TRECE
Cuando al otro día se despertó los rayos de un sol brillante iluminaban el cielo y a través de la ventana hilos de luz se colaban en la habitación. Miró la hora y vio que daban las nueve y media. Inmediatamente tomó consciencia del cometido que tenía por delante. Hoy firmaría por fin el alquiler del departamento que tanta ilusión le hacía. Se levantó con buen ánimo y con una cierta excitación. Era normal, siempre le ocurría lo mismo. Después de tomarse un café bien cargado se metió en la ducha. Cuando salió parecía otro. Aun era temprano para la cita, pero así y todo no quería dejar nada para el último momento. Contó el dinero necesario para pagar lo que había acordado con la propietaria y lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Cuando tuvo todo listo se sentó en el sofá con un periódico viejo a la espera del momento para partir. A las once ya no podía más con su ansiedad y salió. Mientras hacía el viaje se planteó que debería llevar a la nueva morada parte de su ropa, luego en el supermercado de enfrente no solo compraría algo de comida sino que debería munirse de un cepillo de dientes, pasta dentífrica, un peine y máquina y hojas de afeitar. Esta vez estacionó el auto cerca de la plazoleta, a cien metros del edificio, ya no tendría que ocultarse de nadie, sería un vecino más. Como era temprano cuando llegó se fue directo a la cafetería, se sentó afuera a esperar, con un periódico y un café, como el día anterior. A las doce la vio aparecer, toda coqueta, moviendo y acompasando con el culo grande cada paso que daba. Se levantó y se fue hacia ella, cuidando las distancias, se suponía que él tenía mal aliento, y ella consciente de ello rechazaría aproximarse demasiado. Subieron al piso en el ascensor, pequeño por las circunstancias acontecidas, él, apoyado al fondo, miraba hacia arriba, sin abrir la boca, ella dándole la espalda, de frente a la puerta, no quería ni por asomo verse envuelta por las tóxicas emanaciones que saldrían de la boca de su futuro inquilino. Sin embargo se llevó una sorpresa, porque a diferencia de lo que pensaba, Paulino se había perfumado con cierta profusión, y destilaba una fragancia que contrastaba notablemente con el presunto mal aliento que la propietaria se imaginaba. Cuando salieron y se dirigieron hacia la puerta del departamento, Paca estaba más animada con él, y si bien no se le acercaba demasiado, pensó que arreglado el problema de la dentadura, podría volver a la carga, algo le cautivaba de ese hombre, un tanto distinto a los que había conocido, por más orden religiosa a la que decía pertenecer. Con agrado, esta vez sí, le invitó a sentarse a la mesa de la sala, sacó el contrato de alquiler que traía en la cartera, y mirándolo de frente, y con una amable sonrisa, le dijo:
—Este es el contrato Sr. Chain, léaselo con calma y si le parece bien lo firmamos ahora mismo.
Y le extendió el contrato, de lo más complaciente, le había renacido la simpatía que había sentido anteriormente, aunque siempre un tanto alejada, no sea cosa que el fétido aliento se hiciese presente. En realidad, ella nunca había experimentado ningún tipo de mal olor de parte de su interlocutor, ese pensamiento se lo había puesto magistralmente Paulino para alejarla de las provocadoras ideas que ella tenía sobre él, además, la verdad sea dicha, a Paulino no le desencantaba la «cazadora», como él la llamaba, no hay que volver a explicar que ella iba insinuantemente vestida, con los labios atractivamente pintados de un rojo carmesí, y también los ojos muy bien delineados, y los cachetes empolvados, luego esta vez se había traído un vestido verde, que aunque reinaba el frío, cuando se quitó el abrigo y un chal que llevaba encima, descubría dos pechos grandes y turgentes que se dejaban ver por el escote. A Paulino se le iban los ojos, y este hecho a ella no le pasó desapercibido. «¡Se tiene que arreglar los dientes este hombre!», pensó con una cierta excitación.
Cuando Paulino terminó de leer el contrato le estampó la firma. Se sentía excitado por partida doble, por un lado el alquiler del departamento le provocaba las ideas más rocambolescas, todas relacionadas con su tema favorito, el espionaje, y por otro lado la propietaria, que insinuante en su manera de mirarlo, de vestirse, de moverse y de gesticular, imprimiéndole a la voz un canturreo lleno de erotismo, le despertaba pensamientos lujuriosos. Pero él se debía mantener al margen, por algo se iniciaba en esta nueva profesión, y eso exigía sacrificios. Por todo ello, haciendo la vista a un lado y oídos sordos a todos los devaneos de su casera, en cuanto estampó la firma y le pagó, intentó por todos los medios su retirada, estaba ansioso de poder estrenar, por así decirlo, su nueva casa, en definitiva, le atraía de esta no solo la finalidad por la que la había alquilado, sino que su flamante morada, como él ya lo había comprobado, era moderna, de paredes blancas limpísimas, como las cortinas, lo mismo que el mobiliario, todo esto también lo entusiasmaba a Paulino, que no paraba de cavilar «cómo sería su vida en esta nueva casa», comparada con la suya, un trasto viejo por el que a partir de ahora notaba un cierto desdén; inclusive el solo hecho de cambiar de barrio le producía un inusitado placer.
—Bueno, cada mes pasaré a cobrarle el alquiler, dígame Ud. Pauli, ¿le puedo llamar Pauli?, —insinuándose una vez más, ya que esta vez nuevamente le bajó los ojos y le canturreó en esa pregunta—, en el fondo, la Paca pensaba que pasado un tiempo él tendría el problema de la dentadura resuelto, y ella podría volver a atacar, que era lo que más deseaba, porque sin saber muy bien por qué se sentía atraída por Paulino, quizás su manera de ser, un poco retraído, luego, se lo notaba distinguido, y además, ¡que fuera de una orden religiosa!, ¡eso le ponía más morbo aun!, eso pensaba la Paca.
—Mire Paca, —le contestó Paulino con la mejor sonrisa—, mejor dígame Ud. a dónde puedo llevarle yo el dinero, no vaya Ud. a molestarse, yo podría pasar gustosamente, —Paulino no quería verla ni en pintura en el departamento, él tendría todo armado en la ventana para la observación, un telescopio, la cámara fotográfica en el trípode, luego el vaporizador en la mesa, no podría permitirle entrar, debía mantenerla alejada del piso todo el tiempo que él estuviera ejerciendo su labor, luego más adelante ya vería, porque en el fondo, la Paca, no le disgustaba.
—¡Ay! ¡Qué amable ha resultado Ud.! ¡Claro que puede venir a mi piso a pagarme, de paso lo hago pasar y lo conoce, lo espero entonces dentro de un mes, tome mi tarjeta, llámeme por teléfono y convenimos! ¡Ud. me resulta muy simpático Paulino! ¡Hasta luego! ¡Y cuídeme el piso! ¡No me vaya a traer ninguna jovencita, que me pondría celosa! ¡Jajaja!
La Paca no podía hacer más por seducirlo, tampoco podía ir más allá, no podía traspasar los límites que imponían las formas, «yo no soy una puta», se decía a sí misma, convencida que atraída por él, se quería «sacar la espinita», «eso qué más da, viuda, y con la edad que uno tiene, no vamos a estar dándole tantas vueltas», —se repetía. Paulino mientras tanto, cuando cerró la puerta se vio liberado, porque si bien se había sentido seducido por su casera, él en realidad estaba allí para otras cosas, así que inmediatamente comenzó por explorar el sitio, primero se fue a la ventana, como para comprobar que todas las ventajas que había observado eran ciertas, luego repasó la sala, se sentó y probó el sofá, era muy mullido y daba placer estar allí estirado, encendió y apagó el televisor, en una mesita al lado el teléfono, pegado a la ventana pondría el telescopio y la cámara con el trípode, eso ya estaba decidido, luego se fue al dormitorio, se fijó que había mantas y sábanas limpias, también toallas, en el baño jabón y más toallas, comprobó las luces, todo funcionaba a la perfección, abrió y cerró grifos, puertas de placares, comprobó las llaves de la puerta, además todo estaba muy limpio y ordenado, no necesitaba ni siquiera hacer una limpieza a fondo porque parecía que ella ya se había ocupado, «esta mujer tiene estilo», se dijo para sí, mientras con la cabeza asentía y no dejaba de sorprenderse por los intentos de seducción que le había tendido, mientras al mismo tiempo comprendió que él mismo poco a poco había entrado en la telaraña que ella con mucho ingenio había tejido a su alrededor. Dejó de pensar, tenía que concentrarse en su trabajo, hoy era domingo, y eran las dos de la tarde, le daba tiempo para hacer la mudanza. En un papel escribió las necesidades inmediatas, además de sus mudas—, traería la mitad de medias, camisas, camisetas, calzoncillos, zapatos y pantalones—, necesitaba algo de comida, vería en su casa, era domingo y el súper estaba cerrado, también alguna bebida, y no podía faltar un cepillo de dientes, pasta dentífrica, un peine, y algunas cosas más que se le ocurrirían al llegar a su departamento. Puso en marcha el refrigerador, comprobó que las hornallas a gas de la cocina funcionaban todas, abrió y volvió a cerrar cada puerta interior, las luces, los grifos, el televisor, todo lo repasó de nuevo, y airoso salió a la calle.
Tenía hambre. Con el coche se fue a su casa. Cuando llegó puso agua a hervir, echaría unos espaguetis. Se abrió una cerveza mientras calentaba en una olla una salsa boloñesa que tenía en la nevera. Cuando tuvo todo listo se preparó para comer. Ahora estaba hambriento. La buena noticia que había significado el haber alquilado el nuevo departamento le había abierto el apetito. Había estado a un tris de salir derrotado ante el primer imprevisto que le había surgido en su nueva misión como espía. La decepción hubiera sido grande, porque hubo un momento que se quedó sin argumentos, sin posibilidades de seguir avanzando, y hubiera tenido que renunciar, abandonar el proyecto, y eso lo hubiera abatido. Seguramente un sentimiento de frustración y de fracaso se hubiera apoderado de él, y no quería siquiera pensar en qué estado anímico se encontraría en estos momentos de no haber surgido así, como por arte de magia, ese bendito cartel que pegado al cristal del portal lo invitaba a alquilar el departamento que ahora era suyo. Después de comer se pondría en marcha. Pondría en una maleta todo lo necesario y lo llevaría a su nueva guarida. ¡Eso! ¡Lo llamaría la guarida! ¡Era el nombre apropiado para la función que tendría! ¡Desde allí espiaría y cazaría al cazador! ¡De eso se trataba! Y luego, una vez que lo descubriera, una vez que supiera de quién se trataba… ¿Qué haría? ¿Cuál sería el siguiente paso? Se quedó pensando, en realidad nunca había considerado «el después». Terminó de comer y ese pensamiento lo dejó ensimismado, porque nunca se había planteado esta cuestión. Todos sus pensamientos habían girado alrededor de descubrir al intruso que había tenido la osadía de amenazar a la señora, su protegida, pero luego, identificado el maleante, ¿qué haría? Había terminado de comer y continuó con esta reflexión, era algo que no se le había ocurrido mientras planeaba dar con el maldito entrometido, y esta novedad lo comenzó a inquietar, digamos que era un nuevo pulso con la realidad sobre el que debía discurrir, aunque por el momento todo se le antojaba como una incógnita. Así como estaba, estirado en el sofá, encendió un cigarrillo, y comenzó a meditar. Se planteó que si el tipo fuera un enclenque podría él mismo encararlo y amenazarlo, de esa manera era posible que el misterioso personaje, sabiéndose descubierto, dejara de intimidar a su protegida, pero para que esto sucediera, él debería ser muy convincente y presentarse ante el asesino —ya lo nombraba de cualquier manera, tal es el odio que le había tomado—, de una manera rotunda y hasta feroz, capaz de cualquier cosa, incluso de matar si fuera necesario, en ese caso, mirándose bien, él no se sentía capaz de una proeza de este tipo, él era incapaz de emprender una acción para la que no estaba capacitado, ni física ni mentalmente, toda su vida vivió escondiéndose de todos para poder ejercer la profesión por la que se había desvivido, ahora comprendía que hacer de espía también llevaba aparejado tener que actuar en escenarios escabrosos, llenos de peligros, porque nunca sabía cómo reaccionaría el otro, aun siendo un enclenque, él no servía para estas cosas, ni siquiera aun tratándose de un raquítico, un esmirriado que no valiese para nada, él nunca podría de actuar de esa manera. Se miró asimismo y se descubrió un tanto fofo, con una barriga que ya empezaba a notarse demasiado; cuando se levantó y se fue al baño para cargar los pocos enseres que debía llevar al piso alquilado su andar era cansino, había perdido la elasticidad de otros tiempos, y al mirarse al espejo se dio cuenta que hasta su misma cara no valía para lo que se había imaginado, ¡tan luego enfrentarse a un desconocido y plantarse delante para atemorizarlo!, porque de eso se trataba, atemorizarlo hasta tal punto que dejara de amenazar a la señora, que se olvidara de ella. ¡Infundir temor! Él no le infundía temor ni a las moscas. Además, continuó razonando, en realidad no sabía nada del otro, ¿y si por el contrario se trataba de un tipo más joven, más atlético?, podría terminar apaleado y llevándose un escarmiento. Los caminos por los que debía discurrir eran inescrutables, y debía encontrar otra forma, otra manera de amedrentarlo, de atemorizarlo, y alejarlo de su protegida. Tampoco podía ir a la policía con el cuento, eso estaba descontado, ni siquiera se lo planteaba, pero debía buscar la manera de intimidarlo, de eso estaba seguro, aunque no sabía cómo, y comenzó, nuevamente, a sentirse ansioso.
Cuando terminó de llenar la maleta se dispuso a salir. Camino a su nuevo hogar, la guarida, como él le decía, no dejaba de martillearle en la cabeza el nuevo dilema en el que estaba abocado. Al llegar al departamento acomodó sus cosas, y agotado por el frenesí del día que había pasado se sentó en el sofá y encendió el televisor. Eran las seis, y la tarde se iba, lenta y silente. Miró por la ventana y vio luces encendidas en la casa de la señora. Le despertó la curiosidad, pero no tenía el telescopio que iba a necesitar y le faltaba el trípode para montar la cámara de fotos. Pero no vio que nadie se moviera dentro. ¿Podría ser que ella estuviera allí, por eso las luces encendidas? Y aunque de ella no sabía nada, en ese momento tomó consciencia que pudiera ser que viviera con alguien, y aun sin precisar el motivo de estos sentimientos un tanto extraños, era evidente que la prefería sola, siendo él, su único salvador. ¿Era puro egoísmo? ¿Era una vez más una nueva fantasía creada por su inquieto cerebro? En ese momento recordó que se había hecho una idea de ella: no muy alta, rayando los cincuenta, cabello y ojos negros, cara ovalada, rasgos suaves. ¿Sería tal como se la había imaginado? O se sorprendería al conocerla, porque no concordaba en nada con la imagen que él se había hecho de ella. Se quedó meditando, el televisor le sonaba en los oídos como si fuera un eco muy lejano. Fijó su mirada en «la casa» y pensó en la tarea que tenía por delante, no era nada fácil, no, nunca nada había sido fácil para él. Abrió una cerveza y volvió al sofá. Encendió un cigarrillo. Tuvo claro que al intruso no lo iba a encarar personalmente, llevaría todas las de perder, y no se sentía habilitado para semejante acción. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Contratar un mafioso, un sicario, que hiciese el trabajo por él? Se puso a reír. Concluyó, con más pena que gloria, que al intruso, al maldito intruso no podría ni siquiera mirarlo a los ojos, y que jamás lo enfrentaría. ¡Y él, que se decía espía, cuando estos se movían como en su salsa entre hampones y maleantes! Se sintió desanimado, no era para menos, una vez más parecía que se le cerraban todas las puertas, y que la solución al nuevo reto estaba lejos de ser una operación fácil de concluir. Sin embargo, tenía que hallar una manera de intervenir sin poner en juego su vida, debía ser capaz de actuar desde el pensamiento más que desde la fuerza, desde la mente más que desde la barbarie. Es por allí por donde debía hurgar. Y de pronto, una vez más, una pequeña luz se le hizo al final del camino: podría amenazarlo con una misiva, una verdadera carta desafiante, con ultimátum incluido, aquí sí podría ser implacable, agresivo, aquí podría esconder su personalidad de mentecato por el de hombre duro, un hombre de los bajos fondos, dispuesto a todo por defender la integridad de quien estaba cruelmente amenazada; él era un tipo instruido, sabría cómo redactar una misiva de este tipo, un misiva que lo dejara al tipo temblando de miedo, con pocas ganas de volver a amenazar. ¡Eso haría! Luego, si eso no daba resultado, ya vería, había tiempo por delante.
Cuando concluyó este pensamiento una falsa sensación de alivio invadió su espíritu, una vez más había visto una luz donde todo era tinieblas, y un cierto optimismo se apoderó de él. Por de pronto, llegó a la conclusión que debía ir paso a paso, y que no debía adelantar los acontecimientos, su próximo objetivo era averiguar quién era el maldito intruso, desde el departamento donde ahora estaba podía descubrirlo, luego tendría mucho trabajo por delante: una vez ubicado el delincuente debía seguirlo y ubicar su morada, donde residía, su barrio, sus amistades, si tenía familia, o con quién vivía, o si vivía solo, luego tendría que estudiar de quién se trataba, si era un hampón, o por el contrario un delincuente de guante blanco, hasta llegar a tener pleno conocimiento del personaje; podría hacerle fotos, averiguar su nombre, qué relación tenía con su protegida, si es que la había, hacer un informe lo más detallado posible, allí seguramente hallaría también sus debilidades, que las tendría, y luego sí, luego actuaría, en principio como lo había pensado, con una misiva desafiante, dura, sin complejos, luego ya vería. Por el momento había encontrado una salida al problema que se le había planteado. Esta idea lo dejó más tranquilo, se levantó y se sirvió un whisky, volvió al sofá y encendió el televisor. Era hora de ponerle un poco de paz a su inquieto cerebro. Mañana sería otro día. Mañana se pondría en marcha, compraría un telescopio y un trípode para montar la cámara. Mañana daría los primeros pasos para iniciar la investigación.