CATORCE

La mañana del lunes amaneció gris y destemplada. Ya lo había dicho el noticiero de la televisión la noche anterior, y esta vez, esta vez sí, había acertado. Cuando sonó el despertador por la mañana temprano y encendió la lámpara de la mesa de luz tuvo un completo desconcierto. Las paredes, la ventana, la propia mesita de luz, nada concordaba con el despertar de todas las mañanas anteriores, todas iguales, todas idénticas. Rápidamente tomó consciencia: la Paca, el bloque de edificios, la cafetería de al lado, el día de ayer. Se sentó en la cama y se quedó observando por unos minutos su nuevo aposento. Y se dedicó a recorrerlo con la mirada, y lo volvió a comparar con el suyo, tan viejo y trasnochado, y de pronto, viéndose donde estaba, todo tan limpio e impoluto, se sintió rejuvenecido, con renacidas fuerzas se levantó de golpe, se puso la bata de invierno y se dirigió a la sala, allí en la cafetera se hizo un café bien cargado y se lo llevó a la mesa. Mientras lo sorbía, se quedó pensando. Ese día lo dedicaría, después de la oficina, a comprar los elementos para iniciarse en la aventura, luego trataría de dormir un poco, ya por la noche comenzaría con la observación, la vigilancia que tanto había esperado.

La compra del telescopio y el trípode para la cámara de fotos le supuso una alegría a su compulsiva vida. Esa tarde cuando se fue a su nuevo departamento con los paquetes bajo el brazo y en la sala los abrió se sintió como aquel niño cuando le llegan los reyes. Sí, también le recordó la compra de la vitrina, aquella vez, cuando pujó con el anticuario, y luego con cuánta emoción la recibió en su casa. Armó el telescopio y lo probó, todavía era de día y había buena luz, se puso a mirar entre las lamas de la cortina la casa de enfrente y el enfoque era perfecto, se veían hasta los ínfimos detalles. Enfocó la casa, ahora podía ver con más claridad la puerta maciza de madera de la entrada, con su farolito encima, debajo descubrió un hermoso felpudo, y al lado el plato de comida para el perro que decía la carta, se quedó observando, pero no descubrió ningún animal merodeando. Continuó con la observación y contempló ahora con más precisión: a ambos lados de la puerta los dos grandes ventanales que ya había observado a simple vista, luego pudo constatar que el jardín delantero se continuaba a ambos lados de la casa hacia atrás, le pareció que daba a un gran patio trasero, pero no podía ver más allá. Se fue nuevamente al frente de la casa, ahora enfocó la ventana de la izquierda, tenía las cortinas descorridas, y a través de las ramas desojadas del árbol pudo ver el interior: parecía ser la sala de la casa, sobre la pared izquierda se apoyaba un amplio sofá de color verde claro muy suave, apoyado en la pared opuesta, frente al sofá, veía con mucha claridad un mueble bajo y largo donde reposaba un televisor, en el medio, entre ambos, una mesita baja de cristales gruesos descansaba sobre una gran alfombra azul. En la pared del fondo un cuadro no muy grande de un paisaje le daba un aire distinguido al ambiente, y al lado y a la derecha se veía una puerta que permanecía cerrada. Debajo del cuadro una mesa de comedor oscura y cuatro sillas completaban el decorado. Dirigió el telescopio a la otra ventana, también tenía las cortinas descorridas, arriba una persiana enrollable estaba subida, y una vez más, entre las ramas del árbol y a través del cristal pudo ver, igual que en la sala, los detalles del interior; descubrió que era el dormitorio, porque sobre la pared de la derecha descansaba la cabecera de una cama grande, ahora cubierta por una colcha de color beige muy claro, y al lado y casi pegada a la ventana misma, una mesita de luz con una lámpara muy artística, porque del borde de la pantalla colgaban como lágrimas, cristales alargados de múltiples colores, una auténtica belleza. Sobre la pared de la izquierda, a los pies de la cama, un mueble con un espejo encima descubría un tocador y una silla, al lado una cómoda, y al final, sobre la misma pared, casi de refilón, se veía cerrada una puerta. Al fondo un gran armario de puertas correderas que parecía empotrado hacía de vestidor. Ya sabía algo más de ella, por lo que había podido ver se trataba de una casa distinguida, seguramente como ella misma, no cabían dudas, era toda una «señora».

Cuando se hicieron las seis tomó consciencia que debía comer algo y acostarse, dormiría hasta las diez, luego se levantaría y comenzaría la vigilancia. No se puede decir que durmió bien, porque dio vueltas en la cama una y otra vez, en una interminable somnolencia que le impedía conciliar el sueño profundo que deseaba, y cuando parecía que por fin lo había logrado, a las diez, sonó el despertador. Con los ojos entrecerrados lo apagó, encendió la luz de la mesita y se intentó sentar en la cama, pero no pudo, estaba exhausto, y sentía el cuerpo molido; probó abrir los ojos, cuando lo logró fijó su mirada al techo, mientras meditaba sus próximos pasos. Así estuvo un rato. El pensamiento de los últimos acontecimientos vividos, y la visión que había tenido de la casa de su protegida horas antes, lo animaron un poco, digamos que un destello de entusiasmo lo terminó por despertar, aunque se sentía agotado. Por fin bajó las piernas y se sentó. Se puso el pijama y después de calzarse las pantuflas se fue a la cocina. Hacía frío. Encendió una estufa a gas y se restregó las manos. Mientras ponía agua a calentar para el café y desenvolvía un emparedado que había traído de su casa echó una mirada a la ventana. Se llegó hasta allí y ahora pudo ver bien: era noche cerrada, y enfrente la casa estaba encendida. El pequeño farol encima de la puerta alumbraba el jardín delantero, a ambos lados las ventanas mostraban luces en el interior. La iluminación que llegaba de la calle y de la esquina burlaba la oscuridad de la noche, porque dejaba una cierta claridad artificial en el ambiente. Meditó que el intruso, desprotegido por tanta luminosidad, seguramente actuaría a altas horas de la madrugada, cuando estuviera seguro que todo el mundo dormía y nadie se dedicaría a observar la calle desolada; lo que no se imaginaba el intruso, es que a partir de ahora, alguien estaría detrás de una ventana esperándolo. La vista panorámica que tenía llegaba hasta la esquina, veía el supermercado y la plazoleta con los faroles como perlas alumbrándola. De pronto un movimiento en el interior de la casa le despertó la curiosidad. Se inclinó hacia adelante y fijó su mirada, con dificultad, porque las ramas de los árboles le impedían ver con precisión, pero pudo observar que alguien merodeaba por la ventana de la izquierda, y aunque no distinguía con claridad, se notaba que era una mujer, y podría ser ella, la señora; la vio sentarse en el sofá, «¡Ahh…, sí, es ella…! ¡Por fin te veo!», se dijo para sí con una ilusión desesperada. Inmediatamente apagó la luz de la sala. Si quería ver sin ser visto debía actuar así, desde la oscuridad. De pronto se olvidó del café, del emparedado que se había traído de su casa, de la modorra que arrastraba desde que se había levantado, de pronto una emoción inusitada lo embargó, ¡era la primera vez que veía a su protegida!, era un acontecimiento que lo sobrepasaba y que él vivía con una emotividad que lo estremecía en lo más íntimo, inmediatamente se fue al telescopio y enfocó hacia la ventana, estaba ávido por tener la certeza y saber de su rostro, quería comprobar si era como su mente se la había imaginado: cabello y ojos negros, cara ovalada, rasgos suaves; afinó la puntería y enfocó la lente, ahora, esquivando ramas, la veía casi a la perfección: estaba de perfil mirando la televisión, que encendida le enviaba flashes, alumbrando y apagando sus facciones; se fijó en su cabello, efectivamente era negro, que aunque no tan corto como se lo había imaginado, poco importaba, ahora necesitaba verla de frente, «gírate mi amor», se oyó decir, y se sorprendió por esta locura, cuando de pronto ella, su protegida, la señora, se levantó, le dio la espalda, se fue hacia la puerta y desapareció. Maldijo por dentro, pero comprendió que le esperaba una ardua tarea, tendría por delante muchas noches de insomnio y de sorpresas, y él estaba allí para descubrir al intruso, pero también para conocerla, tendría mucho tiempo por delante para captar su imagen, por lo pronto pudo ver que estaba sola, nadie la acompañaba; dejó el telescopio, cerró la cortina de lamas poniéndolas verticales y volvió a encender la luz. Le esperaba una noche agotadora, él lo sabía, pero estaba dispuesto a todo, y seguiría con el plan. Se sentó a la mesa con el café recién hecho y el emparedado que se había traído. Miró la hora y vio que eran las once. Una cosa era cierta: la luz difusa que le llegaba de la calle y de la plazoleta le daban a la morada una visibilidad que le impedirían al intruso manejarse con total libertad, por otro lado él también se veía favorecido porque podría controlar mejor quién se acercaba desde la calle o desde la plazoleta y quien se dirigía al buzón a echar una carta, y además, esto ya lo había pensado, obligaría al intruso actuar solo muy entrada la noche, quizás por la madrugada, cuando estuviera seguro que nadie estaría detrás de alguna ventana curioseando, incluso había algo más a su favor, él podría estirar las horas de sueño hasta las once, o quizás hasta las doce, y comenzar a espiar a partir de esa hora, eso le daría un mayor margen de descanso, además esa claridad perenne le permitiría, con los nuevos rollos de fotos que habían salido al mercado, de alta sensibilidad, y con un poco suerte, hacer fotos con una cierta seguridad; fotografiaría al intruso, y la fotografiaría a ella también, este ultimo pensamiento lo entusiasmó mucho, digamos que tuvo su instante de delirio, esos que en sus picos máximos de locura siempre lo acompañaban, por otra parte la máquina traía un avance tecnológico que lo favorecía enormemente: girando una rueda de la lente, atraía y alejaba las imágenes, le llamaban «zoom», y ahora que lo pensaba podría fotografiarla a «ella» muy ampliada y tener una constancia certera de sus facciones.

Cuando terminó de comer se fumó un cigarrillo y se fue nuevamente a la ventana. Apagó la luz y volvió a poner las lamas horizontales. «La casa» permanecía encendida. La señora había vuelto a la sala, estaba nuevamente frente al televisor, y como antes, a manera de fogonazos, el televisor la iluminaba intermitentemente con sus flashes. Enfocó la cámara, puso el zoom, abrió bien el diafragma, alargó la velocidad del obturador, y cuando la tuvo nítida disparó. Le hizo varias fotografías con distintas velocidades de disparo y con distintas aperturas del diafragma, tenía que probar, debía experimentar. Vio pasar un viandante y también lo fotografió. Fotografió la plazoleta, el jardín con los árboles, el buzón. Cuando se hicieron las once y media, según pudo ver en su reloj, la señora se levantó del sofá, apagó el televisor y la vio salir de la sala, inmediatamente enfocó la ventana de la derecha, el dormitorio, hubo un impase que duró unos minutos, porque dejó de verla, esperó con paciencia, enfocó la puerta que veía de refilón, después de un rato esta se abrió y por fin la señora volvió a aparecer, la fue siguiendo con la lente, rodeó la cama y abrió las sábanas y la colcha, todo lo hacía con movimientos suaves, luego se comenzó a desvestir, en medio de la emoción que lo embargaba ajustó la lente hasta conseguir una imagen lo más nítida posible: primero se quitó la camisa, para quitarse las mangas estiró primero un brazo y después el otro, hasta quedarse en sostén, un ligero cosquilleo lo recorrió por dentro, disparó la cámara, una, dos, tres veces, después con una cierta ansiedad vio cómo se bajaba el cierre de la falda, a un lado de la cintura, y haciendo un movimiento que le resultó de lo más sensual se deshizo de la prenda, volvió a disparar, no se quería perder uno solo de sus movimientos, y cuando menos se dio cuenta allí estaba, medio desnuda, en bragas y sostén, un estremecimiento y una ligera sudoración le hizo notar el estado de excitación que llevaba, volvió a disparar, hizo varios disparos, un ligero temblor y unas gotas de sudor recorrieron su cara y sus sienes; y así medio desnuda vio cómo acomodaba las prendas que se había quitado sobre la silla del tocador, luego se irguió, echó las manos hacia la espalda, y de pronto, girándose y poniéndose de frente a la ventana se quitó el sostén; entonces Paulino vio aflorar dos hermosos y turgentes pechos, no se lo imaginaba, eran grandes, y eran perfectos, invadido por la excitación volvió a disparar la cámara, lo hizo con furia, ahora se sentía desbordado, quería captar a su señora en toda su intimidad, pero fue justo en ese momento, que estaba totalmente deslumbrado, que la cámara no respondió, cada disparo respondía con un «clak» al vacío, un «clak» sin eco, sin retorno, volvió los ojos a la cámara, se puso furioso, no entendía la abdicación de la máquina, justo en ese momento, de pronto lo comprendió, se había quedado sin rollo, lo había malgastado de manera estúpida cuando hacía pruebas y más pruebas, «¡maldita sea!», se dijo para sí, y se fue al telescopio, pero la señora había vuelto a la cómoda, abrió un cajón y sacó lo que parecía ser un pijama, se calzó los pantalones, vio balancearse los hermosos pechos, y lo último que pudo ver lo excitó aun más, porque al calzarse las mangas de la camisa del pijama, los pechos, grandes, y hermosamente grandes, se desplazaron primero hacia un lado y luego hacia el otro, después se fue hacia la ventana y bajó la persiana, y la dejó de ver, Paulino lanzó un suspiro largo y profundo, estaba agotado, dejó el telescopio y se sentó pesadamente sobre una silla que había dejado al lado, se fijó nuevamente en la ventana y una pequeña iluminación se seguía destilando a través de las lamas de la persiana, seguramente tenía encendida la lámpara de la mesa de luz, seguramente leería alguna novela, seguramente algún clásico, no esperaba otra cosa de ella.

Inmediatamente cambió el rollo y puso uno nuevo. Mientras tanto, al mismo tiempo que excitado y frustrado por la situación que había vivido, con el telescopio se puso una vez más a observar: la calle, la plazoleta, los ventanales, el buzón. Había vivido una experiencia que sería inolvidable. Eran las doce y media de la noche. Pero tenía que ponerse «a trabajar», debía prestar la máxima atención, el intruso se podía presentar en cualquier momento, o no aparecer, y terminar siendo una noche en blanco. Dirigió el foco a la calle. Un viandante se le apareció a lo lejos, en la plazoleta. Lo enfocó con el telescopio y lo pudo ver bien. Llevaba un bolso en la mano, tenía el aspecto de ser un obrero, un trabajador, y pensándolo bien, iba, o venía, aunque no se imaginaba un trabajo que comenzara o terminara a esa hora. Se quedó meditando mientras lo seguía con el foco. A medida que se acercaba la imagen iba perdiendo nitidez, por lo que tenía que estar constantemente graduando la lente. ¿De qué lado se le aparecería el intruso? ¿De la plazoleta? ¿Como el trabajador que ahora tenía enfocado? ¿De la otra esquina, de donde él había venido? ¿O de la calle lateral del supermercado? ¿O del lado de la cafetería que tenía abajo? En este caso se le aparecería de golpe, y si eso sucediera debería reaccionar con rapidez, porque en un santiamén lo tendría echando la carta al buzón, y era importante fotografiarlo, con una foto de su cara le resultaría más fácil luego dar con él, podría preguntar en el barrio si a alguien le resultaba la cara conocida, en los negocios, bueno, ya vería cómo debería actuar, seguramente como lo hacían los espías cuando trataban de localizar a alguien. Por el momento tenía que pensar que estaba situado en el sitio perfecto para descubrirlo, —el hallazgo del departamento había sido crucial para la pesquisa—, y estaba munido de suficiente material como para obtener las suficientes pruebas y luego poder echarle el guante. Siguió cavilando, —poco más tenía para hacer—, y concluyó que al otro día después de la oficina se iría directo a su departamento, allí, después de comer algo revelaría las fotos que había hecho. Lamentaba no haberle podido hacer a la señora una foto como él hubiera deseado, bien de frente y con los pechos hermosamente carnales, tal como los viera cuando se quitó el sostén y luego cuando se puso el pijama, justo en el momento que la máquina había enmudecido, y luego al ponerse la camisa y levantar los brazos, vio cómo eran arrastrados hacia arriba, le habían llamado la atención los pezones, los había seguido con el telescopio, encantadoramente erectos. Estos pensamientos, en plena vigilancia, lo distraían, y no le permitían estar concentrado en su trabajo, por lo que a veces tenía la sensación que se le pasaban cosas por alto, porque como ramalazos cada tanto se le venían esos pensamientos a la cabeza, el recuerdo de sus pechos balanceándose, y el de sus pezones erectos como dos pimpollos erguidos. Trató de seguir al obrero con el telescopio pero con estos pensamientos se había despistado, y este debió salir de la plazoleta y vaya a saber por qué calle se metió, porque lo perdió de vista. Se quedó un poco tenso, no estaba del todo seguro que fuera un obrero, y no quería que el intruso se le apareciese de golpe. Después de media hora de mirar a un lado y a otro, sin ton ni son, se comenzó a aburrir, y le entró el sueño. Sentado allí, frente a la ventana, oteando sin sentido, sin nada nuevo que le llamara la atención, sin nada que lo distrajera. Se levantó y se llevó una jarra de agua fresca. Bebió unos sorbos. Un perro salió de la nada, lo vio de repente, sin anunciarse, seguramente vendría de su propia acera, él no veía directamente lo que ocurría debajo, o habría salido de la calle de la cafetería, tampoco podía controlar la totalidad de esa esquina, eran los puntos negros a los que se enfrentaba, y que había tomado en cuenta, sin poder darle una solución. El perro cruzó la calzada hacia el supermercado, olfateó unas bolsas de basura, continuó su camino hacia la otra calle y lo perdió de vista, como al obrero. Miró la hora y daban la una. El tiempo pasaba exasperadamente lento, y pensó que los espías debían aburrirse soberanamente cuando hacían este tipo de pesquisas, y la hacían, él lo sabía, porque lo había visto en el cine, interminables noches al acecho de su presa, vigilando sin poder salirse del guión por el riesgo a perder la caza. Él también se aburría, y además se dormía. «Esto de ser espía tiene sus desencantos», se decía, «Pero también sus compensaciones…», se ilusionaba después. Tampoco podía encender ninguna luz para entretenerse con alguna lectura, aunque tampoco era recomendable distraerse demasiado, a riesgo de pasársele por alto que el personaje se le apareciese de golpe y echase la carta en el buzón sin él darse cuenta. No, eso no lo podía hacer. Estaba atado de pies y manos, debía permanecer en el sitio a la espera de alguna novedad. Algo se movió a la derecha de la ventana, sobre la plazoleta. Prestó atención, primero la observación era a simple vista, luego si confirmaba algo lo trataba de enfocar con el telescopio. Alargó la cabeza lo más que pudo, acercándola contra la misma cortina de lamas, pero no vislumbró nada que le llamara la atención, solo se había levantado un poco el viento, porque las copas de los árboles de la plaza se movían como empujadas hacia un lado y hacia el otro. Miró hacia arriba y vio que el cielo estaba despejado. Una luna en cuarto creciente ayudaba a dar más claridad al ambiente. Algunas estrellas brillaban y se dejaban ver en ese paisaje desolado que es el universo. De pronto desde la izquierda, por la acera de enfrente, y viniendo desde la otra esquina, tres personas se acercaban a paso rápido. Rápidamente enfocó el telescopio y observó con atención. Llevaban las solapas de las chaquetas levantadas para cubrirse el cuello, era una noche de perros, fría y destemplada, y ahora se había levantado el viento. Pasaron delante de él, doblaron por la esquina del supermercado y desaparecieron de su vista. Miró la hora y daba la una y media. Desde la última vez que había mirado la hora habían pasado solo treinta minutos. El tiempo pasaba espantosamente lento, y sentía que el sueño cada vez más se iba apoderando de él. Comenzó a dar cabezadas. Serían las dos cuando se quedó profundamente dormido, la frente contra las lamas, los brazos recogidos en la falda, las piernas estiradas, como buscando el equilibrio. De pronto un ruido lejano pero audible lo despertó. Fue un despertar brusco, al darse cuenta de la situación tuvo la desagradable sensación de haber descuidado insensatamente la vigilancia. Pero el ruido que lo había despertado aumentaba de volumen, ahora escuchaba bien, era la sirena de un coche policial, no sabía bien de dónde venía pero acercó la cara a la ventana tratando de escudriñar todo lo que la ventana le permitía. Ahora sí veía el coche con las luces azules encendidas centelleando, viniendo del mismo lado de donde había visto venir a los tres viandantes. Miró su reloj y vio que eran las dos y media. La sirena se alejó hasta que el silencio se volvió a adueñar de la noche. Se había quedado dormido más de media hora. Le entró una sensación de furia, de rabia contenida, porque no sabía si el intruso en ese tiempo habría actuado ya. De todos modos él ya tenía previsto buzonear cada día por la mañana muy temprano, antes de que ella partiese a su trabajo, cuando las últimas sombras de la noche aun le brindaban reparo. Porque su noche de vigilancia siempre tendría pequeños puntos negros por donde se podía colar el entrometido, bastaba tener la necesidad de ir al baño, o buscar en la nevera agua fresca, o hacerse un café. Pero ahora tenía un problema inmediato que resolver: el aburrimiento, el cansancio, el sueño. Necesitaba llenar el vacío de la noche, la vigilancia le resultaba un tormento, y era insoportable esa quietud. ¡Y era recién su primera noche! Se compraría una radio portátil. Eso haría. Hacía poco tiempo habían salido unas radios pequeñas que funcionaban a batería y no necesitaban ser enchufadas a la electricidad, podría escuchar las noticias al mismo tiempo que vigilaba, había programas nocturnos, de política, musicales, y aunque no le interesaban los deportes, había programas de fútbol, el asunto era rellenar esas horas muertas que eran inaguantables. Volvió a mirar la hora y daban las tres y media, y en esa hora que había transcurrido, desde que pasó el coche de la policía, nada había ocurrido en la calle, nada se había movido, nada podía ser más soporífero que estar allí al acecho de un fantasma, alguien a quien no conocía pero que se había propuesto descubrir. Se dio cuenta que no daba más y que el sueño lo volvía a abrumar con fuerza. Se levantó y se fue a la cocina a preparar un café bien cargado. Mientras calentaba el agua escuchó como lejanas unas voces y alguna que otra risa que venían de afuera, volvió a la ventana, y sin llegar a sentarse miró entre las lamas la calle desierta, no veía nada, vendrían de su propia acera, y desde su puesto de observación él no tenía la visión de su acera, abrió con mucho cuidado la puerta que daba al balcón y observó hacia abajo, era una pareja que en medio de la noche transitaba por la calle, los siguió con la mirada pero no pudo distinguir sus rasgos, iban con sendos abrigos con la solapas levantadas, vio que entraban en su edificio, serían vecinos suyos de alguno de los dos bloques, y se volvió a meter adentro. La noche era gélida, aunque el viento había disminuido, lo supo porque los árboles erguidos ahora apenas se movían, por lo demás todo era quietud. Se volvió a la cocina y se sirvió el café. Lo llevó a la ventana y lo puso en una mesita baja y pequeña que había dispuesto al lado de su silla. Bebió un sorbo y siguió vigilando. De pronto miró entre las lamas a la izquierda y vio que alguien se alejaba por la misma acera de la «la casa», seguramente se le había colado mientras él estaba en la cocina con el café, o mientras se ponía el azúcar y distraídamente le daba vueltas y vueltas a la cucharita, ¡vaya uno a saber!, «¡mierda»!, se dijo, y se fue volando al telescopio y lo enfocó, iba de espaldas, a paso ligero, se fue a la cámara, lo volvió a enfocar, le puso el zoom, y le sacó una foto, lo siguió con la cámara, volvió a disparar, lo vio llegar a la esquina y doblar a la derecha, luego desapareció. Esto le quitó el sueño que arrastraba, era evidente que el tipo había pasado frente a la «casa», y no podía decir si era el intruso que había dejado una carta en el buzón, de todos modos buzonearía a eso de las seis y media, o siete, como lo tenía planeado, a esa hora aun era de noche en invierno, y aunque existía la posibilidad de encontrarse con algún madrugador que saliese para su trabajo, él con la «letal» lo tenía fácil, estaba muy práctico, y a la maniobra le imprimía una velocidad descomunal. De pronto escuchó un ruido lejano, más bien eran varios y diferentes ruidos extraños, como golpes, y tenían un zumbido de fondo, escrutó la ventana, con mucha atención, ahora estaba totalmente despierto, porque entre el personaje que se le había colado, y ahora con el ruido que acababa de escuchar y que no cesaba, no sabía qué pensar, más que nada lo intrigaba; miraba hacia un lado y hacia el otro, hacia la izquierda, la calle vacía, a la derecha, la plazoleta, nada se movía, pero el ruido continuaba allí, e iba en aumento, estaba desconcertado porque no acertaba a descubrir el origen del sonido que de manera irregular notaba que se acercaba, escrutó bien, a la izquierda, pegando la cara al cristal, de pronto lo vio, «me lo debería haber imaginado», se dijo con cierto desdén, «el camión de la basura», por lo menos todas estas contingencias lo ayudaban a mantenerlo despierto, miró la hora nuevamente, las cuatro y media, «dentro de un par de horas bajaré a buzonear», pensó; el camión ahora pasó ante sus ojos mientras los operarios iban recogiendo las bolsas que las familias dejaban sobre el bordillo de la acera, así lo vio alejarse, porque giró a la derecha, sobre la propia cafetería, e inmediatamente lo dejó de ver, el ruido ahora era muy inconstante y se alejaba cada vez más, cuando lo dejó de oír se volvió a sentar en la silla y apuró el café, ya estaba tibio, encendió un cigarrillo y volvió a escrutar entre las lamas, la noche había vuelto a entrar en su habitual mutismo, así estuvo un rato, mirando a derecha y a izquierda, la calle desierta, la plazoleta vacía, la «casa» muda; el viento volvió a soplar, lo supo por las copas de los árboles, un perro cruzó la plaza, volvió a mirar la hora, las cinco menos veinte, pese al café cargado nuevamente le entró la somnolencia, y nuevamente comenzó a las cabezadas, luchaba denodadamente contra lo que no podía evitar, porque al cabo de un rato entró en un profundo sopor, y fue como un vahído, una especie de vértigo del cual despertaba a medias e inmediatamente volvía a caer, como si un torbellino lo absorbiera y del cual no podía salir. La lucha fue tremenda, pero finalmente cayó en la vorágine y se quedó profundamente dormido.

Un débil rayo de sol que se coló entre dos lamas le dieron de lleno a los ojos. Se despertó con un sobresalto. Miró hacia la ventana y vio con desesperación que era de día, estaba amaneciendo. El reloj daba las siete y media. Se levantó de un salto, agarró la chaqueta, metió la «letal» en el bolsillo que tenía preparado dentro y bajó disparado. Salió del edificio y ya en la calle miró a derecha e izquierda. Como lo imaginaba, algunos parroquianos ya se dejaban ver, gente que se dirigía a su trabajo, o a la parada del bus. Cruzó la calle, se apostó frente a la casa, las ventanas estaban cerradas, la cortina del dormitorio seguía bajada, dio unos pasos hacia la esquina, dos esperaban el bus pero le daban la espalda, a la izquierda no venía nadie, en la plazoleta, al final, otras dos personas se incorporaban al cuadro que cada mañana se repetía, pero estaban lejos, volvió sobre sus pasos y echó mano a la letal, cuando estuvo frente al buzón no se lo pensó dos veces, antes volvió a mirar a derecha e izquierda, nadie reparaba en él, sacó su arma, la ensartó con maestría por la abertura y en un segundo ya estaba hurgando en el interior, había un sobre, lo notaba en el instrumento, y se sobreexcitó, en un santiamén lo pinzó con las puntas, al instante tenía el sobre en sus manos, guardó la letal en el bolsillo interior, al cruzar a su edificio vio que la cafetería aun estaba cerrada, en dos zancadas estaba en su departamento, cerró la puerta tras él y se quedó apoyado contra la puerta, de espaldas, el corazón le latía a mil, unas gotas de sudor le bajaban por las sienes, ya no tenía más fuerzas, la tensión lo había agotado, y no tenía treinta años: estaba casi calvo, tenía barriga, y le pesaban los años. Tomó aire y se dirigió a la mesa de la cocina. Sin quitarse la chaqueta sacó la letal, que dejó a un lado en la mesa, y la carta. Esta era manuscrita, como la amenazante, y aunque la letra no se le parecía, igual se excitó; como la anterior, no tenía remitente, solo el nombre: Margarita Bassand. Puso a calentar agua en el vaporizador. Agarró las pinzas y así estuvo hasta que el vapor comenzó a salir, antes había mirado el sobre una y otra vez, de un lado, del otro, mas no descubrió nada en particular, al comenzar a humear inmediatamente puso la carta encima, cuando el pegamento comenzó a licuarse con la pinza levantó la solapa, luego con gran solemnidad sacó la cuartilla, la desplegó y comenzó a leer:

«Hola Margarita Bassand. Como presidenta de la Asociación de Vecinos de la barriada te hago llegar esta invitación para la próxima reunión que se hará como siempre, en el Club Colombófilo, el sábado 24 del corriente mes a las 18 hs.

Sin otro particular y a la espera de contar con tu presencia me despido de ti con un saludo.

Renata Coudine»

Terminó de leer y se sentó en la silla abatido, había sido una falsa alarma. Con tosquedad tiró la carta al suelo, despreciándola. Se la quedó mirando, «la habrán echado por la tarde», se dijo, mientras la miraba, agotado por la excitación que lo había consumido. Meditó que no podía dejar a su protegida sin la invitación que acababa de leer. La tenía que restituir al buzón. Tenía tiempo, lo podría hacer el próximo día, por la noche, cuando la calle enmudeciera y se quedara en silencio. Otras cosas le preocupaban más. El hecho de haberse quedado dormido en plena faena lo alarmó, no podía volver a ocurrir. ¿Pero qué hacer? ¿Cómo vencer ese irresistible deseo de cerrar los ojos y dejarse llevar? Así se quedó un rato, meditando su dilema, tal vez la compra de una radio portátil, tal como había pensado, era la solución, pero ahora tenía que continuar, por lo pronto debía prepararse para ir a la oficina. En realidad, el inoportuno sueño que había echado lo había despejado. Se fue al baño, se duchó, y después de afeitarse y arreglarse se dirigió a su auto. Sin apuros y pensando todo el tiempo en las circunstancias que habían rodeado la noche, con cierta parsimonia llegó a su trabajo. Entró, saludó a todo el personal, y se encerró en su oficina. Su cabeza volvía a estar en cualquier parte menos en su trabajo. Mientras completaba informes y escribía algunas cartas de manera automática seguía pensando en la complicada misión que tenía por delante. Tenía claro que cada mañana debía, antes de que el día aclarase, buzonear la casa de su «protegida», y esto era porque pudiera ocurrir que en algún momento él tuviera que ausentarse de su puesto de vigilancia y en ese momento se le colara el intruso y echara la carta al buzón. La noche le había resultado terriblemente larga y somnolienta, y la compra de una radio para distraerlo se hacía vital. Por ello lo primero que haría al salir de la oficina sería comprar una. Eran muchas las preguntas que Paulino se hacía mientras debatía en su interior los próximos pasos a dar. Otra de las cosas que le preocupaban a Paulino es que según de quien se tratase el temido intruso, este podría llegar a desoír las propias amenazas que él tenía pensadas hacerle en la carta, como que «le metería un tiro entre las cejas si fuera necesario, etc etc», al principio se alegró de haber encontrado esta fórmula, pero ahora que lo pensaba bien, no estaba muy seguro que el otro se rindiese tan fácilmente, ya que si este fuera un verdadero delincuente, podría ocurrir que el tiro le saliese por la culata, y terminara siendo él el perseguido. Todas estas cosas discurría Paulino mientras en su oficina completaba informes y ordenaba expedientes de manera automática, sin pensar realmente en lo que estaba haciendo, porque su mente estaba en otro lado. Cuando se hizo la hora, con la preocupación a cuestas, casi sin saludar a nadie, salió de su oficina y se marchó. Estando cerca del centro se fue a una casa que vendía electrodomésticos, y allí eligió una radio.

—Mire, esta es la última que nos ha llegado, es una Spica, mire, viene forrada en cuero, son japonesas, y muy buenas.

La compró sin dudarlo, inclusive digamos que tuvo un arranque de felicidad, por otra parte esta era una sensación que ya conocía de experiencias anteriores: siempre que compraba algo relacionado con su obsesión, —antes de roba cartas, ahora reconvertido en espía—, se alegraba. Era una sensación agradable, distinta a cuando hacía otro tipo de compras, como por ejemplo cuando se compraba ropa, o algún mueble o artículo para la casa, si bien en estos casos le confortaban estas acciones, las mejores sensaciones le sobrevenían con las compras relacionadas con su doble vida, esa que ejecutaba desde la niñez, y que ahora alternaba con la de espía, y por más que en estos primeros trances esta nueva vida dedicada al espionaje le estaba complicando un poco la existencia, él sabía que todo era una cuestión de tiempo, por lo demás, estaba encantado con este nuevo reto. De allí se dirigió a su departamento donde comería algo y luego revelaría las fotos. Luego, lo antes posible se volvería a su nueva morada, esta vez necesitaba dormir bien, además, tal como lo había planeado, dormiría hasta las once u once y media de la noche, eso lo dejaría más descansado, era la primera medida que se le ocurrió si quería permanecer despierto, luego, con la radio portátil, quizás podría aguantar toda la noche sin desfallecer. Cuando terminó de comer, un poco a los saltos y con cierta ansiedad, se metió en su estudio, dispuso los líquidos y las cubetas, encendió la obligatoria luz roja para el revelado, y del bolsillo sacó el rollo que había usado la noche anterior. Acabado el proceso colgó las películas mojadas en un hilo que había dispuesto de pared a pared y comenzó a visionarlas. Había muchas de prueba: la casa, los interiores, el buzón, la plazoleta, estaban las del tipo al que fotografió de espaldas cuando se alejaba, a estas las pasó por alto, porque él esperaba ansiosamente las de la señora, a estas, una a una las fue observando detenidamente, aplicando el máximo interés, las primeras cuando estaba sentada en el sofá, viendo la televisión, observó con atención el perfil de su cara, la caída de la frente, parcialmente tapada por un flequillo que le caía graciosamente, luego la nariz, pequeña y hermosamente recta, los labios, carnosos pero sin llegar a la exageración, se notaba que los dientecitos de arriba empujaban levemente el labio superior hacia afuera, luego el mentón, el cuello, todo en una armonía que estudió con detenimiento y con pasión, luego le siguieron las otras fotos, cuando en el dormitorio se comenzó a desvestir, las fue mirando con minuciosidad, cuidando de no omitir ningún detalle, por ínfimo que fuera, aquellos que pudieron pasar inadvertidos al haber estado ella moviéndose de un lado para el otro, observó con verdadero frenesí cuando se quitaba la ropa, hasta quedarse en bragas, luego cuando se quitó el sostén y pudo ver sus hermosos pechos, «son maravillosos», se dijo ensimismado, y fue en ese momento que un sofoco de calor y un cosquilleo que ya conocía de otras veces se extendió por su cuerpo inundándolo todo, de pronto cayó en la cuenta que se encontraba totalmente excitado por una mujer que en realidad desconocía, pero que por primera vez había tenido acceso a ella, aunque fuera a través de una visión telescópica, luego trocada en imágenes desde el zoom de una cámara fotográfica, y la visión que podría haber sido efímera, tomaba cuerpo con las fotos, esas que ahora tenía en sus manos; tomó consciencia que el deseo irreprimible que sentía hacia ella era una simple y penosa utopía, porque la razón le decía que estaba en el mismo sitio en que había estado siempre, cuando aun sin conocerla se había imaginado que era «el ideal de mujer», eso había pensado esa vez. Mutilado por estos pensamientos se dejó caer pesadamente en el sillón que tenía en el estudio. Juntó las fotos de «ella» y tiró las otras. Por un momento, al visionar las fotografías, todas las preocupaciones que había sentido por su «protegida», por el propio intruso, por la experiencia vivida la noche anterior, todo, quedó aparcado, relegado al olvido, fue un lapsus de ilusión, casi efímera, porque tenía que seguir adelante, y la angustia y la inquietud volverían a apoderarse de él.

Cuando miró la hora eran las cuatro y media de la tarde. Se guardó las fotografías en la chaqueta y partió. Dejó el coche cerca de la plazoleta, como la última vez, y caminando se dirigió a su departamento de vigilancia. Tenía que dormir, seis horas le bastarían para adaptarse a su nuevo plan. Se fue directo al dormitorio, corrió las cortinas y se acomodó en la oscuridad de la habitación. Puso el despertador a las once y media, como lo había calculado. Cuando se acostó, aunque intentó conciliar el sueño, los pensamientos sobre su protegida y la inseguridad que le provocaba el intruso, lo mantenían en vilo. Se ayudaría con unas pastillas, ya lo tenía pensado. Al rato, un pesado sopor se apoderó de él, y luego se dejó deslizar hacia un sueño profundo e inquieto, porque no dejó de moverse, y dar vueltas en la cama, y soñar.

A las once y media sonó el despertador. Lo apagó dando manotazos y encendió la luz. Al instante tomó consciencia de su realidad. Aunque a trancas y barrancas había dormido, y se sentía más descansado, mejor que la noche anterior, que no había pegado ojo. Se puso el pijama y se dirigió a la sala. En la cocina se hizo un café bien cargado. Apagó la luz y ansioso se fue a la ventana. Dirigió su atención a «la casa», la luz de la sala estaba apagada, pero en el dormitorio permanecía encendida, aunque no observaba ningún movimiento en el interior. Las cortinas descorridas y la persiana aun enrollada le permitían ver, esquivando las ramas, la cama tendida, la mesita de luz, la cómoda. En la pared de la izquierda, pasada la cómoda, de refilón, la puerta cerrada. En algún momento aparecería y podría volver a deleitarse del espectáculo del día anterior y fotografiarla hasta el final, esta vez sí. Una emoción le palpitó el pecho. Montó la máquina de fotos en el trípode y enfocó la habitación. Probó el zoom, el obturador, el diafragma, todo estaba en orden. Se fue al telescopio y lo dirigió a la puerta. Quería verla entrar al dormitorio, luego la iría siguiendo. Después se iría a la cámara y la volvería a fotografiar, esta vez no se le escaparía, como había ocurrido la noche antes, cuando desnuda calzándose el pijama, la máquina, ya sin rollo, dejó de funcionar. Pero ahora se daría el gusto. No pasó mucho tiempo que apareció. Nada había cambiado, parecía una réplica de la última vez. Ahora le tocaba desvestirse. Se fue al telescopio. La enfocó y la fue siguiendo. Una oleada de calor se apoderó de él. Se fue a la cámara. De manera ininterrumpida fue siguiendo cada movimiento, cada paso. Nuevamente la camisa, después la falda, otra vez el leve movimiento de caderas, por último el sostén. Comenzó a disparar, una, dos, tres, la imagen era colosal. La veía desnuda y en bragas, la emoción no podía ser mayor; al desplazarse por la habitación las malditas ramas la ocultaban y la descubrían continuamente, al final, cuando se comenzó a poner el pijama aguzó los disparos, los pechos se balanceaban al compás de los movimientos de los brazos, hasta que se terminó de vestir, y fue a partir de ahora, que Paulino supo y comprendió, que deseaba a esa mujer.

Tuvo la sensación que el tiempo, tan subjetivo e impalpable, no había transcurrido, y que el día se había deslizado por la rendija del nunca jamás, porque ella se perpetuaba allí, como momificada a través del tiempo, como las estatuas de las plazas o los cuadros de los museos, que están para quedarse para siempre, inmutables. A oscuras, para no ser visto, acercó a la ventana una silla y una mesita pequeña, se llevó los cigarrillos y la radio nueva, a estrenar. La encendió y buscó un canal de noticias. Lo esperaba una larga noche.