DIECIOCHO

Cuando subió encendió la radio y se puso a cocinar. Si bien no era un amante de la cocina, sí era cierto que era una actividad que lo distraía y lo relajaba, y él estaba pasando por uno de esos momentos de gran excitación nerviosa. La cabeza le bullía sin parar y necesitaba parar un poco. Trató de concentrarse en la comida que estaba preparando, y también en las noticias de la radio. Quería liberar su mente del hervidero que tenía pero le resultaba imposible. Pese al frío reinante salió al balcón y dirigió la mirada a la cafetería, las luces seguían encendidas, pero nadie había en la terraza, de pronto se abrió la puerta y vio salir al petimetre con sus dos amigos, también vio salir del edificio de al lado a su mujer, o su novia, o su amante, él no lo sabía, pero poco importaba, y se dirigió a la esquina a encontrarse con los otros, allí se reunió con el grupo, se acoplaron dos mujeres más, se irían de copas, «y no era fin de semana», se sorprendió Paulino. Desde donde estaba los veía de refilón, pero las luces les daban de lleno, y desde su distancia pudo ver sus facciones y cómo los hombres seguían discutiendo, o simplemente hablando de esa manera, moviendo las manos y gesticulando más de la cuenta. En un momento se dieron la vuelta y se dirigieron todos en la dirección opuesta, giraron la ochava y los perdió de vista. «Noctámbulos empedernidos, amigos de la noche, enemigos del trabajo», pensó Paulino, que apostaba que el tipo era un mal bicho. «¿Y si estos fueran los vecinos que él cada noche oía cuando entraban al edificio?». Se quedó pensando, pero bien podría tratarse de ellos. De todos modos poco cambiaba la cosa. Se volvió a meter en la sala porque el frío apretaba y necesitaba descansar, mañana tocaba oficina, y no podía faltar. Se sentó en el sofá. Los acontecimientos lo sobrepasaban. Desechó encender la televisión y se puso a pensar, estaba en un momento crucial de la investigación, ahora era el momento de obrar con sentido común, tenía que planificar cada movimiento y que nada quedara librado al azar. Por un lado estaba descontado que debía seguir buzoneando, había que tener en cuenta que según la última carta que había interceptado, solo se podía prever que la próxima sería verdaderamente la última, porque sería la decisiva, el ultimátum, la que pondría entre las cuerdas a su protegida y la conminaría seguramente a pagar una cantidad de dinero a cambio de «eso», que él no sabía, pero que estaba seguro que existía y que se trataba de una extorsión. Buscó esa última carta que él había interceptado y volvió a leer el párrafo que él consideraba vital: «… porque sé cosas de Ud. que se arrepentirá para siempre si decide acudir a la policía con estas cartas, pero todo tiene arreglo, luego veremos las condiciones de su salvación, porque las habrá, siempre y cuando cumpla estrictamente con lo que más adelante, en la próxima carta, le ordenaré». «¿Qué cosas sabrá de ella para urdir un chantaje?». Estaba muy claro que si el maldito Román Argutti había llegado tan lejos ya no se detendría, solo cabía esperar. Por otro lado, se le había metido en la cabeza fotografiarlo, y pensó lo siguiente: desmontaría la cámara del trípode y se la llevaría con él, la metería en un bolso del cual podría sacarla con facilidad y luego, tal como lo había pensado, desde un banco de la plazoleta, y con el zoom, cuando lo viera le echaría unas fotos. Aunque no necesarias para llevar cabo el plan de impedir el chantaje, fotografiarlo se había convertido en una obsesión, otra extravagancia más, le entusiasmaba la idea de plasmarlo en una foto, era algo así como de alguna manera violar su intimidad, y esto, solo esto, le causaba placer. Y luego archivarlas, y tal vez, como lo había pensado antes, luego escribir una verdadera historia documentada. Por otra parte en su plan entraba el seguimiento que debía hacerle, para conocer los lugares que solía frecuentar y con qué personajes alternaba. Había otra cuestión, quizás la más importante de la investigación en la que estaba metido: ¿Cómo neutralizar la amenaza a la que iba a ser objeto su protegida? Anteriormente había pensado que para contrarrestar dicha amenaza, la forma de defenderla y espantarlo de sus intenciones, era amenazarlo a él, una carta de tal calibre como para que el tipo pudiese sentir que le pudiera ir la vida en ello, incluso amenazarlo de muerte si fuera necesario, debía ser una misiva que conllevara una advertencia lo suficientemente intimidatoria como para que renunciase a todo tipo de extorsión a su protegida. Podría exigirle que se fuera del barrio, incluso de la ciudad. ¿Pero una carta de este calibre, haría que el personaje, realmente se lo tomara en serio y se amedrentase de tal manera que renunciara a continuar? En realidad, el solo hecho de recibir una misiva que le indique que había sido descubierto, solo esa cuestión, debería atemorizarlo, mas, no estaba del todo convencido. Su carta debía ser lo suficientemente intimidatoria, sí. Debía horrorizarlo, hacerlo morir de miedo. ¿Pero cómo? ¿Y si no fuera suficiente? ¿Quién le garantizaba que el tipo huyera, saliese disparado y renunciase a todo? Es más, después de conocerlo, arrogante, soberbio, con pinta de mafioso, no creía que se amedrentase por una misiva por más amenazante que fuera. De pronto se le ocurrió una idea que comenzó a tomar cuerpo. Los mafiosos, se dijo, cuando amenazan a alguien, lo hacen de una manera muy especial, lo había visto en las películas también. ¿Y si comprara en el mercado una cabeza de cerdo por ejemplo, y se la enviara con la carta? ¡Eso sí lo aterraría! Y aunque tampoco garantizaba el éxito de la empresa, era lo más que podía hacer. Y aferrado a esa idea le subieron los ánimos. Se dijo que respecto al seguimiento no lo iba a desatender, en cuanto lo viera dirigirse a algún sitio lo seguiría. Luego estaba lo de la Paca, no era un asunto menor, tenía que pagarle el alquiler, no la quería ver por el barrio, y menos por el departamento, mañana tomaría cartas en el asunto, la llamaría por teléfono y arreglaría con ella, pasaría por su casa y allí le pagaría. Ya tenía un bosquejo claro de los próximos pasos a dar, no había duda que estaba haciendo las cosas bien. Ahora se metería en la cama, tenía que descansar. Esta noche no se regodearía con su señora, eso lo excitaba, y luego no dormía bien, y esta vez estaba cansado, el día había sido agotador. Puso el despertador a las seis y media, y aturdido como estaba, se dio la vuelta y se durmió.

Cuando al otro día a las seis y media sonó el despertador tuvo la misma sensación que lo había acompañado desde que se había instalado en su guarida: no reconocía el lugar, eran unos segundos de sorpresa, hasta que la realidad lo devolvía al mundo real, y entonces se quedaba un rato estirado en la cama, la vista al techo, recopilando datos, y programando el día que comenzaba. Y ese día una cierta ansiedad y un primer sabor amargo se despertaron con él. Se tenía que levantar y buzonear, como cada día, y tomó consciencia que cada día que pasaba se acercaba cada vez más el día de la verdad, el día de la última carta. Se vistió de chándal y se puso unas zapatillas, encima la chaqueta donde enfundaba la letal, se miró al espejo, y así vestido como estaba y todo despeinado con los cuatro pelos que le quedaban y su aspecto fofo y desaliñado, parecía un payaso. Pero aun era de noche, y nadie repararía en él. O eso pensaba. Para su suerte, cuando metió la letal en el buzón no había nada, porque le aterraba el momento en que viera la carta decisiva. Pronto amanecería, y por la calle y la plazoleta comenzaría a transitar la gente. Subió a su departamento y se fue a la ventana. Miró entre las lamas y en la casa todo era quietud. La noche anterior no había querido gozar del espectáculo del que cada noche era espectador. Se metió en la ducha y después se preparó un café. Lo hizo bien fuerte, lo necesitaba. A las ocho volvió a la ventana y la vio salir, la siguió con su mirada hasta la parada del bus, después la vio partir. Esa mañana se había levantado desanimado. Un dejo de tristeza lo había impregnado todo, y veía el futuro negro y sin horizontes. Eran muchas las cosas que debía resolver. Ir al trabajo en esas condiciones le producía agobio. Estaba ansioso y angustiado. Cuando estaba presto para salir hizo una arcada. Cerró con llave y ya en la calle se fue al otro extremo de la plazoleta, donde dejaba el auto. Al llegar a la oficina, tal como lo hacía últimamente, se encerró en su despacho. Antes de eso sus compañeros lo vieron entrar con mala cara, y no era teatro, ese que él había imaginado el día anterior cuando había pensado en volver a media mañana. Arrastrado por el desánimo tuvo que contestar una serie de correspondencias que se le habían acumulado, estuvo ordenando el fichero de los clientes y el director lo llamó a su despacho. Había algunos pedidos pendientes y estaba prevista una reunión con el delegado de una empresa, y el director, como siempre hacía, delegaba en Paulino estos primeros contactos. Mientras le hablaba iba tomando nota, simulando una atención que no tenía, porque como siempre le ocurría, estaba en otro mundo. Sin embargo poco a poco fue mejorando el ánimo. Volver a la rutina, la charla con el director, volver a ver a sus subestimados compañeros, lo necesitaba.

Cuando volvió a su despacho llamó a la Paca, tenía que arreglar el tema del alquiler, debía mantener el prestigio ganado, de hombre responsable, al discar el número un ligero cosquilleo le revoloteó el estómago.

—¿Hola? ¿Quién habla?, —contestó la Paca con voz melosa.

—Hola Sra. Paca, soy yo, su inquilino, del segundo A, —dijo intentando dar a su voz un tono alegre.

—¡Ay Paulino! ¡No me diga Ud. Sra. Paca! ¡Me hace tan mayor! ¡Y yo que pienso que aun soy como una colegiala en busca de mi príncipe azul! ¡Jajaja!!!

Paulino, alarmado por lo que escuchaba, no sabía qué contestar, pero se sonrió, y escucharla tan alegre y desenfadada le cambió el espíritu:

—Bueno… Paca… puede que tenga razón, a veces soy demasiado, digamos… formal, no es la única persona que me lo dice, pero la llamo porque se cumple el mes y tengo que pagarle, si quiere nos vemos, donde Ud. diga, cerca de su casa si le parece bien, y le pago.

—¡Ay Paulino! Sin ninguna molestia yo puedo pasar por el departamento cuando Ud. me lo diga, tenga en cuenta que siendo viuda y jubilada tengo todo el tiempo del mundo, yo si…, —fue en ese momento cuando Paulino la interrumpió porque no podía permitirle la entrada al departamento, con el peligro que ello conllevaba.

—Sabe qué pasa, con mi trabajo en la orden religiosa no tengo horario, a veces llego muy tarde, es imposible decirle un día y una hora exacta, para mí sería preferible si Ud. me dice que días le vienen bien, y yo en todo caso me paso por su casa, mejor si es por la tarde porque por la mañana estoy todo el día de un lado para el otro.

—Bueno Paulino, ya ve que yo lo trato directamente, sin rodeos, no le estoy diciendo Sr. de acá Sr. de allá como hace Ud., por mí puede pasar cualquier tarde, mire, le doy la dirección de mi casa por si no la tiene a mano, pero en el contrato que firmamos figura…, —y mientras decía todo esto, sentada en el sofá de su casa como estaba, se contorneaba toda, porque ella tenía esa costumbre, con su cuerpo iba siguiendo el contorneo de su voz.

—Sí Paca, yo tengo su dirección, cuando apunté el teléfono también anoté la dirección.

—Bueno Pauli, ¿no se enfada si le digo Pauli?, ¡es que Pauli me cae tan bien!, —le dijo subiendo y bajando el tono, hasta tal punto que a Paulino le comenzó a resultar lasciva la manera de contestar, por esa razón no solo le levantó el ánimo sino que comenzó a sentir cosquillas ahora en la zona púbica, él ya conocía esos síntomas.

—¡No Paca, por favor!, ¡qué me va a enfadar!, ¡al contrario, me agrada que me llame así!, —Pauli le llamaban solo sus «chicas», y detestaba que ahora la Paca les haya usurpado el nombre, pero qué iba a hacer, no podía hacer nada, además la Paca, con sus subidas y bajadas de tono cada vez que hablaba lo iba entusiasmando cada vez más, digamos que podía decir sin temor a equivocarse que se sentía atraído por la Paca del culo gordo.

—Bueno Pauli, entonces si quiere puede pasar esta tarde, o mañana, a eso de las siete es una buena hora, ¿le parece bien?. ¿No será tarde para Ud. Pauli?

Si bien la Paca no le desagradaba y podría echarse una canita al aire, eso pensaba, en estos momentos no estaba para estas cosas, tenía su mente ocupada en otros derroteros, la investigación que tenía en marcha le ocupaba todos sus pensamientos, por tal motivo había desechado cualquier tipo de acción con la Paca, su casera, por lo menos por el momento, aunque no podía descartarla para más adelante, cuando su trabajo estuviese concluido y su mente más despejada.

—Muy bien Paca, esta tarde a las siete intento pasar por su casa, —terminó por remarcar.

Se quedó pensando que en otras circunstancias compraría un buen vino y esa noche lo llevaría, pero su condición de espía y con la investigación en un punto álgido le hacían rechazar esa posibilidad, y él necesitaba estar totalmente dedicado a su causa, y que nada lo pudiera distraer; además esta circunstancia que lo mantenía en vilo, le provocaba una ansiedad que no le permitía implicarse plenamente como a él le hubiera gustado corresponder, no en vano ni siquiera el trabajo atendía como correspondía, bien podría decirse que no estaba en las mejores condiciones para atender las solicitudes de la Paca. Era extraño lo que le sucedía, porque era de las pocas veces que alguien departía con él como lo hacía la Paca, porque a él no se le daban habitualmente estas facilidades, facilidades que solo encontraba en las casas de citas donde él, pagando, alternaba con las chicas. Esa tarde debía ser más precavido que nunca, porque aunque no se iba a dejar atrapar, tampoco la podía desairar, eso malograría la relación, y eso tampoco le convenía. Mantener la ilusión sin caer en ninguna trampa, eso debía hacer, por otra parte, cuando todo pasara, y él pudiera «normalizar» su vida, no le disgustaría tener algún encuentro libertino con su casera, ¿por qué no?

Cuando se hicieron las seis de la tarde se comenzó a vestir, quería ir punta en blanco para no desengañarla. Tenía unos sentimientos encontrados, porque por un lado debía seguir dando el aspecto de señor serio y respetable, había que recordar que para ella él trabajaba para una orden religiosa, pero por otro mientras se iba vistiendo notaba ese cosquilleo que le decía que no todo lo hacía para aparentar las formas, sino que en el fondo quería presentarse ante ella bien acicalado y mejor vestido, porque en el fondo quería mostrarse atractivo. Estrenó zapatos y se puso la mejor camisa, —tampoco tenía muchas—, buscó un cinturón acorde con los zapatos, y una corbata roja que sabía que le sentaba bien. Se calzó la chaqueta azul y salió hacia lo de la Paca. Esta vivía en un barrio rico de la ciudad, y cuando ubicó el edificio vio que se trataba de una construcción moderna y de muy buen gusto. El portero, que vestía uniforme azul con galones en los hombros, le indicó el ascensor. Cuando la Paca le abrió la puerta quedó sorprendido, porque no esperaba verla tan bien arreglada, ligeramente impúdica, con un escote que ya conocía de antes, y bien maquillada y perfumada, esperándolo, precisamente a él.

Lo hizo pasar y de inmediato advirtió un agradable aroma que impregnaba la casa. La sala, respetablemente espaciosa, terminaba en un gran ventanal que daba a la calle, allí un formidable sofá era el colofón de un piso casi de lujo, otros dos sillones y una mesita baja en el medio, le daban al ambiente una calidez que hacía juego con el fondo musical que con mucha suavidad le llegaba a sus oídos. Era evidente que se trataba de una mujer pudiente que se podía permitir este tipo de vida.

—Venga, siéntese acá, —y se lo llevó al sofá, donde lo invitó a sentarse, a menos de un metro de ella, y entonces continuó—, ¿le gusta mi piso?, me lo dejó mi marido cuando enviudé, hace ya más de diez años, él era militar sabe, y una buena persona.

—Me encanta, la sala es grande, espaciosa, y tiene elegancia, la felicito Paca, tiene muy buen gusto, bueno, ya lo suponía, porque el departamento que le estoy alquilando también está decorado con estilo, como es Ud. Paca, una mujer de estilo.

—¡Ay qué gracia me hace! Cuénteme Paulino, qué hace Ud. en la orden religiosa, ¿es Ud. de estos curas que van de civil?, ¿o trabaja solo para ellos?, es que me tiene intrigada.

—Bueno, no, no soy cura, no soy religioso, aunque todo hay que decirlo, para trabajar con ellos hay que seguir sus preceptos, y en ese caso, yo tengo que decir, que los sigo.

—¿Y qué quiere decir que los sigue?, me sigue intrigando, —le dijo esta vez sí con voz más melosa aun.

—Bueno, tenemos unas normas de vida que intentamos cumplir, Ud. sabe como son las órdenes religiosas.

Lo sorprendente era que Paulino cuando se sacó de la galera esto de que trabajaba para una «orden religiosa» lo había hecho casi sin pensar, solo para escurrir el bulto en ese momento y verse libre en el departamento que acababa de alquilar, pero en el fondo era una persona atea y no sabía nada de órdenes religiosas, si ahora ella le preguntara «para que orden religiosa trabajaba» no sabría qué contestar, él, que era un tipo culto porque leía mucho, era incapaz de dar alguna respuesta a esa pregunta, desconocía todo acerca de las «órdenes religiosas», aunque como siempre hacía se podía inventar una, y en eso se puso a pensar cuando entrevió que le podía caer la pregunta, «ya sé, se dijo, “De los santos peregrinos”, es un buen nombre, y le diré que tiene la sede central en Bélgica por ejemplo, ¡que la vaya a buscar!».

—¿Y para que orden religiosa trabaja?, si se puede saber.

—¡Ah sí! Es la orden «De los santos peregrinos», tiene la central en Bélgica, aquí no se la conoce mucho, pero es muy conocida allá, y ahora está en una fase de expansión, y de ahí el trabajo que me han encargado, —replicó con rotundidad Paulino, que ya estaba pensando en arreglar el tema del alquiler e irse.

—¡Ay! ¡No conozco esa orden! Pero no importa, lo importante es que Ud. no es cura, imagínese, ¡qué aburrimiento!

—¡Je je! No, no soy cura, pero trabajo para ellos, son buena gente, créame, siempre están buscando el bien de los demás, —aquí Paulino se mostraba tremendamente hipócrita, porque no solo no creía en lo que estaba diciendo sino que se mostraba contrario a ese pensamiento, no hay que olvidar que Paulino era ateo.

—¿Qué quiere tomar Pauli?, dígame lo que quiera, ¿un vermut?, ¿quiere un whisky?, yo no sé sus debilidades, ¡jaja!, me refiero a sus debilidades alcohólicas, si las tiene, porque lo conozco tan poco… —esto lo dijo con un nuevo contorneo y con una bajada de ojos de lo más insinuante.

—Sí… un whisky, con hielo si puede ser, —le contestó jugado.

Paulino veía que la cita tendía a alargarse más de la cuenta, y si bien él, en el fondo, hubiera querido entrar en el juego, —la Paca definitivamente le atraía—, estaba en esos momentos que necesitaba dedicarse al cien por ciento a su labor de espía, había que tener en cuenta que el trabajo en la fábrica de dulces y mermeladas le consumía gran parte de su tiempo, y no podía agregar este nuevo divertimento que le proponía la Paca y descuidar lo que para él constituía el principal motivo de su labor: neutralizar al intruso, a Román Argutti, su particular archienemigo. Pero tampoco la podía rechazar, porque sería un desplante y una descortesía, y además porque en el fondo se sentía complacido por el trato que le dedicaba la Paca, quizás esta era la primera vez en su vida que era objeto del deseo de alguien, y esto calaba hondo en su ego. Se planteó que esta visita debía ser una promesa para más adelante, es así como debía, llegado el momento, al despedirse de ella, infundirle esperanzas, con el compromiso que no todo quedaría así, y que en el futuro todo cambiaría. En su fuero interno Paulino tenía un lio en la cabeza, era la primera vez que le ocurría, ya que sus lazos con el sexo opuesto siempre habían pasado por las visitas a las casas de citas, donde, siempre pagando, mantenía relaciones. Pero esta vez no solo la Paca ocupaba un lugar en su mente, la señora, su protegida, desde el momento que la vio desnuda desde la ventana de su guarida, ocupaba también un sitio preferente en sus pensamientos. Aquí la cuestión se dirimía de manera diferente, porque en el caso de la Paca esta se insinuaba sin remilgos, mientras que en el caso de la señora, esta otra no tenía ni idea de su existencia. La señora se había constituido en su deseo oculto por obra y gracia de su loca mente, luego su desnudez lo marcó definitivamente, no en vano llevaba siempre en sus bolsillos los desnudos más eróticos que había conseguido sacarle con su cámara de fotográfica.

—Aquí tiene Pauli… —y le alargó en un elegante vaso de cristal de Bohemia una buena ración de whisky on the rock, mientras haciéndose la gata le bajaba los ojos.

Se volvió a sentar a su lado mientras levantaba la rodilla y la apoyaba en el sofá, en una posición de costado, un tanto incómoda seguramente, pero que tenía como finalidad mostrar el trozo de carne y excitarlo, era evidente, y Paulino no era de hierro, no podía caer en la trampa, pero el cosquilleo en el pubis se hizo esta vez muy intenso, y notó claramente un envaramiento. Si aceptaba el envite la iba a tener en el departamento cada día, y él en estos momentos no podía permitírselo, tan avanzada la investigación como estaba, y ella en medio perturbándolo todo e interrumpiendo su trabajo. Tuvo que tener mucha fuerza de voluntad porque le resultaba difícil escapar del asedio al se encontraba sometido, tan encaprichada que estaba ella. En un momento se levantó y le dijo con una voz que no admitía réplica:

—Mire Paca, me tengo que ir, a las ocho tengo una reunión muy importante a la que no puedo faltar, lamento tener que marcharme, porque Paca, a mi me gustaría que nosotros continuáramos nuestra plática, y además, no lo puedo negar, Ud. me resulta una mujer muy agradable, no sé, su forma de ser, tan amiga de la alegría y tan jovial. Mire, este es un mes que requiere de mí estar mucho tiempo pendiente de mi trabajo, pero luego me agradaría muchísimo, —acentuó como corresponde el «muchísimo», como para que no quedaran dudas—, volver a encontrarnos, y quiero que sepa que la quiero invitar a cenar.

—¡Ay Pauli! ¡Qué pena que se tiene que ir! Pero bueno, las obligaciones están primero, yo lo entiendo, vamos a hacer los papeles, le doy el recibo y Ud. me paga, bueno, espere un momento que tengo el recibo en el escritorio.

Y la Paca se levantó, cruzó la sala, y mientras le daba la espalda e iba a buscar el recibo se quedó mirando su culo, ahora ya no le parecía tan grande, todo lo contrario, porque las atrevidas nalgas al moverse al compás de sus pasos las encontró con un cierto atractivo, a sus años, paso firme, mirada altiva, fémina como ninguna, ganándole a la vida, con una pasión por vivir que la desbordaba. Cuando volvió con el recibo él sacó el dinero que llevaba preparado y se lo entregó. Le revoloteó los ojos cuando le dijo casi en un susurro:

—Aquí tiene el recibo Paulino, y no se olvide que las promesas están para ser cumplidas.

Al salir del edificio Paulino se sintió libre para continuar con el plan que tenía previsto: primero, el seguimiento al intruso, después, no sabía muy bien cómo, desactivar la amenaza de extorsión; sin embargo, la sensación de libertad tras forzar la salida del piso de su casera, se enfrentaba a otra emoción distinta, no haber sabido complacer a su par, que lo había esperado preparada para el encuentro, como se había preparado él mismo, cuando antes de salir se había acicalado y prestado atención a su propio aspecto, y ella igual, muy bien arreglada, obsequiándole su mejor figura. Con esos pensamientos estaba cuando llegó con el auto a la plazoleta. Lo estacionó donde siempre y se fue a la cafetería. Siendo la hora que era y con el frío calándole los huesos se metió dentro, y cómo no, allí estaba él, como la noche anterior, con su mujer y los dos truhanes acompañados de sus parejas. No estuvieron mucho tiempo y salieron y dirigieron sus pasos, como la noche anterior, hacia el centro de la ciudad. Desechó seguirlos, las calles vacías lo delatarían, y prefería seguir en el anonimato.

Por lo que había visto se trataba de un tipo de cuidado; joven, arrogante, insolente por compostura, era fácil verlo, además, fornido, recio en su figura, un gallito, un chulo de cuidado, un fanfarrón, tenía todo el aspecto de ser un sujeto que no se dejaría amilanar por cualquier cosa que se pusiera en su camino, y que estaría dispuesto a todo por conseguir su objetivo. Se puso a pensar que el plan que él había urdido, de enviarle una cabeza de cerdo con la carta amenazante para amedrentarlo y hacerlo renunciar a su propósito, quizás no fuera eficaz, es más, viéndolo ahora y como se comportaba, un prepotente a todas luces, lo veía capaz de todo. Ese pensamiento lo alarmó, porque llegado el momento, la única arma que él tenía preparada, esa famosa carta con la cabeza de cerdo en una caja, que al principio pensó que podría ser persuasiva, se le vino abajo como un castillo de naipes, porque de pronto tuvo la imagen de un tipo enrabietado dispuesto a todo a fin de descubrir quién había osado enviarle tal misiva, un tipo que podía constituir un peligro para él mismo; él, tan enclenque, tan débil, tan incapaz de enfrentarse a situaciones como estas. Se quedó preocupado, porque si bien aun no había llegado el momento de actuar, —la extorsión aun no se había consumado—, la última carta estaba al caer, y él no tenía realmente resuelto cómo desactivar, anular, neutralizar, al maldito intruso. Es más, comenzaba a verlo como una amenaza para su propia integridad. ¿Cómo proteger a la señora de este delincuente, y salvarse él?

Subió a su departamento con la preocupación a cuestas. Así y todo debía continuar con el plan. Rechazado el seguimiento durante la noche por inviable, lo vigilaría por las tardes desde su balcón, y luego, si no se detenía en la cafetería y seguía de largo lo seguiría. Estaba desorientado, no sabía qué hacer, se acercaba el día final y no tenía resuelto cómo parar al maldito intruso, al truhan, al indeseable criminal. En un momento pensó en comprar un arma. Después volvió a pensar que estaba loco. No solo estaba desorientado sino que esta situación lo angustiaba enormemente. Comió algo y se acostó. Le costó conciliar el sueño y lo poco que durmió lo hizo a sobresaltos. A una hora de la noche sintió voces en la calle y se despertó, se levantó, salió al balcón y miró, ahora sí, eran el truhan y su mujer, venían riendo y hablando, sus voces se notaban alegres, quizás con unas copas de más. Entonces los vecinos que cada noche a la misma la hora llegaban al edificio cuando él comenzó la vigilancia eran ellos. Ahora lo podía confirmar. Eran las cuatro. Se volvió a acostar, y así estuvo, dando vueltas en la cama, hasta que a las seis y media sonó el despertador. Tenía que bajar a buzonear. Ansioso bajó con la letal, las calles estaban vacías, sacó un par de folletos y un recibo del agua. Volvió a meter todo al buzón y subió a su piso.

Así pasaron dos días más, y la carta, la esperada carta, seguía sin aparecer. La ansiedad lo seguía carcomiendo por dentro. Había asumido un cometido, el de proteger, como si de un justiciero se tratara, a una mujer amenazada, pero ahora no sabía cómo ejercer esta acción. En un momento se sintió culpable, por haber aceptado un reto que ahora era incapaz de contestar. Concluyó que ser espía era algo más que espiar. La última carta amenazante decía que «sabía cosas de ella que se arrepentiría para siempre si acudía a la Policía». Eso dejaba en el aire el quid de la cuestión, porque no sabía a qué se refería el delincuente. Pero eso era lo de menos, porque fuera lo que fuere, luego, qué podía hacer él. Ese día pudo constatar que el truhan con su mujer salían cada noche, y el sueño ligero que llevaba le permitía escucharlos cuando llegaban de la jarana, y siempre más o menos a la misma hora, aunque nunca antes de las cuatro. Luego, conciliar el sueño nuevamente le resultaba casi imposible. Por eso cada día iba a la oficina mal dormido, demacrado, hasta el director un día le preguntó por su salud.

—Ud. Paulino, de la última enfermedad, no quedó bien curado, —le había dicho con cierto tono de reproche—, este fin de semana descanse, hágame caso.

El sábado se la pasó en el balcón, a la pesca del truhan. El día estaba apacible, y para su suerte brillaba el sol. Al mediodía lo vio salir a su balcón, como la otra vez, con la bata blanca y fumando un cigarrillo. Se echó hacia adentro para que no lo viera. La consigna era que no reparara en él, no debía tener noción de su existencia. Si por la tarde saliese lo seguiría. Comió algo rápido que tenía en la nevera y se vistió para partir. Quería estar preparado por si el tipo salía y no paraba en la cafetería y seguía de largo. En ese caso entraría en acción. Se puso en guardia desde el balcón. Por la tarde a eso de las tres lo vio aparecer saliendo del edificio, se echó hacia atrás y lo vio dirigirse a la cafetería. Desde su posición podía ver la terraza, era la tarde, y aunque el noticiero había anunciado borrasca, ahora resplandecía el sol, y algunas mesas estaban ocupadas. El maleante pasó por delante y dobló a la derecha. De pronto lo perdió de vista. Bajó inmediatamente y se puso tras sus pasos. Era la ocasión que esperaba, no la podía desaprovechar. La distancia era prudente, no debía notar que lo estaba siguiendo. El tipo cruzó a la plazoleta y la recorrió hasta el final, desde su balcón él no tenía la visión de esta parte de la plaza. A poco de caminar lo vio detenerse frente a un auto, se fijó bien, no era un último modelo, pero tenía estilo, un Pontiac del 66, verde claro, era precioso, y llevaba los cromados relucientes, él conocía de autos, era un auto para presumir, como el maldito truhan lo era, luego abrió la puerta y se subió. Tuvo que reaccionar inmediatamente, paró un taxi que justo pasaba y le ordenó al conductor seguirlo. Desde la prudente distancia que lo separaba del Pontiac, Paulino vio cómo se adentraban en una zona que él conocía muy bien, era la zona de bares de copas que él frecuentaba, allí habitaban como vecinos «La Perla» y «El Neón», cada uno reinando en su calle, pero había otros más, no eran los únicos, y las casas de cita y los bares de copas se intercalaban con otros comercios diurnos necesarios para la barriada, en una esquina una verdulería, más allá la panadería, también había un par de restaurantes.

El Pontiac dobló una esquina y se detuvo frente a un bar nocturno que él conocía: el «Paradise». En otros tiempos había frecuentado dicho club, y llegó a conocer a la madame y a las chicas del local, pero eso eran recuerdos lejanos, porque hacía ya mucho tiempo que no se pasaba por allí. Recordó que por esa época ese club no tenía buena fama, además había visto producirse dentro algunos altercados que lo fueron alejando del lugar. Por eso fue cambiando de bares, hasta que finalmente terminó por recalar en «La Perla» y «El Neón», dos bares de alterne que terminaron siendo sus favoritos, donde él se sentía como pez en el agua. A unos cincuenta metros hizo detener el taxi y se apeó. Era la tarde, y si bien en los bares de copas la actividad se hacía más intensa durante la noche, permanecían abiertos, aunque cerrados bajo llave, las veinticuatro horas del día. Sin quitarle los ojos de encima vio cómo el maleante, —así lo llamaba últimamente—, sacó unas llaves de su bolsillo y con ellas abrió el bar. Luego se deslizó detrás de la puerta y desapareció. Le llamó la atención que tuviera las llaves para entrar, no era un simple cliente, ahora que lo veía no se creía que lo fuera, más bien parecía alguien de total confianza o bien el mismo dueño. Debía observar, ahora sabía algo más acerca de él, se sentó en la terraza de un bar cercano y desde allí, con una buena visión se dispuso a esperar. Como siempre, se pidió un café y un periódico, y como antes en la cafetería, haciendo que leía no dejaba de observar por encima del diario. Cuando pasó media hora la puerta del «Paradise» se abrió y apareció el truhan, inmediatamente detrás una mujer, se fijó muy bien en ella, era la misma madame que él había conocido tiempos atrás, el tiempo irremediablemente la había cambiado, porque ya no era la mujer vampiresa de otrora, que seducía además de convencer, ahora veía, aunque desde cierta distancia, la cara de una mujer que él conocía, y que por más carmín en los labios, por más delineado de las cejas, y polvos en la cara, y pestañas postizas, no podían remozar lo que los años habían dejado, también la pose estoica de antes había dado paso a una mujer más relajada, y aunque se la viera sonriente, un dejo de derrota y de fatiga se notaban que la habían cambiado. Se despidió de él con un beso en la mejilla y entró. El maleante se giró y se fue a su auto. No necesitaba ver más Paulino, ya había visto bastante. Este era seguramente también su refugio. El Pontiac rugió y pasó delante de él. Cuando giró por la esquina lo dejó de ver. Miró la hora. Eran las seis. En un rato se iría el poco sol que aun quedaba y comenzaría a refrescar. Tenía que partir.

Llegó a su guarida cuando ya anochecía. A estas horas el frío comenzaba a calar los huesos. Encendió la estufa a gas y puso la televisión. Aunque avanzaba en la investigación, para su desgracia no dejaba de martillarle en la cabeza la falta de ideas para responder con contundencia la amenaza que el maleante dirigía a su protegida: «que sabía cosas de ella que se arrepentiría para siempre si acudía a la Policía». No se sabía a qué atenerse, pero igualmente, consumado el chantaje, no sabría cómo actuar. La carta y la cabeza de cerdo. No. No le garantizaba que el tipo renunciara a nada. «Las condiciones de su salvación», eso también decía. Dinero, no le cabía duda.

Esa noche se acostó preocupado. Ni siquiera se acercó a la ventana para ver una vez más los desnudos que ella, la señora, le regalaba cada noche, como lo venía haciendo desde que la descubrió, aquella primera vez desde su posición impecable que le obsequiaba su ventana. Tuvo la premonición que se acercaba el final, que cuando buzoneara la próxima vez encontraría la fatídica carta, y él debería actuar, aunque no sabía cómo. Cuando sonó el despertador abrió los ojos inmediatamente, y tuvo la sensación de no haber pegado ojo. Se sentó en la cama, con los pies fuera, y encendió la luz. Un gran cansancio se apoderó de él. Tenía que bajar a buzonear. El pensamiento de la noche anterior encendió las alarmas, y se puso en tensión. Bajó la escalera a trompicones. Cuando llegó al buzón se giró y miró su edificio y el bloque de al lado. Todo estaba en calma. En la calle no había un alma, y la plazoleta, iluminada por los faroles, estaba vacía. Una quietud fantasmal impregnaba el ambiente. Sacó la letal y removió el fondo. Había una carta. Inmediatamente con las puntas la prendió. Al sacarla vio a la luz mortecina de la calle que se trataba de «la carta». Estaba dirigida a ella, a la señora, «Sta. Margarita Bassand», decía, la misma letra, la misma tinta azul, luego la dirección, y el sello de correos. Había vuelto a recurrir al correo postal. Una fuerte emoción lo embargó y sintió cerrársele la garganta. Guardó la letal y con la carta en la mano, corriendo se dirigió a su edificio. El ascensor estaba abajo, como esperándolo. Subió intrépido. Allí con la luz del ascensor corroboró lo que había visto minutos antes. Era él. El intruso, el maleante.