DIEZ

Pasaron los meses y Paulino, metido como estaba en su propia locura, continuó con los saqueos que cada fin de semana organizaba. Incorporada la fotografía al arsenal que ya disponía, esta colmó durante un tiempo sus ansiedades, y la «diversión» estuvo asegurada, pero luego, pasada esta primera etapa de pruebas, con dudas al principio y aciertos al final, —las fotografías acabaron siendo, además de artesanales, de una verdadera calidad—, entró en la misma rutina en la que caía cada vez que el invento dejaba de ser un hecho novedoso, por eso, sin proponérselo, su mente comenzó a ir en busca de nuevas metas. Él no lo sabía, pero su inconsciente estaba abierto a cualquier novedad que se pudiera presentar, y al mismo tiempo sumar, —un hallazgo más—, a la ya holgada batería de descubrimientos e invenciones que a lo largo de su vida de robacartas había reunido. Pero ahora, instalado en la nueva monotonía, actuaba ya por la propia inercia que le proporcionaban los años de experiencia, y si bien nunca era indiferente a su principal obsesión, el tiempo jugaba en su contra. Una de las maneras que su mente tenía para neutralizar esos estados de apatía en los que él se veía sumido por la pura rutina, era dirigirlo al perfeccionamiento de sus propias innovaciones. Y era por esos tiempos que la «saeta» no pasaba por el mejor momento. Según sus propias reflexiones, esta no colmaba al cien por ciento sus expectativas. Cuando el buzón estaba lleno, la primera estocada lograba sacar una buena tacada, pero luego, a medida que el buzón se iba vaciando, la extracción se hacía cada vez más dificultosa, y era en esos momentos cuando más nervioso se ponía y más peligro corría de ser descubierto, porque era en esas circunstancias, que totalmente furioso, descuidaba los mínimos detalles de seguridad, esos que siempre había mantenido como principio para proteger su integridad. Ocurrió una noche, en una de sus incursiones; esa noche, en el buzón había una única carta manuscrita, de esas por las que él tanto suspiraba, y que por más que insistió con la «saeta» una y otra vez, no logró extraerla. Fue esa vez, que totalmente enfurecido, tiró y estrelló la vara contra suelo, quedando astillada la punta y un poco deteriorado el resto, luego en su interior se arrepintió, porque por otra parte la «saeta» era la única alternativa posible al ya evidente agrandamiento de sus manos. Sin embargo, el desafecto que por la «saeta» últimamente sentía, y los inconvenientes que a medida que pasaba el tiempo surgían, lo hicieron entrar en una época de inquietud y preocupación. Hasta en el trabajo no era el mismo, porque había entrado en un periodo en que la ansiedad se mezclaba con la tristeza y esto era advertido por sus compañeros de oficina y por el propio director, «Paulino no es el mismo, no sé que le está pasando», —se decía el director un tanto preocupado, hasta que un día lo llamó aparte: «¿Le pasa algo Paulino?, lo veo nervioso. ¿Quizás algún problema?».

Pero los problemas de Paulino eran inconfesables, así que como pudo salió del brete, respondiendo cualquier tontería que el director daría por buena.

Sin embargo, la mente de Paulino, abierta como estaba a encontrar alguna novedad en su alocada carrera de expoliador de buzones, pronto le daría una sorpresa.

Y un día le sucedió algo que él calificó como el hecho que lo rescató del momento más agridulce de su vida, cuando la actividad de robacartas estaba en entredicho, cuando la «saeta», como él la llamaba, no llegaba a satisfacerlo completamente.

Era una tarde como tantas, que salió de la oficina y decidió hacer el camino hasta su casa a pie. En la ciudad recién estaban colocando los primeros semáforos en las calles, que ordenaría no solo el tráfico de autos, sino también el de las personas, que deberían esperar en las esquinas para poder cruzar. Y en esas estaba, esperando la luz verde, que se dejó llevar por un kiosco que había en la misma acera y se quedó curioseando unas revistas a todo color que habían salido de nueva colección. Y así estaba, entre que esperaba el semáforo y las revistas del kiosco, que justo detrás de él un negocio de ortopedia y material quirúrgico le llamó la atención. Al darse la vuelta se dio de lleno con el escaparate de una casa de ortopedia, «Ortopedia Navarro» decía el cartel, grande y luminoso, y más abajo, con letras más pequeñas, «Material quirúrgico». Una silla de ruedas acaparaba casi todo la cristalera, y luego a ambos lados y adelante otros artilugios completaban el cuadro: diferentes corsés de cuero, distintas fajas elásticas, muñequeras, rodilleras, un tensiómetro, un fonendoscopio, nebulizadores, y a un lado, sobre el extremo derecho, una colección de piezas de acero inoxidable bajo un cartel que decía: material quirúrgico. Se quedó observando con detenimiento los diferentes instrumentos, siempre le había significado un misterio la cirugía como especialidad médica, y estos artilugios no lo eran menos; a él la sangre le daba repelús, y siempre se había preguntado cómo podía alguien tener un trabajo como este, «auténticamente macabro», se dijo por lo bajo. Pero le llamaron la atención las diferentes herramientas que formaban parte del arsenal quirúrgico que ahora observaba con detenimiento. «Es como el carnicero pero más fino», se decía por dentro. Había unas hojas de bisturís que mostraban un filo peligroso para quien las portara, luego unas tijeras y pinzas de diferentes tipos de un acero elegante, distinguido, se daba cuenta por el propio brillo y la buena calidad que saltaba a la vista, luego había otros artilugios de los que no entendía su utilidad, «pero que seguro estos locos alguna le darán», se repetía refiriéndose a los cirujanos, y admirado al ver semejante colección. Entre las pinzas había una que no seguía los cánones de las demás, porque todas eran rectas o curvas en la punta, sin embargo, había una, un poco más grande que las otras, que en vez de estar doblada en la punta, estaba acodada, doblada inmediatamente después del propio mango, donde están las anillas para pasar los dedos. Se quedó mirando con una cierta curiosidad esta pinza distinta a las otras, y notó que algo le comenzaba a bullir por dentro, no sabía exactamente a qué se refería esa agitación interna, esa ansiedad que él ya tenía por bien conocida, y que le sobrevenía cuando algún evento estaba por ocurrir. Se tomó el mentón con la mano y continuó pensando. «¿Por qué esta pinza tendría esta forma tan poco favorable? ¿Cuál es el sentido?», se dijo todo intrigado. Porque no solo la veía como una pinza deforme, sino que no entendía su utilidad, no llegaba a entender el porqué de ese doblez en la propia base, en el propio mango. De pronto cayó en la cuenta. De pronto algo se iluminó en su cerebro, porque inmediatamente razonó que el acodamiento le permitiría introducir las ramas dentro del buzón y mantener el mango fuera, y así podría abrir y cerrar la pinza a placer, y recoger todas las cartas, sin dejar una sola dentro, no como con la saeta, que lo obligaba a subirlas por un costado, llevándolas hacia arriba por una de las paredes, mientras se iban cayendo una tras otra, limitándolo mucho, y a sabiendas que a veces debía renunciar a algunas porque no había forma de extraerlas. «¡Una pinza con este doblez asiría todas las cartas sin dejar ninguna en el fondo! ¡Claro!», se dijo para sí, pero las ramas debían ser lo suficientemente largas para llegar al fondo del buzón, y esta pinza que él estaba viendo ni por lejos se acercaba a sus pretensiones. Pero quizás existieran, tenía que entrar y preguntar, y siempre cabía la posibilidad de llevarla a un taller metalúrgico para hacerle alguna modificación, como alargar las ramas por ejemplo. Su mente ya trabajaba a toda velocidad. Ahora era imparable. De pronto una ansiedad de gran intensidad se apoderó de él, se acababa de dar cuenta que una pinza con esta característica pero de mayor tamaño le solventaba todos los problemas, tuvo la certeza que con un instrumento de este tipo el cielo estaba en sus manos, y ya no tendría las dudas ni las preocupaciones que lo carcomían por dentro, las dificultades darían paso a las facilidades, y los avatares por los que había pasado habrían pasado a la historia. Una luz se había encendido, ahora iba a entrar e indagaría. Un fino temblor y una tenue sudoración recorrió su piel.

—Buenas tardes señor, dígame que necesita, —dijo el empleado con sonoridad.

—Mire, estuve viendo en el escaparate, donde está el material quirúrgico, hay una pinza, doblada atrás, cerca del mango, ¿la podría ver?

—¿Es Ud. cirujano, o instrumentista en alguna clínica?

—No, no… Es que tengo un primo cirujano y le quería hacer un regalo. «Vaya regalo de mierda», pensó el dependiente, que por más cirujano que fuera el agasajado no creía que le gustara ser obsequiado con semejante utensilio.

—Bueno, sí, ahora se la traigo, —le contestó, un tanto desconcertado el dependiente—, y partió, y al rato volvió al mostrador, donde ansioso esperaba Paulino, que debía probar con sus manos la utilidad del instrumento.

—Mire esta se trata de una pinza de Hartman, sirve para extraer cuerpos extraños del conducto auditivo y cosas así.

El tamaño del instrumento no lo sorprendió, ya lo había visto en el escaparate, él quería probar el manejo de la pinza, quería tener en sus manos el proyecto que se estaba imaginando en su cabeza que pondría fin a todas sus dudas, a todas sus preocupaciones, entonces continuó:

—Es un poco corta, no tendrá una más larga, quiero decir, si me puede mostrar la más larga que tenga.

Entonces el empleado, un tanto curioso por la demanda que le hacía Paulino se fue al depósito que había detrás de la tienda y trajo una pinza un poco más larga que la primera, y se la mostró.

—Mire, esta es una pinza de Magill, es más grande que la otra, pero tiene unos aros en la punta, y la finalidad es distinta también, esta es para colocar tubos endotraqueales, sondas nasogástricas, bueno, ya sabe…

Y se lo quedó mirando a tipo tan extraño. Mientras tanto la cabeza de Paulino no dejaba de hervir al calor del instrumento que ahora tenía en sus manos, porque había dado en el clavo, además los aros en la punta le facilitarían el asir las cartas, y siempre podía ir a un taller metalúrgico y modificar la pinza, podía alargarle las ramas, angularla un poco más para facilitar la introducción en el agujero del buzón, podría hacer maravillas con semejante artilugio, pensó. Maravillado por la revelación que acababa tener no lo dudó más.

—Me lo llevo, —le dijo extasiado.

Y se fue conmocionado por el nuevo descubrimiento, y con la ilusión a cuestas, esa que le reactivaba la llama de su condición de robacartas, condición a la que cada tanto agregaba alguna novedad, siempre en aras de conseguir perfeccionar hasta el límite de lo inimaginable, su mal llamada profesión.

Cuando llegó a su casa no esperó un segundo y la puso a prueba. Agarró el buzón que tenía en el estudio, aquel que había comprado para probar las llaves maestras, y empezó a ensayar; echó algunas cartas dentro y metió la pinza, pese a que no consiguió extraer todas porque las ramas no eran lo suficientemente largas, pronto se dio cuenta de lo asombroso del descubrimiento: la facilidad y la rapidez que le permitía la extracción superaron todas las expectativas, y dieron rienda suelta a una alegría inusitada, no era para menos, esta invento superaba con creces todos los anteriores, además resolvía de manera expeditiva todas las incógnitas que le habían hecho poner en duda la continuidad de su propia actividad. Él no se podía imaginar una vida sin su hobby favorito, no entraba en sus cálculos, y cuando las dudas lo acechaban, era cuando entraba en una tristeza difícil de entender, porque veía todo negro, y un mañana sin futuro. Tal era su obsesión. Por esta razón, al comprobar la utilidad del instrumento que había adquirido y las posibilidades que tenía, no pudo más que comenzar a reír, como siempre lo hacía, comenzaba riendo por lo bajo, luego la risa iba ganando en sonoridad, hasta llegar a verdaderas carcajadas, luego, como tantas veces en su repertorio, se fue al refrigerador, sacó una cerveza, y brindó, brindó porque este nuevo proyecto le permitiría continuar, ahora sí, por siempre jamás, con su eterna locura.

Cuando al otro día salió de la oficina se fue derecho al taller metalúrgico. Recordó donde una vez había hecho hacer su «vaporizador», pero prefirió cambiar de sitio, sus locuras dejaban huellas y prefería que no lo recordaran. Además, dado que se trataba de acero inoxidable debía concurrir a un sitio que se especializaran en este material, él se había informado muy bien, pero no iba escatimar en nada, en cuanto al dinero que le costaría, por supuesto, justo ahora que había tocado el cielo con las manos, —decía él totalmente imbuido en sus fantasías.

—Mire, necesito que alargue las ramas de esta pinza, unos 10 cm más o menos, y además necesitaría que la acodadura, el ángulo digamos, sea un poco más cerrado, mire, este tiene unos 120º, necesito una acodadura de 90º. ¿Es posible?

Lo miró sonriendo el artesano de la metalúrgica, era una sonrisa un tanto indolente, que no le gustó nada a Paulino, y le contestó:

—Aquí todo se puede, je je, y me quiere decir, ¿para qué quiere Ud. esto? Je je, solo por saber…, por curiosidad, je je.

Molesto por la actitud demasiado desenfadada del que parecía ser el propietario del taller, le contestó con un poco de acritud, él ya se tenía la respuesta preparada, por si le preguntaban, eran tan raros sus pedidos, que casi siempre preguntaban, pero siempre lo habían hecho desde el respeto, desde la cortesía, ya que se trataba de un cliente nuevo, un cliente que preguntaba con deferencia, un cliente al fin y al cabo que tenía que ser tratado como tal, con consideración. ¡Pero este tipo! ¡Riéndose de él, como si fuera un monigote! ¡Pero qué se había pensado! ¡No sabía con quién estaba hablando! ¡Quizás con el único ladrón de cartas profesional del país, o mejor dicho, muy probablemente, del mundo! ¡Patán!, —todo esto lo pensaba mientras miraba con tirria al del taller, pero también sin dejar de pensar, que necesitaba de él.

—Mire, soy un científico que estudia la relación de las abejas con el medio ambiente, y este feliz artilugio es para poder introducirlo en la colmena y sacar muestras, pero estas cosas Ud. no las entendería, y sería mejor que se pusiera en manos a la obra, como corresponde, para compartir y colaborar con este proyecto, —terminó con cierto descaro y levantando levemente el mentón, mientras lo observaba como «de arriba». Esta forma de contestar se debía a la indignación que había sentido Paulino por el trato que estaba recibiendo de este.

Paulino se había irritado, pero con el discurso que le había largado al pobre metalúrgico pensó que lo había amedrentado, —pensaba Paulino—, pero lejos de ello, no solo no logró quitarle la sonrisa que llevaba a flor de labios, sino que el muy desfachatado, llegó a poner en duda que él fuera un científico. ¡Pero que se creía, el muy cachafaz!

—¿Científico de qué?, je je, ¡de las abejas! Jajaja…

—Mire, señor, solo le pido que me diga si a este artilugio se le pueden hacer las modificaciones que le he dicho, y si esto es posible, hágame un presupuesto, o mejor dicho, dígame cuánto es.

—Je je, Sr. científico, —¡qué rabia le daba a Paulino que el cachafaz lo tratase así!—, esto no es fácil de hacer, habrá mucho trabajo aquí, y muy minucioso, ¡vaya si habrá que ser minucioso!, qué quiere que le diga.

Y le dio una palmadita en el hombro y le tiró el precio, —¡qué furia le dio que además que le palmeara el hombro, como si él fuera cualquier cosa!—, pero le había dado un precio, y por otro lado se alegró porque significaba que pese a las pequeñas desavenencias el metalúrgico maleducado estaba de acuerdo en aceptar el encargo, por un momento temió que le dijera que no lo podía hacer, porque él, a raíz de su desfachatez, lo había tratado con cierta dureza, ¡pero vaya!, el dinero lo puede todo, se dijo sin alardes, y aunque el precio que le había pasado era más de lo que él había pensado, no tenía otra salida. Este artilugio reemplazaría a su mano ya regordeta e incapacitada para continuar con la labor que había comenzado desde que era niño, que con sus manos se metía en todos los buzones y no paraba de saquear y saquear cartas, así que, aun molesto como estaba, quedó en pasar a buscar el instrumento la próxima semana, según convinieron.

Cuando a la semana siguiente pasó por el taller a recoger la pinza, el metalúrgico, siempre con la sonrisa en los labios, le mostró la bonanza del arreglo que había hecho; efectivamente había alargado las ramas y estas abrían y cerraban a voluntad, pudiendo confirmar la fortaleza del instrumento y la utilidad del mismo, que con precisión apresaba papeles y cualquier cosa que se le pusiese delante. La tomó en sus manos con delicadeza y admiró el brillo y la perfección de sus líneas, así que apurado como estaba por tenerla en la intimidad de su casa, inmediatamente pagó y se largó. Cuando llegó a su apartamento inmediatamente se metió en el estudio. Le quitó el papel que la envolvía, y allí, en la soledad de las cuatro paredes observó embelesado el aparato, lo acarició con deleite y comenzó a abrir y cerrar las ramas y recoger sobres y papeles que tenía esparcidos en su escritorio, llevándolos de un lado para el otro, los recogía de aquí y los llevaba allá, como si estuviera jugando. Agarró el buzón de las llaves maestras y ahora sí echó cartas adentro y pudo observar maravillado que recogía con suma facilidad todas las cartas que había echado, no solo se prestaba fácil la maniobra sino que esta se hacía con una velocidad desconocida por él, inclusive con mayor rapidez que cuando empleaba las manos. Dejó el estudio y se dirigió a la cocina; esta vez, hizo el camino pausado; su espíritu, alterado por la emoción que lo embargaba, le relataba una pasión inconfesable, aquella que lo había llevado desde la niñez a surcar las calles y hurgar por los buzones. Cuando llegó a la cocina se dirigió al frigorífico. Previendo el éxito, días antes había comprado un buen champagne francés que había puesto a buen recaudo, esta vez iba a brindar por algo que él consideraba el logro más importante de su carrera. Sacó la botella, la destapó y llenó la copa que ya tenía preparada, se fue al tocadiscos y puso un bolero, cuando este comenzó a destilar la música se llevó la copa a los labios, y se dijo para sí, «Enhorabuena Paulino, eres un verdadero genio, ahora nada ni nadie te detendrá».

Desplazada la «saeta» al rincón de los recuerdos, decidió darle una sepultura feliz. En sus íntimas reflexiones no podía olvidar que su vara, había mitigado, aunque no sin ciertas dificultades, el complejo y serio problema que le habían acarreado sus deformes manos, por esa razón tampoco pensaba ser desconsiderado con ella. Pensó que debía darle un sitio especial a su propia antigualla, y pensó, y ello lo tranquilizó, que el sitio ideal sería dejarla en la propia vitrina, donde normalmente estaba, aunque la colocaría en el estante inferior, dentro su caja de madera, que permanecería abierta para que se pudiese contemplar el elemento en toda su magnitud. Otra de las cosas por las que se puso a desvariar fue, como solía hacerlo con las cosas que descubría, darle un nombre a este nuevo instrumento. «Este invento es el mejor de todos, sin duda alguna, pensó con calma, verdaderamente es un arma letal. «¡Vaya lo que me he inventado! ¡Ya sé!, se dijo entusiasmado, ¡le voy a poner la “letal”!».

Y la «letal» quedó así bautizada, una fresca mañana de otoño, cuando se disponía a levantarse para después de una buena ducha dirigirse al trabajo.

La primera noche que salió «a pescar» con su «letal», estaba lleno de emoción. Eso siempre le ocurría cuando estrenaba alguna novedad, y esa sensación de ansiedad mezclada con la fascinación que el nuevo instrumento le provocaba, le producía una sensación de alborozo que difícilmente había conseguido con sus anteriores inventos. Llegó a la casa señalada después de dejar el auto a prudente distancia, como siempre lo hacía. Era tal el ansia por poner a prueba su nueva arma que descuidó ciertos reparos, esos que siempre tenía en cuenta y que eran necesarios para no ser descubierto y que su integridad no corriera peligro. Por eso, cuando llegó a la esquina, casi sin esperar, se dirigió a su objetivo, sin reparar que alguien, desde la otra esquina, lo estaba observando. La tarde anterior había hecho la «sesión fotográfica», y esta noche tocaba expoliar. Al llegar al buzón se desabrochó la chaqueta y sacó el instrumento. A la luz de la luna y de la luminosidad que le llegaba del farol de la calle, la «letal» refulgió como un rayo de plata, ensimismado se la quedó mirando, al percatarse del brillo y del centelleo que destilaba cuando le imprimía los ligeros movimientos, de un lado para el otro, para embocar en el buzón, se dio cuenta que tenía una verdadera joya en sus manos. El tipo de la esquina, desde la lejanía de su puesto de observación, se quedó mirando a Paulino, que sin percatarse de su presencia, introducía y sacaba por la boca del buzón su preciado instrumento, cada vez con un puñado de cartas, hasta dejar el habitáculo vacío, deshabitado. El aparato se mostraba eficacísimo. Luego que tuvo todas las cartas en su poder, con un ligero temblor, producto de la propia emoción que lo embargaba, y ayudado con la linterna, fue desechando unas y haciéndose con otras, a las primeras las devolvía por la abertura, a las otras las embolsaba en la propia bandolera, donde tenía el martillo y los demás instrumentos. Absorto como estaba y sin prestar atención a que alguien pudiera estar observándolo, —había perdido totalmente los papeles y en ese momento no reparaba en nada que pudiera descubrirlo—, sacó la libretita y ansioso como estaba comenzó a apuntar los tiempos, eran increíbles, era la mejor puntuación de su larga vida de ladrón de cartas, todo un record. Ahora debía ocuparse de la plaquita, esta estaba sobre el mismo buzón, por encima de la abertura, unos gastados tornillos le aseguraban el sitio. El observador de la esquina, que no cejaba en seguir mirando al personaje que entre destellos de plata y luces de linterna hacía extraños movimientos, intrigado, dejó su sitio y comenzó a marchar a su encuentro. Paulino, excitado como estaba, en ese preciso instante buscaba en la bandolera el destornillador pequeño, cuando de repente «algo» le hizo girar la cabeza hacia la esquina, y allí lo vio, un extraño que desde la lejanía de su puesto se dirigía hacia él. Entró en pánico. Descompuesto como estaba intentó guardar sus instrumentos con la mayor rapidez, se le cayó el destornillador, y con la libretita en mano, la bandolera ajustada al pecho, y la letal en su sitio, se lanzó en una loca carrera para huir del lugar. En realidad, esta acción, la huida desesperada, contravenía todas las normas de seguridad que se había autoimpuesto, pero no tenía alternativa, ahora solo tocaba desaparecer. Esta vez, esta primera vez que salía a saquear con el mejor instrumento que alguna vez había concebido, lo había hecho todo al revés, todo mal, y tuvo tiempo de meditar mientras escapaba, mientras corría a toda velocidad, que esta fuga, esta huida a la desesperada, podía tener consecuencias incalculables, y que podía terminar en un verdadero desastre. Se alarmó. Cuando llegó a la esquina dobló por la misma acera y de inmediato se encontró con un portal. Apoyó su mano en la puerta y esta cedió. Se introdujo por la abertura y vio que era el porche de una casa antigua. La cerró con prontitud, pero sin hacer ningún ruido. Pausadamente se agachó y disparó su linterna, una especie de fogonazo, solo un segundo de luz, y de la fotografía que se hizo en su mente vio un Ford viejo de color negro lustroso allí aparcado, le indicó que podría ser un buen escondite. Inmediatamente se arrastró debajo del coche y se acurrucó. Allí apostado, mientras esperaba el desenlace, escuchó pisadas; el portón, que dejaba un espacio libre por abajo, le permitía escuchar lo que sucedía afuera, los pasos se detuvieron y se abrió la puerta por donde él mismo había entrado. La noche sin luna dejaba una negrura total. Las hierbas del piso y algunas piedrecitas se le incrustaban en las manos en las piernas en el cuerpo y en la cara, mientras la «letal» se le clavada en el pecho, y la bandolera, debajo de él, se le hundía en el abdomen, produciéndole un extraño suplicio que al mismo tiempo lo llenaban de angustia y temor. Mientras, el sudor le recorría todo el cuerpo y tenía las manos agarrotadas y las piernas encogidas, y los ojos fuertemente cerrados, esperando, en una agonía sin fin, que el extraño le dijera, «¡Te agarré ladrón de mierda! ¿Qué estabas haciendo? ¡Eh! ¡Eh! ¡Contéstame ratero, chorizo!», pero pasaban los minutos, y nada de eso sucedió, porque el tipo se dio la vuelta y se fue. No sabe Paulino cuánto tiempo se quedó allí debajo, con las piedrecitas clavándosele, y la «letal», y la bandolera, y los hierbajos también, ni siquiera sabe qué pasó después, quizás se haya quedado dormido, porque se empezó a mover cuando creyó que estaba por amanecer, aunque no fue así, porque el caso es que al salir de debajo del coche volvió a hacer otro fogonazo con la linterna, y esta vez lo dirigió al reloj, eran las tres, «¡Carajo!», se dijo, y abrió puerta con sigilo, sacó la cabeza por la puerta del porche, nada le llamó la atención, entonces, se fue. Cuando llegó a su casa se marchó directo al baño, estaba magullado, tenía algunas raspaduras en la cara y en las manos, y tenía hierbajos por todas partes, en el pelo, en la chaqueta, en la cara, en los pantalones. Se lavó las manos, la cara, se quitó la ropa, se puso un pijama, se fue a la cocina, se sirvió un whisky y como siempre hacía encendió un cigarrillo. Se sentó en el sofá y comenzó a meditar sobre lo ocurrido. Todo lo había hecho rematadamente mal. Había liquidado en un santiamén todas las normas que se había exigido cumplir y que le habían valido haber salido indemne de todas sus correrías, y esta vez había tenido suerte, pero otra vez podría ser distinto, y podría costarle muy caro, de eso se trataba.