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El centro de control de la Comisión de Supervisión Alienígena de las Naciones Unidas (UNAOC, tal como se lo conocía) ubicado en la Isla de Pascua estaba instalado en cuatro unidades móviles de comunicaciones interconectadas que habían sido trasportadas desde el continente en un enorme avión de carga C-5. Dos de las furgonetas conservaban su función original: eran una conexión entre la UNAOC de la Isla de Pascua y la de Nueva York. Las otras dos ya no tenían la pared de conexión y ahora tenían varios ordenadores, una enorme pantalla en la pared frontal y varios escritorios donde se sentaban los miembros más importantes.
Peter Nabinger había pasado muchas horas en el interior del centro de control. Había conexiones de televisión en vivo dirigidas a la caverna ubicada debajo del volcán que albergaba el guardián. Cada vez que miraba las pantallas y veía la gran pirámide dorada sentía un escalofrío que le recorría la columna. Había bajado a la caverna varias veces, tratando de volver a establecer la conexión mental, pero no lo había logrado.
Hoy, sin embargo, estaba en el centro de control por otra razón. El director de operaciones de lo UNAOC en la isla lo había convocado a una reunión por videoconferencia con el consejo principal de la UNAOC en Nueva York. El propósito de la reunión no había sido informado.
Nabinger detestaba las videoconferencias. Se sentía extraño sentado frente a la pantalla de un ordenador que le mostraba a los demás participantes, mientras miraba hacia la camarita ubicada en la parte superior de la pantalla que le transmitía su imagen a los otros.
Mientras se sentaba, el hombre que lo había llamado se sentó a su izquierda. Gunfield Gronad era el representante superior de la UNAOC en la Isla de Pascua, y Nabinger sabía que hasta el momento su tarea había sido más bien inexistente. El guardián permanecía inactivo; no habían recibido más información y los medios de todo el mundo, sin mencionar a la sede de la UNAOC, no estaban contentos. Nabinger sintió lástima por el joven noruego que tenía que informar del fracaso, de que no tenían ningún control sobre el guardián.
Nabinger sabía que Gunfield se sintió bastante ansioso al ver el rostro de Peter Sterling en la pantalla de los ordenadores. Sterling era el Alto Comisionado de la UNAOC. Había sido presidente de la OTAN, y el Consejo de Seguridad lo había reclutado para liderar la UNAOC hacía tres días. Sterling era un hombre de aspecto distinguido que había adoptado un perfil bastante activo en los medios de comunicación en los últimos años. Su entusiasmo por el cargo de la UNAOC y lo que estaban descubriendo no tenía límites, y sin duda favorecía a los progresistas.
Nabinger se reclinó contra el respaldo y esperó. Sterling extendió la mano hacia abajo, hizo algo con el teclado y su imagen se hizo más pequeña. Ahora Nabinger vio que los estaba comunicando con la sala principal de conferencias de la UNAOC, ubicada en el último piso del edificio de las Naciones Unidas. Vio al segundo de la UNAOC, Boris Ivanoc, sentado a la izquierda de Sterling, y a los otros miembros de la UNAOC alrededor de la mesa, con sus propios ordenadores de videoconferencia frente a ellos. Ivanoc era una concesión a Rusia, un intento de lograr un equilibrio con el inmenso poder que tendría la UNAOC si recuperaban la comunicación con el guardián y tenían acceso a todo el conocimiento que contenía oculto. La cámara volvió a acercarse y el rostro patricio de Sterling clavó su mirada tanto en Nabinger como en Gunfield.
—¿Alguna información nueva, caballeros? —Los labios de Sterling esbozaban lo que parecía una sonrisa.
—No, señor —respondió Gunfield—. El guardián sigue inactivo y…
—¿No hay señal de que el guardián envió una transmisión, o recibió una señal?
—No, señor.
—Deben permanecer —interrumpió Sterling, con ansiedad—. Hemos recibido una respuesta.
Nabinger se inclinó hacia delante.
—¿Al mensaje?
—Desde luego que al mensaje —respondía Sterling—. Llegó ayer. La captaron varias estaciones de rastreo y la registraron.
—No oí nada en los medios —comenzó a decir Nabinger, pero fue interrumpido una vez más.
—No estamos dando a conocer esta información aún, pero lo haremos en breve, os lo aseguro. Todavía estamos poniéndonos de acuerdo con los gobiernos que la captaron. ¿Están seguros de que el mensaje no llegó al guardián? —volvió a preguntar Sterling.
—Señor —respondió Gunfield—. Es posible que lo haya recibido; no tenemos forma de saberlo. La recepción es una acción pasiva. Pero si envía una respuesta, nuestros instrumentos de rastreo la detectarán sin duda.
—¿En qué formato está el mensaje? —quiso sabor Nabinger.
—La mayor parte es muy compleja. No podemos entender nada —dijo Sterling—. Creemos que esa parte estaba destinada a vuestro guardián. Una especie de código secreto.
Nabinger se inclinó hacia delante.
—¿Y el resto?
—Es digital. Binario básico. —El rostro de Sterling se ruborizó—. Esa parte estaba destinada a nosotros, a la humanidad.
—¿Qué dice? —preguntó Gunfield.
—Enviaremos el texto por sistema SATCOM seguro. Lo tendrán cuando lo revelemos públicamente. No es extenso.
—¿La idea general? —insistió Nabinger.
—Ya lo verán —afirmó Sterling con aire misterioso, como un niño que decide guardar un secreto—. No estoy autorizado a informar a nadie por anticipado, dado que hay que divulgarlo de forma simultánea en todo el mundo. Pero uno cosa sí les puedo decir, caballeros; las cosas han cambiado y cambiarán aún más.
Nabinger alzó una mano.
—¿De dónde provino el mensaje? ¿Viene una nave nodriza?
Sterling desvió la vista, mirando a su alrededor, y luego volvió sus ojos a la cámara.
—Marte.
Gunfield no se pudo contener.
—¿Marte?
Nabinger asintió, mientras establecía una relación mental.
—¿Qué está pensando, profesor? —preguntó Sterling, al ver el gesto.
Diablos, pensó Nabinger. Nunca podría acostumbrarse a la mirada de una máquina.
—Marte tiene sentido, al menos desde un punto de vista arqueológico.
—Explíquese —le ordenó Sterling.
—Hallamos el arma atómica Airlia en la Gran Pirámide de Gizeh, en las afueras de El Cairo —afirmó Nabinger—. Algunos egiptólogos definen la palabra «cairo» como «Marte». Una coincidencia de lo más interesante, en mi opinión. ¿Tienen una ubicación exacta del lugar de Marte desde donde fue transmitido el mensaje?
—La región de Cydonia, en el hemisferio norte.
—Sabe lo que ha sido fotografiado en Cydonia, ¿verdad? —preguntó Nabinger.
—¿Por qué no nos lo cuenta usted?
—Bueno, en principio, algo que parece el contorno en relieve de un rostro de gran tamaño en la superficie del planeta —afirmó Nabinger—. Fue descubierto en julio de 1970 por personal de la NASA que estudiaba las imágenes envinadas por la sonda Viking. —Hizo una pausa, pero al ver que nadie lo interrumpía, continuó—. En 1979, unos ingenieros en informática del Centro Espacial Goddard volvieron a analizar la imagen de la cara, luego ampliaron la búsqueda y vieron las imágenes del área que la rodeaba. Hallaron lo que parecía ser una pirámide. Una pirámide que, según lo que podían ver, tenía más de quinientos metros de altura y unos tres kilómetros de largo en cada base, lo que hace parecer una enana a la Gran Pirámide de Gizeh.
—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó Sterling, con el ceño fruncido, ya fuera de sí porque Nabinger le robó el efecto de la noticia, o preguntándose si el guardián le habría dado más información de la que había transmitido a la UNAOC. Nabinger no lo sabía ni le importaba.
—Tengo un amigo que se dedica a un campo muy singular: el estudio de la arqueoastronomía, el estudio de los objetos arqueológicos en el espacio. Dado que la mayoría de los personas creían que no había objetos arqueológicos en el espacio, digamos que los demás científicos decidieron ignorarlo. Sin embargo, me imagino que ahora sus conocimientos serían muy valorados. Nos conocimos en una conferencia y, como había algunas cosas en común entre lo que él vio en la superficie de Marte y lo que yo investigaba en la tierra en Gizeh, pasamos algún tiempo intercambiando apuntes.
—Continúe con lo de Cydonia —le ordenó Sterling.
—Si no recuerdo mal, se estimaba que el rostro tenía alrededor de dos kilómetros y medio de largo por dos de ancho, y creo que también quinientos metros de alto.
—Más bien cuatrocientos metros de altura, por el análisis de sombras —observó Sterling.
—Cuatrocientos metros, pues —continuó Nabinger—. Evidentemente, usted tiene datos al respecto. ¿Tiene alguna idea mejor acerca de la Ciudad?
—¿La Ciudad? —peguntó Gunfield.
Nabinger se volvió hacia él.
—Sí. Además de la cara y la pirámide, había un grupo de estructuras que parecían ser otras pirámides más pequeñas, al sudoeste de la cara. Y algo que llamaron el Fuerte: cuatro líneas rectas como muros que rodeaban un patio negro. Los hombres que vieron esas imágenes llamaron la Ciudad al complejo formado por las pirámides y el Fuerte.
Nabinger se volvió de nuevo a Sterling.
—Entonces, ahora sabemos que lo que NASA descartó como simples sombras y objetos naturales son en realidad construcciones artificiales de los Airlia. Otra colonia Airlia, quizá.
—Parece que así es —admitió Sterling—. Un puesto Airlia en Marte también explicaría algunos datos que fueron descartados como coincidencias, por ejemplo, el hecho de que los rusos hayan lanzado diez misiones no tripuladas para explorar Marte sin demasiado éxito. Muchos explotaron al despegar. Perdieron el control de otros dos y no pudieron sacarlos de su órbita inmediata alrededor de la Tierra. Dos no lograron llegar a Marte, pues se descontrolaron sus sistemas de navegación. Tres llegaron a Marte, pero sus sondas no funcionaban. Los rusos lograron mandar uno que aterrizó en el planeta. Perdieron la conexión mientras descendía, informando datos sumamente confusos.
—¿Y las misiones norteamericanas? —quiso saber Nabinger.
—Basta decir que también tuvieron muchos fracasos, algunos de público conocimiento y otros, no tanto. Los norteamericanos lograron enviar sus dos misiones Viking al Planeta Rojo en 1976. Los dos aterrizadores llegaron a Marte. Pero lo interesante del tema es que descendieron a gran distancia de Cydonia y los orbitadores nunca pasaron directamente por ese sector. El satélite Viking, que sigue allí, no pasa por la región de Cydonia en su órbita actual.
—¿Y el Pathfinder? —quiso saber Nabinger—. Salió en todos los medios el año pasado.
—Sí, en efecto —afirmó Sterling—, pero aterrizó muy lejos de la región de Cydonia. Y el rango del rover en tan limitado que le llevaría varias vidas humanas llegar hasta allí. Se quedaría sin energía antes de realizar la décima parte del recorrido.
—Mi amigo, al igual que muchas otras personas, solicitó en varias ocasiones que se tomara una fotografía de Cydonia —observó Nabinger—. Nunca se hizo nada al respecto. —Nabinger no pudo evitar preguntarse si Majestic12 habría estado al tanto de Cydonia y la relación que tenía con los Airlia, y si esa sería la razón por la que la NASA ignoró de manera tan alevosa la Cara y la Pirámide, y toda la región, a pesar de tener imágenes. Y si tenía algo que ver con la elección de Marte como sitio de aterrizaje del Pathfinder.
—La NASA se está ocupando de eso en este mismo momento —afirmó Sterling—. Usarán las últimas reservas de combustible que tiene la Viking II para reposicionarla y que pueda echar un vistazo más de cerca de Cydonia.
—El tema es: ¿qué hay allí? ¿El guardián le dio alguna idea cuando hizo contacto que le indicara que los Airlia podrían tener un asentamiento en Marte?
Nabinger negó con la cabeza. No le había contado a nadie su última visión, y no veía que tuviera importancia ahora.
—No, pero recuerde que hubo muchas cosas que el guardián no me dio. Muchas preguntas sin respuesta. ¿Y qué hay del mensaje? ¿No daba más información?
—Ya lo verán cuando lo demos a conocer —afirmó Sterling—. Quiero que permanezcan alertas. Necesitamos saber si hay comunicación entre el guardián y lo que haya en Cydonia. Sospechamos que probablemente sea otro ordenador dejado por los Airlia, pero si podemos establecer un diálogo con el guardián de Marte, quizá podamos acceder a la base de datos de los Airlia. ¡Piensen lo que eso significa! Además, el de Marte ha establecido comunicación con nosotros ahora. No hay razón para pensar que no seguirá haciéndolo. Una cosa más —agregó Sterling—: no deben informar nada a la prensa todavía.
—Pensé… —comenzó a decir Nabinger.
—Debo irme. Eso es todo. —La pantalla quedó en blanco.
En la ladera este de las Montañas Rocallosas, a doscientos cincuenta metros de profundidad, se activó repentinamente un sistema que se había desarrollado en un principio para detectar los lanzamientos de misiles balísticos intercontinentales, o ICBM, durante la Guerra Fría.
—Señor, tenemos actividad en el Pacífico. Sector cuatro, seis, tres.
El oficial de vigilancia del Centro de Advertencias, el mayor Craig, miró por encimo del hombro.
—¿Se puede identificar la señal?
El hombre que examinaba la pantalla clavó la mirada en la información que tenía frente a sus ojos: mapas infrarrojos de la superficie de la Tierra y del espacio circundante se descargaban cada tres segundos desde los satélites en órbita geosincrónica a veinte mil millas de altura.
—Contactos múltiples. Muy breves. —Inhaló profundamente—. Coincide con dos cazas Fu.
El término «caza Fu» se había originado en la Segunda Guerra Mundial, cuando los aviadores estadounidenses informaron de la presencia de pequeñas esferas brillantes que detectaban ocasionalmente en las misiones. Lo que no se informó en general era que las primeras veces que se habían detectado y que los aviones intentaban acercarse a las esferas volantes, los cazas Fu chocaban contra ellos para quitarlos del medio. Eso llevó a una política extensiva de la Fuerza Aérea que ordenaba que las tripulaciones dejaran en paz a los cazas Fu, lo que eliminó los incidentes con víctimas fatales. Un dato especialmente curioso era que, durante el vuelo del Enola Gay hacia Hiroshima, fue acompañado todo el tiempo por tres cazas Fu. La misión estuvo a punto de abortarse. El consenso actual indicaba que los cazas Fu eran la forma que tenía el guardián de recopilar información y, cuando era necesario, de actuar.
—¿Y qué hay de los barcos de la Armada en ese lugar? —preguntó Craig—. ¿Han detectado algo?
—Los cazas vienen a ochenta kilómetros al oeste de donde están los buques, por encima del horizonte de su radar.
—Envíe los datos a la Armada —ordenó Craig. Sabía que era demasiado tarde para que hicieran algo, pero al menos no se quejarían de que no se les había informado lo antes posible—. Póngalo en la pantalla —ordenó. La enorme pantalla en el frente de la sala mostró un mapa en el sistema Mercator de toda la superficie del mundo. Al teclear algunos comandos, los datos que se descargaban del DSP podían visualizarse en la pantalla según lo que ellos seleccionaran. Aparecieron varios puntos brillantes.
—Cuento tres cazas Fu —afirmó el operador.
Craig los veía con claridad. Uno de los puntos destellantes se dirigía al este, hacia la costa de América del Sur. Otro se dirigía al oeste, cruzando el Pacífico, y un tercero iba al noreste, hacia América Central.
—Diablos, esos imbéciles están activos —masculló uno de los hombres del centro.
Craig miró su propio ordenador, cerró la pantalla y luego colocó los datos de rastreo que había en la pantalla del otro hombre. Se mordió la uña del dedo índice mientras consideraba los datos, y luego hizo lo que sabía que debía hacer.
Tecleó un código y transmitió los datos al centro de operaciones de la UNAOC en Nueva York y en la Isla de Pascua, además de al Pentágono, la NSA y la CIA, en su propio gobierno. Luego, después de echar un vistazo a la habitación para asegurarse de que nadie estuviera mirando, introdujo otro código de cinco letras: STAAR, y transmitió los datos a ese destino. Suspiró aliviado en cuanto envió el mensaje y su pantalla quedó una vez más vacía.
Levantó la vista. Uno de los cazas Fu llegó a la costa de América del Sur, sobre Chile, luego giró a la izquierda de forma abrupta y siguió la costa, hacia el norte. Siguió todo el contorno de la costa hasta América Central y luego dio la vuelta.
Mientras tanto, el segundo había cruzado América Central y estaba en el medio del Atlántico, mientras que el tercero pasaba por encima de Nueva Guinea. El primer caza volvió a su punto de origen y desapareció.
El segundo caza Fu pasó directamente a través del Estrecho de Gibraltar y por el Mediterráneo. El tercero pasó por encima de Taiwán y dio una vuelta por encima de China.
El segundo llegó al final del Mediterráneo y giró a la derecha, sobre Egipto, antes de regresar. El tercero había dibujado un enorme ocho sobre toda la extensión de China, y ahora también emprendía la vuelta. A velocidades que superaban los cuarenta y ocho mil kilómetros por hora, los puntitos luminosos de la pantalla recorrían grandes distancias a toda velocidad, y en poco tiempo todos habían vuelto a sumergirse en la ubicación de la que habían salido.
—¿Qué coño ha sido todo eso? —preguntó alguien.
Craig tamborileaba con el dedo contra los labios, absorto en sus pensamientos.
—Una misión de reconocimiento —afirmó.
—¿Pero qué buscan?
—Y yo qué coño sé —respondió Sinclair.