VEINTIDOS
En la oficina fue recibido con una cierta animación. Sus compañeros, al contrario de sus propias apreciaciones, le manifestaron una estima desacostumbrada, ya que él, tan parco en las relaciones, siempre pensó que por su propia personalidad, era un personaje poco apreciado, y ciertamente no estaba equivocado, pero esa mañana, que lucía en la cara una suerte de alegría por el feliz desenlace de su colosal aventura, entró a la oficina con otro semblante, cierto era que su peculiar forma de comportarse habitualmente estaba lejos de despertar simpatías, pero ese día algo había cambiado. Para Paulino fue toda una sorpresa, pues no se esperaba esas muestras de camaradería por su vuelta, en realidad era la primera vez que faltaba tantos días seguidos al trabajo, y el hecho, inusual en un trabajador como Paulino, al principio fue tomado con naturalidad, pero luego, tantos días ausente, se tornó en una incógnita. En su ausencia, sus compañeros no paraban de preguntarse qué podría haber ocurrido con Paulino, aunque en realidad era más que nada por la curiosidad que despertaba que por el cariño que le dispensaban. «¡Tantos días ausente!». Estas cosas y otras parecidas discurrían en la oficina donde Paulino hacía ya muchos años que trabajaba. La entrada triunfal, porque su alegría por el final feliz de su pesquisa se traslucía en la expresión de su rostro y en sus formas un tanto desenfadadas, fue inmediatamente captada por sus compañeros, que espontáneamente lo saludaron dándole muestras de afecto por el reencuentro. Algo había cambiado en Paulino, y lo mismo ocurría con sus compañeros de oficina. Le llamó la atención a Paulino. Ahora que lo recordaba, cuando salió del parking de su edificio se cruzó con el portero, este también lo había saludado con unas muestras de simpatía que nunca había conocido antes, aunque tenía que reconocer que también él se había comportado de otra manera, con una cierta estima, impensable en otros tiempos, inclusive estuvo charlando un rato acerca del tiempo y esas cosas. Luego de ser saludado por todos sus compañeros de oficina se dirigió al despacho del director, y allí, como era de esperar, lo estaba esperando, no sin cierta ansiedad, el Sr Benedicto Martínez, este siempre había sentido predilección por su empleado favorito, él era su mano derecha, y además solía llevar las negociaciones con las empresas, así que no solo lo saludó dándole un apretón de manos, sino que se salió de detrás del escritorio y le dio un fraternal abrazo. Feliz, pero completamente asombrado, Paulino se dijo, que ese era el mejor trabajo que había tenido jamás, y que sus compañeros y su director era una de las mejores cosas que le habían ocurrido en su vida. Cuando volvió a su propio despacho y se encerró en su soledad, se puso a meditar en lo que había ocurrido, todo se salía de su propia lógica, y todo tomaba un cariz distinto al habitual. Era consciente que su felicidad provenía principalmente por el final feliz que había logrado en su aventura de perseguir y descubrir al amenazador de su protegida, y luego obligarlo a huir, gracias a su trabajo perseverante y a su inteligencia, y que esa y no otra era la razón por la cual esta se reflejaba en su cara sonriente, en su actitud desenfada, en su aire distendido, luego era probable que los demás le respondieran con los mismos gestos que nunca antes había percibido. ¿Y si había vivido toda una vida equivocado, y la vida era algo más que vivir escondido y huyendo de todos? ¿Y si haber estado dedicado desde niño a la fatigosa obsesión por los buzones y vivir casi oculto le había robado una vida mejor? «¡Vaya, qué descubrimiento!», —se dijo inmutable, porque en el fondo seguía siendo el ser impenetrable que siempre había sido. Se puso al día en sus cosas, lo interrumpieron varias veces, el director lo llamó a su despacho en más de una ocasión. Cuando tocó la hora de irse esta vez no salió solo, como siempre había ocurrido, él, primero, y perdiéndose en los pasillos, lo hizo con el grupo, y algunos, intimando, le preguntaron por su enfermedad. Mientras iba en el auto a su casa, distendido y complaciente por cómo había ido la mañana, meditó sobre su futuro. Su trabajo en la fábrica de dulces y mermeladas tocaba a su fin, al final cuentas dentro de un par de años llegaría la edad de la jubilación, y aunque podía prolongar su edad laboral, —él siempre había pensado que estando jubilado podría dedicarse todo el tiempo en cuerpo y alma al robo de buzones—, ahora lo ponía en duda. Lo que ya sabía era que su director, —ya habían hablado sobre este tema—, le pediría continuar unos años más; este, casi de la misma edad que él, quería que Paulino lo acompañase hasta el final de su carrera en la fábrica de dulces y mermeladas, así era la confianza que le tenía depositada. Al llegar a su casa se preparó unos espaguetis con salsa y luego se recostó en el sofá, viejo, rancio y deshilachado. Lo miró con asco. No quiso encender la televisión, quería pensar, meditar sobre lo pasado y también sobre su futuro. Había dado por concluido su trabajo de detective en lo referente al «caso Margarita Bassand», —así se manifestaba cuando se refería a esta pesquisa—, un trabajo bien hecho, —se dijo respirando hondo y un tanto ufano por los resultados conseguidos—, pero quedaban algunos flecos que merecían su atención. El Román Argutti, según había visto, andaría lejos y con pocas ganas de volver, de eso estaba casi seguro; su protegida, Margarita Bassand, como si hubiera vivido en una nube, no se había enterado de nada de lo cerca que había estado de perder cincuenta mil dólares, o perder la cabeza, era un decir, porque si no se hubiera avenido al pago que le ordenaba su particular amenazador este le hubiera empapelado la ciudad con las fotos más eróticas y pornográficas con su amante-amiga, de eso no tenía la menor duda, y luego ser cesada en el Consejo y con posibilidades nulas de conseguir otro trabajo, y después estaban el bochorno y la deshonra a que hubiera estado abocada; luego estaba la Paca, la Paca le gustaba, pero el departamento que le alquilaba en la plazoleta lo tenía que dejar, y si bien al tener el mes pagado por adelantado le daba un cierto margen para maniobrar, tendría que ver qué excusa ponerle para dejar su departamento y continuar con la relación, y lo veía difícil, y para más inri, jamás podría invitarla a su vetusta morada, y esta posibilidad, en algún momento sucedería, ella querría saber donde vivía él, ¿y qué le diría? Lo dejaba en un brete de difícil solución. Sin embargo había un problema mayor, y este, ahora que lo pensaba, lo llenaba de zozobra: era el caso de su misterioso amenazador. Consciente que había quebrado en más de una ocasión la advertencia de desaparecer del edificio y del barrio, no estaba seguro de haber sido descubierto. En todo caso estaba en ascuas. Para mal de males, su maldito y misterioso vigilante lo había fotografiado, y esto lo tenía preocupado. Aun era pronto para saber sobre este hecho y si la policía había tomado cartas en el asunto, solo le cabía esperar. Se puso a repasar los contactos que había hecho en el barrio durante los casi dos meses que había vivido allí, y concluyó que tenía a su favor que nadie con los que había intimado sabían nada de él. Si hubiera una denuncia, y en caso que la policía se aviniese a investigar, la realidad le decía que finalmente lo descubrirían, máxime habiendo sido fotografiado. Decidió en un cuaderno hacer un detallado informe de aquellos con los que había tenido algún tipo de relación: primero estaba la Paca, esta solo sabía su nombre y el documento de identidad cuando firmó el contrato de alquiler, por lo demás era un ser anónimo, recordaba que le había contado el cuento de que trabajaba para una orden religiosa y no mucho más, otro que sabía de él era el presidente de la comunidad de vecinos de los edificios, pero además de su nombre tampoco sabía nada, había estado también en la facultad en los intentos por descubrir al maldito intruso, pero allí había ido con una identidad falsa, ¡qué inteligente había sido!, —se ufanaba Paulino mientras con dedicación escribía el informe, muy detallado, separando entre renglones los distintos personajes—, por último había gente intrascendente que había intercambiado con él pero sin ningún tipo de importancia, como podían ser los camareros de la cafetería de la esquina, la pescadera del supermercado, y pocos más. Por otra parte, desde que vivía en la ciudad, en sus comienzos, cuando comenzó los estudios y ya se dedicaba a robar en los buzones, había tomado la precaución de no registrase en el municipio de la ciudad, y desde que había alquilado hacía ya muchos años, su ahora anticuado departamento, se había limitado siempre a pagar mensualmente con una puntualidad exasperante la mensualidad del alquiler, y luego en las correspondientes oficinas, la luz, el agua y el gas, y así, tal cual lo había hecho, había llegado a ser un perfecto anónimo. Luego estaban las chicas de «El Neón» y «La Perla», con las cuales mantenía una profunda relación, pero tampoco sabían nada de él, aunque sí era verdad que a veces había llevado a algunas a su departamento y conocían su domicilio. También era cierto que en su trabajo, en las oficinas de la fábrica, tenían su dirección y su teléfono, pero nadie tenía relación con el barrio de la plazoleta ni con los vecinos del edificio ni con nada que lo vinculara. Ni siquiera los delincuentes con los que había robado en el departamento de Román Argutti sabían nada de esto. Había sido muy inteligente, aunque no podía descartar que en caso que la policía se pusiese a investigar, seguramente contarían con medios para descubrirlo, y debía tenerlo en cuenta. La primera conclusión que sacó fue que debía actuar como si la policía fuera a dar con él, y ante una situación como la que acababa de reseñar, debía protegerse, y desprenderse de todo lo que podía inculparlo. La mayoría de las cartas que tenía archivadas no tenían gran importancia, algunas se trataban de cartas de amor, en algunas el escribiente quería dar fin a una relación, otras eran para comenzar un idilio o un romance, otras eran de pura amistad, por eso Paulino no creía que el hallazgo de estas misivas pudieran penalizarlo, y para él, robar cartas en un buzón tampoco era un delito lo suficientemente grave como para que la policía llegase a intervenir, sin embargo ahí quedaba la duda, y tenía que ser precavido. Lo primero que se le ocurrió fue deshacerse de la maleta negra con las fotos que lo podían incriminar, porque, en caso de que lo descubrieran, ¿cómo podría justificar la tenencia de fotos sexuales, la mayoría de carácter sádico-masoquista, tan comprometedoras para las personas que aparecían allí? Incluso debía incluir en la maleta las tres fotos de la señora de la última carta amenazante, tan lascivas, tan libidinosas. Las cientos de cartas manuscritas robadas en tantos buzones de hacía tantos años, en el fondo, era su tesoro, era la verdadera historia de su vida, y a esto ya había decidido que no iba a renunciar, el precio a pagar era demasiado alto, y le resultaba insufrible solo pensar en despojarse de ello, pero estas cartas, ya había concluido, y lo había razonado muy bien, no creía que tuvieran verdadera importancia, trataban cuestiones amor, o desamor, o de amistad, eran cartas realmente intrascendentes. Sin embargo, algunas de ellas, sí lo podían incriminar, por ejemplo las cartas amenazantes que le había robado a su protegida, y en especial la última, la que la conminaba a pagar los cincuenta mil dólares y que hacía referencia a las fotos, esas cartas podrían poner en alerta a la policía, era un caso de amenaza, una extorsión, esas, si bien no se desprendería de ellas, las ocultaría, no ocupaban mucho espacio, y ya vería cómo hacerlo; ahora que recordaba estaba la fotocopia de la carta que una vez le había sustraído temporalmente a su director, el Sr Benedicto Martínez, esa fotocopia también debía ocultarla. Las cartas archivadas iban dentro de una carpeta junto con los informes y las fotos de las casas y los buzones, y las carpetas, clasificadas por fecha y por la dificultad del acceso, llevaban además la dirección y el nombre de la víctima, estas carpetas también debían desaparecer. Lo mismo que las fotos, también a estas le convenía quitárselas de en medio, podría dar lugar a una pesquisa que diera con la casa, y localizada esta darían con el propietario, y este podría denunciarlo y tener problemas. Luego estaba la vitrina donde se exponían las plaquitas identificatorias, allí obviamente figuraban los nombres de las víctimas del robo también, y estas, con un gran dolor del alma las tendría que hacer desaparecer, no las podía ocultar, lo mismo haría con los azulejos, aquí sí lo podrían inculpar por robo en una propiedad privada y todas esas cosas, de todo esto se debería deshacer, todo se iría con la maleta negra. Se quedaría solo con las cartas y los informes, que eran la esencia de su trabajo, era lo más valioso de su tesoro, y no creía que tuviera mayor importancia. Si dieran con él lo tomarían por loco, pero no por delincuente. Las cartas en sí mismo, solo tenían un valor simbólico, y realmente no lo comprometían más allá de ser el autor de robos de cartas intrascendentes que él con gran estilo y audacia había sabido llevar a cabo. Así razonaba Paulino cuando se refería a su actividad de robacartas, quitándole importancia, «cualquier juez diría que es una tontería que no merece la pena ni siquiera ser juzgada», eso pensaba. Por eso Paulino descartó de entrada deshacerse de todo el archivo. De la vitrina solo dejaría el «Buzón Imperial», que se alzaba allí en medio de la propia vitrina como un trofeo mayor, diría que lo había comprado en un mercadillo callejero, nada lo inculpaba, y un poco más abajo, en una caja de madera de roble su «vara», la «saeta» que le llamaba, la que otrora lo había sacado de un brete, cuando su mano no daba más de sí, después estaba «la letal», con la que había hecho las últimas incursiones con sorprendente éxito, y luego, como la vitrina quedaría un poco huérfana y con huecos deshabitados, la rellenaría con algunos libros y alguna que otra bagatela que podría comprar en cualquier tienda de regalos, como para despistar. Y si le preguntaban por la «saeta» y la «letal», dos instrumentos que carecerían de toda lógica a los ojos de la policía que «supuestamente» podría caerle a investigar, les diría sin ningún tipo de consideración, sin ningún temor, que se servía de ellos para sacar las cartas de los buzones. Después estaban el «vaporizador», las pinzas con las abría delicadamente los sobres, la lámpara lupa, y luego la mesa donde tenía dispuesto todo lo necesario para el revelado de las fotografías: la ampliadora, los líquidos y las cubetas para la fijación y lavado de las películas. De todo esto no se pensaba desprender. «Sería una locura», —se dijo totalmente convencido. Respecto a la cámara de fotos, a los líquidos de revelado, las cubetas y la ampliadora les diría que en un momento de su vida tuvo la ilusión de aprender fotografía y había hecho un curso, les mostraría el diploma, pero que al final todo había quedado en la nada. Luego estaba el telescopio con el trípode, nada más inocente que esto, bastaba decirles que gustaba de mirar las estrellas desde su balconcito. Ninguna relación con el robo de cartas. Se había hecho a la idea que si la policía lo encontraba, y esta tenía fotos de él robando en el buzón de su protegida, lo mejor que podía hacer era aceptar que robaba cartas en los buzones, cartas sin la menor importancia, sin la menor malicia, un juego, un pasatiempo, qué más daba, y se lo repetía mil veces: «cualquier juez diría que es una tontería que no merece la pena ni siquiera ser juzgada», y si daban con él lo tomarían por loco, pero no por delincuente. Se quedó satisfecho con este razonamiento. Sin embargo las tres cartas amenazantes a su protegida, la fotocopia de la carta que le había robado a su director, y ahora que lo pensaba, la carta que le había enviado su propio amenazador, estas sí lo podían comprometer si la policía se llegaba hasta allí y comenzaba a hurgar en su estudio, entonces tomó las siguientes decisiones: primero haría desaparecer la maleta negra y todo lo demás, ya vería cómo, pero eso urgía, segundo, las cartas que lo comprometían pero de las que no se quería desprender, a estas tenía que sacarlas del archivo y esconderlas, eran poca cosa, ocupaban poco espacio, incluso podría ocultarlas dentro del propio departamento. Todo lo demás, lo dejaría como está, en el fondo estaba convencido que no constituía ningún delito. Se puso a pensar. De pronto le surgió una idea. Cerca de la ciudad un viejo puente cruzaba un río, tiraría la maleta negra cargada de piedras, esta se hundiría al fondo, y nadie la encontraría. Era una buena idea. Tenía que ponerse en marcha. Tal como lo había pensado, lo primero que hizo fue poner la maleta negra encima de la mesa, la abrió y metió dentro, tal como había pensado, todas las fotos, las carpetas, los azulejos, y las plaquitas indentificatorias, aun quedaba sitio, lo terminaría por rellenar con piedras, esa misma noche ejecutaría la acción. Luego lo pensó mejor y se llegó a una casa de venta de materiales de construcción, allí compró media docena de ladrillos y de vuelta en el departamento logró meter cuatro de ellos en la maleta, la cerró y probó el peso, realmente pesaba, se hundiría, de eso no tenía dudas. Luego se paseó por la vivienda buscando algún sitio donde esconder las cartas que debía ocultar, al poco rato se le ocurrió que si descosía el fondo del colchón por el sitio de los pies, doblando las hojas con cuidado, podría meterlas dentro, entre las lanas, y así lo hizo. Le dio trabajo pero lo logró. Ayudado por un cuchillo de punta fina y muy afilado que tenía, y unas tijeras, consiguió hacer un ojal en el borde inferior, se hizo un hueco entre el relleno y las metió. Luego con aguja e hilo cerró la brecha. Volvió a poner las sábanas y la manta encima, y se quedó mirando el trabajo bien hecho, estaba realmente satisfecho, estaba haciendo las cosas bien. En unas horas, bien entrada la noche, se iría con el auto por la ruta norte, cuando llegara al puente, tiraría la maleta, allí sobre el rio este era profundo, allí la arrojaría, no la encontrarían jamás, y si la policía llegaba a su casa a indagar solo hallarían unas cartas sin importancia. ¡Qué listo era!
Cuando se hicieron las once bajó la maleta al auto. Abrió el baúl y la introdujo en él. Sin hacer mucho ruido salió discretamente del parking y se dirigió a la ruta norte. Cuando pasó los límites de la ciudad, a la derecha apareció la gasolinera, se acordó de Argutti y su amante-amiga-compinche y cómo habían salido espantados, perseguidos por los faros de su taxi, en esa última ocurrencia que tuvo a mano y que le salvó la vida a él y a su protegida. Siguió adelante, a unos treinta kilómetros más arriba se encontraría con el puente; debajo, torrentoso y profundo, corría el único rio cercano, luego, más adelante un brazo se desprendía de él para formar el solitario arroyo que se acercaba a la ciudad bordeándola por fuera, delicia de algunos parroquianos que se juntaban a pescar pequeños peces, alguna lamprea, alguna boga de río, o alguna bermejuela, y en las tardes de verano, algunos chiquillos se llegaban hasta allí y no paraban de zambullirse, el arroyo era también parte de la diversión de la ciudad. Allí donde los chicos se zambullían no había vegetación, y la municipalidad se tomaba en serio esta zona, a la que cada año le dedicaba algunas toneladas de arena para hacerla lo más parecido a una playa, pero a ambos lados, frondosos árboles hundían sus raíces en el agua dando cobijo a los pescadores y los domingos a los domingueros que se acercaban con sus cestas de comida y bebida a pasar el día. Paulino lo recordaba con cariño, porque no pocas eran las veces que en su soledad de soltero, eran los domingos cuando aburrido en su casa se llegaba hasta allí. Extendía una manta, sacaba de su canasto unos bocadillos y unas cervezas, y se ponía a leer el periódico que había terminado de comprar en el kiosco de la esquina.
Estaba ensimismado en esos pensamientos cuando aparecieron a lo lejos las sombras del puente que estaba buscando, aminoró la marcha y se fijó en los alrededores, todo era quietud y nada perturbaba la misión que se había encomendado. Las nubes cargadas de tormenta en un cielo sin estrellas se encargaban de oscurecer la poca luminosidad que destilaba la luna en cuarto creciente. Para su suerte el puente no estaba iluminado, accedió a él lentamente y sintió crujir los tablones de madera bajo las ruedas, cuando llegó a la mitad frenó el coche y apagó las luces. Se volvió a fijar antes de bajar, y como la vez anterior, nada se veía en derredor, tampoco nadie circulaba por la ruta. Tenía suerte. Debía aprovechar el momento y actuar con rapidez. Abrió el baúl y asió la maleta, ahora le pareció muy pesada, y se fue hasta la barandilla. No sin esfuerzo la levantó, la posó encima, y sin contemplaciones la lanzó al río. Escuchó un ruido agudo, de un objeto pesado que se estrellaba contra el agua, y que contrastaba con la correntada del río que solo dejaba murmuraciones lejanas, como un runrun permanente, que no paraba nunca. Se subió al coche, llegó hasta el final del puente, allí dio la vuelta y se volvió a la ciudad, nadie había visto nada, o eso le pareció, porque todo continuaba con la misma parálisis con la que había llegado, el mismo silencio, la misma desolación. Cuando habían pasado unos cinco minutos y ya había hecho un par de kilómetros se cruzó con un coche con los faros encendidos, en ese momento pensó que la vida era una sucesión de circunstancias disparadas al azar, que marcaban el camino, el destino de la gente, y en su caso, su propio destino, porque cinco minutos más tarde que él hubiese salido de su casa le hubieran significado haberse encontrado con los focos de ese mismo auto en el puente, y él hubiera tenido que salir corriendo, y quizás sin haber podido tirar la maleta, con todo el peligro que hubiera podido significar. El azar, esta vez, y quizás cuántas veces más, le había sonreído. Llegó a su departamento cuarenta minutos más tarde y volvió a dejar el coche en su parking. Miró en derredor y nada le llamó la atención, nadie había visto su salida a una hora intempestiva, ni lo había visto llegar. Cuando entró se abrió una cerveza, estaba sediento, y tenía la boca seca. Por fin se pudo relajar. Se sentó en su sofá y encendió un cigarrillo. Después se iría a dormir, mañana lo esperaba la oficina, con su monótono trajín diario, documentos que rellenar, alguna visita de alguna empresa, alguna entrevista con el director. Así pasaron los primeros días en su renacido trabajo en la oficina de la fábrica, marcados por una tensión que lo mantenía en alerta, porque no sabía si su amenazador lo había denunciado o no, y tampoco si la policía estaba detrás. Cuando pasaron dos semanas y nada nuevo se vislumbraba en el horizonte se comenzó a tranquilizar y a hacerse a la idea que todo había pasado. Fue por ese entonces que tuvo un dejo de remordimiento por haber tirado las plaquitas identificatorias, los azulejos y las otras muestras que tenía en la vitrina, inclusive el haberse deshecho de las fotos de las casas y los buzones. Pero eso ya no tenía vuelta atrás, todo ese arsenal estaría descansando en el fondo del río con las fotos, tan indignantes para la que había sido su amante platónica, su protegida. Ese fin de semana, entre el mal tiempo y las pocas ganas de hacer alguna incursión para otear algún buzón, se quedó sin hacer nada. Solamente la noche del sábado la rellenó con una visita a «La Perla», allí las chicas lo esperaban, como cada sábado, y si no era «La Perla» era «El Neón». Las dos casas de citas no estaban muy lejos una de otra, y las meretrices se conocían, por lo que no era de extrañar que todas tenían conocimiento «donde había estado Paulino la noche del sábado». Los fines de semana, con el auto, aun con mal tiempo, él solía hacer incursiones por distintos barrios, y así localizaba alguna casa, algún buzón, luego, otro día, si el tiempo lo permitía, hacía una inspección más profunda, entonces iba a pie, y constataba ahora con más precisión la posibilidad real de un futuro buzoneo. Pero ese fin se semana, su estado de ánimo, un tanto alicaído, no lo llamaba a algún tipo de acción semejante. Cuando ese sábado por la noche volvió de «La Perla» se detuvo a pensar que probablemente hacía muchos años que no dejaba pasar un fin de semana en blanco, sin ninguna actividad que lo relacionase con los buzones. Quizás el estado de ansiedad que había pasado en los últimos dos meses lo habían agotado y necesitaba un tiempo de tranquilidad, para después volver más animoso y con más bríos a su habitual actividad de robacartas, y si bien esa posibilidad era factible, sin embargo, ese pensamiento no lo dejó totalmente convencido, pudiera ser también, que la labor que había ejercido, esta vez sí, y con notable éxito, de detective, hubiera desplazado a la actividad de robacartas, dejándola en su intimidad y de manera inconsciente aparcada a un lado, pudiendo ser reemplazada por esta otra, mucho más emocionante, aunque más riesgosa, eso lo había podido comprobar. Si esto fuera así se encontraba en un dilema, porque ahora que el «caso Margarita Bassand» estaba cerrado, no tenía qué investigar, no tenía un nuevo «caso», y no tenía en qué invertir el tiempo, y los fines de semana podían tornarse exasperantemente aburridos, y no estaba seguro de poder aguantar semejante hastío. Se fue hasta el estudio y dirigió su mirada a la vitrina, allí estaba, enfundada, «la letal». Abrió la puerta, le quitó la funda y la tomó en sus manos. De acero como era, brillaba entre sus dedos, destilando reflejos plateados y dibujando a modo de espejo su imagen alargada en el mango y en las ramas. Tuvo un amago de tristeza sin saber el motivo, pero la enfundó y la volvió a meter en la vitrina. Se fue a acostar porque era tarde, mañana domingo Dios diría. Se durmió con un nudo en el pecho, y durmió mal, se levantó varias veces a orinar, dio muchas vueltas en la cama, y tuvo la sensación, al otro día, de no haber descansado bien. Por la mañana se preparó un café bien cargado, y se sentó en el sofá. Se sentía desganado, miró por la ventana y el cielo seguía encapotado, y continuaba el frío. Miró la hora. Eran las nueve y media. Con su Renault Dauphine podría hacer un recorrido por algunos barrios y localizar algún buzón. Una manera de distraerse, de matar el tiempo. Pero ni siquiera eso lo sacaba de la apatía en la que estaba enquistado. ¿Qué le estaba pasando? ¿Sería que su obsesión por los buzones se había acabado? Se fue al baño y se miró al espejo. Estaba ojeroso, la barba rala sin afeitar, y los pocos pelos que le quedaban estaban revueltos, algunos, como greñas, le caían desordenados sobre las orejas. Abrió la boca y se miró los dientes, estaban marrones de tanta nicotina. El aspecto no era el mejor. Un dejo de melancolía lo traspasó por dentro. Era como si las ilusiones, esas que él había creado en su particular mundo, se hubieran desvanecido. Estaba solo, tenía todo el domingo por delante, y no tenía nada que hacer. Reflexionando sobre esta última cuestión, se dijo que este pensamiento, tan simplista, estaba lejos de apuntar a la realidad, porque no era verdad «que no tenía nada que hacer», en realidad lo que le ocurría era «que no tenía ganas de hacer nada». Este matiz le hizo tomar consciencia que no era la soledad la que le creaba este estado de ánimo de melancolía, sino la percepción que él hacía de su propia soledad. No en vano toda su vida había sido un hombre solitario, ufanándose de ello y de las ventajas que la soltería conllevaba, y excepto las chicas de las casas de citas, siempre estuvo rodeado de las imágenes que él creaba en su mente, figuras indelebles que marchaban firmes a su alrededor haciéndole también a él partícipe de sus fantasías. Porque iba al ritmo de sus invenciones, al ritmo de su ficción, así fue creando un mundo propio, al cual solo tenían acceso él y sus creaciones. Pobre Paulino. No era «que no tenía nada que hacer», era que de pronto percibía que se había desvanecido su mundo, su mundo utópico, su mundo de fantasía. Se habría curado de su enfermedad obsesiva que lo llamaba a robar en los buzones, a planificar los robos, a inspeccionar la zona, a fotografiar las casas, a hacer informes y estudiar psicológicamente a los escribientes, y se había quedado sin un motivo por el que vivir. La pasividad, la apatía en la que había entrado, le producían un estado de melancolía que nunca había sentido, y le habían hecho entrar en un bucle de aflicción del que no sabía cómo salir. Sin ganas y haciendo un esfuerzo se fue al baño y se comenzó a afeitar. En un descuido se hizo un pequeño corte en el cuello. Maldijo y se puso un trozo apretujado de papel higiénico sobre la herida. Se terminó de afeitar y se volvió al sofá. Un cigarrillo tras otro y la mirada en la ventana que daba al balcón. Así dejó pasar el tiempo. El nudo y la melancolía no cejaban, se levantó y se dirigió al estudio, abrió el archivo y sacó unas cartas, se las llevó a la sala y comenzó a leer. Inmediatamente las dejó sobre la mesita, ni siquiera la lectura de sus robos le producían el encantamiento de antaño, todo lo contrario, por un momento pensó que todo era una estupidez. Pensó en la Paca, pero no estaba con ánimos ni siquiera de llamarla, luego empezaría con su coquetería, sus subidas y bajadas de tono cuando le hablaba, sus contorneos, ahora hasta detestaba el culo grande y las tetas inmensas insinuándosele por el escote. Cuando supuso que la pequeña herida del cuello se había secado se fue a dar un baño. Cuando se peinó y después se vistió la imagen que le devolvía el espejo tenía otro aspecto. Se iría a comprar el periódico, el kiosco los domingos cerraba a las dos, no se quería quedar sin el único entretenimiento que le quedaba.