NUEVE
Era un día de primavera, uno de esos que lo predisponían a llegarse a las oficinas andando, porque andar por las calles arboladas de la ciudad, al piar de los pájaros y a la brisa suave y tibia, le producía un verdadero placer. Por eso a la salida del trabajo, pese a que había tenido un día ajetreado, decidió, igual que por la mañana, hacer la vuelta a pie. Esquivó el centro y se metió por calles ya conocidas por él, plenas de árboles frondosos, que proporcionan un frescor que invitaba a andar a paso sosegado y que incitaba a explayarse en los propios pensamientos, y Paulino esa tarde, que se sentía pleno, tenía la sensación que no había sombras en el horizonte y que todo parecía rodar sobre ruedas. Habiendo acabado por aceptar su nueva condición de robacartas limitada por los cambios de su cuerpo, se consideraba un discapacitado que debía admitir la restricción de sus capacidades perdidas. Comparaba la «saeta» con el bastón que usaban aquellos que por un motivo u otro no podían andar sin su ayuda, de la misma manera que él no podía continuar saqueando buzones sin el auxilio de la vara. Y aunque era consciente de las limitaciones de esta, no le quedaba otro camino si quería continuar con la actividad que él consideraba imprescindible, actividad que le daba un significado a su vida, sin esta, nada tendría valor, la existencia misma de su ser estaba en juego, ya que esta ocupación le daba un sentido a su propio ser.
Fue ese día que volvía de su trabajo andando, colmado de placer y de paz, entre el piar de los pájaros y las sombras que dejaban la frondosidad de los árboles, cuando le sucedió algo que lo sorprendió y lo llenó de ilusión. Ocurrió que mientras hacía el trayecto que lo devolvía a su departamento, pasó por un estudio fotográfico que él tenía ya visto de otros paseos anteriores y que nunca le había despertado ninguna curiosidad: allí iban los recién casados a hacerse las tradicionales fotos, las chicas de quince que cumplían años, los chicos y las chicas con trajes de comunión, y también revelaban rollos de fotografía, así lo decía un pequeño cartel que había pegado por dentro a un costado de la cristalera; esta vez se detuvo frente al negocio y se quedó mirando las fotografías expuestas en la vidriera con cierta parsimonia, estudiando detenidamente los rasgos de sus facciones y las caras de felicidad que cada uno de los protagonistas portaban; en las fotografías todos sonreían, este hecho le llamó la atención, entonces se preguntó si la sonrisa que mostraban era la representación fiel del estado de ánimo del momento en que eran fotografiados o por el contrario, fueran cuales fueran sus emociones en ese instante, sus sonrisas eran simuladas, fingidas, con el único pretexto de aparecer felices al momento de ser retratados, simulacro que perviviría para la posteridad, porque las fotografías tienen ese sentido, perdurar a las personas en el tiempo. En estas cosas meditaba cuando en ese momento se le ocurrió. Él había hecho de su obsesión una profesión, no solo robaba cartas en los buzones sino que hacía un informe pormenorizado del momento del saqueo, luego otro informe grafológico en donde analizaba las características más pronunciadas de la personalidad del autor de la carta, y por último, para redondear la profesionalidad que rodeaba a toda esta tarea, ahora no solo robaba cartas sino que se llevaba algún «trofeo» de la casa violada, podían ser las plaquitas identificatorias u otro objeto que mereciera la pena, y todo esto lo tenía archivado y clasificado, y en ese momento, que estaba frente a la casa de fotografía recreándose con las fotos que veía, se le ocurrió una idea que podía ser brillante según su conclusión, porque rápidamente lo pensó: podría hacer fotos de las casas y de los buzones saqueados, y luego adjuntarlas con los otros informes en la carpeta amarilla, tendría de esa manera una visión gráfica del terreno donde había trabajado, y a la hora de recrearse con sus lecturas, los recuerdos tendrían más realismo, sería como un viaje al pasado pero con una precisión más certera, ya que la experiencia vivida se vería reforzada por las fotografías; él pensaba, con buen criterio, que el tiempo deformaba la memoria, y a veces le ocurría, que leyendo un informe, le costaba recordar con exactitud los detalles de la casa donde había robado: el color de la fachada, la puerta de entrada, el tipo de ventanas, si tenía o no jardín delante, y muchas otras particularidades que se borraban de su mente y que le suponía poner en juego mucha imaginación para obtener una visión que la mayoría de las veces resultaba irreal, pero que él asumía como verdadero, aun a sabiendas de las inexactitudes en las que caía, pero ahora, con las fotos, ese problema quedaría resuelto, ya nada quedaría a expensas de los recuerdos, ahora todo sería más auténtico, sus recuerdos se reforzarían por la imagen de la casa y del propio buzón, y todo esto le ayudaría a rememorar hasta los mínimos detalles del robo. Y no le veía ninguna complicación a este nuevo invento, ya que todo era cuestión de comprarse una buena cámara de fotos y ponerse a trabajar. Lógicamente, ya que él nunca había tenido en sus manos un artilugio de estos, lo primero que tendría que hacer sería practicar con la máquina de fotos, y una vez habituado a ella podía comenzar a poner en práctica el plan. Paulino se quedó pasmado ante tamaña idea. Todas estas novedades lo llenaban de dicha y le suponían un acontecimiento que él saludaba con gran emoción, porque escapaba de la rutina de su actividad de robacartas y se volcaba a una nueva aventura, por eso las innovaciones que cada tanto se le pasaban por su cabeza y que luego ponía en práctica, aunque lo llenaban de ansiedad, esta era una ansiedad placentera, porque las nuevas metas, todas dirigidas a engrandecer aun más su profesión, como a él le gustaba llamar, lo motivaban y lo hacían feliz. Enderezó sus pasos a su morada con la mente dirigida única y exclusivamente a estudiar la manera de poner en práctica su nuevo proyecto. Una de las primeras conclusiones que sacó fue que no podría hacer las fotos durante la noche, en el momento del saqueo, ya que en este caso estas deberían hacerse necesariamente con flash, con todo lo que ello podía significar en cuanto al riesgo de ser descubierto, por lo que las fotos tendrían que ser sacadas a plena luz, y esta tarea debería hacerla por la tarde, después de la oficina, o de lo contrario el fin de semana, que disponía de todo el tiempo libre. Planificó que las fotos las haría cuando tuviera señalada la casa, en los días previos al robo. De más está decir que hacer fotos en plena tarde no estaba exento de riesgos, la oscuridad de la noche en cierta manera lo amparaba, pero de día, de día era distinto, tendría que hacer esto con mucha cautela, tendría que elegir el momento de actuar, debía tener más precauciones que durante la noche, cuando salía a robar, debería percatarse que nadie hubiera por los alrededores, y que de las ventanas del vecindario nadie le prestara atención. Estaba con esos pensamientos cuando arribó a su edificio. Subió con el ascensor sin dejar de pensar en el plan que estaba maquinando. Entró a su morada, dejó su chaqueta en el colgador y se dirigió a la nevera, sacó una cerveza y se fue al balcón, allí, apoyado en la barandilla y desde la vista que le proporcionaba el quinto piso siguió madurando su proyecto; advirtió que el segundo paso a esta nueva genial idea era el revelado de las fotos, y allí le asomó una duda, porque era evidente que debería ir a una tienda que revelara fotos, y en este caso al dependiente de la tienda de revelados le llamaría la atención que sus fotos se refirieran siempre a casas y buzones, pero él sabía que se hacían cursos de revelados de fotografía. ¡Eso es lo que haría! ¡Allí estaba la solución!, se dijo para sí. Se fue a un periódico viejo que siempre había al lado del sofá y buscó directamente a los clasificados. Siempre le había resultado interesante esta sección: compras, ventas, masajes, él prestaba mucha atención cuando leía «Señoritas nuevas», «Señora con experiencia», «Extranjera de ojos azules te hará soñar». Comenzó a leer: «Alquiler de barcos», «Compra y venta de coches de segunda mano», «Animales de compañía», «Rubia de 40 se ofrece para todos los servicios, atiendo en casa», «Morena recién llegada quiere hacerte feliz», «Curso de fotografía y revelado», se detuvo de golpe, allí lo había encontrado, «Curso de fotografía y revelado», «informarse en el teléfono 5…». Llamó inmediatamente por teléfono y allí le informaron del curso que en quince días comenzaba. Quedó en pasarse por allí el día siguiente, se tenía que informar personalmente.
Cuando por la tarde salió de la oficina no esperó ni un minuto. Aun hambriento como estaba, se dirigió raudo con su coche a la dirección que le habían dado. Cuando llegó a la calle indicada aparcó el coche y se dispuso a buscar; él se imaginaba una edificación en consonancia con lo que esperaba: una puerta de cierta categoría, al lado un escaparate amplio con muestras fotográficas de personajes y eventos importantes realizadas por su supuesto staff de fotógrafos, también cámaras y algunos otros artilugios relacionados con la fotografía, pero de pronto, cuando dio con el número, y vio que se trataba de un simple local con una simple puerta acristalada y un pequeño escaparate con un letrero que ponía en letras azules y sin ninguna pomposidad: «Casa de Fotografía Benavides», y más abajo en letras más pequeñas, «Comuniones, bautismos, casamientos, etc», cuando vio esto, se le cayó el alma al suelo. Un papel a modo de cartel pegado por dentro informaba del curso de fotografía y revelado que se anunciaba en el periódico. Un poco defraudado por la escasa entidad de la «escuela», se quedó mirando a través del cristal, y aunque un tanto decepcionado por el aspecto exterior, se preparó para entrar.
El Sr. Benavides, que resultó ser el dueño del negocio y además quien iba a dar las clases, le dio una amplia explicación de cada punto del programa, Paulino, todo oídos, seguía con máxima atención los puntos que tocaba su futuro profesor, a poco de escuchar entendió que era la persona que estaba buscando, porque era claro en la exposición y se lo veía profesional, y esto lo dejó conforme, y decir conforme es decir poco, porque cuando salió y con el coche se dirigió a su departamento, no dejaba de pensar en el nuevo horizonte que se abría ante él. El curso comenzaría en un par de semanas, e inmediatamente dispuso que debía comprar una cámara de fotos. Encontró en una casa céntrica una cámara que se ajustaba a sus pretensiones, y si bien era importada, —se trataba de una Leica réflex de fabricación alemana para rollos de 35 mm que no era nada económica—, no iba a retacear en estas cuestiones.
De más está decir que en el curso de fotografía, como en el de grafología que había hecho algunos años atrás, fue uno de los mejores alumnos. Ese primer día fue con su cámara Leica en mano, que orgulloso blandía como un verdadero tesoro, aunque ninguno de sus compañeros llevaba ninguna. Como estaba cargada —era un rollo de 35 mm y 36 exposiciones—, fue a la salida que comenzó a disparar algunas fotos, que aunque intrascendentes, él quería probar, y ahora, nada lo detendría en su nuevo cometido. Para ahondar en los estudios del curso que estaba haciendo, compró algunos libros que le vendieron en la misma escuela, —él le llamaba escuela, o academia también—, aunque en realidad las clases se desarrollaban en un cuarto que había detrás de la tienda, donde el dueño había dispuesto unas sillas, una pizarra, una ampliadora y unas cubetas que le servían para enseñar los secretos del revelado. De un hilo que iba de pared a pared colgaban algunas fotos ya reveladas que se estaban secando.
—El revelado da vida a la fotografía capturada y consigue mediante procesos químicos que la imagen se forme en la película.
Así se explicaba el profesor, que usaba palabras técnicas, palabras que Paulino trataba de memorizar, inclusive tomaba nota y las escribía en un cuaderno que había llevado, como lo hacen los alumnos aplicados, porque sus conversaciones a partir de entonces se llenarían de tecnicismos que él incrustaría como diamantes cuanto correspondiera dar alguna explicación, —aunque no sabía muy bien con quién se explayaría en este tema, ya que esta cuestión de la fotografía y el revelado debía mantenerlos en total secreto—. Las clases fueron pasando y en menos de un mes ya se consideraba un maestro, le ocurría lo mismo que le había pasado con el curso de grafología, que se llegaba a creer que llegado un momento sabía aun más que el propio profesor, aunque muy perspicaz, obviamente no lo dejaba traslucir. Pero por dentro, cuando en su casa leía los libros de fotografía que había comprado en la misma academia donde tomaba las clases se refería a su maestro con un: «¡Qué sabe este!». Es verdad, también hay que decirlo, que como en el curso de grafología, fue el mejor de la clase, el más aplicado, y cuando tocó el final y se repartieron los diplomas, muy austeros por cierto, pero que él le daba una importancia fundamental, el profesor le dedicó unas palabras, tal había sido la dedicación de Paulino en el curso que había realizado. Colgó su diploma al lado del otro, el de grafología, y cómo no, a ambos les sacó una foto, era un momento memorable que debía quedar inmortalizado, y nada mejor, nunca mejor dicho, que con una fotografía. Luego se dedicó a fotografiar su estudio, desde distintos ángulos, en donde figuraba como lugar destacado, al final, la parcela donde sobresalían la ampliadora y una mesa que había comprado para colocar las cubetas y los distintos frascos con los diferentes líquidos que necesitaba para el revelado y donde manipularía los rollos y las películas. Desligado de tener que ir a una tienda para revelar las fotos se sintió liberado. Ahora, su actividad clandestina quedaba más plasmada que nunca, y nada ni nadie lo detendría.
El primer día que salió a ejercer su «sesión fotográfica» se dirigió, como ya tenía previsto, a la casa señalada. Cuando llegó al lugar, después de dejar el auto a una prudente distancia, se acercó cauteloso a su objetivo. Desde la esquina hizo un repaso visual de la situación. Haciéndose el distraído, a paso lento pasó frente a la casa, y luego por la acera de enfrente. Quería tener una visión panorámica para fotografiar con acierto la vivienda en su conjunto y por otro lado el buzón en cuestión. Midió la luz y las condiciones eran óptimas. Volvió a la esquina y cuando vio la calle desierta sacó su cámara y comenzó la marcha, primero haría la foto panorámica, le buscaría un plano inclinado con una cierta perspectiva donde entrarían si fuera posible las casas colindantes, luego otra de frente, en donde se retrataría solo la casa en cuestión, esta sería una especie DNI de la propiedad, «como tenemos todas las personas», —pensó sin rubor, porque no se daba cuenta que eran estos los momentos en donde la consciencia y su razón quedaban totalmente a merced de su locura—, y luego cruzaría la calle y se iría directo al buzón, a este también le haría un par de fotos, y como antes, una sería de medio perfil y la otra de frente. Mientras ejercía su labor notó que el corazón le latía deprisa, y que un estado de sobrexcitación lo iba invadiendo, y todo esto se debía, más que al temor a ser descubierto, a que era la primera vez que ponía en marcha esta maravillosa novedad que había incorporado a su loca carrera de robacartas, de hecho, cada vez que innovaba, siempre le ocurría lo mismo. El ruido que desprendía la cámara cada vez que apretaba el percutor lo excitaba aun más. El «trac» seco y rotundo era como un martilleo contundente que invadía todo su ser. Había acabado la «sesión». Ya estaba hecho el trabajo. Ahora tocaba volver a su morada.
Cuando llegó a su casa estaba desesperado por revelar las fotos. Sintió una emoción enorme cuando entró al estudio, encendió la luz roja, acostumbró la vista a la penumbra y se dirigió al final, donde estaba el «sector de revelado», según había denominado el lugar en un alarde de locura imparable; se sentó en una banqueta que había comparado especialmente para esta tarea y abrió la cámara, con minuciosidad pero con precisión, quitó el rollo.
Esa misma tarde, con el estudio iluminado por la tenue luz roja, comenzó a poner en práctica lo que había aprendido en el curso. Al cabo de una hora las películas colgaban del hilo que iba de pared a pared. Cuando estuvieron secas y las pudo tocar con sus propias manos, casi se diría que se puso a temblar, estaba realmente emocionado. Una vez más, se fue al refrigerador, sacó una cerveza y brindó, por su nuevo título, por su nueva idea, por las fotos de la casa y el buzón. No podía pedir más. ¿O sí?