27
—Lo había entendido todo al revés —afirmó Nabinger a sus absortos oyentes—. Aspasia era el rebelde, el que quería usar a los humanos como sus esclavos y explotar los recursos naturales de este planeta. Los Kortad… —Miró a la combinación de rostros de origen chino, estadounidense y ruso que lo rodeaban, atentos a sus palabras—. Los Kortad no eran otros alienígenas. «Kortad» es la palabra en idioma alienígena que significa, bueno, según lo que pude entender, «policía». Y lograron detener a Aspasia, pero, al hacerlo, quedaron varados aquí, en la Tierra.
Se produjo un breve silencio mientras todos los presentes absorbían esa información, antes de que Nabinger continuara.
—El líder de los Kortad fue un Airlia llamado Artad, o quizá eso simplemente sea su título. Dispersó a quienes eran leales a él después de destruir la base de Aspasia en Atlántida. Aspasia retrocedió hacia Marte, usando las naves de guerra que habían llevado en la parte exterior de la nave nodriza, y se celebró una tregua incómoda. Artad tenía control de la nave nodriza, pero Aspasia tenía control de su dispositivo de comunicación interestelar.
Por eso los seguidores de Artad construyeron la Gran Pirámide como una baliza espacial. Pusieron el arma atómica en su interior para destruirla si la señal atraía al grupo equivocado. Prepararon la señal en runa superior en la Gran Muralla. Construyeron este mausoleo para guardar sus equipos. Excavaron el gran recinto en el Valle del Rift y colgaron la esfera de rubí allí, amenazando con destruir la esfera y el planeta si Aspasia intentaba volver a la Tierra. Escondieron los agitadores en la Antártida y la nave nodriza en el Área 51. Ocultaron varios ordenadores guardián en distintos lugares del planeta para controlar la situación: uno aquí, otro en Temiltepec, que fue descubierto por Majestic el año pasado, y hay más.
—¿Por qué regresa Aspasia ahora? —quiso saber Turcotte. No podía dejar de pensar en la teoría de Kostanov de que STAAR era una organización Airlia con operaciones en la Tierra, y en la nueva revelación de Nabinger de que parecían haber entendido todo al revés.
—Porque piensa que la larga tregua con los Kortad ha terminado y debe creer que la guerra ha terminado.
—¿Qué guerra? —Che Lu habló por primera vez.
—Más allá de nuestro sistema solar, se libró una guerra entre los Airlia y otra raza alienígena, y ese fue un factor. Artad no podía pilotar la nave nodriza por eso. Pero como Aspasia se había apoderado de su sistema de comunicaciones, no podía comunicarse con su planeta. Pero… —Nabinger hizo una pausa, confundido, pues las imágenes se formaban como un remolino en su mente.
—Me encantaría quedarme aquí a debatir estas revelaciones tan interesantes —intervino Kostanov—, pero creo que nuestra prioridad debería ser salir de aquí y llegar al punto de evacuación.
—¡Esta información es fundamental! —exclamó el profesor.
—¡Un momento! —gritó Turcotte, lo que hizo que todos guardaran silencio. Señaló con un dedo el ordenador guardián, mientras sus ojos permanecían clavados en Nabinger—. ¿Por qué cree a este guardián ahora? Creyó al que está debajo de la Isla de Pascua hasta que este le dio otra información. Ahora el enemigo es Aspasia y el bueno es Artad. Antes, Aspasia era un héroe. Todas son tonterías. Solo hay un dato que debemos tener en cuenta.
—¿Cuál, amigo? —preguntó Kostanov.
—Que nosotros somos humanos y ellos no. Debemos cuidar nuestros propios intereses sin importar lo que nos digan esos putos ordenadores. —Turcotte se acercó a Nabinger—. ¿Sabe qué es lo que quiere Aspasia? ¿Sabe por qué regresa?
—Por la nave nodriza.
—¿Y por qué no vino antes en estos últimos cinco mil años, se la llevó a casa y nos dejó en paz? —preguntó Turcotte.
—Porque estaban en una tregua todos esos años, cada uno de sus ordenadores controlaba la situación, mientras esperaba.
—¿Y por qué la tregua? —siguió preguntando Turcotte.
—Artad controlaba la esfera de rubí —afirmó Nabinger—. ¡Ahora sé lo que es! Debemos ir hasta allí. Es lo que necesita Aspasia para poder pilotar la nave nodriza. Es la fuente de energía del motor interestelar. La nave nodriza puede volar sin ella, pero no puede hacer viajes interestelares. Conozco el código para liberar la esfera.
—¿Y por qué viene Aspasia ahora? —repitió Turcotte.
Las palabras brotaron de los labios de Nabinger a borbotones.
—Porque el general Gullick y el comité Majestic movieron uno de los guardianes de Artad que estaba relacionado con el Valle del Rift y lo esfera de rubí. Y ese guardián fue destruido por los cazas Fu, de modo que ahora Aspasia debe de creer se puede llevar la esfera y la nave nodriza.
—¿Y este guardián? —preguntó Turcotte, señalando el triángulo dorado.
Nabinger se agarró la cabeza con las manos.
—Es muy confuso. Por lo que entiendo, Artad dispersó a su gente y sus recursos. Este guardián y el que descubrió Majestic en Temiltepec se ocupan de cosas diferentes.
—No lo entiendo —afirmó Turcotte—. ¿Por qué el guardián que descubrió el Majestic trató de hacer que pilotaran la nave nodriza? Es evidente que eso interrumpió la tregua cuando reaccionó el de la Isla de Pascua.
—Quizá… Dios, no lo sé —respondió Nabinger—. Tal vez el ordenador guardián que descubrió el Majestic pensó que eran Kortad. Para mí tampoco queda claro. Pero lo que sí está claro es que tenemos que evitar que Aspasia controle la esfera de rubí.
—Entonces será mejor que salgamos de aquí —intervino Kostanov, dando un golpecito a su reloj—. Creo que debemos centrarnos en nuestro problema más inmediato.
Turcotte estaba de acuerdo, por lo menos en eso.
—¿El ordenador le indicó si hay otra salida?
Nabinger cerró los ojos.
—La información que me dio estaba en forma de imágenes. Es difícil recordar y… —Hizo una pausa, luego abrió los ojos de golpe y miró alrededor. Se dirigió hacia la consola de control—. Hay un túnel que va en diagonal desde el recinto principal hasta la superficie. —Hizo una pausa para pensar, tratando de buscar en su mente sobrecargada de información—. Se puede abrir el extremo que comienza en la sala de control, pero el que da a la superficie solamente se puede abrir a través de un código de comandos especiales. No tengo ese código.
—¿Qué grosor tiene la puerta que da a la superficie? —preguntó Turcotte.
Nabinger se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo. Unos sesenta centímetros.
—¿Es de ese metal negro de los Airlia?
—No. Al igual que en la mayor parte de esta sala, usaron materiales locales.
—Abra la puerta interna —ordenó Turcotte.
Nabinger se pasó la lengua por los labios mientras apoyaba las manos sobre la consola. Se produjo un destello de luces verdes. Todos se dieron la vuelta cuando oyeron un rumor estridente a sus espaldas. Turcotte corrió hacia la sala principal, donde los soldados miraban hacia arriba. Un gran trozo de metal se estaba deslizando a un lado, dejando expuesta una abertura de unos diez metros de ancho ubicada a unos seis metros sobre la pared. El túnel ascendía hacia la oscuridad.
—¡Andando! —ordenó Turcotte, y todo el mundo comenzó a acercarse a la abertura. Tenía motivos para darse prisa, más allá de la hora a la que los recogerían los helicópteros. Si Nabinger estaba en lo cierto y Aspasia era una amenaza, solo tenían poco más de treinta y seis horas para hacer algo al respecto.
Las noticias de todo el planeta anunciaban que las personas más influyentes del mundo estaban viajando rumbo a Nueva York para el gran acontecimiento. Kelly Reynolds se sentía lejos del escenario donde se desarrollaba la acción, solo podía contemplarlo por televisión desde el Cubo. El foco de atención ahora había cambiado por tercera vez en la última semana: desde la Isla de Pascua y el ordenador guardián, al Área 51 y los agitadores y la nave nodriza, y ahora a Nueva York, donde pronto, si todo salía según los planes, se produciría el primer contacto entre los seres humanos y una forma de vida extraterrestre.
El Hubble captaba con más claridad la danza intrincada de las garras a medida que se acercaban a la Tierra, y el efecto quitaba el aliento. Los científicos y los fanáticos proponían teorías acerca de por qué la trayectoria de las naves seguía ese dibujo ondulado, pero a Kelly ninguna de esas teorías le parecía acertada. Al igual que pensaba respecto a todo lo demás que no sabían acerca de los Airlia, estaba segura de que Aspasia también aclararía esa duda una vez que las naves aterrizaran.
No habían llegado noticias de China. Y Quinn no descubrió nada más acerca de STAAR. Kelly pensó que todos esos temas habían perdido importancia ahora que había un plazo definido para la llegada de Aspasia.
Turcotte comenzó a subir por el túnel, mientras los demás comenzaban a gatear con ayuda de la soga que los hombres de Harker colocaron en la entrada. El tubo ascendía en un ángulo de cuarenta grados, lo cual era manejable, pero no muy cómodo, en especial si se tenía en cuenta que la piedra era casi completamente lisa y las botas se resbalaban.
Por el diámetro, Turcotte no tenía ninguna duda de que esa entrada se había construido para que los agitadores pudieran entrar a la caverna ubicada debajo. También era probable que todos los aparatos del recinto hubieran entrado por allí.
Podía oír el sonido de respiración esforzada a sus espaldas mientras trepaba, pero su atención se encontraba en el delgado rayo de luz que proyectaba la linterna montada sobre su MP-5.
Después de cinco minutos, Turcotte pudo ver el final. Había una pared lisa de metal que bloqueaba el paso. Se detuvo y se volvió hacia atrás. Una larga hilera de linternas indicaba las personas que lo seguían.
—¡Howes! —llamó Turcotte—. Los demás quedaos donde estáis.
El ingeniero de las Fuerzas Especiales avanzó hacia donde estaba Turcotte con su abultada mochila cargada a la espalda. Howes dejó caer la mochila a los pies del capitán, sosteniéndola con un pie para que no se deslizara hacia abajo mientras estudiaba el metal.
—¿Tiene idea del grosor? —preguntó.
—El profesor dice que quizá un par de pies.
Howes asintió, pues su mente ya estaba calculando cómo resolver el problema. Abrió un bolsillo de la mochila y sacó un trozo de quince metros de soga de escalada de 10 mm y varios pitones. Entregó un martillo y dos pitones a Turcotte y le señaló hacia la derecha, mientras él se dirigía hacia la izquierda. Subieron todo lo que pudieron por el lado del túnel, luego se pusieron a clavar los pitones en la roca.
Cuando terminaron, Turcotte pasó una vuelta de cuerda a través del orificio de cada pitón y llevaron las dos cuerdas de vuelta hasta el centro. Howes fue a su encuentro allí y lentamente sacó un gran cilindro negro con un extremo puntiagudo. Tenía casi noventa centímetros de largo y cuarenta centímetros de diámetro. Ató las cuatro cuerdas a unos pernos que había en el cilindro.
Usando el armazón de la mochila para sostenerse, y las cuerdas para mantenerlo en el lugar, Howes trabó la carga de modo que el extremo puntiagudo apuntara al metal.
—Esperemos que funcione —afirmó Howes—. ¡Todos a cubierto! —gritó cuando encendió la mecha.
Turcotte y Howes se sentaron y se deslizaron cuarenta pies hacia abajo, donde los esperaba Kostanov, que lideraba la columna. El ruso los sujetó para evitar que se siguieran deslizando por el túnel.
—¿Cómo es de largo…? —preguntó, pero su respuesta fue un destello intenso y una explosión. Una ráfaga de aire caliente invadió la abertura.
La carga hueca estaba hecha de treinta kilos de explosivo, moldeado de tal manera que la fuerza principal de la explosión recaía a un metro frente a la punta. Se hundió en el metal y lo rompió con la fuerza y el calor. Turcotte volvió a trepar por el túnel. Ese era el momento de la verdad. Si la carga no había atravesado el metal, no sabía cómo iban a salir. Turcotte hizo una pausa. Sintió que el aire fresco le acariciaba la cara.
—¡Vamos! —gritó.
Avanzó hacia la abertura dentada, a través de la cual podía ver las estrellas. Se agarró a los lados del orificio para sostenerse y saltó hacia fuera. De inmediato, cayó del otro lado y comenzó a rodar por la montaña, hasta que pudo detener su caída sujetándose a unos arbustos. A su espalda, oía a Howes, que tuvo más cuidado que él al salir y había atado una cuerda para ayudar a los otros.
Turcotte examinó el paisaje. La salida se encontraba a unos doscientos metros de la cima del mausoleo. Turcotte podía ver las luces de algún poblado a unos cuantos kilómetros hacia la derecha. Miró la brújula de pulsera para confirmar que estuviera del lado este. El punto de evacuación se encontraba a su izquierda; varios kilómetros al norte.
Turcotte se quedó helado al ver una larga hilera de lucecitas debajo de él, a alrededor de ochocientos metros de distancia. Era una hilera ondulante que avanzaba lentamente por la ladera del mausoleo. Sabía que estaban actuando en respuesta a la explosión que había abierto el túnel.
—Andando, gente —los instó Turcotte mirando hacia atrás—. Tenemos compañía.
Turcotte volvió a subir hasta el orificio. Vio que el metal estaba oculto por una capa de tierra y arbustos, y así había sido durante siglos. Los explosivos hicieron una perforación estrecha de alrededor de noventa centímetros de ancho en la cubierta de metal.
Harker había logrado sacar a todo su equipo y ahora ayudaba a los estudiantes chinos a pasar por el orificio. Los rusos, al mando de Kostanov, iban detrás.
—Estamos bastante jodidos —afirmó Turcotte a Harker, señalando la larga hilera de linternas.
—¡Mierda! Es casi un batallón —respondió el otro hombre, evaluando la situación. El sargento de las Fuerzas Especiales miró el cielo.
—No veo ningún helicóptero chino. Si vienen por el aire, estamos acabados.
Turcotte señaló hacia el norte.
—Iremos hacia allí. Nos quedaremos a esta altura, daremos la vuelta y volveremos hacia el norte. Debería estar despejado.
—Nos cogerán por la espalda en la altitud —observó Harker—. No podemos avanzar muy rápido con la anciana. Nos verán, y ellos tendrán la ventaja de la altura.
—¿Se os ocurre alguna idea mejor? —quiso saber Turcotte.
—El éxito de la misión —afirmó Harker con brusquedad—. Mi objetivo es sacaros sanos y salvos a usted y al profesor; no incluye a ningún grupito de estudiantes, ni a los rusos.
—Ah, sin duda —intervino Kostanov a sus espaldas—. Lo primero es el éxito de la misión.
—Iremos juntos —dijo Turcotte, que no quería perder más tiempo—. ¿Ya estamos todos afuera?
—Sí. —Che Lu estaba parapetada de forma precaria en la ladera de la montaña, con un palo de bambú que la ayudaba a sostenerse enterrado en la tierra.
—Tenemos que… —comenzó a decir Turcotte.
—Sé lo que tenemos que hacer —lo interrumpió Che Lu—. No se preocupe por mí. Estaré bien.
—Yo cubriré la retaguardia —afirmó Kostanov.
—Andando. —Turcotte se abrió paso entre el grupo de estudiantes y soldados. No era fácil avanzar con la inclinación de la cuesta, y Turcotte sabía que la situación táctica no los favorecía.
Oyó pisadas sobre los cantos rodados; preparó su MP-5 y punto de la mirilla láser apuntó a la oscuridad.
Turcotte centró el punto rojo en la frente de quien lideraba un grupo de cinco hombres, a unos seis metros de distancia.
Una voz perteneciente a alguien del grupo dijo algo en chino y el dedo de Turcotte se arqueó sobre el gatillo, listo para disparar, cuando Che Lu gritó:
—¡No dispare! Son amigos míos. —Inmediatamente dijo algo en chino y avanzó hasta llegar al lado de Turcotte—. ¡Lo Fa! —exclamó cuando el anciano avanzó hacia ellos, con el cuerpo inclinado para poder ascender.
—Te dije que no perturbaras lo que es mejor dejar en paz —le respondió el hombre. Miró hacia atrás, a la hilera de luces que ascendía por la ladera, cada vez más cerca—. Estamos tras lo que busca el ejército. Les dije a estos otros idiotas —señaló a los hombres que lo acompañaban— que no era más que una anciana tonta husmeando donde no la han llamado. Debéis venir conmigo si queréis salir de esta.
—¿Hacia dónde? —le preguntó Turcotte.
Lo Fa señaló hacia arriba.
—Vamos hasta arriba y luego hacia el oeste.
Turcotte negó con la cabeza.
—Nosotros debemos ir al norte.
—El ejército está en el norte —le informó Lo Fa—. No podéis ir hacia allí. Venimos del oeste y conocemos un camino secreto en esa dirección.
—Debemos ir hacia el norte —repitió Turcotte. Sabía que no podían tomar otro camino para evitar a los chinos. No solo perderían los helicópteros que los sacarían de allí, sino que además estaba el tiempo contrarreloj de la llegada de Aspasia, que los presionaba con más ímpetu.
—Como quiera. —Lo Fa se encogió de hombros—. Anciana, trae a tus estudiantes conmigo.
Che Lu se volvió a Turcotte y a Kostanov.
—Será más fácil si yo no estoy con vosotros.
Turcotte no tenía tiempo ni ganas de discutir.
—De acuerdo.
Che Lu lo cogió del brazo.
—Que el mundo se entere de la verdad. Yo debo quedarme aquí, con mi gente. —Tomó la mano de Nabinger y señaló hacia abajo—. Además, hay muchas cosas aquí que aún no hemos descubierto.
—Buena suerte —le deseó Turcotte, pero la anciana ya se había marchado detrás de Lo Fa y sus guerrilleros.
Cuando desaparecieron en la oscuridad de la montaña, Turcotte comenzó a caminar, inclinándose hacia la ladera, en dirección norte. La hilera ondulante ahora se encontraba a unos quinientos metros. Turcotte miró hacia la derecha. A la velocidad que alanzaban los dos grupos, sabía que no lograrían salir de la montaña.
—¡Harker! —gritó, sin dejar de moverse.
—¿Sí? —le respondió el hombre.
—Mándeme a Chase con la radio.
Cuando Chase llegó hasta Turcotte, este hizo una pausa.
—Prepare la SATCOM. Transmitiré para advertir… —comenzó a decir, pero luego hizo una pausa al percibir el ruido de helicópteros. Se encendió una linterna que iluminó a Turcotte y a los soldados, que al tener puestos los visores nocturnos, se cegaron con la luz.
Por encima del ruido de las hélices, llegó el rugido de una metralleta de grueso calibre disparada desde el helicóptero. Turcotte se arrancó el visor y tomó a Nabinger con fuerza, cubriéndolo con su cuerpo. La ráfaga de balas pasó cerca y llegó a Chase, que cayó contra la montaña. El cuerpo del soldado cayó hacia abajo, hacia la hilera ondulante que avanzaba. Turcotte se arrodilló, levantó el arma y comenzó a disparar, al igual que los otros.
La luz que los había cegado se apagó y el helicóptero giró con brusquedad hacia la derecha, para volar a una distancia más segura.
—¡Estado! —exclamó Turcotte.
La voz de Harker llegó desde la derecha.
—Chase y Brooks están muertos y la radio está rota.
—Uno de mis hombres está herido —gritó Kostanov.
—¡Andando! —ordenó Turcotte.
—No —afirmó Kostanov, deslizándose hasta llegar a su lado—. Mi hombre no se puede mover. No lo lograremos con un hombre que nos demore. —Señaló las luces que se aproximaban ahora en línea recta—. Os cubriremos. Vaya con sus hombres. Nosotros defenderemos la posición aquí. —Cuando vio que Turcotte quería decir algo, levantó una mano ensangrentada—. Esto es más importante que la vida de un hombre.
Turcotte le cogió la mano, pero luego lo soltó.
—Vamos —ordenó a los cuatro hombres de las Fuerzas Especiales y al profesor Nabinger.
Kostanov volvió hasta donde estaban sus hombres. Examinó la herida que uno de ellos tenía en el abdomen, presionando el vendaje para evitar la pérdida de sangre.
—Dispara algunos cartuchos, Dimitri —ordenó al otro hombre—. Que los cerdos sepan que estamos aquí.
Dimitri se colocó el arma al hombro y disparó una ráfaga larga y sostenida. Vació la recámara en dirección a los soldados chinos, causando confusión y consternación entre sus hombres. Así, además de desviar la atención hacia los rusos, permitió que Turcotte y los suyos ganasen algunos segundos.
Las balas de respuesta de los chinos volaron sobre sus cabezas. Las linternas se apagaron; Kostanov imaginaba que los soldados avanzaban a gatas hacia donde se encontraban ellos. Buscó en mi chaleco de combate y sacó todos los cartuchos apilándolos a su lado. Metió la mano en otro bolsillo y sacó una boina azul gastada. Se la habían dado hacía más de veinticinco años, cuando se había incorporado a la Fuerza Aérea soviética. Todo cambió mucho desde entonces, tanto para él como para su país, pero Kostanov quería que los chinos supieran quién los había atacado.
Dimitri vio que Kostanov se ponía la boina.
—Por la madre Rusia —susurró.
—Sí, por la madre Tierra —lo corrigió Kostanov, mientras se echaba el arma al hombro y disparaba.
Turcotte oyó los disparos. Comenzó a avanzar más rápidamente, para no desperdiciar el valiente sacrificio de los rusos. Después de cinco minutos, el sonido furioso del fuego comenzó a disminuir, hasta desaparecer.
Turcotte miró la brújula. Habían rodeado el mausoleo. Para ir al norte, debían descender. Comenzó a deslizarse por la cuesta, pues sabía que el punto de evacuación se encontraba a solo cuatro kilómetros.