VEINTITRES

Aunque el nudo no aflojaba tomó la decisión de salir a caminar. Era la una cuando bajó por el periódico. Con el diario bajo el brazo se dirigió a la avenida, una calle ancha que tenía algunos restaurantes a lo largo y que terminaba en la zona más céntrica de la ciudad. Al llegar a la plaza principal se sentó en un banco, y sin abrir el periódico, siguió meditando sobre su pesar, y también sobre su futuro. En una situación igual, en estos momentos él estaría planificando el próximo robo a algún buzón, quizás más tarde se desplazaría a la zona para ver la actividad alrededor de la casa donde pensaba actuar, una especie de primer reconocimiento somero, muy superficial, y luego, siendo domingo, por la noche se retiraría a su morada cargado de expectativas, y en su cocina se prepararía una buena comida, regada con un buen vino, como para festejar la buena nueva, o sea el nuevo buzón. Sin embargo algo había cambiado en su vida, porque este halagüeño panorama, que con tanta pasión había ejecutado hasta la perfección desde hacía mucho tiempo, ya no le complacía, ya no le entusiasmaba, o eso veía él. Todo le resultaba muy extraño, pero había entrado en una pendiente de desánimo que debía detener si no quería caer en un estado de abatimiento que lo podía derrumbar, y dejarlo inerme, sin defensas. Él quería volver a sentir las emociones de antes, aquellas que lo llevaron tan alto y que le proporcionaron los momentos más felices de su vida. Trajo al instante un pensamiento que había razonado una vez y que tenía una cierta lógica: quizás, el robo de buzones había agotado sus ilusiones, porque un nuevo anhelo se abría en su horizonte, una nueva actividad que entraba vigorosa para sustituir a la otra ya pasada, ya otrora, y que le seducía mucho más, la labor que había marcado sus últimos tiempos, la de ser espía-detective, y él estaba en un momento de impasse que le producía incertidumbre, una indefinición que lo llevaba al abatimiento, al cual ahora estaba sometido. Debía dilucidar de qué lado quería estar. De alguna manera este razonamiento, que clarificaba su situación, porque tomaba consciencia de lo que estaba en juego, le fue aflojando el nudo en la garganta y poco a poco comenzó a sentirse mejor. Aquella vez había pensado, que terminado el caso Margarita Bassand, —y con gran éxito por lo que él había podido comprobar—, haría un curso de detective y luego se dedicaría a ello. Había pensado en un despacho en algún edificio de oficinas, y allí en el cristal ahumado en letras negras y bien notables haría poner: Paulino Chain, y debajo, Detective Privado, como lo había visto en las películas americanas de polis y ladrones, de las que era un gran aficionado, y todo esto sin que tuviera que esconderse de nadie, porque sería una actividad legal, y él sería el único empleado y jefe al mismo tiempo, —esto le sacó una sonrisa—. ¡Vaya! ¡Por fin una sonrisa!, —pensó. Mientras estaba en estas cavilaciones había dejado el periódico a un lado, —aun sin abrir—, y centrado como estaba en estos pensamientos, reflexionó sobre el tema. La investigación sobre el caso Margarita Bassand la había hecho no solo bajo el mando del anonimato sino también de la transgresión y del quebrantamiento de la ley, de alguna manera había hecho de detective-delincuente, si podría denominársele así, demás está decir que haber contratado unos maleantes para que reventaran la puerta de un vecino y entrar allí a robar no había sido muy lícito que digamos. Era evidente que actuar como detective conllevaba también estar en el filo de la navaja respecto a la ley, muchas veces a un paso de vulnerarla, y a veces, para llevar a buen término una pesquisa, tener que delinquir. Su corta experiencia le decía que esos eran los derroteros por los que debía discurrir. Por otro lado estaba el robo de los buzones. De alguna manera, a lo largo de los años, él había creado una obsesión con el robo a los buzones, y luego, terminado el trabajo, con el tesoro en sus manos, en su casa, entregarse a leer las cartas robadas, y así inmiscuirse en la vida de los demás, y esas lecturas le producían un estado de euforia que difícilmente lo conseguía con otras experiencias, pero también, eso lo razonaba ahora, lo que además le atraía del robo a los buzones, era la excitación que le producía el robo en sí mismo, jugársela por la noche a que nadie lo descubriera con las manos en la masa, la violación de lo ajeno, la contravención, y la desobediencia de las normas de conducta, que le decían que no se debía robar, y menos robar la historia «de los demás». Razonado de esta manera, solo el morbo de estar implicado en la perpetua transgresión le daba la razón de ser a su actividad, cualquiera que sea, siendo espía-detective, o siendo ladrón de cartas. Quizás por esta razón el robo de buzones le había producido la ilusión que él necesitaba para que esta acción se hubiera mantenido durante tantos años sin haber decaído un ápice por la excitación que le producía. Pero ahora entraba en juego una nueva experiencia, y eso lo mantenía en vilo, en una constante incertidumbre.

Poco a poco le fue entrando el hambre. Miró la hora y daban las tres. El cielo encapotado seguía cerniéndose sobre su cabeza, y un leve viento frío se levantó en la desolada plaza. Se levantó del banco, y pausado se dirigió a un restaurante que había cerca. Se sentó en una mesa solitaria al lado del ventanal que daba a la calle y pidió la carta. Comería frugal, y se bebería un buen vino, lo necesitaba. Después iría a un cine, por los alrededores había varios, tenía que cerrar el domingo, y acabar con un día pésimo, un día lleno de pesadumbre y de desasosiego. Salió del cine a eso de las ocho y se fue a su casa. Ahora se sentía mejor, la película, de guerra, había sido buena, y además, le había hecho olvidar, aunque más no sea por un par de horas, las incertidumbres que llevaba. Ahora en su casa, después de cocinarse algo, vería la televisión, cita obligada que lo había acompañado durante toda su soltería, y mañana, mañana sería otro día.

Entró a su oficina con otro ímpetu, y aunque en el fondo seguía siendo el ser solitario que siempre había sido, ahora todo se le antojaba más amable, más acorde con su nueva manera de sentir, y aunque estaba confuso, eso no lo podía negar, sus sensaciones habían cambiado. Así y todo se encerró en su despacho y empezó a hacer garabatos con un bolígrafo sobre un papel. No tenía ganas de hacer nada, y rogaba que el director no lo llamara y no le encomendara ninguna «misión especial». Abrió algunas cartas, escribió algunos informes, controló el último embarque de dulces y mermeladas a un país lejano, tuvo que llamar por teléfono a la casa de fotograbados para adelantarles que necesitaban un nuevo etiquetado para los frascos de dulces, y se quedó pensando en la Paca y todo su histrionismo. Se sintió mejor de ánimo. Dejó pasar el tiempo y cuando dieron las tres salió en tropel con los demás, se fue a buscar su auto y puso rumbo a su departamento. Cuando llegó se preparó «algo sano», tenía que bajar la panza, ¡qué diría la Paca si lo viese así! Después de comer se echó en el sofá para ver un poco de televisión, y aunque no pasaban ningún programa en especial que le atrajera, allí se quedó, fija la mirada en la pantalla. Poco a poco se empezó a adormilar, y a dar cabezadas, mientras el televisor seguía emitiendo sin parar, imágenes y más imágenes que como oleadas le llegaban a la cabeza, que veía sin mirar, y que tenía la sensación que las voces y la música le llegaban de algún lugar lejano, que no podía precisar, luego entró en un limbo que lo desconectó de todo lo que lo rodeaba, y se durmió. Así estaba, sumido en un profundo sueño cuando de pronto sintió unos ruidos que lo despertaron. La televisión estaba encendida, y en esos momentos pasaban un programa musical. La apagó y prestó atención. No pasó mucho tiempo que volvió a escuchar: alguien llamaba a la puerta. Toc toc toc, el ruido de los golpes en la puerta retumbaron en sus oídos. Aunque aun estaba algo adormilado, todo su cuerpo se puso en alerta, se incorporó en el sofá y luego se puso de pie. «¿Quién podría ser? ¿Algún vecino?». Se calzó las chanclas y arrastrando los pies se llegó a la puerta. No sabía por qué, pero no se animaba a abrir, algo le decía que lo que allí afuera estaba no era bueno para él, y allí se quedó, mudo, de frente, mirando la tabla rasa de la puerta, sin atinar a moverse, en décimas de segundos le pasaron miles de pensamientos por la cabeza, «¡La policía! ¿¡Podría ser la policía!?». Nuevamente el toc toc, ahora más fuerte, más prepotente, más lacerante.

—¿Quién es?, —dijo con un susurro, casi con la seguridad que solo él se había oído. Nuevamente el toc toc, ahora más fuertes, le pareció que en esos golpes querían derrumbar la puerta, porque le sonaron horripilantes, porque le resonaron en los oídos como masas, pensó en los vecinos, que también escucharían los mismos golpes, ¡qué podrían decir de él! Y luego un grito:

—¿Hay alguien allí?

—Sssiii, —ahora el susurro sonó más fuerte, pero sonaba a súplica, a ruego, «¿Quién era y que querían de él?».

—¡Abra por favor! ¡La policía!, —resonó una voz autoritaria.

«¡La policía! ¡Era la policía! ¡Ya lo sabía él! ¡Al final lo iban a encontrar! ¡Y tan seguro estaba que todo había pasado!». Paulino empalideció, se quedó paralizado, no atinaba a hacer nada, pero debía abrir, ¡era la policía!

—¡Abra por favor! ¡Tenemos una orden de registro!, —volvió la misma voz, ahora le sonó más imperiosa, más tajante.

«¡Una orden de registro! ¡Algún vecino podría estar escuchando! ¡Qué podría decir él! ¡Qué pensarían de él! ¡La policía! ¡Él, que siempre había sido tan prudente con todos, tan respetuoso, tan reservado, que nunca había tenido una discusión con nadie! ¡El portero! ¡Cuando entraron quizás hablaron con él! ¡Qué deshonra!». Entonces, casi temblando, llevó la mano el picaporte y muy despaciosamente lo giró, luego abrió la puerta, apenas dejó una luz para ver, un policía de uniforme aplicó su manaza en la puerta y la terminó de abrir, Paulino no opuso ninguna resistencia, la puerta quedó completamente abierta, y allí los vio: el uniformado, un tipo más bien grandote con un mostacho que le tapaba todo el labio superior, y más atrás dos personajes de civil, uno de ellos, el más alto, también parecía forzudo, llevaba un papel en la mano, se lo alzó a la altura de su cara, y con una voz que no admitía réplicas le espetó:

—Esta es la orden de registro, tiene que dejarnos pasar, —lo dijo casi sin mirarlo, y apoyó su mano en el pecho de Paulino y lo hizo a un lado, e inmediatamente pasaron.

El último en pasar fue el más pequeño de los tres, era delgado y tenía una nariz aguileña, parecía un pájaro, o más bien un cuervo, y llevaba un abrigo oscuro que le llegaba casi a los pies, las manos en los bolsillos, de repente le recordó a un personaje que él ya había visto en las películas, ahora no lo tenía presente, pero ya lo iba a recordar, iba muy recto caminando, la frente alta, muy amplia, y peinado hacia atrás, aun no había abierto la boca, e iba siempre detrás, pero tuvo la impresión que era el que verdaderamente mandaba. Cuando pasaron el de uniforme cerró la puerta tras de sí y se quedaron en el pasillo, estaban todos muy serios, no había ninguna cortesía en sus miradas, en sus gestos, Paulino estaba descompuesto de miedo, iba como encogido, esperando alguna interpelación, alguna mala pregunta, él no se animaba abrir la boca, de pronto el grandote de civil señaló la primera puerta del pasillo:

—¿Qué hay aquí?, —se lo dijo con mal talante, Paulino no se merecía este trato, él era una persona educada, correcta, retraída, sí, eso era verdad, pero siempre había sido respetuoso y nunca había entrado en conflicto con nadie, al contrario, se cuidaba muy bien en no generar ningún enfrentamiento con algún vecino, y no digamos con el portero del edificio.

—Este es mi dormitorio, —dijo casi musitando.

Abrieron la puerta y los dos grandotes se pusieron a abrir cajones, de la mesita de luz, de la cómoda, luego el armario. En la mesa de luz había unas cajitas de preservativos, el de uniforme que en ese momento estaba allí revisando las asió con las manos e hizo una exclamación, les causó gracia porque el otro grandote se lo festejó, riéndose descaradamente, mientras el más pequeño solo observaba, de pie, casi en la entrada, viendo cómo inspeccionaban, ni una sola sonrisa, aun no había abierto la boca. De la cómoda sacaron camisas dobladas, jerseys, ropa interior, medias, luego se fueron al armario, allí colgaban chaquetas, pantalones, abrigos, alguna camisa, pero metieron las manos en los bolsillos de cada prenda, de cada chaqueta, de cada pantalón, cada tanto sacaban alguna moneda, algún papelito de la compra que se lo había olvidado, el de uniforme volvió a sacar un preservativo del bolsillo de un pantalón. Nuevamente la burla, el recochineo. Salieron, la próxima puerta daba al baño, allí estuvieron poco tiempo, los cajones con pastillas de jabón, un champú, un fijador para el pelo, las hojitas de afeitar en una cajita, toallas, un albornoz prendido de un colgador, abrieron la mampara de la ducha, probaron el agua, en un vaso estaban el cepillo de dientes y la pasta dentífrica. La próxima puerta era la del estudio, Paulino se echó a temblar, no sabría cómo explicar tantos objetos, inclusive extraños para la propia policía. ¿Qué diría de la «saeta»? ¿Y de la «letal»? Luego el Buzón Imperial, el vaporizador, el archivo, ¡Dios! ¡El archivo! Pronto salieron del baño. Sin preguntarle siquiera entraron al estudio. Había abierto la puerta el de uniforme, entró detrás el otro grandote de civil, hubieron de encender la luz, las cortinas, oscuras, están corridas, y no entraba ni un hilo de luz. Se quedaron paralizados, con los ojos recorrieron la estancia, el más pequeño se abrió paso y se puso delante de todos, Paulino había quedado atrás, en el pasillo, mudo, miraba hacia adentro, entre las cabezas, y luego giraba la cabeza a la sala, se sentía además, como avergonzado, no sabría cómo responder a las seguras preguntas que ya se le agolpaban en la cabeza. Por fin el más pequeño, el pájaro, abrió la boca:

—Háganlo pasar, —tenía una voz fina, acorde con su estatura y con su cara de cuervo, pero era imperativa, y se notaba que era absolutista, despótica.

Los otros dos le abrieron paso y Paulino entró. Un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. Había llegado la hora menos deseada, la hora que siempre supo que iba a llegar. Después de tantos años escondiéndose de todos, la obra tocaba a su fin, era la obra de un ingenioso, eso nadie lo podría dudar, ni siquiera él lo ponía en duda, pero esta era la última escena, el último capítulo de su creación. Siempre lo supo. Siempre supo que algún día ocurriría lo que en ese momento estaba viviendo, quizás esta escena ya la había vivido mucho antes, algunas veces en sueños, otras, en su imaginación, pero que él, en la mayor de las inconsciencias, la rechazaba. Pero allí estaba, en el estudio, policía mediante.

—¿Qué es esto?, —le dijo la voz fina

—Este es el estudio, —le respondió en un susurro Paulino

—¿Estudio de qué?, explíquese mejor. Ahora era notorio que el pájaro llevaba la voz cantante.

—De cartas, —siguió musitando Paulino.

—No entiendo, explíquese mejor, ¿de qué cartas?

—Cartas señor, yo a veces robaba cartas, —la voz seguía siendo un hilo.

—Así que usted robaba cartas. ¿Dónde están?

Paulino giró la cabeza hacia el archivo y lo señaló con el mentón. A una indicación del pájaro y los otros dos se fueron al mueble, el fortachón de civil lo abrió, y allí archivas, con sus respectivos informes, estaban las cientos de cartas que Paulino había robado en toda su vida, un verdadero tesoro, un manantial de sentimientos que nadie en el mundo era capaz de acaparar, allí estaban escritas y agrupadas como en una biblioteca todas las emociones posibles de ser transcriptas, allí bailaban como en sombras el amor, la pasión, el odio, la envidia, el afecto, la piedad, la conmiseración, la compasión, la insensibilidad, el arrebato de los amantes, la lujuria y el deseo, el sufrimiento, el frenesí, todos los sentimientos posibles, reunidos en un fichero. El pájaro metió la mano y asió una: «Querida Lola. Estoy ansioso esperando una respuesta tuya, tú no lo sabes, pero cada noche solo sueño contigo, y necesito verte, tocarte, mi loco corazón no puede más…», la volvió a meter en el archivo y sacó otra: «Amor mío. Últimamente te encuentro distante y muy frío. ¿Es que has encontrado otra con quien reemplazarme? Porque te diré una cosa…», así hizo con varias cartas, y todas eran más o menos del mismo talante, luego adosadas a las cartas, con clip estaban los informes, leyó uno: «Por la forma de las letras, muy globulosas, se nota que es alguien expansivo y nada introvertido, luego…», siguió leyendo otros informes, «Llego a la esquina a las doce y treinta, no veo ninguna ventana con la luz encendida y nadie por la calle rondando, creo que tengo el campo libre, dificultad 1…». «Este tipo está loco», —pensó sin dudarlo el pájaro—, luego levantó la vista y la dirigió a Paulino, era una mirada fría como el hielo, se lo quedó mirando un rato, escrutándolo, allí Paulino bajó la cabeza, estaba totalmente sometido, y no podía hacer nada, luego el pájaro se dirigió a los suyos:

—Llévense todas las cartas, —el uniformado y el otro de civil abrieron unas bolsas que traían consigo y metieron todas las cartas, desordenadas, llenaron la bolsa.

Luego se dirigió a la vitrina, allí descollaba en rojo brillante el Buzón Imperial, era como un sol que bajo su manto irradiaba todo lo demás, opacándolo, velando el resto, el pájaro abrió las puertas y lo asió:

—¿De dónde sacó esto?

—Lo compré en un mercadillo, hace mucho tiempo, me gustó y lo compré.

—¿Qué es esto de aquí abajo?

—Esta es una vara de madera, y esto otro una pinza, —entonces Paulino animó una especie de sonrisa, hasta él mismo se sonreía al pensar qué pensaría cualquiera, al ver estos dos instrumentos.

—¿Y para qué sirve todo esto?, —el pájaro estaba cada vez más intrigado de semejante personaje, era evidente que no se trataba de ningún delincuente de los que él estaba acostumbrado a tratar, era más bien un loco, un ido de la cabeza, eso comenzó a pensar.

—Bueno, son para sacar las cartas de los buzones, es la única manera que tenía para poder hacerme con las cartas.

Luego vino el vaporizador, las pinzas, la lámpara lupa, las cubetas de revelado de fotografías, los líquidos, todo lo fue explicando tal cual él se lo había propuesto. Paulino poco a poco se iba reponiendo del primer impacto que sufrió cuando vio la policía y le entraron sin más ni más, casi a la fuerza, con orden de registro y todas esas cosas que lo habían asustado muchísimo. Ahora se sentía más rehecho, y cada vez tenía más claro que lo tomarían por loco, pero no por delincuente, eso le dio ánimos, y comenzó a contestar con mayor claridad, sin tanta cautela y tanto sometimiento.

—Lleven todo esto y vámonos. Ud. vendrá con nosotros.

—Sí señor, —contestó Paulino ahora sin mirarlo y bajando una vez más la cabeza.

Los otros bajaron y subieron unas cajas de cartón, dentro pusieron todo lo que les había resultado sospechoso, todo lo que el pájaro ordenaba, no en vano era el jefe. Se encaminaron abajo y lo metieron en un coche de la policía. Cuando salió del edificio, rodeado por los policías, vio al portero que estaba observando todo lo que ocurría. Para su suerte no le pusieron las esposas, como solían hacer cuando detenían a alguien. Al salir sintió un poco de vergüenza, y en ese momento giró la cabeza hacia otro lado, como para que el portero no lo viera, pero seguramente ya estaría enterado de todo y todo el edificio se pondría al tanto. «¡Qué vergüenza!», —pensó.

Cuando llegaron a la comisaría lo metieron dentro de una sala pequeña y cerraron con llave. Esto lo atemorizó, estaba incomunicado. Miró la hora y daban las siete. Por suerte había llevado cigarrillos. Encendió uno y se dispuso a esperar. Los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, mañana debía ir a la oficina y esto pintaba mal, y si continuaba así volvería a faltar, luego el director se enteraría, y también estaban sus compañeros de trabajo. ¡Qué desastre! Nunca había pensado realmente en las consecuencias, pero estaban allí, y no las podía obviar. Luego estaba el edificio donde vivía, el portero, que lo vio salir custodiado por la policía y en un coche policial, los vecinos, que aunque él era un ser retraído y no se daba con nadie, eran muchos los años que vivía allí, y todos lo conocían. ¡Qué vergüenza! Después estaba la Paca, ¿se llegaría a enterar? Supuso que sí. Al final de cuentas su particular amenazador lo había descubierto buzoneando en el barrio, y sabía su dirección y su nombre. Y no digamos el presidente de la comunidad. Al rato la puerta se abrió y apareció un policía distinto a los que habían ido a su casa.

—Sígame, —le dijo muy escuetamente, casi sin mirarlo.

Paulino salió de la sala, cabizbajo, amedrentado por la situación, y se puso tras él. Recorrieron un pasillo, doblaron a la derecha, otro pasillo, y al final llegaron a una puerta que daba a una sala respetablemente grande, entró, o mejor dicho lo hicieron entrar, porque el policía le puso la mano en la espalda y lo impulsó hacia adentro, y allí, sentado tras un enorme escritorio, el que parecía ser el comisario, un hombre un poco grueso de espalda, con su impecable uniforme y unos mofletes sonrosados que le daban un aire superior, a un costado un policía con una máquina de escribir oficiaba de secretario, era evidente que le iban a tomar declaración, y al lado de pie, el pájaro, con la mirada perdida, impertérrito, más allá, cerrando el círculo otros tres policías más, parecían oficiales o con algún grado superior, según él veía, al lado de la puerta, el policía que lo había acompañado. Sobre una mesa que estaba a un costado estaban las cartas con los informes, el Buzón Imperial, la «letal», la «saeta», el vaporizador, las pinzas, la lámpara lupa, los líquidos de revelado, la ampliadora, las cubetas, la máquina de fotografiar, el telescopio, y apoyados de plano en la mesa, pudo divisar, no sin cierta dificultad, los dos títulos, el de grafología y el de fotografía. Paulino se quedó mirando todo su arsenal, estaba absorto, como aturdido, ¡todos sus instrumentos, cartas, diplomas, todo lo tenían allí! De pronto, una voz autoritaria lo hizo volver en sí.

—Siéntese, —le dijo el hombre de los mofletes, mirándolo por encima de las gafas—, soy el comisario Forlán, y usted, —y se dirigió al policía que estaba a un costado con la máquina de escribir—, vaya tomando nota.

Paulino tomó asiento, el corazón le latía a mil revoluciones, notaba un ligero temblor en las manos, y trató de tranquilizarse, sabía que estaba en un momento crucial, le iban a tomar declaración, lo que allí dijera lo podía salvar, o condenar.

—Bueno, a ver, que esto que usted se dedica a robar cartas, cuénteme, y no me venga con tonterías, diga todo lo que tenga que decir, que no será poco, me imagino, —y dejó deslizar la frase, mientras le dirigía una mirada penetrante, que no dejaba lugar a dudas que no podía andar con cuentos.

Pero Paulino tenía muy bien estudiado qué tenía que decir, o por lo menos qué era lo que no debía decir. Sabía que no podía sacar a relucir las cartas amenazantes a su protegida, y menos hablar de ella y de Román Argutti, que por otra parte estaría ya bien lejos, tampoco del robo en el departamento y de la existencia de los delincuentes, eso lo ponía fuera de la ley, sin embargo había algunas cuestiones que lo pondrían en un aprieto, no podría ocultar el piso de la Paca, donde había vivido los casi dos últimos meses, quien lo había descubierto sabía su dirección, lo mismo ocurriría con su trabajo en la fábrica de dulces y mermeladas, de alguna manera se iban a enterar, y era mejor confesar que trabajaba allí a no decirlo y que lo descubrieran después, le preocupaba el director, era probable que lo echaran, de eso era consciente, pero no podía hacer nada. Sin embargo sabía que le convenía que lo tomaran por loco, eso era mejor que ser condenado por delincuente, y por allí iba a jugar sus bazas, por allí se podía salvar.

—Sí, desde muy pequeño me gustaba meter la mano en los buzones y robar cartas, era una obsesión, pero nunca me la pude sacar de encima. La verdad que últimamente solo robaba muy de vez en cuando, pero me daba cuenta que no estaba bien lo que hacía.

—¡Un poquito tarde se dio cuenta, no! Usted tiene ya sesenta y dos años, y me dice que «últimamente robaba solo muy de vez en cuando», ¿y no le da vergüenza a usted, con la edad que tiene, eso de estar metiendo la mano en los buzones y robar cartas?, ¿Qué bicho le picó que hacía esas cosas? Dígame, explíquemelo.

—Ya se lo dije, fue desde muy pequeño que comencé, era una obsesión, sabe, ni yo me lo explico. Pero le quiero aclarar, y eso lo podrá ver usted, porque los policías que fueron al departamento han traído todas las cartas que estaban en mi archivo, las cartas que yo robaba eran todas cartas de amor, de peleas entre novios, de cosas sin importancia, eso robaba yo, las otras no me interesaban, cuando sacaba las cartas yo me quedaba solo con estas, las que estaban escritas a mano, las otras las volvía a echar al buzón, —y se lo quedó mirando, tratando de poner la cara lo más inocente posible, le recordaba cuando hablaba con el director y lo pescaba en uno de sus delirios que le dejaba la mente en blanco, siempre ponía cara de mosquita muerta.

—A ver, hay una cosa que no me explico, usted vive en el departamento donde lo hemos detenido, porque… ¿no sé si se da cuenta, que usted está detenido, no?, bueno, como le decía, usted vive en su departamento, ¿pero que hacía viviendo en otro departamento, lejos del suyo, en otro barrio?, me refiero al departamento de esos edificios que hay en la plazoleta, ¿Qué hacía allí?, porque usted sabrá que fue denunciado por un vecino de allí que lo vio meter la mano en el buzón de una vecina suya, una señora muy honorable que vive justo frente al departamento donde vivía usted. ¿Qué hacía allí?

—Mire, mi departamento ya me resultaba viejo, achacoso, usted sabe, yo soy soltero, vivo solo…

—¡Y sí, quién lo podría aguantar! ¡Vivir con un ladrón de cartas!, siga, siga…

—Sí, como le decía, soy soltero, vivo solo, el departamento donde vivo es viejo, más aun, es deprimente, y estaba buscando algo más moderno, un barrio más elegante, entonces le alquilé este a esta señora, doña Paca, y si me gustaba me pensaba mudar allí, pero quería probar, primero quería probar, y la verdad que el barrio y el departamento me habían gustado mucho, si no fuera por lo que ha pasado, me hubiera quedado allí, pero ahora, imagínese, no sé qué pasará conmigo, y la señora Paca después de todo esto…

—¡Es que, amigo! ¡Eso de estar robando cartas en los buzones! ¡La verdad es la primera vez que me toca un caso así!

—Sí, yo lo lamento mucho, creo que debería recibir algún tratamiento, no es normal que me guste robar cartas, y le repito, últimamente había tomado consciencia de esto, y solo robaba muy de vez en cuando.

—Mire, no me venga con cuentos que a usted lo agarró con las manos en la masa un vecino suyo no hace mucho, ¿o cree que soy tonto? Nosotros, la policía, nos enteramos de todo, ¿me entiende?, para eso somos la policía, —y se arrellanó en el asiento dejando bien sentado que se trataba de la autoridad, de la autoridad con mayúsculas—, y ahora dígame, ¿qué es esa olla con un tubo en la tapa?, —y el comisario hizo traer el vaporizador y se lo quedó mirando, incrédulo, por tener delante a quien tenía, más que un delincuente un loco—, pensó, —un loco de atar.

—Sí, este es el vaporizador.

—¿El vaporizador?, —exclamó, mientras continuaba en la confusión.

—Sí, le explico, es un invento mío, lo hice hacer en un taller metalúrgico; ocurre que para despegar las solapas de los sobres se necesita vapor, al principio yo lo hacía calentando una olla, pero el vapor se perdía y a veces hasta me quemaba los dedos, ideé esta especie de olla con una tapa y el tubo que allí ve, esto concentra el vapor que sale solo por allí, es muy práctico sabe, la verdad que a veces se me ha ocurrido patentarlo.

El comisario lo escuchaba asombrado, los demás policías que estaban alrededor también quedaron embobados por las payasadas que decía su detenido, y esbozaron una sonrisa, hasta el escribiente que estaba al lado del comisario dejó de escribir y se sonrió. El comisario entonces reaccionó rápido:

—¡Usted, escriba lo que escucha! ¡No se quede como un bobo prestando oídos a semejantes tonterías!

Y ahora se volvió a dirigir a Paulino, este lo miraba prestando mucha atención e intentando contestar con simpatía y dando todos los detalles, quería parecer cordial y caer amable a todos, un poco campechano, pero muy sociable. Entonces el comisario continuó:

—¿Así que lo hizo fabricar expresamente para esa función? ¿Y era en el «estuuudiooo», —aquí el comisario pronunció esta palabra con un poco de guasa—, donde usted abría las cartas que robaba? ¿O sea un «estuuudiooo», —volvió la guasa—, muy interesante, no? ¡Muy instructivo su estudio! ¡Si hubiera usado la cabeza para otras cosas no estaría ahora aquí!, —le espetó con fastidio—. ¡Es que hay que escuchar cada cosa! Y dígame, en esa caja de madera, que hay un palo de madera, ¿Qué es eso? Entonces Paulino, con la misma cara de inocente, siguió con las explicaciones:

—¡Ah! ¡Esa es la «saeta»! Yo le puse ese nombre, mire, es muy sencillo, yo cuando era chico metía la mano en el buzón directamente, yo tenía una mano alargada y estilizada, y muy flexible, y no había buzón que se me resistiera, ¡ah!, ¡esos sí que fueron buenos tiempos!, pero luego a medida que fui creciendo también me fue creciendo la mano, y ya no podía meterla en el buzón, no vea señor comisario los temores que pasé, hasta llegué a pensar que tenía que dejar esta actividad que tanta ilusión me hacía, hasta que por fin un día se me ocurrió: metiendo un palo por la abertura yo podía levantar las cartas hasta arriba que ahora yo sí las podía agarrar con las manos, fue un gran adelanto, decidí entonces ponerle un nombre, le llamé la «saeta», y después le hice una caja, que es esa que ve allí, todo es de madera de roble, y cada tanto la untaba con aceites especiales, sí, fue de gran ayuda la «saeta» para mí.

El comisario y los policías, también el escribiente, e incluso el pájaro, mientras escuchaban lo miraban incrédulos.

—Bueno, usted me parece que es un maniático, —le dijo el comisario con cierta dejadez—, y dígame, esa otra pinza que está al lado, ¿para qué sirve?

—¡Ah! ¡La «letal»!

—¿La que?, —lo increpó inmediatamente el comisario.

—La «letal» señor comisario. Ese es el instrumento que más satisfacciones me dio. Mire, con la «saeta» yo sacaba bastantes cartas, pero a veces resbalaban por el costado y caían al fondo del buzón, y me hacía perder tiempo, y muchas veces me quedaban algunas que no podía sacar, además, en estas cosas, la cuestión del tiempo es importante, porque este trabajo hay que hacerlo lo más rápido posible, alguien puede estar atento, alguna ventana indiscreta, y no se puede perder tiempo así porque sí, así que como no estaba totalmente satisfecho con la «saeta» me inventé la «letal», pero esto sin menospreciar a la «saeta», por supuesto, porque la «saeta» también me dio muchas satisfacciones, y en un principio cuando ya la mano no entraba más por la abertura fue la que me sacó del problema, por eso yo le tengo mucho cariño a la «saeta», por eso estaba allí en la vitrina como una reliquia, pero la «letal» la superó totalmente, mire, con esta pinza, que yo hice reformar en otro taller metalúrgico alargándole las ramas, sacaba las cartas en un santiamén, era meter y sacar a una velocidad vertiginosa, es un instrumento valiosísimo, si alguien se dedicara a esto este es el instrumento que debería usar, es un instrumento con mayúscula, también he pensado en patentarlo.

El comisario no pudo más y largó una sonrisa. Los otros policías se pusieron a reír, alguno de forma descarada. Hasta el pájaro sonrió disimuladamente, aunque eso de sonreír no iba con su personalidad. Fue entonces cuando el comisario dio un golpe con el puño en el escritorio y dijo de manera acalorada:

—¡Basta señores! ¡Estamos en la comisaría! ¡Y estamos tomando una declaración! ¡Basta de risas!

Pero no podía quitar la sonrisa de los labios, haciendo que los demás tampoco se tomaran en serio el golpe de puño en el escritorio, la verdad era que no se podían contener, no era por una falta de respeto a su superior, al que verdaderamente temían, porque cuando se ponía furioso era mejor no tenerlo cerca, pero él mismo sonriéndose como estaba, les daba pie a que ellos mismos tampoco pudieran reprimir la risa. Los tres policías que cerraban el círculo se giraban para no mostrar el desenfado de sus sonrisas, hasta el policía que estaba de pie en la puerta no podía contenerse, el pájaro decidió salir de la sala, el escribiente no podía con las teclas, debía borrar cada rato y volver a escribir, y todo se empezó a transformar en un lio de difícil solución. Mientras, Paulino los miraba circunspecto, era como si se hubiera puesto solemne, porque él estaba haciendo una declaración lo más seria posible, sin un atisbo de mentir en nada, todo lo contrario, quería dar todas las explicaciones pertinentes. Cuando todo pareció que volvía a los causes normales, el comisario volvió a la carga:

—Bueno, basta de jolgorio, ya ve que en la policía no todo es rigidez y disciplina, también nos reímos de cosas, bueno, a ver, sigamos, dígame que es ese buzón rojo, —y prosiguió dirigiéndose al policía de pie—, tráigalo, tráigalo acá, —y el policía fue hasta la mesa y lo llevó al escritorio donde estaba el comisario, frente a frente con Paulino, y el comisario continuó—: esto usted tenía en la vitrina, por qué… ¿usted tenía esto en una vitrina, no?

—Sí, lo compré en un mercadillo, hace mucho, lo vi y me gustó, la verdad es una obra de arte, imagínese, yo por aquel entonces robaba mucho, no como ahora que casi no robo, pero este buzón es inglés, si se fija bien, ahí, en un costadito dice «made in england», para mí tener ese buzón en mi casa fue como un sueño, como a alguien al que le gustan las pinturas y tiene un Velázquez, o un Rembrandt. Es eso, solo eso.

—¿Así que para usted este buzón es como una obra de arte? La verdad, yo alucino con usted. Y dígame, ¿para qué todo ese arsenal de líquidos de revelado, cubetas, ampliadora, para qué?

—Bueno señor comisario, en una época se me dio por la fotografía, en realidad eso me creí, hasta hice un curso de fotografía y revelado, no sé si allí, arriba de la mesa, está el diploma que me dieron por el curso, incluso me compré una máquina de fotos, de las buenas, está allí en la mesa, la puedo ver, y al final no sirvió para nada, fue un espejismo, no sé si llegué a gastar dos rollos de fotografía, fue un dinero tirado a la basura, un error, pero bueno, todos cometemos errores, yo el primero, ya ve usted.

En esas entró el pájaro, se le notaban aun llorosos los ojos, y una sonrisa que no se podía quitar, la nariz le bailoteaba en ese rostro demacrado, casi infame. Paulino lo volvió a mirar, le recordaba a algún actor, o por lo menos a algún personaje que él ya había visto en películas, sí, ahora recordaba más, eran películas de guerra, ¿quién era? Entonces tomó una silla y se sentó al lado del comisario, a todo esto, este continuaba con el interrogatorio.

—¿Y ese telescopio, para qué lo usaba? ¿No me diga que además le gustaba mirar por las ventanas la intimidad de los vecinos?, —lo dijo con sorna, con cierta socarronería, como haciéndole ver que era un comisario inteligente y que no se le escapaban ni los mínimos detalles.

—Bueno, ya le dije que soy soltero, los solteros a veces nos tenemos que inventar algo para distraernos, se me dio por comprarlo porque, aunque no entiendo ni pizca de astronomía, me gusta ver el cielo los días estrellados, ver la luna, una distracción, nada más, —mientras, el comisario, con la mano en el mentón lo miraba fijamente, como queriéndole sacar todo el jugo posible a esta declaración que le estaba tomando.

—¿Y el diploma de grafología?, —prosiguió.

—¡Ah! Ese diploma. Bueno, fue en esa época que yo tenía la cabeza en esto de robar cartas, entonces hice este curso, era para saber, según el tipo de letra, y la inclinación de las palabras, bueno, todo eso, usted sabe, era para saber la personalidad de los que escribían, inclusive hacía un informe de la personalidad, —aquí Paulino se sonrió—, es una tontería ya lo sé, pero bueno, esas cosas me pasaban por la cabeza.

—¿Y ahora…, no le pasa más por la cabeza?, —esbozó la pregunta el comisario, mientras inclinaba levemente la cabeza y le salía una media sonrisa, una pregunta llena de interrogantes.

—Bueno, no, no como se me pasaba antes, antes estaba muy obsesionado, ahora no tanto, y ahora que estoy acá, haciendo esta declaración, tengo que decir que he tomado consciencia del error de haber llegado hasta donde llegué. Creo que no podría volver a meter más la mano en un buzón, eso es lo que creo, mejor dicho, estoy seguro.

—¡Mmmmm! ¡No sé qué pensar! ¡Dudo que usted me esté diciendo toda la verdad, y nada más que la verdad! ¿Reconoce esta frase? ¿Eh? ¡Que usted es un truhan! ¡Eso es lo que pienso!, —y prosiguió, ahora dirigiéndose a los policías que tenía al lado, en el escritorio:

—¡Llévenselo! ¡Métanlo en el calabozo!, ya veremos qué hacemos con usted, —dijo el comisario, ahora dirigiéndose a Paulino, que no daba crédito a sus oídos, ¡en un calabozo!, ¡lo iban a meter en un calabozo!

El policía que estaba en la puerta lo agarró de un brazo y se lo llevó. Volvieron a recorrer los pasillos, una puerta a la derecha dio con una sala no muy grande, al final, otra puerta de rejas, la abrió con unas llaves, luego quitó un seguro y después más llaves, por fin se abrió, lo acompañó con el brazo hasta que estuvo dentro, detrás de sí, escuchó cómo se cerraban las distintas cerraduras, una sensación de ahogo y una profunda tristeza lo invadió, miró a su derredor, el calabozo era más bien pequeño, un tabla con un colchón, arriba unas mantas, y una mesa y una silla, ese era todo el mobiliario, cuando se giró el policía ya había desaparecido.

Mientras tanto en el despacho del comisario comenzaron a debatir el caso.

—Este tipo está más loco que una cabra, —dijo uno de los oficiales, el escribiente ya había dejado de tomar nota, el debate, aunque con el comisario delante, era más bien informal.

—Creo que de eso no hay ninguna duda, —continuó el otro oficial, mientras tanto el comisario escuchaba atentamente las opiniones de sus subordinados, luego hablaría él, daría su certera opinión, como siempre hacía, entonces el oficial siguió hablando—, un tipo que dice que quiere patentar esa pinza, la «letal» o como se llame, —fue allí cuando todos largaron una carcajada, hasta el pájaro, que esta vez sí, se rio a boca tendida—, lo que quiero decir, si dice que va a patentar esa mierda, —todos volvieron a carcajear, el comisario, el escribiente, los oficiales, inclusive el pájaro—, es que está chiflado.

Entonces tomó la palabra el pájaro, entre los que allí había era el que seguía en jerarquía, y era un tipo callado, más bien severo en sus conclusiones, siempre parecía malhumorado, pero era muy eficiente en las pesquisas, y todos le tenían respeto, hasta el mismo comisario tomaba muy en cuenta su criterio, porque a decir verdad, el comisario no era muy despierto que digamos, más bien todo lo contrario:

—Debemos considerar que nos encontramos ante un personaje no habitual entre los delincuentes con los que normalmente nos topamos. En realidad, parecería ser que solo robaba cartas, y no todas, sino un tipo especial de cartas, cartas románticas, sin trascendencia, podemos ver que todas las encontradas en el archivo tienen esta característica, sin embargo aquí hay un claro delito de violación de la intimidad, por lo que tendremos que enviarlo al juez para que abra instrucciones, luego ya verá el juez si tiene que ser visto por un psiquiatra, a los efectos, —aquí hizo una pequeña tosecita—, a los efectos, como decía, de que valore sus facultades mentales, aunque en el fondo, y sin ser psiquiatra ni nada parecido, para mí, —esto lo dijo con la voz un poco más baja y recorriendo con la mirada a todos—, está loco de remate, —y largó una sonrisita. Tampoco creo que se hubiera desembarazado de otras pruebas que podrían incriminarlo antes de nosotros descubrirlo. Ni siquiera creo que tenga la inteligencia suficiente como para sospechar que le podíamos caer encima. Cuando aparecimos en el departamento lo agarramos de sorpresa, se le veía en la cara, no nos esperaba.

Luego tomó la palabra el comisario, y como siempre ocurría hizo un resumen de lo mejor que había escuchado de cada uno, no tenía el comisario muchas luces como para hilvanar un discurso muy razonable que digamos, por eso prefería escuchar primero y decidir después, y en eso sí demostraba inteligencia, antes de tomar decisiones que pudieran resultar equivocadas, por eso, luego de la alocución, que alargó injustificadamente, y siendo la hora que era, —se habían hecho las nueve y media de la noche—, determinó que lo iban a dejar dormir en el calabozo y a la mañana siguiente lo llevarían a los juzgados para que el juez de instrucción le tome declaración. Al momento se levantaron todos y cada uno se fue a su casa. En la comisaría, en uno de los calabozos, yacía Paulino, con la mirada al techo, y la mente ocupada en reflexionar en todo lo que había sucedido en esa maldita tarde que lo habían descubierto, y en lo que acontecería de aquí en más. El futuro lo veía negro, por de pronto estaba entre rejas, y no tenía ni idea cuales serían los próximos pasos. ¿Lo llevarían ante un juez? ¿Tendría que volver a declarar? ¿Podría terminar en la cárcel, en un presidio? En ese caso, ¿Sería condenado? ¿Y cuánto tiempo lo condenarían? ¿Años quizás? Se pasó la mano por la cara como queriendo borrar con este gesto todo lo que estaba viviendo. La sensación de ahogo y tristeza le atenazaban la garganta y le oprimían el pecho. De pronto escuchó que unas llaves abrían su celda. Dirigió la mirada a su puerta y entró un policía con una bandeja.

—¡Aquí tiene la cena maestro!, —le dijo amable el policía, y dejó la bandeja encima de la mesa, de la que humeaba lo que parecía ser un buen guiso—. Y si necesita el baño pegue un grito, nosotros estamos del otro lado, lo escucharemos, —e inmediatamente se retiró, y volvió a cerrar la puerta de rejas, con ese ruido atronador con el que suenan las cerraduras de los calabozos y sus llaves casi medievales, le repicaban como un eco en su atribulada cabeza esos ruidos de encierro y soledad.

Sin hacer caso a la comida, Paulino siguió discurriendo sobre su futuro. Según veía el devenir era trágico. De su trabajo, casi con seguridad lo echarían, sería una vergüenza, una humillación, ¿Cómo podría mirarlo a la cara al director, al señor Benedicto, quien tanto había confiado en él, y luego estaban los compañeros de trabajo, que por esas cosas de la vida, en los últimos días le habían abierto los brazos, ¿él un delincuente?, ¿un presidiario?, luego había más preguntas por hacerse: si se quedaba sin trabajo, ¿de qué viviría?, es verdad que estaba a las puertas de la jubilación, aun le faltaban dos años para jubilarse, pero ahora todo entraba en una gran incógnita, él no sabía de leyes, ¿podría perder los derechos de la jubilación?, no lo sabía, comenzó a hacerse a la idea que quizás iba a necesitar un abogado, sí, casi con toda seguridad. Luego estaban los vecinos del edificio donde vivía. ¿Qué dirían de él? ¿Qué pensarían? ¿Qué se estaría chismeando en este momento?, el portero había visto todo, ¿habría dado la voz de alarma, ya? «¡Atención! ¡Tenemos un delincuente en el edificio!, ¿Sí? ¿Quién?, ¡Ese tal Paulino! ¡El del quinto!». Paulino no solo no tenía hambre, quería que se lo tragara la tierra, querría desaparecer y volver a aparecer en otra ciudad, en otro país, en otro mundo. Tal era el estado de Paulino. A las doce de la noche tuvo un amago de necesidad de llenar el estómago, el guiso estaba frío, pero había además un trozo de pan y un vaso de agua. Se comió el pan y bebió el agua. Se volvió a tirar en el camastro. Casi no durmió esa noche. Dio vueltas y más vueltas y cada tanto entraba en una somnolencia de la que a cada rato despertaba bruscamente con el corazón agitado y mojado de transpiración. Entre sueños se imaginó con el traje a rayas negro y blanco horizontales de los presidiarios, enganchado a una bola de hierro atada a un tobillo por una gruesa cadena, le costaba caminar, y lo llevaban a una cantera, «¡Sí, —le decía el juez, en voz alta—, a trabajos forzados»! Así llegó la mañana, que se terminó por despertar. Se dio cuenta porque a eso de las siete, —llevaba su reloj pulsera—, comenzó a escuchar una cierta actividad al otro lado de las rejas, que aunque no veía porque estas daban a una sala vacía, y todo ocurría al otro lado, escuchaba hablar y ruidos de sillas que se corrían, y luego un tableteo que le pareció que era una máquina de escribir. A las ocho le entraron un desayuno y aprovechó para ir al baño. Aunque tenía el estómago cerrado el hambre le pudo, y se bebió el vaso de leche con dos bizcochos que había en un plato. Se quedó sentado en la cama, sin saber qué hacer, de pronto se acordó de su oficina, allí no sabrían nada, tendría que llamar por teléfono, ¿y qué diría?, ¿que estaba en un calabozo?, no, si le dejaban llamar por teléfono llamaría y mentiría, diría «que estaba enfermo, otra vez enfermo, sí, otra vez, ¿por qué no?, los virus son así, y no sabría cuánto tiempo estaría mal, ya iría al médico, cualquier novedad y los tendría al tanto». Eso haría, ir tirando para adelante, no diría la verdad, ya habría tiempo, según se desarrollaran los hechos, de contar toda la verdad, y nada más que la verdad, como le había dicho el día de ayer el comisario, en un alarde de querer mostrar que tenía profundos conocimientos de las leyes. «¡Jaja! Este comisario era un patán, ya lo había descubierto, un mamotreto, con sus mofletes gordos y su risa estúpida». Eso pensaba Paulino, que mientras pasaban los minutos más se ponía nervioso, porque no podía llamar a su oficina y dar el parte que estaba nuevamente enfermo y hoy no iría, y quizás mañana tampoco, y quien sabe cuándo podría ir. Comenzó por llamar en voz alta, «¡Guardia! ¡Guardia!», luego al ver que nadie se acercaba por allí siguió palmeando las manos, y nuevamente «¡Guardia! ¡Eh! ¡Guardia!», así, al rato, se abrió una puerta y detrás de las rejas apareció el comisario. Eran las nueve de la mañana, a esa hora estaban entrando a la oficina sus compañeros de trabajo, y pocos minutos después llegaría el señor Benedicto, ¡Ay señor Benedicto, cuánto pesar tengo!

—¡Buenos días señor Paulino Chain! ¿Cómo ha pasado la noche?, —le inquirió el comisario con una sonrisa que a Paulino lo puso rabioso.

—¡Bien señor comisario! ¡O mejor dicho más o menos! ¡Estoy muy preocupado por mi trabajo, tendría que llamar y explicar que hoy no podré ir, hágame el favor de facilitarme un teléfono!, —casi rogó Paulino.

—Señor Chain. Usted no se preocupe, le facilitaremos un teléfono, por el momento no está incomunicado, —el comisario lo miró a los ojos, afloró un esbozo de sonrisa, y le dijo cierta saña y estirando las palabras—: aunque en cualquier momento podría estarlo.

Paulino estaba desesperado y pasó por alto el sarcasmo del comisario, lo importante es que llamaría a la oficina y podría explicar que «volvía a estar enfermo, que no se preocuparan por él, que quizás estaría algunos días sin ir a trabajar pero que no era nada grave, y que cuando estuviera en condiciones ya se encargaría él de llamar, que les enviaba un saludo a todos, y principalmente al señor Benedicto».

—¡Gracias señor comisario! ¡Imagínese lo importante que es para mí mi trabajo, y yo aquí como si fuera un delincuente!

—¡Pero señor Chain! ¿Y usted qué piensa, que por qué motivo está aquí? Para nosotros, para mí expresamente, que soy el comisario de esta seccional de policía, —y lo dijo con cierto engreimiento, porque en ese momento alzó ligeramente la barbilla—, usted es un presunto delincuente, dentro de un rato lo llevaremos al juzgado de instrucción, y allí le tomará declaración un juez, en definitiva él será quien dictaminará la responsabilidad de sus actos, ¡eso de estar robando cartitas por allí! ¿Usted no sabe que está violando la intimidad de las personas?, —esto lo dijo con un poco de enfado y alzando ligeramente la voz, como reprendiéndolo—, ahora un policía lo llevará al lavabo, arréglese un poco, y aféitese, allí hay hojitas de afeitar y todo, y dese una ducha, que en un rato iremos al juez.

Paulino se quedó mudo. No sabía que todo esto podía llegar tan lejos. De pronto pasaron por alto la oficina, el señor Benedicto, sus compañeros de trabajo, los vecinos de su edificio, el portero, hasta la Paca quedó desdibujada. Ahora se trataba de él, de su libertad, o de terminar entre rejas, y vaya a saber cuánto tiempo. ¡Y todo dependería de un juez! ¡Una nueva declaración! ¡Tenía que volver a hacerse el loco! ¡Sería lo único que lo podría salvar! O eso pensaba él, era el único hilo que lo aferraba a su liberación, a volver a vivir en paz, a iniciar una nueva vida sin tropiezos, sin caer en el error de una conducta absorbida por una maldita obsesión, como había sido toda su existencia, un desatino, un disparate, una permanente mentira. Se sentó en la cama y puso la cara entre sus manos. Era la primera vez que le ocurría, pero sintió ganas de llorar. El comisario, que se lo había quedado mirando, sintió pena por ese pobre hombre, que una locura lo había llevado tan lejos. «¡Vaya manía de robar cartitas!», —se dijo un poco atribulado por la pesadumbre que veía en el pobre loco. Y salió de allí. Al poco rato otro policía lo fue a buscar, le dio una toalla y lo llevó al lavabo. Luego lo hicieron pasar a una sala donde había un teléfono. Allí, en su intimidad, llamó a la oficina y habló con uno de sus compañeros de trabajo. En un rato, como le había dicho el comisario, lo llevarían con un coche de la policía ante el juez.

A las once dos policías abrieron la puerta de rejas y sacaron a Paulino del calabozo, le pusieron unas esposas y lo dirigieron a un patio donde estaban los coches policiales. Lo metieron en la parte de atrás de una furgoneta policial separada del conductor y su acompañante por una fuerte malla metálica. Otro policía subió con él y se sentó enfrente. El policía, que no le había dirigido la mirada en ningún momento, llevaba en sus manos una ametralladora, no podría decir qué tipo de ametralladora era, pero las había visto en la televisión, y trataba de recordar el nombre, pero no caía. Entregado a la situación que estaba viviendo, la angustia y la tristeza le habían desaparecido, la sensación de ahogo y de estrangulamiento habían sido reemplazados por un estado de ansiedad que él ya conocía. Sus sistemas de alerta funcionaban una vez más, como siempre había ocurrido en los momentos decisivos, la situación era crítica y solo le cabía enfrentarse como mejor pudiera a los nuevos acontecimientos. Ahora lo llevaban a declarar ante el juez, allí debía quemar sus naves, de esta entrevista dependía su futuro. Ni siquiera lo sobrepasaban el verse esposado ni llevado en una furgoneta policial, ahora había retomado consciencia de la realidad y una fuerza interior lo impulsaba a mantener la calma, de ello dependía que terminara en una cárcel o en un psiquiátrico, de eso no tenía dudas, pero sabía que en la diferencia se jugaba el pellejo. Cuando llegaron al edificio de los juzgados, la furgoneta entró por un camino lateral hasta un patio, donde estaban estacionadas otras furgonetas, incluidos coches policiales y otros automóviles, algunos lujosos, que pertenecían a jueces y letrados que tenían acceso a esta zona del parking. Lo bajaron por la puerta de atrás y después de cruzar un patio empedrado lo metieron en el edificio. Un ascensor los llevó a la tercera planta. Iba esposado y diligente, acompañado por los policías, porque colaboraba en todo lo que podía colaborar. Llegaron a un largo pasillo con sillas a cada lado donde se abrían varias puertas. Mucha gente esperaba, algunas de pie, otras sentadas. Había policías también. «Aquí están las salas, aquí me espera el juez, mi juez, el que decidirá mi destino» —pensó ahora con cierto temor Paulino. Cuando pasó una hora lo hicieron pasar a una de las salas, le retiraron las esposas y lo sentaron en una silla. Enfrente y detrás de un gran escritorio, el juez. De mediana edad y con el pelo blanco lo recibió con una sonrisa. Al verlo tuvo un hálito de esperanza. Imbuidos en sus imponentes togas negras él se los imaginaba sombríos, perversos, que desconocían el significado de la palabra compasión, piedad, eso de lo que él tanto necesitaba, que alguien se apiadase, porque en el fondo no había hecho mal a nadie, él, justamente él, que era incapaz de matar una mosca. Pero ahora, al verlo sonreír, con su cabellera de abuelo bueno, un soplo de esperanza lo insufló. Entonces el juez, sin abandonar la sonrisa, le comenzó a preguntar:

—¿Es usted el señor Paulino Chain?

—Sí señor, —dijo Paulino con una inclinación de la cabeza.

—¿Su documento de identidad es «4…» y su domicilio «calle B… número 7…, piso 5.º A»?

—Sí señor, —nueva inclinación de cabeza.

—Sepa, que si bien no hay una denuncia formal, la policía ha actuado de oficio y lo ha encontrado culpable de robar cartas en los buzones. ¿Sabe eso?

—Sí señor.

—¿Me lo puede explicar?

—Lo intentaré señor, quiero colaborar en todo con usted y con la policía, —y allí puso cara de cándido, de un ser inofensivo, incapaz de matar una mosca.

—Comience por favor, —el juez, sin dejar en ningún momento la sonrisa, parecía como que le hacía gracia investigar este hecho.

—Mire señor juez, empecé desde muy niño, me gustaba meter la mano en los buzones y quedarme con las cartas de la gente, en realidad las cartas que siempre me interesaron eran las personales, las que estaban escritas a mano, las otras siempre las devolvía al buzón. Sé que está mal, pero en aquella época yo no lo sabía, y me hice aficionado a robar cartas en los buzones. No sé bien qué me pasó señor juez, porque aunque yo fui creciendo y tomando consciencia de las cosas que estaban bien y que estaban mal, yo seguí robando cartas, era como una obsesión, algo que podía más que yo. Cuando me hice adolescente, primero en el colegio secundario, y después en la facultad, cuando tenía oportunidad, yo seguía robando cartas, creo que hasta perdí una novia por esta obsesión con los buzones, es difícil entenderlo, pero fue así. Después, entré a trabajar en las oficinas de una fábrica, y aunque me cuestionaba esta costumbre que tenía de robar en los buzones, no me podía contener. Y así hasta hoy, que la policía me descubrió. Al final, yo doy las gracias que me hayan descubierto, la única manera de parar este disparate en el que estoy metido, porque lo considero así como se lo estoy diciendo, un verdadero disparate, aunque también le quiero decir que últimamente estaba robando menos, no estaba tan obsesionado, estaba pasando un momento de gran confusión.

Como cuando había declarado en la policía, en una mesa, a la izquierda, estaban todos los artilugios que él había usado en su larga carrera de ladrón de cartas. Fue entonces cuando el juez le fue preguntando por cada uno de ellos: el vaporizador, que había pensado patentar, la «saeta», que lo había sacado del paso en un momento crítico porque su mano ya no entraba con facilidad en las aberturas de los buzones, la «letal», el mayor de sus inventos y que también pensaba patentar, los diplomas de grafología y el otro de fotografía, la cámara fotográfica, la ampliadora, las cubetas y los líquidos de revelado, la lámpara lupa, el Buzón Imperial…

—Este buzón es como un estandarte para mí, imagínese, yo, un profesional en robar cartas, un día me encuentro con esta belleza en un mercadillo, lo compré, casi no tuve opciones, —mentía descaradamente Paulino—, y lo bauticé, le puse nombre, es el Buzón Imperial, es hermoso, por supuesto lo tenía expuesto en la vitrina.

—¿Y las cartas señor Paulino, que hacía con ellas?

—Eran cartas sin importancia señor juez, solo robaba las manuscritas, puede verlas a todas, algunas eran de amor, otras de reproches por alguna infidelidad, otras simplemente de amistad. Cuando sacaba las cartas solo me quedaba con las manuscritas, las otras las devolvía al buzón.

—También escribía informes.

—Sí, eran muy interesantes, por un lado estaban los informes de la personalidad del individuo que había escrito la carta, y se podía ver con mucha claridad la correlación del tipo de carta que había escrito con la personalidad del individuo, esto según el estudio grafológico que yo hacía, siempre pensé en hacer un ensayo sobre el tema y luego publicarlo, —Paulino tenía que convencer al juez que estaba totalmente chiflado, era la única manera de evitar la cárcel, y que lo enviara a un psiquiátrico, además suponía que «su chifladura» podía ser un atenuante, y así librarse de una larga condena.

—¿Así que iba a escribir un ensayo sobre la correlación entre la personalidad del individuo, según un estudio grafológico, y el tipo de carta que escribía?

—¡Sí! ¡Y creo que hubiera tenido éxito! ¡Éxito de ventas me refiero! ¿Quién no podría interesarse en algo así?, —Paulino le ponía tanto énfasis a lo que decía, que fue en ese momento que el juez, mirando hacia abajo hizo un movimiento con la cabeza hacia un lado y hacia el otro como dando a entender que «estaba más loco que una cabra», y fue en ese momento que Paulino advirtió este gesto que dijo por dentro: «Punto a mi favor, voy bien».

—¿Y el otro informe?, me refiero al relato del robo en sí.

—¡Ah! Usted señor juez se refiere a la descripción, muy minuciosa por cierto, no sé si habrá leído algunos…

—Sí, sí, he leído varios, —y aquí el juez se despachó con una sonrisita.

—Bueno, habrá visto primero la minuciosidad y hasta los pequeños detalles del robo, eso es una obra de arte, —Paulino ahora daba la impresión de estar en la cima del delirio—, si se fija bien están puestos hasta los minutos de cada acto, la hora que llegaba a la esquina, cuando arribaba y atacaba el buzón, el tiempo que me llevaba sacar todas las catas, clasificar las buenas y devolver las que no me interesaban, luego de acuerdo a la dificultad estaban clasificadas por distintos niveles, fue una obra magistral, podría hacer una novela con esos informes, y también creo que de publicarse tendría notable éxito.

El juez estaba apabullado escuchando tanta locura. Evidentemente no era un delincuente común, digamos que su locura lo había llegado a delinquir, le daba pena este personaje sacado de los vericuetos de su mente, no sabía qué hacer, de lo que estaba seguro es que tenía que enviarlo a un psiquiatra para que haga un juicio sobre su estado mental. Luego ya vería. Pero quería dar por terminada la vista, ya estaba cansado de escuchar tanta chifladura, y todavía le quedaba mucho trabajo por delante. Entonces intervino:

—¿Sabe usted que apoderarse de correspondencia ajena es un delito tipificado en el Código Penal en su artículo «1…» que señala que se castigará con penas de uno a cuatro años a quien «vulnerara la intimidad de otro, sin su consentimiento, se apodere de sus papeles, cartas, o cualquier otro documento o efecto personal»? ¿Sabe usted eso?

Paulino se quedó petrificado, no sabía nada de leyes, y menos de lo que escuchaba de boca del juez, tampoco había tenido tiempo de consultar con un abogado, sin embargo, él sabía que había atenuantes, y que si conseguía hacerse pasar por loco, podía llegar a conseguir lo que buscaba, ir a un psiquiátrico a cambio de la cárcel. Luego ya vería, allí tendría que demostrar, luego de un tiempo, que se había curado, y después, quizás, con suerte, podría ser liberado. Eso pensaba Paulino, que no sabía nada de leyes, pero no estaba muy desencaminado en estas apreciaciones. De lo que estaba seguro era que al juez lo había conseguido convencer de su chifladura.

—No, no sabía todo eso, —mintió Paulino, casi con lágrimas en los ojos—, mi robo de cartas no pretendía quebrantar la ley, era como un juego, como un entretenimiento, y era una obsesión señor juez, no podía parar, —lo dijo casi implorando, en ese momento agachó la cabeza y se llevó las manos a la cara.

—Bueno, —dijo el juez tratando de hacer ver que la escena no lo conmovía—, dado que considero que usted tiene las facultades mentales alteradas, determino que sea examinado por un psiquiatra, en función del resultado de dicha prueba pericial podrá ser tomada en cuenta como atenuante, en ese caso lo condeno a permanecer recluido en un hospital psiquiátrico hasta su total rehabilitación, momento en que recobrará la libertad. Pueden llevarse al detenido.

Paulino, después de saludar al juez con una inclinación de cabeza, salió de la sala aparentemente compungido, pero en el fondo la alegría lo desbordaba por dentro, había conseguido lo que había ido a buscar, el próximo paso era su particular examen con el psiquiatra, a él también le debería demostrar que estaba loco pero no tanto, y al poco tiempo conseguir hacerle ver que estaba curado y luego su rehabilitación, y después, la libertad. El camino no era fácil, pero lo estaba consiguiendo. Por otra parte él se consideraba curado, no en vano ya no le entusiasmaba el robo de cartas, y las cartas y los informes, la «letal», y hasta el mismo Buzón Imperial no tenían el mismo significado que habían tenido antes. El haber acabado con éxito una investigación que había iniciado hacía tan solo dos meses le habían hecho cambiar de derrotero, sus propósitos y sus afanes ya no pasaban por los buzones, su verdadero y último anhelo era la pesquisa, el seguimiento de un delincuente, el descubrir un malhechor, o un criminal, eso pensaba Paulino. Las emociones que le habían proporcionado los saqueos de los buzones habían sido sobrepasados por el espionaje, la indagación, en fin, quería ejercer de detective, y esta actividad estaba muy lejos de la ilegalidad y de la locura. Por todo esto se consideraba curado, rehabilitado para vivir en sociedad, él sentía la necesidad de las emociones, pero eso sin infringir la ley. Además, tanto había cambiado su vida que la relación con los compañeros de trabajo era otra, con los propios vecinos otro tanto, o por lo menos con el portero, y hasta había revivido a la Paca, que llegó a verla como una compañera para los días en que el verano daba paso al otoño. Sabía que todo esto se había ido al traste con la detención, porque lo echarían del trabajo, sus vecinos lo mirarían con mala cara, y la Paca ahora le quedaba lejos, no querría saber nada de él. Pero una vez libre intentaría recomponer su vida, tenía una pensión, reformaría el departamento donde vivía o se buscaría otro, y se dedicaría a hacer de detective, su última y verdadera ilusión. Y todo amparado por la ley, no la quebrantaría en ningún momento. Se veía un hombre nuevo. Eso lo consoló, y no solo eso, le insufló los ánimos, se podría decir que hasta tuvo una dosis de euforia. Todo eso pensaba él.

La furgoneta que lo devolvía a la comisaría traqueteaba por el empedrado de las calles. Mientras, miraba de reojo al policía que lo custodiaba. Este, somnoliento como estaba, iba cerrando y abriendo los ojos al compás de los baches que la furgoneta no podía esquivar. Cuando llegaron eran casi las tres, la hora que estarían saliendo sus compañeros de trabajo de la oficina. ¿Se habrían enterado de algo? Lo hicieron bajar de la furgoneta y lo volvieron a meter en el calabozo. No pasó mucho rato que un policía entró con un plato caliente. Aunque no tenía hambre, una sensación indefinida de vacío en el estómago le obligó a ingerir algunas cucharadas de un guiso desabrido y caldoso sobre el que flotaban algunas verduras. Sobre las cinco, —Paulino no dejaba de mirar la hora a cada rato—, apareció un policía que lo llevó al despacho del comisario. Este, con sus mofletes sonrosados, lo miró por encima de las gafas, y le ordenó que se sentara. Paulino obedeció. Estaba tenso pero le había vuelto la ilusión.

—Señor Paulino Chain, por orden del juez, mañana será llevado al hospital psiquiátrico de la ciudad, allí tiene una cita con el director de la institución, el doctor Pieter Rascowski, el doctor le hará una prueba pericial psiquiátrica a los efectos de evaluar si usted tiene algún tipo de trastorno mental que influya o explique su conducta delictiva, que es muy clara, ¡esto de andar robando cartitas en los buzones, no me diga que es muy normal que digamos!, —lo volvió a reprender el comisario de los mofletes—. Así que ya sabe, mañana por la mañana, y lo quiero aseadito y limpito, como hoy, ¿de acuerdo?, vaya, vaya con Dios.

El policía, que había permanecido a su lado, lo tomó del brazo y lo volvió a llevar al calabozo. Ya era la tarde, volvió a mirar la hora y daban casi las seis. Se tumbó en el camastro y con la vista al techo hizo un resumen de sus últimas veinticuatro horas. Habían sido vertiginosas, la policía lo había descubierto, esa misma tarde tuvo que rendir cuentas ante el comisario, pasó la primera noche en el calabozo, una noche horrible en la que casi no había pegado ojo, luego los juzgados, la declaración ante el juez, y ahora la cita para la mañana siguiente con el director del hospital psiquiátrico. Aunque estaba metido en un brete, debía mantener la calma, mañana era un día crucial para su futuro, lo que había escuchado del juez le brindaba muchas esperanzas, este había dicho que «si el psiquiatra concluía que tenía las facultades mentales alteradas lo condenaba a permanecer recluido en un hospital psiquiátrico hasta su total rehabilitación, momento en que recobraría la libertad». Esto se lo había aprendido de memoria, y así debía hacer que fuera: un poco loco, pero no del todo, pasado un mes sería tan cuerdo como el que más, luego, si conseguía su objetivo, el psiquiatra lo daría por rehabilitado, y después, patitas a la calle.