieron una luz dorada brillante que recorría la piel negra de la nave nodriza en líneas extensas de un extremo al otro. La luz se proyectaba desde la nave hacia el palacio en un rayo grueso, de unos ochocientos metros de ancho.
Dio un respingo, a pesar de que estaba a varios kilómetros de allí. Pero no sucedió nada. Los que estaban de rodillas comenzaron a rezar con más intensidad. Los que corrían, lo hicieron más deprisa. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron con la espera.
Nuevamente, la nave emitió un rayo. Y otro. El rayo de luz dorada se disparó diez veces contra el centro de la isla, atravesándolo.
Dio un paso atrás cuando la mismísima Tierra estalló. Decenas de miles de personas perecieron en el mismo instante en que el centro de la isla voló por los aires y la esencia del planeta emergió a la superficie. El magma derretido caliente brotó con fuerza hacia el aire, mezclado con rocas, residuos y restos del palacio. La magnitud de la explosión lo dejó sin aliento.
Sin embargo, la gente era lo que más le llamaba la atención. En el muelle principal, una madre cubrió el cuerpo de su hija con el suyo propio cuando las alcanzó el magma, que las despellejó al instante. Un guerrero orientó su escudo hacia el cielo en un gesto inútil y desapareció debajo de toneladas de piedra. Los barcos amarrados estallaron en llamas, los techos de los edificios cercanos se desplomaron por el impacto, aplastando a sus ocupantes.
Toda la isla cedió y luego desapareció con una implosión. El mar circundante se sacudió con la intensidad del estallido y una ola masiva envolvió a todos los que no se habían marchado a tiempo. Él sintió que una ola levantaba el velero, que se movió precariamente y luego se calmó. Se dejó caer contra la barandilla, con los nudillos blancos de aferrar la madera con fuerza.
Luego el mar volvió a avanzar y cubrió el espacio donde había estado la isla. El agua se encontró con el magma y el aire se llenó de vapor, pero el agua salió airosa cuando la isla se desvaneció en las profundidades el océano. Lo único que quedaba del imponente reino era un cuenco hirviente de agua.
Volvió a levantar la mirada. La nave nodriza se movía despacio. Iba hacia él. La luz dorada comenzó a proyectarse sobre el largo de la embarcación.
Nabinger se tambaleó, como si le hubieran golpeado el pecho con fuerza. Sintió que unas manos lo aferraban para evitar que cayera sobre el suelo de roca de la caverna. Sacudió la cabeza tratando de despejar la mente de las imágenes que el guardián le había mostrado. Abrió los ojos y regresó a su época y al lugar que le había costado tanto encontrar, en las profundidades de un volcán inactivo de la Isla de Pascua.
El guardián, una pirámide de oro de seis metros de altura, estaba ante él. Su superficie estaba surcada por el extraño efecto ondulado que hacía poco lo había atrapado con su hechizo. Nabinger apartó las manos de los científicos que querían ayudarlo y clavó la mirada en la máquina. En su mente, aún podía distinguir los rostros de la madre y la hija que habían muerto quemadas vivas sobre el muelle.
—¿Qué pasó? —quiso saber un representante de las Naciones Unidas, pero Nabinger no le prestó atención. Dio un paso al frente con las palmas hacia arriba y las apoyó sobre el guardián, esperando el contacto mental. Nada.
Lo volvió a hacer.
Nada.
Después del tercer intento, supo que no habría más contacto. Más allá de las imágenes de las personas que habían perecido, sin embargo, su mente guardaba otra visión: la de las embarcaciones a vela que se acercaban al horizonte; la imagen de aquellos que se habían salvado.
Mike Turcotte miró por la ventana del pabellón de oficiales. A través de los portones del Fuerte Meyers, podía ver el techo del Marine Corps Memorial y, más allá, la cúpula del Capitolio.
No se volvió cuando oyó que alguien golpeaba a la puerta.
—Pase —dijo.
Se abrió la puerta y entró Lisa Duncan. Con un profundo suspiro se desplomó en uno de los sillones que había en el salón del ejército. Turcotte se giró un poco hacia ella y sonrió.
—¿Un día largo en el Capitolio?
Duncan apenas llegaba al metro cincuenta, y Turcotte tenía serias dudas de que pesara más de cuarenta y seis kilos. Tenía el pelo castaño oscuro corto y una cara delgada que ahora mostraba signos de agotamiento.
—Detesto contar lo mismo cinco veces —respondió Duncan—. Y responder a estupideces.
—El público estadounidense está molesto porque su propio gobierno lo engañó durante décadas —afirmó Turcotte, adoptando un acento sureño—. Al menos, eso me dijo el senador que me interrogó esta mañana. Si a eso se añaden algunos secuestros preparados para que parecieran abducciones, las mutilaciones de ganado, las campañas de desinformación…
—No olvidemos los círculos en el trigo —agregó Duncan—. Hay un congresista de Nebraska que está tratando de presentar un proyecto de ley para otorgar una compensación a todos los productores agrícolas cuyos campos de trigo quemó Majestic.
—Dios mío —dijo Turcotte. Se quitó la chaqueta verde Clase A del uniforme y la arrojó sobre la cama. Se detuvo junto a la pequeña nevera marrón—. ¿Quieres una cerveza?
—Vale.
Turcotte sacó dos latas y abrió una de ellas antes de entregársela a la mujer.
—Tienen la nave nodriza, el agitador, el guardián en la Isla de Pascua. ¿Qué más quieren?
Duncan bebió un sorbo de la lata.
—Un chivo expiatorio.
—El general Gullick está muerto. Los integrantes de Majestic que sobrevivieron están encerrados en la penitenciaría federal —afirmó Turcotte. Abrió su lata y tomó un largo sorbo—. La lista de acusaciones de esos tíos es más extensa que la guía telefónica.
—Sí, pero la gente no se cree que no había personas de más jerarquía metidas en todo el embrollo.
—Las había —respondió Turcotte—. Pero eso fue hace cincuenta años. Parece que hay cosas más importantes que hacer en este momento.
—Hablando de lo que hay que hacer —comentó Duncan—. Acabo de enterarme de que el guardián cesó el contacto con Nabinger.
Esa información era el primer dato interesante que Turcotte había oído en los últimos dos días, desde su llegada a Washington procedente de la Isla de Pascua.
—¿Tienes idea de por qué?
—Nadie lo sabe.
Turcote se frotó la barbilla, palpando la barba incipiente. Se sentía extraño vestido de uniforme después de trabajar en proyectos clasificados durante tanto tiempo. Sus botas de salto, lustradas esa misma mañana para prestar testimonio en el congreso, ahora estaban cubiertas por una fina capa de polvo. Su maltratada boina verde estaba calada en el cinto, a la espalda. La sacó y la arrojó al lado de la chaqueta mientras se sentaba frente a Duncan, junto a la ventana.
Se oyó el disparo de un cañón, seguido del débil redoble de las trompetas. Estaban bajando la bandera del mástil. Turcotte había escuchado ese sonido en muchos lugares del mundo durante su servicio en el ejército, pero nunca dejaba de conmoverlo y de recordarle a los camaradas caídos. Turcotte miró las figuras de bronce que representaban a los Marines que habían izado la bandera en el Monte Suribachi.
Duncan se acomodó en el sillón y siguió la mirada de Turcotte.
—Ah, la gloria y el honor —afirmó.
Turcotte trató de descifrar si era un comentario sarcástico o serio.
—Sabían lo que hacían —observó.
—¿Aún buscas al malhechor del sombrero negro?
—No me siento precisamente orgulloso de lo que hice —afirmó Turcotte—. Conocimos al enemigo y resultó que éramos nosotros mismos.
—No todos nosotros —observó ella.
Turcotte terminó lo que quedaba de la cerveza.
—No, no todos.
—Y el general Gullick y los demás estaban siendo controlados.
—Mmm, sí. —Aplastó la lata con su gran puño—. No me gusta estar aquí.
—Eso es algo bueno —respondió Duncan—. Porque ha surgido algo más. Es por eso por lo que estoy aquí.
—¿Ah sí? —Turcotte se acercó a la cama y arrojó la lata en un pequeño cesto de basura. Cogió su chaqueta verde y la sostuvo en la mano mientras Lisa Duncan caminaba hacia el otro lado de la cama.
—Hemos recibido cierta información sobre la posible ubicación de un artefacto Airlia. —Sacó una hoja de papel del pequeño maletín que había llevado con ella—. Aquí están los datos. Pronto iremos a verificarlo.
—¿Iremos?
—Formamos un buen equipo —acotó Duncan.
—Ajá —respondió Turcotte, cogiendo el papel sin mirarlo.
—Ahora me tengo que ir —dijo Duncan.
Turcotte sostuvo el papel, inseguro.
—¿Aún sigues dispuesto a trabajar en esto? —preguntó Duncan, confundiendo la inseguridad de su compañero.
Turcotte se puso serio.
—Ah, sí, claro.
—Te veré mañana, entonces —afirmó Duncan mientras abría la puerta.
—Vale.
La puerta se cerró. Turcotte se acercó al lugar donde había estado sentada Duncan y cogió la lata de cerveza que dejó ella. Estaba casi llena. Caminó hasta la ventana. El sol poniente se reflejaba contra los Marines de bronce. Observó cómo Duncan caminaba por la acera hasta un coche blanco. Cuando este emprendió la marcha, Turcotte se llevó la lata a los labios y la vació de un largo sorbo.
—Finalmente me has dado una exclusiva, Johnny —susurró Kelly Reynolds al ataúd mientras arrojaba un puñado de tierra al interior de la fosa cavada en el campo de Tennessee—. Desearía que las cosas hubiesen sido diferentes.
Kelly Reynolds miró por encima del ataúd en dirección a los periodistas de los medios de comunicación, que se mantenían a distancia por la intervención del personal de seguridad y la policía local.
—¿Los cogieron a todos? —preguntó una voz femenina a sus espaldas. Kelly se volvió. Allí estaba la madre de Johnny Simmons; un velo negro le cubría los rasgos desencajados. Había hablado con Kelly brevemente en el funeral.
Kelly sabía a quién se refería.
—Sí. Los que le hicieron eso a Johnny en el laboratorio de Dulce murieron cuando el guardián de la Isla de Pascua lo destruyó. Los demás integrantes del Majestic están en medio del juicio.
La señora Simmons tenía su atención fija en el cajón.
—Le hicieron cosas, ¿no es así? Él no se hubiera suicidado. Sé que no lo habría hecho.
—No, Johnny no se suicidaría —estuvo de acuerdo Kelly—. Le hicieron cosas terribles a su mente, Johnny amaba demasiado la vida. Le hicieron tanto daño que lo perdió de vista. No pensaba con claridad.
La mirada de la señora Simmons fue más allá del cajón.
—Los periódicos lo están haciendo quedar como una especie de héroe. Dicen que fue quien comenzó a sacar a la luz lo que estaba ocurriendo en el Área 51.
—Era un héroe —estuvo de acuerdo Kelly.
La señora Simmons apoyó la mano en el hombro de Kelly, con cierta fuerza.
—¿Valió la pena?
—Sí. —No había titubeo en la voz de Kelly—. Johnny dedicó su vida a descubrir la verdad, y lo que contribuyó a revelar es la mayor verdad de nuestros tiempos. Valió la pena.
—¿Pero es una buena verdad? —quiso saber la señora Simmons—. Todas esas criaturas alienígenas que descubrieron, ese mensaje del que todos hablan… ¿Saldrá todo bien?
Kelly posó su mirada sobre el ataúd una vez más.
—Sí. —Luego susurró para sí misma—. Tiene que salir bien.