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La piedrecita golpeó contra los ladrillos y cayó hasta la tierra en la base de la muralla. Che Lu se agachó para coger otra, luego hizo una pausa por el dolor de espalda. Se enderezó, tanto como puede hacerlo una anciana marchita de setenta y ocho años y de un metro sesenta y cuatro de estatura.

—Nunca funciona en mi caso —masculló mientras volvía la espalda a las ruinas de la Gran Muralla.

—¿Qué es lo que no funciona, madre-profesora? —le preguntó su asistente, Ki. Era joven, recién salido de la universidad y, en su opinión, había aceptado el trabajo más para evadir el arresto en Beijing que por interés en el trabajo de la anciana. Usaba el término que habían usado sus alumnos durante muchos años. Era una muestra de respeto, tanto por la edad de la anciana como por su puesto de jefa de arqueología de la Universidad de Beijing.

—La tradición. —Echó un vistazo al joven. Sus ojos eran de color azul intenso y, a pesar de su edad avanzada, no necesitaba ningún tipo de gafas—. Debes conocer las tradiciones. Son muy importantes para la arqueología, Pueden guiarte hacia lo que buscas.

Señaló con la mano las ruinas de piedra que serpenteaban hasta donde la vista les permitía ver. Esa porción de la gran Muralla no era lo que se mostraba al resto del mundo en los documentales. Los tontos de Beijing querían que el mundo creyera que la muralla estaba en condiciones prístinas en toda su extensión de dos mil cuatrocientos kilómetros, pero esa pila pedregosa y decadente era lo más normal; abandonada a los ataques de la naturaleza y a las necesidades de generaciones de campesinos que habían usado las piedras para construir sus moradas.

—Según la tradición, un viajero que pasa por la muralla debe arrojar una piedrecita contra la roca. Si rebota, su travesía será buena. Si simplemente cae al suelo, no lo será tanto.

—¿Entonces nuestra expedición no será tan buena? —preguntó Ki con una sonrisa preocupada.

—No ha sido buena ni en su comienzo —respondió ella—. No veo por qué las cosas deberían mejorar. —Se volvió y comenzó a alejarse de la muralla, hacia el jeep estadounidense que usaba hacía muchos años. Detrás del jeep había un camión de origen ruso, una reliquia de la Guerra de Corea que emanaba grandes nubes de diesel al aire. Allí estaban los otros cinco estudiantes de su grupo, junto con el equipo.

Su gran expedición, pensó Che Lu para sí misma mientras dejaba que Ki la ayudara a sentarse en el asiento del acompañante. El chico dio la vuelta para sentarse al volante y encendió el viejo motor. Siguieron camino, ahora en paralelo a la muralla, hacia su lugar de trabajo, ubicado a varios kilómetros, en la inmensidad de las provincias occidentales de China.

A pesar de la predicción de la piedrecita y de las limitaciones de la gente y los equipos que le habían asignado, Che Lu sentía un entusiasmo que no había experimentado en años. Finalmente la habían autorizado a excavar en Qianling, el mausoleo del tercer emperador de la dinastía T’ang. Dentro de la enorme colina que encerraba la tumba estaban enterrados el emperador Gaozong y su emperatriz, la única emperatriz de China.

Sabía que era la confusión que reinaba en China, desde luego, lo que le había otorgado ese permiso. Un tonto de la división de Antigüedades del gobierno había cometido un error y estampado el sello APROBADO en su solicitud, después de veintidós años de enviarla de forma continua cada seis meses. Había cambiado la fraseología de la última solicitud y había empleado un lenguaje más académico para oscurecer que lo que deseaba era una autorización para entrar al mausoleo.

Sabía que debían llegar a Qianling rápidamente y empezar a trabajar antes de que alguien del departamento se diera cuenta del error. Había dos factores en su contra y ambos eran significativos. Uno era la tradición. El pueblo chino reverenciaba a sus ancestros y, por lo tanto, a sus muertos. No se conocían los saqueos de tumbas en el país, y las excavaciones arqueológicas se consideraban una profanación de la tumba de los ancestros de alguien. La otra razón tenía que ver con cómo el gobierno comunista del momento trataba el pasado. Existía el temor, que en opinión de Che Lu, era un miedo ridículo, de que los campesinos desearan una vuelta a los viejos tiempos del imperio.

Che Lu comprendía el respeto por los ancestros, pero pensaba que en China se llevaba al extremo, y que eso le negaba al mundo y, en particular, al pueblo chino, el aprendizaje sobre el esplendor del que había sido el Reino del Medio. Para que China llegara a ocupar el lugar que se merecía en el orden mundial actual, Che Lu consideraba que debía reconocer su poder en tiempos ancestrales, y además comprender de qué manera se había erosionado ese poder hasta verse destruido por gobernantes ignorantes y estrechos de mente.

Che Lu había dado mucho a China, y quería ver cómo su país era capaz de recuperar parte del respeto que había tenido en la antigüedad. Ella había participado de buena parte de la historia de la China moderna, muchas veces a la vanguardia. Solo veintiséis mujeres habían iniciado la Larga Marcha con Mao hacía sesenta y cuatro años. Solo seis llegaron con vida al final. Che Lu había sido una de ellas, cuando solo tenía catorce años. Más de cien mil hombres también comenzaron la marcha, y quedaban menos de diez mil cuando llegaron a Yan’an, en la provincia de Shaanxi, en diciembre de 1935, después de caminar unos diez mil kilómetros.

Semejante hazaña debió asegurar a Che Lu un lugar reverenciado en la China comunista, pero los rumbos erráticos del poder y la influencia eran tales que hacía tiempo había perdido la simpatía de los regímenes más recientes. Al menos había logrado ir a la universidad y licenciarse en arqueología antes de entrar a formar parte de la lista negra.

El jeep tomó un bache en el camino de tierra y el dolor le recorrió la espalda como una explosión feroz en la nuca. Ki se volvió para disculparse, y ella le hizo un gesto con la mano para que no dijera nada. Jóvenes tontos. Qué poco sabían del sufrimiento.

La comitiva se dirigía hacia el oeste desde Xi’an, la ciudad que había sido la primera capital imperial de China, y el punto de partida de la Ruta de la Seda que se había extendido desde China occidental por Asia Central hasta Medio Oriente y Roma. Che Lu y su equipo habían llegado hacía tres días y ya contactaban con las autoridades locales. Las cosas no estaban mucho más tranquilas allí, a mil seiscientos kilómetros de distancia del caldo de cultivo que se estaba gestando en Beijing. Los estudiantes se estaban inquietando, y ahora también los trabajadores. El comunicado de las Naciones Unidas con el anuncio de la visita de extraterrestres a la Tierra había llegado incluso a los lugares más controlados de China. En todos los rincones del planeta, el cambio se respiraba en el aire, y Che Lu temía, y esperaba, que llegara a China.

Metió la mano en el viejo bolso de paja que tenía entre las piernas y sacó una bolsa de cuero. Vació el contenido en la tela de falda y miró los cuatro fragmentos de hueso que había depositado allí. Cogió uno y lo hizo girar entre los dedos, observando las marcas talladas en el material blanco. El hueso era de la cadera de algún animal, quizá un ciervo, de forma triangular, con dos lados largos chatos.

—¿Y eso? —quiso saber Ki.

¿Qué les enseñaban a los jóvenes en la universidad?, se preguntó Che Lu. Desde luego, Ki se había especializado en geología, no en arqueología. La mayoría de los alumnos con los que trabajaba habitualmente habían preferido quedarse en Beijing, para prepararse para lo que fuera que sucediera en las semanas venideras. Che Lu no tenía duda de que se produciría otro acontecimiento como la masacre de la Plaza de Tiananmen. En el transcurso de su vida, había sido testigo de tantas limpiezas y derramamientos de sangre que no podía ser optimista y pensar que el desenfreno terminaría de manera pacífica. La pregunta central era si todos se comportarían como ovejas y regresarían al status quo una vez que la sangre fluyera, como habían hecho en 1989. Che Lu, tras escuchar a los alumnos que, con amabilidad, no aceptaron acompañarla, sentía que esa vez sería diferente.

—Son huesos oráculo —respondió.

Ki enarcó una ceja, esperando más información. Al menos, el chico sentía curiosidad, un punto a favor.

—En la antigüedad, los usaban los adivinos para comunicarse con sus ancestros. —Tocó la superficie suave del hueso con sus dedos arrugados—. Al principio, no había ciudad, sino la palabra —murmuró.

—¿Disculpe? —preguntó Ki amablemente.

Che Lu levantó la vista.

—Todas las demás civilizaciones sobre la Tierra se basaban en la expansión de la ciudad. En China, nuestra civilización se basa en la palabra escrita. De hecho, nuestra palabra para «civilización», «wenha», significa «la influencia transformadora de la palabra». —Le acercó uno de los huesos para que pudiera ver las marcas—. Lo interesante de los huesos es que nadie puede leer las inscripciones. Son muy curiosas. Después de todo, nosotros contamos con un sistema de escritura mucho antes que el resto del mundo, pero esta escritura es incluso anterior a nuestro idioma.

—Quizá es alguna especie de dibujo, profesora-madre —arriesgó Ki.

—No, es escritura —afirmó Che Lu.

—¿De dónde los sacó?

—Me los dio un viejo amigo.

—¿Son importantes?

Che Lu asintió, pero permaneció callada. No confiaba en nadie aún, aunque sabía que tendría que hacer una llamada. Quería estar lejos de los teléfonos de Xi’an, que estaban vigilados, antes de hacerlo.

—¿Tienen que ver con Qianling? —quiso saber Ki.

—Fueron encontrados cerca de la tumba —admitió la anciana. Vio que se acercaban a un pequeño pueblo. Al ver que la única línea telefónica llegaba a una pequeña tienda, le indicó a Ki que se detuviera allí.

Entró a la tienda y saludó al propietario. Sacó unos billetes y pidió usar el teléfono para hacer una llamada importante. Era más dinero del que el hombre había visto en un mes, así que el anciano se mostró encantado de ayudar a la extraña mujer.

Che Lu marcó en el vetusto aparato y atendió la operadora local. Aunque no fue sencillo, finalmente logró que la atendiera una operadora internacional en Hong Kong para la comunicación final.

Che Lu permaneció inmóvil en la tienda desvencijada mientras miraba a sus jóvenes asistentes, que compraban alimentos para el viaje, y escuchaba el eco lejano de un teléfono que sonaba al otro lado del mundo. Finalmente se oyó un clic y una voz lejana le habló en inglés.

—Habla Peter Nabinger. En este momento, no estoy en la oficina, pero verifico mis mensajes todos los días. Por favor, deje su nombre, teléfono y un breve mensaje y me comunicaré con usted lo antes posible.

Se oyó una señal sonora y Che Lu habló en inglés, tratando de no alzar la voz:

—Soy la profesora Che Lu. Soy jefa de arqueología del Museo Imperial de Beijing. Según tengo entendido, usted puede leer el lenguaje de la runa superior. Tengo unos huesos oráculo con inscripciones que me parece que están en ese lenguaje. Fueron encontrados cerca de la tumba imperial de Gaozang de Qianling. Pronto podré entrar a la tumba. Creo que puede estar conectada con los Airlia de algún modo. Si desea encontrarme, allí estaré.

Colgó y se volvió a sus alumnos.

—Sigamos camino.