VEINTISEIS

Pasaron los días y las semanas, y Paulino, aunque adaptado a la rutina del hospital, aspiraba salir de allí cuanto antes y reencontrarse con el mundo. Lo esperaban ansiosos su trabajo, su nuevo departamento, y la Paca. El médico pasaba cada día dos veces con la pastilla, el doctor Mansul lo visitaba con la misma frecuencia, y cada semana tenía una entrevista con el profesor Rascowski. El señor Benedicto no se olvidaba de él, y todas las semanas lo pasaba a ver, y la Paca, «su» Paca, hacía lo mismo. Hasta que un día, a los dos meses de su ingreso, una mañana como tantas, el doctor Mansul le comunicó que le darían el alta médica.

—Señor Paulino Chain, hemos conversado su caso con el doctor Rascowski y coincidimos que usted está curado y no vemos riesgo de reincidencia en su conducta obsesiva, por lo que hoy por la mañana recibirá el alta médica —y mientras le comunicaba la buena nueva una sonrisa cómplice acompañó el acontecimiento—, a las doce lo espera el profesor en su despacho.

Para Paulino, después de dos largos meses recluido en el hospital, esta era la mejor noticia que le podían dar. Había arreglado su tema laboral, —Benedicto creía en él y no lo había despedido—, y había iniciado una relación formal con «su» novia la Paca, e iniciaría una nueva vida, por el momento como soltero, en el departamento que continuaba alquilando. El pago de los alquileres no constituyeron ningún problema porque por un lado la Paca rehusó cobrarle hasta tanto él no estuviera en la calle y trabajando, y por otra parte el señor Benedicto le había adelantado un dinero a cuenta de su sueldo para que se pudiera mover con soltura en el hospital, donde se podían contraer gastos, este pabellón de observación de pacientes no peligrosos tenía un pequeño bar donde Paulino consumía buena parte de su tiempo charlando con Manolo, el encargado del bar, y una proveeduría, allí se nutría de sus perfumes, hojitas de afeitar, y alguna que otra ropa interior. Miró la hora y daban las once. Desbordante de alegría comenzó a ordenar sus cosas a la espera de que a las doce el enfermero lo pasara a buscar para llevarlo, por última vez, al despacho del director. El cielo estaba encapotado pero no hacía frío. Miró por el ventanuco y sin quererlo se despidió del jardín que cada mañana lo había acompañado en esa larga espera por salir de su particular prisión. Había tenido suerte, el juez había sido benévolo con él, había dejado librada su libertad a la evolución de su enfermedad. A partir de ahora debería hacer buena letra: nada de buzones, nada de meterse en líos. Se sentó en la cama y miró y observó los objetos que lo habían acompañado los dos últimos meses. La propia cama donde estaba sentado, el lavabo, la mesa y la silla, el armario, la mesita de luz con su lámpara. Dejaba allí lo que habían sido sus pertenecías personales, el peine que le habían facilitado, el cepillo de dientes, la máquina de afeitar. Los paseos por el patio, el recorrido por los pasillos, los cafés que cada mañana saboreaba en el bar de Manolo, el enfermero que cada día le llevaba las pastillas que él intercambiaba por las semillas de melón, la proveeduría donde se surtía de las pequeñas necesidades o caprichos que se daba, todo se borraba de un plumazo, nada de todo esto volvería a formar parte de su vida. Una suerte de añoranza acompañó los últimos momentos. Se había acostumbrado a un mundo que lo había hecho suyo, y ahora le tocaba reconstruir uno nuevo en el departamento de la plazoleta, donde ya vislumbraba un futuro distinto, donde ya no le molestaría la presencia de la Paca. De pronto empezó a llover. Se fue hasta el ventanuco y vio la lluvia caer plácida sobre las hojas de los árboles y las plantas, formando pequeños charcos en el suelo de césped y hierbas, con un incesante repiqueteo que le sonaba a pena, no sabía por qué, pero que lo entristecía y lo dejaba mustio en ese momento tan especial que recobraba la libertad. ¿Qué temía de la libertad? Miró la hora y estaban por dar las doce. Cuando no tenía la entrevista semanal con el director, esa era la hora que se iba al bar a degustar su café y mantener las interminables charlas con Manolo, y ahora, que esperaba al enfermero le hubiera gustado volver al bar, a tomar su café, a charlar. ¡Ahora que lo pensaba no se había despedido de él! ¡Debía ahora mismo salir y llegarse allí, le quería contar que por suerte le daban el alta, y se iba! ¿Y era una suerte? ¿De verdad era una suerte? Y fue en ese momento, que estaba por largarse, rápido, muy rápido, al bar, para la despedida, que llegó el enfermero, esta vez con una amplia sonrisa.

—Vamos, —le dijo—, ¿estará contento, no?

—Y… sí, —le contestó monosilábico Paulino.

Pero en el fondo, sin saber por qué, sin poder explicarse qué le ocurría, no estaba contento, una pena mansa se derramaba y lo empapaba todo, sin dejar un solo resquicio, una sola rendija por donde pudiera colarse un hilo de felicidad, esa que tanto reclamaba cuando clamaba por la libertad. Y todo ocurría mientras con el enfermero recorrían, quizás por última vez, el corredor de la salida principal del hospital, donde estaba el despacho del director, donde en unos instantes lo dejarían libre. El enfermero abrió la puerta y lo hizo pasar, y como siempre ocurría cuando tenía las entrevistas tuvo que esperar en la antesala del despacho, el director ahora estaba ocupado. Al cerrase la puerta tuvo la sensación que dejaba atrás un mundo al cual no volvería, pero también supo que lo esperaba un mundo nuevo, un mundo desconocido por él, curada su obsesión, el mundo ya no sería el mismo, ya no viviría las peripecias del pasado, los devaneos por la locura de robar una carta, la excitación que le habían provocado la transgresión continua. Miró por el ventanal que daba a la calle y vio que había dejado de llover. Las hojas de los árboles y de las plantas, inclinadas y cedidas por los golpes de la lluvia habían recobrado su posición original, ahora, frescas y húmedas, estaban nuevamente erguidas, firmes en su tallos. Se quedó pensando, y cuando intentaba hacer una reflexión sobre esta observación se abrió la puerta y apareció el doctor Rascowski:

—¡Buenos días señor Paulino Chain!, —le dijo sonriente—, puede usted pasar, —continuó ceremonioso.

—¡Buenos días profesor!, —respondió Paulino, ahora también sonriente, no podía hacer menos.

—Tome asiento, —le dijo imperativo, como acostumbraba a hacer, mientras al mismo tiempo tomaba asiento en su butaca de cuero, y entonces continuó—. Ya el doctor Mansul le habrá transmitido que hoy le daré el alta médica. Hemos llegado a esta conclusión porque tanto en las últimas entrevistas como en las sesiones con el doctor Mansul, estas han resultado de nuestra total satisfacción. Para nosotros usted está totalmente curado, —dijo esta última palabra alzando un poco la voz, mientras hacía un gesto con las manos, abriéndolas, dando como por sentado que habían hecho su trabajo como correspondía y allí estaban los resultados, a la vista y sin ninguna duda—, y además creemos firmemente que hay nulas posibilidades de reincidencia, —y remarcó esto de la reincidencia—, y esto es muy importante en cuanto a su pronóstico. Evidentemente, el tratamiento, basado en la terapia cognitiva, lo último en tratamientos psicológicos, sumado a la medicación, que sabiamente hemos dosificado, ha dado como resultado, como otros tantos casos parecidos al suyo que hemos tratado, como le decía, ha dado como resultado la reversión en su totalidad de su trastorno obsesivo con la posibilidad de la plena reinserción en la sociedad, como un hombre nuevo que es.

El tipo hablaba y hablaba y no paraba de disertar, y mientras lo hacía gesticulaba y sacaba a relucir otros casos, mientras dirigía la mirada ora hacia la ventana, ora hacia el techo, ora hacia Paulino. Era una máquina que no paraba de martillear, y a Paulino lo sacaba de quicio.

—Debe contemplar que debe continuar con la medicación en su domicilio, —aquí Paulino dudó si continuar con las semillas ante el temor, que ya tenía, de que le saliera una planta de melón en el estómago, por eso en ese momento, sin querer, largó una media sonrisa que fue capada inmediatamente por el director—, se ha sonreído, ya lo he visto, y lo entiendo, los pacientes que salen de esta institución que me honro en dirigir, —aquí como la otra vez levantó la barbilla y se puso un tanto recto en la butaca—, se sienten tan bien, tan curados de su dolencia, que piensan con buen criterio que ya no necesitan más medicación, pero no es así, durante un tiempo, que yo indicaré en su oportunidad, usted deberá continuar medicándose, la única manera de salvaguardar el tratamiento instituido aquí, de todos modos, sabemos por experiencia, que todos, todos, —esto lo remarcó con énfasis—, cumplen con las indicaciones, porque saben de nuestra sapiencia y nuestra experiencia, porque hemos sido nosotros, que aquí, en esta santa casa, es de donde han salido curados, —y asintió con la cabeza, feliz y orgulloso de sí mismo.

El escritorio, grande de por sí, estaba lleno de papeles, informes médicos, carpetas de diferentes pacientes, folletos de laboratorios que anunciaban nuevos medicamentos para enfermedades psiquiátricas, bolígrafos, un lapicero de tinta con capuchón de oro en su sitio, una foto de mujer y dos niñas enmarcados que se veía que eran su familia, y un montón de cartas apiladas un tanto desordenadas, porque se veía que habían sido dejadas allí con cierto descuido. Paulino, que escuchaba la perorata del director, no le hacía mucho caso a la matraca imparable que salía de su boca, como si de una ametralladora se tratara, acribillándole los oídos, que lo único que pretendía era hacer alarde de un engreimiento insoportable, un envanecimiento que le resultaba de lo más repudiable, no entendía cómo sus colegas médicos lo aguantaban, y entonces Paulino se ocupaba en divagar, con un poco maña, haciéndole creer que lo escuchaba, mientras oteaba por todo el papelerío que había en el escritorio. Le llamaban la atención los folletos de medicamentos, estaban hechos de un buen papel grueso lustroso, con muchos colores y eran llamativos. Cuando miró la mujer con las dos hijas bien pensó que se trataba de su familia, también aquí se preguntó cómo aguantarían a semejante patán. Sintió un profundo desprecio hacia él. De pronto se detuvo en el montón de cartas. No estaban bien apiladas, y algunas sobresalían de las otras, dando la imagen que habían sido puestas así con cierto apuro. Se quedó mirando el montón y le llamó la atención una de ellas, era la que más sobresalía de todas, era de papel color marfil, y estaba escrita a mano, en letra cursiva, estirada y muy elegante, con tinta azul, como letra de mujer; alzó inmediatamente la vista para disimular, mientras el profesor seguía disertando y gesticulando, pero luego la volvió a bajar y leyó: Pieter Rasc, y no pudo leer más porque estaba oculta por las cartas que estaban encima, quizás creyó oler un suave olor a perfume, o quizás se lo imaginó, pero de pronto algo lo sacudió por dentro, de pronto una vibración imperceptible le recorrió todo el cuerpo, era como un cosquilleo incontrolable que no podía ni quería parar, el corazón le comenzó a palpitar enloquecido, no encontraba explicación a lo que le estaba ocurriendo, volvió a mirar la carta extasiado, y un deseo incontrolable de hacerse con ella se apoderó de él, en su mente se produjo una lucha sin cuartel, pero había perdido todo el control sobre sí mismo, y fue en ese momento, en ese fatal momento, que se abrió una puerta lateral pegada al escritorio y apareció el mayordomo:

—Aquí tiene su café profesor, —le dijo con la amabilidad y la genuflexión acostumbrada.

Entonces el profesor, paró la perorata, se secó la frente, porque de tanto parloteo había comenzado a sudar, y así sentado como estaba se dio la vuelta, sonriente, siempre le sonreía al genuflexo, y con una mano asió la tacita mientras con la otra se hacía del platito. Y fue en ese instante, justo en ese instante, que veloz como un rayo, en un estado de total inconsciencia, alargó la mano, y con un movimiento vertiginoso se hizo con la carta e inmediatamente la coló en el bolsillo interno de la chaqueta. Comenzó a sudar, había cometido una locura, pero tenía la pasión desbordada, todo su control, su dominio de sí mismo, su freno a cualquier vulneración de cualquier tipo, habían quedado desterradas, ahora lo sabía, desterradas de por vida, desterradas para siempre. Se acomodó en la silla y prestó atención al profesor, que saboreaba el rico café que le habían traído. De pronto se tranquilizó, una paz que hacía mucho tiempo que no conocía se apoderó de él. Le sonrió con simpatía al profesor, incluso se diría que en ese momento hasta sintió simpatía por el patán. El director lo miró a los ojos, y mientras dejaba el platito en el escritorio, se animó a continuar:

—¡Es un café formidable! Perdone que no lo haya invitado, pero no solemos hacerlo con los pacientes, normas de la casa, sabe.

—¡No señor director! ¡Yo estoy feliz aquí escuchándolo, usted es una fuente inagotable de conocimientos, es una suerte tenerlo de médico supervisor!

—¡Ha dicho bien! ¡Soy su médico supervisor!, porque durante un tiempo tendrá que venir a verme, haremos una entrevista mensual, hasta el alta definitiva, pero eso Paulino, yo sé que es puro formalismo, porque usted, como ya lo hemos podido comprobar, está totalmente curado, y lo que es más importante, sin posibilidades de reincidencia, le hemos encauzado el vuelo, ya no hay vuelta atrás, —le decía totalmente convencido el director del hospital, el doctor y profesor Pieter Rascowski—, y ahora, Paulino, cuando quiera se puede ir.

Paulino, aun anonadado por lo que acababa de hacer, había dejado atrás su tristeza y la pena que lo había embargado por dejar el hospital, por el mundo que iba a encontrar. Cuando se levantó de la silla para dirigirse a la puerta, con el brazo rozó el sobre que llevaba en el bolsillo interno de la chaqueta, sintió el crujir del papel, y un cosquilleo de placer lo recorrió por dentro. Cuando salió del despacho y se dirigió a la calle una sensación de libertad infinita se apoderó de él, metió la mano en el bolsillo interior y tocó el sobre, un fuego lo inundó, volvía a ser él, volvía a vivir.