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En el mismo momento en que Peter Nabinger se preguntaba dónde estaba, el capitán Mike Turcotte bebía un sorbo de café en una de las salas del portaaviones USS George Washington.
Turcotte sentía el ronroneo continuo de los motores que reverberaba a través de los paneles del suelo. El George Washington era el portaaviones más reciente del inventario de la Armada estadounidense. El más reciente de la clase Nimits; se desplazaba a lo largo de cien mil toneladas de agua y avanzaba hacia el sur a treinta nudos, desde su estación de tareas habitual en el Golfo Pérsico. A proa estribor se extendía la costa de Etiopía.
El hecho de que el portaaviones fuera retirado de la zona crítica y volátil del Golfo Pérsico le daba una idea a Turcotte de la importancia que tenía la misión, a pesar de que Lisa Duncan, que estaba sentada a su izquierda, ya se lo había dicho. La presencia tres asientos más adelante de un teniente coronel británico, que llevaba la boina color arena del Servicio Aéreo Especial británico, conocido con las iniciales SAS, también indicaba cierto grado de seriedad bélica. Al lado del coronel británico se encontraba un mayor estadounidense con uniforme de vuelo; el parche adosado con velero en su hombro izquierdo mostraba la marca de las Fuerza de Operaciones 160, los Cazadores Nocturnos.
Estaban todos allí reunidos para escuchar un informe de un antiguo militar soviético. El hombre, Karol Kostanov, hablaba un inglés fluido, pues había pulido su acento en una de las academias de perfeccionamiento de la KGB durante el auge de la Guerra Fría. Decía que había trabajado de forma independiente en todo el mundo desde el colapso de la Unión Soviética. Turcotte no tenía ni idea de cómo había llegado a él la Comisión de Supervisión Alienígena de las Naciones Unidas, pero imaginaba que habría en juego una gran cantidad de dinero en efectivo, a juzgar por el costoso traje y los zapatos hechos a medida que llevaba Kostanov.
—Puede comenzar, señor Kostanov —ordenó Duncan cuando se aseguró de que todos estuvieran listos.
Kostanov tenía una barba incipiente cuidadosamente recortada que le enmarcaba el rostro aristocrático y llevaba gafas angostas, con una montura de metal muy cara. Turcotte se preguntó si Kostanov necesitaría de verdad las gafas o si serían parte de un disfraz montado con el objetivo de impresionar. La piel del hombre era oscura, y tenía el cabello cano.
—Un representante de la Comisión de Supervisión Alienígena de las Naciones Unidas contactó conmigo hace un día y medio —comenzó Kostanov, pero Duncan alzó la mano en un gesto.
—Eso ya lo sé —afirmó la mujer—. Usted dice conocer un conjunto de artefactos alienígenas localizados al sudoeste de Etiopía, custodiados por personas que trabajan para un cartel comercial sudafricano. Dado que estamos cerca del rango de alcance de los helicópteros de esa zona, no tengo tiempo de escuchar sandeces superfluas sobre el tema, pues pronto iniciaremos una operación militar. Quiero datos concretos.
—Ah, los datos —repitió Kostanov, con cierto tono de burla en la voz—. No hay muchos, de modo que no le haré perder el tiempo. Uno; antes del colapso, trabajé en Tyuratam, un centro soviético de pruebas de misiles estratégicos. También era la sede de la Sección Cuatro del Ministerio del Interior. Por lo que he leído recientemente en sus periódicos, la Sección Cuatro era el equivalente de vuestro Majestic12.
Sin embargo, nosotros no fuimos tan afortunados en nuestros hallazgos como los norteamericanos. Teníamos los restos de una nave alienígena que se encontraba seriamente averiada. Eso es todo.
Turcotte se inclinó hacia delante en su asiento. Había visto el agitador que se estrelló desde una enorme altitud a velocidad terminal en el campo de Nuevo México. No encontró ni una marca en el objeto. ¿Qué podía haber dañado la nave que tenían los rusos?
—¿Qué tipo de nave? —quiso saber Duncan, mostrando que el dato era nuevo para ella también—. ¿Un agitador?
—No, no era un agitador. Más grande que los agitadores, pero ni por asomo tan grande como la nodriza. —Kostanov se encogió de hombros—. Estaba muy dañada. Los científicos recurrieron a la ingeniería inversa, según lo que teníamos, pero no tuvieron mucho éxito.
—¿Dónde y cuándo encontraron esa nave? —preguntó Duncan.
—En el año 1958, en Liberia. La mejor estimación del sitio en que cayó es que había estado allí varios miles de años. Creo que la información sobre la nave fue usada por el gobierno ruso como parte de su intento de lograr que uno de los suyos avanzara en la jerarquía del consejo de la UNAOC. Es de suponer que la UNAOC ha de tener sus propias razones para no mencionarlo, y además la nave en sí no puede aportar demasiado.
—¿Era una nave de los Airlia? —preguntó Duncan.
—En realidad no conocíamos a los Airlia como tales hasta hace poco —respondió Kostanov—, pero por lo que pude ver de la nave nodriza, estaba hecha del mismo material de color negro, por lo que supongo que era de los Airlia.
Duncan le hizo un gesto para que continuara.
—A pesar de la falta de éxito, el director de la Sección Cuatro consideró que, si había una nave, probablemente hubiera otras. Los científicos postularon que esta nave no podría haber atravesado distancias interestelares, por lo que tendría que haber llegado hasta aquí transportada por otras naves. La unidad que yo integraba recibió instrucciones de investigar cualquier dato sobre otras posibles naves.
El ruso se volvió hacia el mapa y usó un puntero láser.
—En 1988 recibimos información de fuentes de la KGB respecto a un extraño hallazgo en el sudoeste de Etiopía. Fui con una unidad Spetsnatz, que es una unidad de las fuerzas especiales soviéticas —agregó Kostanov, con una mirada a la boina verde de Turcotte y a la del coronel, de color beige—, a hacer una misión de reconocimiento.
—¿Y qué descubrió? —lo instó Duncan.
—Nunca llegamos a nuestro objetivo. Nos atacó una fuerza paramilitar. Como íbamos en una operación secreta, no teníamos respaldo aéreo, y como no podíamos arriesgarnos a provocar un incidente internacional, nos superaron ampliamente. Murió la mitad del equipo. El resto tuvimos suerte de poder volver a la costa y que nos recogiera nuestro submarino.
—¿Una fuerza paramilitar? —preguntó Turcotte por primera vez.
—Con buenas armas, bien entrenados y con una sólida conducción. Tan buenos como la unidad Spetsnatz con la que yo estaba, y más numerosos.
—¿Quiénes eran? —volvió a preguntar Turcotte.
—No lo sé. No llevaban uniformes ni insignias. Probablemente fueran mercenarios.
—Vaya al grano —afirmó Duncan—. ¿Qué había en esa ubicación?
—El rumor que nos llegó era que había alguna especie de evidencia de armamento avanzado —respondió Kostanov—. Armamento alienígena.
Todos los presentes se enderezaron un poco en su asiento. El tema de las armas alienígenas había surgido muchas veces en los recintos cerrados de la Comisión de Supervisión de las Naciones Unidas. Dado que la bomba atómica se había desarrollado en cierta medida a partir de un arma Airlia que habían dejado atrás en la Gran Pirámide, había una gran cantidad de especulaciones respecto a qué otros dispositivos letales podía haber ocultos en algún lugar del planeta. La destrucción de la instalación de experimentación del Majestic12 en Dulce, Nuevo México, por un rayo de un caza Fu indicaba que había armas que tenían los Airlia que muchos gobiernos querrían en su haber. Armas que las Naciones Unidas preferiría que estuvieran bajo un control adecuado antes de que algún irresponsable pudiera acceder a ellas.
El mensaje que le había dado el guardián al profesor Nabinger sobre la guerra civil entre los Airlia indicaba que los alienígenas tenían un arma lo suficientemente poderoso como para aniquilar la base central de los Airlia (conocido en las leyendas humanas como Atlántida) con tanta eficacia que ahora no era más que un mito.
—Quiero datos más específicos —afirmó Duncan.
—No tengo datos más específicos —respondió Kostanov—. Tal como dije, nunca llegamos a nuestro objetivo. Esto sucedió a comienzos de 1989 y, como ya saben, mi país pasó por muchos cambios y una gran agitación ese año. Nunca pudimos volver a lanzar otra misión. Ustedes saben tanto como yo.
—¿Y cuál es el objetivo? —quiso saber el teniente coronel británico.
Kostanov se encogió de hombros.
—Eso es algo que debe decir su servicio de inteligencia. Yo les di la ubicación. Supongo que tendrán mejores imágenes de las que vi yo hace diez años.
Duncan le hizo un gesto a una mujer enfundada en un traje de tres piezas que había estado sentada contra la pared mientras Kostanov hablaba. Ella se puso de pie. Era alta y delgada; su pelo, de color negro azabache y cortado a la altura del mentón, le enmarcaba el rostro de ángulos pronunciados. Parecía tener unos treinta y cinco años, pero era difícil determinarlo, pues tenía la piel perfectamente lisa y blanca.
—Mi nombre en clave es Zandra —afirmó la mujer—. Represento a la Agencia Central de Inteligencia.
Zandra tenía un pequeño mando a distancia en la mano. Presionó un botón. Apareció una fotografía por satélite.
—Noreste de África —dijo para orientarlos rápidamente. Presionó otro botón y la fotografía bajó de escala—. En el sudoeste de Etiopía, cerca de la frontera con Kenia y Sudán. Un terreno muy inhóspito; casi inhabitado y poco explorado.
Turcotte asintió para sí. Eso concordaba con lo esperado. Los Airlia habían elegido los lugares más inaccesibles de la Tierra para esconder sus artefactos: la Antártida, el desierto de Nevada en los Estados Unidos, la Isla de Pascua. Lugares donde siempre sería difícil que los humanos pudieran llegar y sobrevivir.
—El accidente geográfico más destacado en esta parte del mundo es el Gran Valle del Rift. Comienza en el sur de Turquía, atraviesa Siria, luego pasa entre Israel y Jordania, donde se encuentra el Mar Muerto, el punto más bajo sobre la faz de la Tierra. De allí, va a Elat, luego forma el Mar Rojo. En el Golfo de Aden, se divide, y una parte se dirige hacia el Océano índico, y la otra hacia el continente africano, hacia el Triángulo de Afar. El punto más bajo de África, la Depresión de Danakil, que es donde se encuentra nuestro objetivo, se extiende directamente a lo largo del Gran Valle del Kift. Desde allí, el valle va hacia el sur, abarcando el Lago Victoria, el segundo lago de agua dulce más grande del mundo, antes de terminar en algún lugar de Mozambique.
Con otro clic, apareció un cuadrado diminuto en el centro de un valle profundo, rodeado de altas montañas y con un río que lo atravesaba en el centro. La imagen siguiente mostraba que el cuadrado era un recinto cerrado junto al río. La vegetación era escasa y débil.
—Este es el objetivo. Según los documentos legales que tenemos, el complejo pertenece a la corporación Terra-Lel, que tiene su sede comercial en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Manifiesta intereses muy variados, y afirma que este complejo es un campamento minero. Está aquí desde hace dieciséis años. Nuestros satélites nunca registraron que ningún material de minería abandonara el sitio. La única forma de entrar o salir es por avión o helicóptero, o emprender un arriesgado viaje de tres días en todoterreno desde Assis Ababa.
Lo que resulta interesante acerca de Terra-Lel es que el único tipo de operación minera, si se puede llamar así, que ha hecho la empresa ha sido enviar mercenarios a Angola para atacar los campamentos mineros de diamantes. El principal negocio de Terra-Lel son las armas; la fabricación, la venta y la exportación al mejor postor. Solían hacer buenos negocios en el mercado negro internacional antes de que Mandela ascendiera al poder.
Zandra movió el puntero láser.
—Aquí vemos la franja aérea ubicada encima del complejo. Este edificio —señaló una estructura de tres plantas— es donde creemos que están guardados los artefactos Airlia. Son los cuarteles de las fuerzas mercenarias paramilitares que protegen el complejo. También hay misiles superficie-aire aquí, aquí, aquí y aquí. Varios vehículos armados. —Zandra esbozó una sonrisa gélida—. Sin duda, no necesitarían semejante protección para un complejo destinado a la minería.
—Si esta gente de Terra-Lel está fuera de Sudáfrica, ¿por qué no se llevó lo que encontró? —quiso saber Duncan.
—No lo sabemos —respondió Zandra—. Suponemos que quizá no pueden trasladar lo que sea que encontraron. O quizá el clima político más bien inestable de Sudáfrica les impidió hacerlo. La Comisión de Supervisión Alienígena de la ONU hizo algunas averiguaciones discretas ante el gobierno de Sudáfrica para obtener acceso abierto al complejo.
—Y la respuesta, como podréis deducir del hecho de que estemos dirigiéndonos al lugar con un escuadrón del SAS a bordo —continuó Duncan—, fue el silencio.
—Así que saben que vamos —resumió Turcotte.
—Es lo más probable.
—¡Joder! —musitó el coronel del SAS—. ¿Y qué hay del gobierno de Etiopía?
—¿Qué pasa con ellos? —replicó Zandra, en un tono que era respuesta suficiente e indicaba que no se trataba de un factor relevante en el asunto.
Duncan miró al oficial del SAS.
—Coronel Spearson, ¿cuál es el plan?
Spearson se puso de pie y caminó al frente de la sala. Miró al oficial estadounidense que vestía el uniforme aeronáutico.
—¿Cuándo podemos lanzar la operación, mayor O’Callaghan?
El hombre señaló un mapa del noreste de África.
—El capitán del buque está avanzando con los motores a plena capacidad, de modo que llevamos una buena velocidad. Nuestro punto de partida, desde el que todos los aviones y helicópteros tendrán suficiente combustible para ir y volver, más quince minutos en tierra, está aquí, a cuarenta kilómetros de nuestra posición actual, lo que significa que podremos iniciar la operación en menos de una hora.
Spearson no parecía complacido con ese esquema, y Turcotte comprendía por qué. Pronto amanecería, y el SAS llegaría al complejo poco antes de que aclarara. Tenían poco margen de tiempo, y quedaba mucho librado al desastre.
Spearson tosió para aclararse la garganta.
—Hay un AWACS de los Estados Unidos en posición cerca de la costa. Controlará todas las operaciones de vuelo, para coordinar los helicópteros de O’Callaghan con nuestros aviones. Yo estaré a cargo de la coordinación de todas las fuerzas terrestres. Estaré a bordo de un MH-60 hasta el primer ataque aéreo. Entonces, me reposicionaré en el objetivo principal.
—El plan básico es un ataque en cuatro etapas. La primera etapa consiste en aterrizar con un escuadrón en paracaídas sobre el techo de la construcción donde creemos que se encuentran los artefactos. Estos soldados deberán lograr un punto de establecimiento. La segunda etapa es un ataque con misiles antirradar lanzados por los aviones de la Armada para neutralizar sus sitios de misiles superficie-aire. En la tercera etapa interviene el resto de mi fuerza, que llegará en helicóptero con respaldo de helicópteros artillados. La cuarta etapa es asegurarnos el control del complejo. —Spearson miró a las demás personas que se encontraban en la habitación—. ¿Alguna pregunta?
—¿Cómo llegará la fuerza aérea? —quiso saber Turcotte—. ¿HALO o HAHO?
—HAHO —respondió Spearson, lo que dejaba saber a Turcotte que los hombres saltarían a una altitud elevada y abrirían sus paracaídas casi de inmediato, despinzándose hasta el objetivo. Los livianos paracaídas no serían detectados por el radar, que sí detectaría un avión o helicóptero, lo que les permitiría llegar sin que nadie lo notara.
—Me gustaría llegar con los paracaidistas —dijo Turcotte.
—No hay problema —respondió Spearson.
Duncan se puso de pie.
—De acuerdo…
—Yo también tengo algunas preguntas —dijo de repente Spearson, mirando a Duncan—. ¿Y si esta gente de Terra-Lel en efecto ha encontrado armas Airlia?
—Por eso vamos allí —respondió Duncan—. Queremos averiguarlo.
—¿Pero qué pasa si usan estas armas contra nosotros? —aclaró Spearson.
—Entonces estamos bien jodidos —respondió Duncan sin rodeos.
—Dudo de que hayan logrado algo en ese tema —intervino Zandra—. Hemos vigilado de cerca a Terra-Lel. Podéis estar seguros de que, si hubieran descubierto algo que pudieran usar, estaría disponible en el mercado armamentista internacional de una u otra manera.
Spearson no parecía demasiado reconfortado por esa información.
—¿Cuáles son las reglas de combate?
—Si encontráis resistencia —dijo Duncan—, sois libres de recurrir a cualquier fuerza que sea necesaria para superarla.
Spearson frunció el ceño.
—Vuestros aviones se ocuparán de las instalaciones de radio y radares inmediatamente después de que lleguen las fuerzas iniciales. Es inevitable que haya víctimas de esos ataques. Eso quiere decir que es probable que nosotros seamos los que disparemos primero.
La expresión de Duncan se mantuvo impasible.
—Les dimos la oportunidad de cooperar. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ya ha valorado la situación, y se considera que la amenaza de que las armas de los Airlia caigan en las manos equivocadas es demasiado importante. LA UNAOC ha recibido autorización del Consejo de Seguridad para usar todos los recursos que resulten necesarios para asegurarse el control de los artefactos Airlia.
Spearson la miró fijamente, luego asintió.
—De acuerdo, entonces. Vayamos a la cubierta de aterrizaje.
Turcotte se puso de pie y siguió al coronel del SAS. Cuando llegó a la puerta, Lisa Duncan extendió la mano y le dio un golpecito en el codo.
—Mike.
—¿Sí? —preguntó Turcotte, sorprendido. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de pila.
—Ten cuidado.
Turcotte esbozó una sonrisa que se desvaneció casi de inmediato.
—¿Sabías de la nave Airlia que tenían los rusos? —quiso saber.
—No.
—Eso no es bueno —afirmó Turcotte—. Ah, bueno. Me imagino que no es importante en este momento. Estaré bien. Me aseguraré de bajar la cabeza si tengo que hacerlo.
—Trata de hacer algo mejor que eso —le advirtió Duncan.
Turcotte hizo una pausa. Se miraron en la delgada escalerilla metálica durante unos breves instantes.
—Bueno —dijo finalmente Turcotte—. Me tengo que ir.
—Te veré en tierra —dijo Duncan.
Turcotte se volvió y subió las escaleras que conducían a la enorme cubierta de aterrizaje del Washington. Soplaba una suave brisa marina. Al mirar a través de la cubierta de aterrizaje, Turcotte pudo ver a los soldados del SAS que preparaban sus equipos. Algunos hacían una limpieza de las armas de último momento, otros afilaban navajas, o se pasaban pintura de camuflaje por la cara. Había pilotos del Ejército y la Armada que se paseaban entre los aviones, usando linternas de lente rojo para hacer una inspección visual final.
Una silueta se delineó en la oscuridad.
—¿Es usted Turcotte? —le preguntó con acento británico.
—Sí.
—Soy Ridley, comandante de aperturas a alta cota, SAS veintiuno. Tengo entendido que viene con nosotros, ¿verdad?
—Así es.
—Bueno, supongo que sabe lo que hace. Usted salta el último y no lo quiero en el medio. De lo contrario, es muy probable que sea blanco de una bala, y no pienso llorar sobre mi taza de té al respecto. ¿Entendido? —Ridley ya se marchaba hacia el avión.
—Entendido.
—Turcotte —dijo Ridley—. Suena más francés que la mierda.
—Soy Canuck —afirmó Turcotte.
Llegaron a un avión de carga C-2.
Ridley le entregó el paracaídas.
—Yo mismo lo preparé. ¿Qué coño es Canuck?
—Mezcla de indio y francés —afirmó Turcotte—. Soy de Maine. Somos bastantes por allí. —Se puso el paracaídas en la espalda.
Ridley estaba detrás de él, pasando una correa por entre sus piernas.
—Pierna izquierda —anunció.
—Sí, pierna izquierda —repitió Turcotte, colocándola en el receptáculo adecuado. Se sentía cómodo con los modales bruscos de Ridley. Había conocido a muchos hombros como él en sus años de operaciones especiales, Turcotte incluso había trabajado con el SAS antes en Europa, donde había realizado tareas de antiterrorismo. Sabía que el Servicio Aéreo Especial estaba integrado por profesionales de primera que hacían las cosas bien.
Rápidamente, Turcotte estuvo listo y subió al avión. El C-2 era el avión más grande que tenía el Washington. Normalmente se usaba para el transporte de personal y equipos desde el buque a la costa y viceversa. En ese momento llevaba dieciséis soldados del SAS armados hasta los dientes, ubicados muy cerca unos de otros.
Turcotte percibió el intenso y familiar olor del escape de los motores y el combustible de los aviones JP4, lo que le recordó otras misiones en otras partes del planeta. La rampa posterior del C-2 se cerró y el avión rodó por la pista hasta su posición de despegue. El ruido de los motores se volvió más intenso y luego estaban en movimiento, rodando por la cubierta de acero. Se produjo una caída breve y repentina, luego la nariz del avión subió y comenzaron a ganar altura. Debajo de ellos, a sus espaldas, como luciérnagas en la oscuridad, los seguían los helicópteros.
—¡Diez minutos! —anunció el maestro de saltos. El mensaje salió a través del micrófono que llevaba ajustado al cuello y se transmitió a los auriculares de los soldados, incluido Turcotte.
Turcotte verificó su equipo por última vez, asegurándose de que todo funcionara correctamente. Miró alrededor, a los demás hombres en el compartimiento de carga. Él era el único que llevaba un arnés simple. Los soldados del SAS tenían arneses dobles; dos personas atadas a un solo paracaídas a través de un arnés. Turcotte nunca había visto ese sistema usado para fines militares. Por lo general, los saltos en tándem eran utilizados por los instructores de salto civiles para entrenar a los novatos.
El maestro de saltos continuó, gesticulando con las manos para hacer la mímica de las órdenes.
—Seis minutos. Usad el oxígeno personal y romped las bengalas químicas.
Turcotte se puso de pie al frente del área de cargas. Se separó de la consola central que le había suministrado el oxígeno y se conectó al pequeño tanque que llevaba en el pecho. Inhaló profundamente y rompió la bengala química en la parte posterior del casco, lo que encendió la luz.
—Despresurización —anunció el jefe de tripulación.
Se abrió una ranura al final del avión a medida que comenzó a abrirse la rampa posterior. La parte inferior se desplazó hacia fuera, formando una plataforma, mientras que la parte superior desaparecía en la cola. Turcotte tragó con dificultad. Las orejas le palpitaban.
—Esperad —anunció el maestro de saltos por la radio FM. Se acercó a la escotilla, mirando el cielo oscuro de la noche.
Turcotte sabía que estaban a sesenta kilómetros del complejo de Terra-Lel y que no deberían estar llamando la atención a esa distancia de la tierra.
—¡Fuera! —gritó el maestro de saltos, y desapareció con su compañero. Los demás los siguieron, saltando en parejas. Turcotte saltó el último, sobre la estela del avión. De inmediato separó las piernas y los brazos y arqueó la espalda, buscando estabilidad.
Contó hasta tres, luego tiró del cordón. El paracaídas se infló sobre su cabeza. Se bajó las gafas de visión nocturna del casco, verificó el paracaídas y miró hacia abajo. Contó ocho juegos de bengalas debajo de él. Se volvió y siguió el recorrido que marcaban a medida que los soldados del SAS comenzaban a dirigirse hacia el objetivo. Con una caída vertical de más de nueve kilómetros, podían cubrir algo de distancia lateralmente, usando los paracaídas como alas. Turcotte no sabía cuál era el registro actual, pero había oído que los equipos de HAHO cubrían cuarenta kilómetros laterales en un salto. Confiaba en que, con el sofisticado equipo de localización que llevaba cada dúo de paracaidistas encimo del paracaídas de reserva, encontrarían el objetivo. Todo lo que tenía que hacer Turcotte era seguirlos. Y tal como le había advertido Ridley, tenía que procurar quitarse de en medio.
Turcotte sintió frío por primera vez en semanas, desde que se había ido de la Isla de Pascua. Incluso a esta latitud, a treinta mil pies las temperaturas eran bajas. Las manos de Turcotte estaban en los controles del paracaídas, tanto el giro como la velocidad de descenso. Los acomodó cuando vio que la línea de bengalas cambiaba levemente de dirección. Verificó el altímetro: veinte mil metros.
A cincuenta kilómetros de allí, la primera formación del ataque aéreo volaba hacia el objetivo. Cuatro AH-6 de la Fuerza Especial 160, conocidos como pajaritos, iban a la cabeza. Eran helicópteros de observación Cayuse OH-6 modificados. El diseño del AH-6 lo convertía en uno de los helicópteros más silenciosos del mundo, capaz de volar a doscientos metros de una persona sin que esta lo oyera. Los dos pilotos estaban equipados con gafas de visión nocturna y usaban radar infrarrojo de visión delantera para vuelos nocturnos.
Dos pajaritos llevaban metralletas de 7.62 mm y los otros dos, dos cohetes vaina de 2.75 pulgadas. En el asiento trasero de cada aeronave había francotiradores del SAS equipados con visores termográficos. Los soldados del SAS llevaban arneses en el cuerpo y podían asomarse totalmente fuera del helicóptero para disparar.
Diez kilómetros más atrás los seguían cuatro helicópteros de combate Apache. Además del cañón de cadena de 30 mm montado debajo del morro, los pilones de armas de cada uno llevaban misiles Hellfire. Un helicóptero Black Hawk se encontraba directamente detrás de los Apaches; era el que pertenecía al comandante Spearson. Y diez kilómetros por detrás de los Apaches, avanzaba la principal fuerza terrestre de Spearson: ocho Black Hawks que llevaban noventa y seis soldados del SAS listos para la batalla.
A mayor altura, volando en círculos, se encontraba el ataque aéreo del George Washington. Consistía en Wild Weasels F4G para suprimir la defensa aérea y Tomcats F-18 con municiones guiadas por láser. Y, por encima de todos, también volando en círculos, estaba el AWACS, en cuidadosa coordinación con el coronel Spearson para asegurarse de que todo llegara al objetivo en el momento adecuado.
Junto al coronel Spearson, en el helicóptero Black Hawk que comandaba la operación, Lisa Duncan se sentía razonablemente tranquila. Siempre había manejado bien las situaciones críticas y el estrés, y esta no sería una excepción.
Había ascendido en Washington durante años hasta recibir su última designación como asesora científica de presidencia en el Majestic12. El hecho de que al recibir la tarea solo conociese la organización a través de rumores había sido la mismísima razón por la que el presidente la había elegido. Ni él mismo estaba al tanto de lo que era Majestic12. Le habían informado cuando asumió el cargo de que el MJ-12, como lo llamaban sus integrantes, era un comité creado después de la Segunda Guerra Mundial para investigar el hallazgo de varios artefactos alienígenas. En la sesión informativa, el director del MJ-12, el general Gullick, no le había dicho al Presidente qué era exactamente lo que habían escondido en el Área 51, en Nevada, y que exigía más de tres mil millones de dólares al año de presupuesto. Solo apuntó que habían recuperado diversos tipos de naves alienígenas, ninguna de las cuales estaba en condiciones de volar.
A diferencia de sus predecesores, ese Presidente había querido más datos. Por eso había asignado a Lisa Duncan la misión de obtener la información cuando quedó vacante el puesto de asesor científico de presidencia, después del fallecimiento del hombre que había desempeñado esa función durante treinta años. El Presidente había prestado atención a quienes habían mencionado la existencia de rumores de que el Majestic era algo más que naves averiadas en el Área 51 y que le estaban ocultando información. Deseaba conocer la verdad y Lisa Duncan fue la persona elegida para revelarla.
Al ser designada, Duncan había recopilado toda la información que había podido acerca del MJ-12 y el Área 51. Un senador le había dado cierta información perturbadora que indicaba que el MJ-12 había contratado a antiguos científicos nazis llevados a los Estados Unidos bajo el patrocinio clasificado de la Operación Paperclip después de la Segunda Guerra Mundial.
Duncan, que tenía la sensación de estar adentrándose en aguas hostiles, había contactado con Turcotte hacía unas semanas, cuando este se dirigía a una asignación de seguridad en el Área 51, y lo había incorporado a su equipo para que obtuviera información antes de viajar a la zona por primera vez.
Al llegar al Área 51, se enteró, con consternación, de que el MJ-12 había puesto en funcionamiento nueve agitadores, como se denominaba a las naves alienígenas que tenían forma de disco y que usaban el campo magnético de la Tierra para propulsar sus motores. Y que el MJ-12 tenía intención de hacer volar la nave nodriza (una nave de tamaño gigantesco capaz de realizar vuelos interestelares) que se mantenía oculta en una caverna del Área 51.
Con ayuda de Turcotte, Kelly Reynolds, Peter Nabinger y Werner Von Seeckt, uno de los científicos nazis que había participado desde el comienzo, pudo disolver ese plan peligroso. El estado físico de Von Seeckt se había deteriorado poco después del éxito de la misión, que detuvo el intento del general Gullick de pilotar la nave nodriza, y ahora se encontraba en una unidad de terapia intensiva del hospital de la base de la Fuerza Aérea de Nellis.
Para Duncan, estar a bordo de ese helicóptero rumbo a un lugar desconocido en Etiopía era parte de su tarea al servicio de su país y de la raza humana en su conjunto. Si había algo alienígena allí, Duncan sentía que era su obligación contribuir a descubrirlo. Ya había reinado demasiado secretismo durante mucho tiempo en todo el mundo.
Sin embargo, se preguntó cuántas personas más morirían. Oyó que el piloto del C-2 informaba de que todos los paracaidistas habían saltado, y sus pensamientos se centraron en Turcotte.
Turcotte comprendió en ese momento el porqué de los saltos en tándem. El hombre que se encontraba detrás se ocupaba de controlar el paracaídas. El que iba adelante, como no tenía que preocuparse por el paracaídas, sostenía un subfusil MP-5 con silenciador y mirilla láser.
Turcotte se fijó en el altímetro y vio que estaban atravesando los diez mil pies. Miró a su alrededor; ahora podía vislumbrar algunos detalles en tierra. Había montañas a ambos lados; algunas llegaban a la misma altura en la que estaba él. Recordó que le habían advertido que el complejo se encontraba en una depresión del terreno, la más profunda de África, según Zandra, y que debían descender mil doscientos pies por debajo del nivel del mar.
Apartó la máscara de oxígeno e inhaló el aire fresco de la noche. Tenía un momento para ordenar sus pensamientos, y había algo de lo mencionado en la reunión informativa que todavía le perturbaba. ¿Por qué les había dado tanta información Zandra acerca del Valle del Rift? Turcotte creía que la gente nunca hacía cosas sin una razón. Zandra debía de tener una razón consciente, o inconsciente quizá, para haber descrito con tanto lujo de detalles la geografía del lugar. Al mirar con sus gafas de visión nocturna, no le quedaron dudas de que el valle era espectacular. A cada lado se alzaban montañas de relieve irregular que formaban un valle ondulante y rugoso.
La formación cambiaba de dirección; se curvaba hacia la izquierda, y Turcotte tuvo que volver a concentrarse en la tarea pendiente, tiró de la anilla izquierda y siguió la línea de bengalas que se extendía debajo de él.
El grupo de salto se dispersó a doscientos pies del techo del edificio de investigación. Turcotte sabía que los guardias tenían que estar despiertos, pero ¿estarían mirando el cielo?
Se produjo un breve destello a un lado. Uno de los soldados del SAS estaba disparando. A través del auricular, Turcotte oyó el intercambio de los hombres.
—Puesto de vigilancia uno, despejado.
—Puesto de vigilancia dos, despejado.
—Equipo uno, en tierra.
Los primeros soldados estaban en el techo del edificio y tenían el terreno libre; no sonó ninguna alarma. Turcotte se levantó las gafas y apuntó a aterrizar cerca del centro del techo. Vio que los hombres del SAS se quitaban el arnés del paracaídas.
Turcotte frenó a menos de un metro de distancia. Sus pies tocaron el suelo y se desabrochó el arnés de inmediato, dando un paso para quitárselo incluso antes de que el velamen cayera. Se volvió, miró a su alrededor, con el MP-5 listo. Vio varios cuerpos; pertenecían a los guardias de los que se habían encargado los hombres del SAS.
—Aquí Ridley. Aterrizamos; posición asegurada —anunció la voz del líder a través de la radio.
—Ala aérea: ahora —ordenó el coronel Spearson.
El Wild Weasel F-4G era la única versión que quedaba del venerable Phantom F-4 que aún se encontraba en el inventario de los Estados Unidos. Tenía una misión específica: aniquilar los sistemas de radar y antirradar del enemigo.
Ante las órdenes de Spearson, dos Weasels aparecieron de repente desde el este. Los sistemas de radar del complejo Terra-Lel los detectaron, que era exactamente lo que buscaban. De las alas de los Weasels se desprendieron misiles; Shrike, AGM-78 y Tacit Rainbows, nombres muy sofisticados para referirse a bombas inteligentes que detectaban los haces del radar y los llevaban hasta la fuente de emisión.
Los pilotos de los Weasels ya habían girado ciento ochenta grados cuando los misiles dieron en el blanco. Toda la defensa aérea del complejo fue aniquilada con ese ataque.
Antes de que terminara, llegó la primera ronda de ataque aéreo.
Con mucho cuidado, los hombres de detonaciones del SAS habían colocado cargas huecas en la terraza, a espacios regulares. Habían extendido el cable de detonación y esperaban la orden.
Cuando llegó el sonido de los helicópteros del este, el coronel Spearson dio la orden a Ridley.
—¡Fuego!
Los explosivos estallaron, interrumpiendo la oscuridad de la noche con su detonación y destello fugaz. En la terraza se abrieron cuatro orificios y los soldados saltaron a través de ellos.
Turcotte hizo una pausa, inclinando la cabeza hacia un lado. Por el orificio sudoeste llegaba el rugido de las automáticas. Turcotte se acercó: una abertura dentada en el cemento de cuatro pies de diámetro. Miró hacia abajo. Los cuatro hombres del SAS que habían saltado por el orificio yacían en el suelo, inertes.
Turcotte sacó una granada flash-bang del chaleco y la arrojó al interior del edificio, contó hasta tres, luego saltó cuando la granada explotó. La detonación dejó aturdidos a todos los que estaban adentro. Turcotte comenzó a disparar incluso antes de tocar el suelo. Aterrizó sobre el lado derecho del cuerpo encima del cadáver de uno de los hombres del SAS. Una ráfaga de disparos pasó por encima de él.
Turcotte extendió la mano con el MP-5 y devolvió el ataque a ciegas, en la dirección de donde venían los disparos. Oyó el sonido del cambio de recámara. Estaba a punto de moverse cuando se quedó helado. Era demasiado obvio. Rodó sobre el estómago y espió. Todos los hombres del SAS estaban muertos. A su izquierda, de donde provenían las bolas, había un escritorio. Allí estaba el tirador. Quienquiera que fuera, usaba el espejo ubicado detrás del escritorio para apuntar. Turcotte disparó y el cristal se hizo añicos. Turcotte disparó sobre el escritorio un par de veces, confirmando sus sospechas. No podría atravesarlo.
Oyó un leve sonido de movimiento sobre cristales rotos. El otro hombre podía dar la vuelta por cualquiera de los lados del escritorio. Si Turcotte elegía el lado incorrecto, le daría la oportunidad de dispararle primero.
Turcotte apuntó a las luces, que se hicieron añicos y dejaron el cuarto inmerso en la oscuridad.
Un pequeño objeto voló por encima de su cabeza. Una granada, pensó Turcotte, y reaccionó casi de inmediato, rodando por el suelo para alejarse. El hombre estaba justo detrás del objeto, pues había saltado por encima del escritorio, lo que no tenía sentido si el objeto era una granada. Turcotte supo que había cometido un error, mientras disparaba como si no le importara demasiado, sin dejar de rodar.
El otro tipo también disparaba por encima de Turcotte.
Turcotte se desplomó contra la pared en el mismo momento en que el clic de su MP-5 le indicaba que tenía la recámara vacía. Dejó caer el subfusil, sacó la pistola y disparó al mismo tiempo que la empuñaba. En la oscuridad, sus gafas de visión nocturna eran su única ventaja sobre el otro sujeto. Su ataque dio en el pecho del otro hombre, que cayó al suelo.
Turcotte se puso de pie y prestó atención a la radio, que le indicó que el SAS estaba inspeccionando el edificio desde los pisos superiores hacia abajo. Aún no habían encontrado ninguna señal de los artefactos Airlia. Indicó su propia ubicación e informó que la habitación se encontraba asegurada, mientras caminaba hacia la puerta. La abrió con cuidado.
Al final del pasillo vio la luz de un helicóptero AH-6 que merodeaba fuera. Turcotte vislumbró a los tiradores más selectos del SAS, que colgaban con medio cuerpo fuera. Los pequeños puntos del láser se desplazaban por las paredes del pasillo en busca de un blanco. Turcotte encendió un interruptor en el lado de sus gafas de visión nocturna y ellos emitieron un rayo infrarrojo que lo identificó como aliado.
Desde cinco mil pies de altura, el coronel Spearson orquestaba el ataque a través de cinco radios diferentes. La fuerza de ataque aéreo estaba en el edificio principal. Los Pajaritos volaban por encima del complejo, buscando blancos. Se volvió hacia Duncan.
—A todo o nada.
—Adelante —afirmó Duncan.
Spearson dio las órdenes para el aterrizaje de la fuerza principal.
Al final del pasillo, con el MP-5 recargado en la mano izquierda, Turcotte abrió la puerta. Vio a dos hombres vestidos de caqui que estaban de espaldas a él, disparando hacia el otro lado. Los mató con una ráfaga.
—¡El que arriesga, gana! —gritó, mientras avanzaba por el pasillo. Era el lema del SAS. Al doblar la esquina, se encontró con cuatro hombres del SAS al lado del hueco de lo escalera. Uno de ellos había colocado la boca de su arma en el marco de la puerta, y disparaba cada tanto para evitar que se acercaran los hombres de seguridad del complejo.
Ridley llegó con más hombres. Turcotte dio un paso atrás y dejó que los profesionales hicieran su trabajo o inspeccionaran el edificio.
Los Pajaritos también descendían por el edificio, inspeccionando una planta más abajo que los hombres que estaban en el interior. Los que tenían las metralletas Minigun 7.62 disparaban a través de las ventanas. Los francotiradores le daban a todo lo que se moviera. Las ventanas se hacían añicos y las balas cruzaban las habitaciones. Los hombres que se encontraban en el interior se tiraban al suelo, tratando de evitar el ataque lo mejor que podían.
Los dos Pajaritos con cohetes disparaban a los edificios de los cuarteles cercanos, de los que el personal de seguridad salía a borbotones. Cuando comenzaron a aparecer los primeros vehículos blindados, se volvieron hacia estos.
Los cuatro Apaches llegaron justo a tiempo y dispararon una salva de ocho misiles Hellfire al blindado, que ya no fue una amenaza.
Uno de los Apaches fue atacado por un par de misiles guiados por el calor SAM-7. Se dispararon a la altura del hombro y por eso no se vieron afectados por el ataque de los Weasel. El aparato estalló en llamas.
—¡Joder! —musitó Spearson cuando vio que desaparecía la señal del Apache y oyó que el piloto gritaba, antes de que la radio quedara muerta. Ordenó la entrada de los F-18, mientras indicaba a los Apaches que designaran blancos para las bombas inteligentes que portaban los aviones.
Lisa Duncan vio cómo caía el helicóptero; sabía que los dos hombres estaban muertos.
—Aterricemos —le dijo a Spearson, que parecía a punto de discutir, aunque luego cambió de opinión.
Los soldados del SAS superaban con rapidez a sus oponentes. El elemento sorpresa, sus mejores armas y el entrenamiento superior les daban la ventaja. Turcotte los seguía, piso por piso, hasta que todo el edificio quedó limpio, salvo por lo que estuviera oculto detrás de las puertas de acero en la planta baja.
Uno de los Pajaritos fue atacado desde tierra y descendió en rotación automática. Una vez en el suelo, los cuatro hombres salieron y de inmediato se vieron inmersos en una batalla con las fuerzas terrestres.
Los pilotos de los Apaches también disparaban, tratando de suprimir todo fuego de los misiles SAM disparados a la altura del hombro. Si seguían disparando así, se quedarían sin municiones.
Llegaron los F-18, con bombas que seguían el curso de los rayos láser con una precisión increíble. El efecto fue devastador.
—¡Un minuto! —dijo el piloto.
El coronel Spearson accionó su micrófono.
—¡Iremos con el primer equipo! —ordenó. El piloto miró hacia Duncan y ella asintió. El Black Hawk comenzó a descender en dirección a las explosiones secundarias que se producían en el complejo del valle.
El helicóptero tocó tierra y Duncan saltó hacia afuera, siguiendo a Spearson. El helicóptero volvió a ascender con la misma rapidez con la que había llegado.
—¿Cómo están los hombres en el edificio? —quiso saber ella.
Spearson tenía la terminal manual de la radio que su asistente le acercaba a la oreja.
—Están en el sótano. Hay algunas bajas, pero el edificio está despejado.
Turcotte vio que Ridley examinaba las puertas de acero.
—Venga, atravesemos esta cosa.
El especialista en detonaciones se sacó una pesada mochila que llevaba a la espalda y sacó un objeto negro con forma cónica de tres pies de largo. Colocó la carga de detonación contra las puertas y extendió el cable.
—¡Todos a cubierto! —gritó, y todos los demás se alejaron y se pusieron a resguardo.
En la superficie, la batalla casi había concluido, los mercenarios se rendían, desalentados, al ver que solo había un desenlace posible para el conflicto. Los hombres de Spearson los habían rodeado y continuaban buscando a los científicos que habían estado trabajando en el complejo.
Spearson había estado escuchando a las fuerzas que se encontraba dentro del edificio y sabía que estaban a punto de volar las puertas.
—Deben estar en el subsuelo —le dijo a Duncan cuando preguntó dónde estaban los científicos.
—Vamos adentro —le dijo ella.
—Ah, sí —agregó Spearson mientras caminaban hacia la puerta principal del edificio—. Su amigo está bien.
El único acuse de recibo de Duncan fue disminuir apenas el paso.
La cabeza de Turcotte reverberaba por la explosión, y el polvo le obstruyó los pulmones. Los hombres del SAS que tenían máscaras de gas pasaron por el orificio que se había abierto en el metal retorcido.
Turcotte se obligó a esperar. Se volvió cuando vio a Lisa Duncan y al coronel Spearson acercándose por el potrillo.
—Tiene que ser aquí —afirmó.
—Esperaremos a que mi gente asegure el lugar —ordenó Spearson.
—De acuerdo —aceptó Duncan. Se volvió hacia Turcotte—. ¿Estás bien?
—Ya estoy demasiado viejo para esto —respondió, lo que le valió una carcajada de Spearson.
Los minutos se hicieron eternos. Finalmente, después de esperar casi media hora, un mayor Ridley cubierto en polvo salió del orificio. Se quitó la máscara y se pasó la mano por los ojos.
—¿Encontrasteis a algún científico? —preguntó Duncan.
Ridley pareció algo desorientado.
—¿Científicos? Están todos muertos ahí dentro. Todos.
—¿Cómo? —exigió saber Spearson.
Ridley se encogió de hombros, estaba claro que sus pensamientos estaban en otra parte.
—Gas, probablemente. Lo deben haber activado los guardias cuando llegamos. Ahora está despejado. Los mercenarios solo nos estaban retrasando mientras esperaban el efecto del gas. Los científicos quedaron atrapados ahí dentro, como ratas. Al parecer, no los dejaban salir nunca de allí. Probablemente vivieron años ahí dentro. Hay muchos túneles llenos de provisiones, habitaciones residenciales, un comedor, de todo.
—¿Y qué hay de los artefactos Airlia? —quiso saber Turcotte.
—¿Artefactos? —Había cierto tono de locura en la risa de Ridley que el hombre trataba de controlar con dificultad—. Oh, sí, hay artefactos ahí abajo, señor. —Se dejó caer en una silla—. Pero será mejor que lo veáis vosotros mismos.
Con Spearson a la cabeza, atravesaron las puertas destruidas. Se encontraban en un amplio túnel abierto con paredes de cemento y un suelo que parecía descender y que a la derecha desaparecía en una curva, a unos cien metros. Ridley estuvo en lo cierto en cuanto a las provisiones, observó Turcotte mientras avanzaban. Había muchos túneles laterales abiertos en la roca, y estaban llenos de equipos e insumos. Varios de los túneles albergaban habitaciones y, como había mencionado Ridley, una de ellas era un comedor. Había soldados del SAS vigilando cada puerta, que le dijeron al coronel que no había nadie en el interior.
Aquí y allá, había cuerpos esparcidos por el suelo, en el lugar donde los atrapó el gas venenoso. La sustancia que los de Terra-Lel usaron con sus propios hombres había actuado rápidamente y luego se disipó con la misma rapidez, observó Turcotte, pero también parecía haberles causado una muerte dolorosa. Las facciones de cada cadáver estaban retorcidas en una mueca agónica y el cuerpo parecía haber sufrido convulsiones.
Cuando doblaron la esquina, los tres se detuvieron, sorprendidos durante unos instantes. El ancho pasillo se extendía hacia una caverna con el suelo inclinado de más de quinientos metros de ancho. El techo se alzaba a unos cien metros por encima de su cabeza y era de roca volcánica. Hasta donde podían ver, descendía con una inclinación de treinta grados. En el centro del suelo de piedra colocaron un sendero de goma para formar una pasarela y al lado de esa alfombra de goma había unas vías de cremallera.
—Joder —susurró Spearson.
—Mirad —indicó Duncan, señalando a la derecha. Allí había una piedra negra que parecía un dedo que señalaba hacia la oscuridad superior. Tenía tres metros de alto y sesenta centímetros de ancho, y la superficie tenía un lustre brilloso, salvo donde había unas inscripciones en runa superior.
—Esperemos que no diga «Prohibido pasar» —afirmó Turcotte.
Un sargento del SAS estaba de pie junto a los pequeños vagones. Hizo una inclinación formal ante Spearson.
—Ya estuve allí, señor, con el capitán —informó, señalando la profundidad, donde una línea de luces fluorescentes junto a las vías se desvanecían en la penumbra—. Dejamos un escuadrón de guardia. —El sargento tragó con dificultad—. Nunca vi algo así, señor.
—Echaremos un vistazo —afirmó Spearson, subiéndose al primer vagón abierto.
Duncan y Turcotte se sentaron junto a él mientras el sargento se sentaba y movía la palanca para avanzar. Comenzaron a avanzar con un leve sobresalto, descendiendo hacia la profundidad de la caverna. A medida que descendían, esta se volvía más ancha, y ya no se podían ver los dos lados; lo único que podían vislumbrar era la débil luz de las linternas, que se desvanecía hacia la oscuridad, tanto hacia adelante como hacia atrás. Turcotte se cerró el cuello de su uniforme de combate y sintió que Duncan se sentaba más cerca de él. Lo invadía la sensación de no ser más que un punto diminuto en una vasta nada. Miró por encima del hombro, hacia el lugar de donde venía la luz de la terminal del ferrocarril de cremallera, que ya estaba a más de un kilómetro de distancia. El tren se desplazaba a unos sesenta kilómetros por hora, chirriando sobre los rieles, pero no había sensación de movimiento más allá de las luces fluorescentes colocadas en postes a los lados de los rieles.
Después de unos cinco minutos, vislumbraron un destello rojo más adelante. Al principio no era más que una línea tenue en el horizonte bajo. Pero a medida que se acercaban, vieron que la línea se hacía más nítida y amplia, perpendicular a la dirección en la que ellos se desplazaban. Turcotte no tenía ni idea de la profundidad en la que se encontraban, pero la temperatura había subido y sentía que gotitas de sudor le caían por la frente.
Al mirar hacia abajo, vio que el suelo de la caverna seguía siendo perfectamente liso. Había visto el hangar dos del Área 51, donde habían escondido la nave nodriza, pero esta caverna era gigante, incluso al lado de esa enorme estructura. No podía imaginarse qué tecnología habrían necesitado para formar estas perforaciones. ¿Y con qué fin?, se preguntó. Frente a sus ojos apareció un destello rojo que provenía de una fisura ancha que dividía el suelo de la caverna. Turcotte vio el destello de varias luces provenientes de las linternas del escuadrón del SAS ubicado al final del ferrocarril. A medida que aminoraban la marcha, vio el extremo más lejano de la fisura, a ochocientos metros de distancia, pero no pudo ver qué había debajo porque todavía se encontraban a más de cien metros del borde cuando el tren se detuvo al final de las vías.
—¡Señor! —dijo un soldado, con un gesto en dirección a Spearson.
Caminaron juntos hacia el borde y se detuvieron en la piedra lisa, que hasta entonces había tenido una inclinación de treinta grados, de repente descendía a noventa grados. Duncan ahogó una exclamación y Turcotte sintió los latidos desenfrenados de su corazón al asomarse con cuidado por encima del borde. No pudo ver el fondo, solo el destello rojo que brotaba de las entrañas de la Tierra. Turcotte sintió el calor que le acariciaba el rostro, acompañado de un intenso olor a químicos quemados.
—¿Qué profundidad pensáis que tiene? —preguntó Spearson.
—Ya debemos estar a unos once mil, o doce mil metros por debajo de la tierra —respondió Duncan—. Si ese destello rojo es el resultado del calor generado por una ruptura de la discontinuidad de Mohorovicic…
—¿El qué? —ladró Spearson.
—El límite entre la corteza y el manto terrestre. En ese caso, hablamos de treinta y cinco mil metros en total hasta el magma, que es lo que da ese destello rojo.
—Joder —exclamó Turcotte.
—Mirad hacia allí —dijo el coronel Spearson, lo que los obligó a quitar la mirada del portal que se abría hacia el corazón primitivo de la Tierra. A su derecha, a unos doscientos metros, tres postes cruzaban el abismo hacia el otro lado. Suspendida por cables, directamente en el centro, había una esfera de gran tamaño, unos cinco metros de diámetro. Era de color rojo brillante y presentaba múltiples caras.
Caminaron alrededor del borde hasta llegar al primero de los postes que sostenía la esfera. El poste se hundía en la roca, a unos metros debajo del borde. Turcotte ya había visto ese metal negro.
—Eso es Airlia —afirmó—. Un material como la carcasa de la nave nodriza. Un metal increíblemente resistente que aún no sabemos qué es.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Spearson, al tiempo que señalaba la esfera de rubí. Era difícil descifrar si la esfera en si era de rubí, o si reflejaba el destello que provenía de abajo.
Duncan no respondió, pero se dirigió hacia la derecha, donde había un conjunto de estructuras bajas. Era evidente que la mayoría de ellas fueron construidas por los científicos de Terra-Lel que habían estado trabajando allí. Sin embargo, en el centro había una consola que a Turcotte le recordó de inmediato el panel de control de uno de los agitadores.
—Eso también es un artefacto Airlia —señaló, mientras se acercaba al panel.
La superficie era completamente lisa, Tenía inscripciones en runa superior y Turcotte se imaginó que, al encenderlo, aparecerían más inscripciones que señalarían varios controles que se podrían activar con solo tocar la superficie.
Deseó que Nabinger estuviera allí para darles una idea de lo que estaban contemplando.
—Esto —decía Duncan señalando el panel— controla eso —afirmó, en dirección a la esfera de rubí.
—¿Y qué es lo que hace eso? —preguntó Spearson.
Duncan miraba alrededor de la enorme caverna.
—No estoy segura de qué más puede hacer, pero sí creo que es posible que haya hecho esto. —Abrió las manos para señalar el espacio en el que se encontraban.
—¿Esa cosa hizo esta caverna? —Spearson sonaba incrédulo.
—Algo hizo esta caverna —afirmó Duncan—. No es una formación natural de la roca. Los Airlia contaban con tecnología que nosotros ni siquiera podemos imaginar, de modo que creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que esto se hizo con uno de sus artefactos. Y la gente de Terra-Lel pasó muchos años aquí abajo tratando de descifrarlo. Ahora sabemos por qué nunca lo trasladaron a Sudáfrica.
—No podían —concordó Turcotte—. Les llevó más de cincuenta años a los sujetos del Área 51 perforar el metal de esos postes, y solo pudieron hacerlo después de que el guardián rebelde los controló y les dio la información necesaria.
—Y los sudafricanos deben haberse asustado al ver con lo que estaban trabajando —agregó Duncan.
—¿Asustado? —repitió Spearson.
—Mataron a toda su gente —observó Turcotte—. Los hombres que matamos allí arriba no eran más que mercenarios, y estoy más que seguro de que no tenían idea de quién los contrató ni de lo que había aquí.
Spearson miraba a su alrededor.
—¿Por qué creéis que está aquí? ¿En una fisura de la corteza terrestre?
—¿Porque capta la energía térmica? —sugirió Turcotte.
Duncan no pareció oírlo.
—Creo que me acabo de dar cuenta de lo que es esto, y creo que ellos también lo sabían. Y tuvieron dieciséis años para sentarse aquí y mirarlo. No me sorprende que estuvieran asustados.
—¿Qué es? —quiso saber Turcotte.
Duncan miraba la enorme fisura de la tierra en dirección a la esfera de rubí.
—Creo que es un dispositivo apocalíptico colocado aquí para destruir el planeta.