VEINTICUATRO
—Siga, siga que es muy interesante todo esto, no me lo podía imaginar, es como una película…
—Bueno, y eso es todo doctor, eso es todo lo que ha ocurrido, y ahora estoy aquí, ya ve, me envió el juez, yo sé que lo mío no es normal, esta obsesión por las cartas y los buzones, por eso necesito ayuda, soy consciente de ello, porque hasta ahora no lo he podido evitar.
—Sí, estoy de acuerdo con usted, después de escuchar todo su relato le puedo decir que en principio se trata de un trastorno obsesivo compulsivo, que en su caso, como ha comenzado en la infancia, está muy estructurado, muy arraigado, y lógicamente perturba su vida cotidiana, llevándolo inclusive a cometer comportamientos indeseados que no puede controlar, y que le causa angustia interfiriendo en su vida hasta inclusive llevarlo a cometer verdaderos delitos, como en el caso suyo, —aquí el doctor se enderezó en la butaca y apoyó los codos en el escritorio como dándosela de sabihondo, un poco pedante en su gesto, pero era lo que correspondía a todo un doctor, y máxime director del hospital, y continuó con la arrogancia—: en esta casa hemos tratado algunos casos como el suyo con excelentes resultados, tenga en cuenta que contamos con magníficos profesionales y tenemos mucha experiencia en todo tipo de trastornos mentales, no le quepa la menor duda.
Quien decía todo esto era el profesor y doctor Pieter Rascowski, médico psiquiatra y director del Hospital de Psiquiatría de la ciudad, que tenía bajo su batuta hacía ya varios años. De estatura mediana y cabello algo entrecano, se destacaba por ser demasiado contundente en sus apreciaciones y porque se irritaba con facilidad. De su cara sobresalía su nariz un poco afilada y su mirada tajante, un tanto despótica, no era extremadamente simpático, aun cuando por determinadas circunstancias intentaba parecerlo.
Paulino se quedó pensando. «Este es un engreído», —se dijo para sí, «Pero tengo que seguirle la corriente, lo importante es que me crea un poco loco y que me haga quedar aquí ingresado». Por supuesto que en el extenso relato que Paulino le había acabado de hacer no le había contado toda la verdad, no le podía decir por ejemplo que de su manía por los buzones se creía curado y ya no le hacía más ilusión robar cartas, algo de lo que estaba casi convencido, y que había encontrado otra prioridad que lo entusiasmaba mucho más, que era en el futuro ejercer de detective. Sin embargo sí le había deslizado que la investigación que había hecho en el «caso Margarita Bassand» le había despertado una nueva inquietud, y dejaba en el aire que pudiera compaginarla con el robo a los buzones. Entonces tuvo que continuar con la farsa, no le quedaba otra opción.
—Le entiendo perfectamente, —mintió Paulino descaradamente, porque el doctor le había dado una clase doctoral y había empleado tal cantidad de tecnicismos que él no entendió ni jota, entonces continuó, para que lo crea un poco loco—: Respecto al «caso Margarita Bassand» me he dado cuenta que estoy preparado para iniciarme en la investigación. Me gustaría ser espía.
—¿¡Ah sí!? ¡Qué bien! ¿Y cómo va hacer para hacerse espía? ¿Tiene previsto hacer algún curso de espionaje?, —esto lo dijo con un poco de guasa, como queriéndole hacer ver que las cosas no eran tan sencillas, que pretender de la noche a la mañana querer ser espía era algo así como de pronto ocurrírsele a alguien querer ser astronauta.
—Bueno, no lo sé, yo la investigación la hice sin necesidad de ningún curso. ¿Hay cursos de espionaje?, —contestó Paulino de la manera más inocente posible, ladeando la cabeza y mirándolo fijo a los ojos; así quería mostrarse, un poco absurdo en su razonamiento.
Aquí el director del psiquiátrico quedó un tanto desorientado con esta respuesta, hay que tener en cuenta que después del extenso relato que había escuchado de Paulino, aunque enfermo por su obsesión por robar en los buzones, lo tuvo por un personaje extremadamente inteligente, no había dudas que el trabajo de Paulino había sido intachable, y el resultado, a ojos vistas, excelente, por eso lo desorientó esta respuesta tan tonta.
—Mire Paulino, yo creo que usted resolvió el «caso Margarita Bassand», como usted dice, de la mejor manera posible, la verdad creo que es usted una persona muy inteligente, quizás con un coeficiente un poco por encima de la media, pero tendrá que reconocer que padece una obsesión que hay que tratar…
—Lo reconozco…
—No me interrumpa por favor, le decía que usted tendrá que reconocer que hay en su persona un rasgo de obsesión…
—Lo reconozco…
—¡No me interrumpa! ¡Por favor!, —aquí el director se estaba empezando a molestar, pero eso es lo que quería Paulino, en definitiva, si el director no lo consideraba lo suficientemente loco podría darle un tratamiento ambulatorio, en ese caso lo haría desde la cárcel, que era lo que Paulino quería evitar—, ¡hágame el favor de no interrumpirme!, ¡simplemente le quería decir que usted necesita un tratamiento!, —aquí el director tiró la toalla, le estaba empezando a cansar el tal Chain, en el fondo no podía con ese hombre. Entonces Paulino continuó:
—Hay una cosa que le quiero decir señor director, yo le he confiado toda mi historia, me he referido a cosas y hechos que no he declarado a nadie más que a usted, ni al comisario cuando me interrogó la primera vez, y ni siquiera al juez cuando me llevaron a los juzgados, yo confío en el «secreto profesional», yo a ellos no les he hablado del «caso Margarita Bassand», ni siquiera lo he mencionado, tampoco saben nada del tal Román Argutti, que a usted le he referido, y muchísimo menos que me tuve que asociar a unos delincuentes para que revienten una puerta para poder hacerme con las fotografías que ya le mencioné, nadie sabe todo esto, solo usted, pero me he confiado a usted porque usted es una persona que parece muy seria y muy amable, ¡y además es profesor y doctor, y el director de este hospital!
Entonces el director, el doctor Pieter Rascowski, ahora complaciente por las alabanzas que había escuchado de su interlocutor, le contestó con cierta afectuosidad. Lo confundía este enfermo de los buzones, y ahora le caía más simpático.
—Por supuesto que en ese aspecto puede confiar en mí, el secreto profesional está por encima de toda cuestión, qué sería de nosotros, «los médicos», —y aquí volvió a enderezar su busto en la butaca y a alzar la barbilla—, si falláramos en esa consigna, signo inescrutable de nuestra fiabilidad, estaríamos fallando a la misma esencia de la medicina, de Hipócrates en adelante, que dijo eso de «todo lo que viere u oyere en mi profesión o fuera de ella, lo guardaré con sumo sigilo», el secreto profesional es un dogma para nosotros «los médicos», —y lo volvió a repetir, con una cierta hidalguía, ahora barbilla aun más alta, busto aun más recto.
—Gracias doctor Rascowski, no podía esperar menos de usted. Por cierto, ¿ese apellido es polaco, no?
—Sí, mi abuelo lo era.
—¡Ah! ¡Qué interesante!
—¿Qué tiene de interesante?
—¿Usted sabe la historia de los buzones?, yo de buzones lo sé todo.
—No, no sé la historia de los buzones. ¿Y qué tengo que ver yo con los buzones? ¿O con la historia de los buzones? No entiendo.
—No, como su abuelo era polaco, mire, le voy a contar, no se lo va a poder creer. Esto sucedió en Polonia, hace mucho tiempo, por el 1600 creo, entonces un cartero, que hacía la ruta entre las ciudades Breslavia y Leipzig y que pasaba por un pueblo que se llamaba Legnica, para ahorrar tiempo se le ocurrió fabricar una especie de caja de madera donde los habitantes de ese pueblo dejaran las cartas, así se evitaba tener que pasar casa por casa a recoger la correspondencia, y así ganaba tiempo, esa caja, ese recipiente es el antecedente del actual buzón. ¡Grandioso, eh!
—¡Muy interesante! Se ve que usted ama los buzones, lo veo claramente, —le contestó el director, mirándolo una vez más con desconfianza, aunque le había resultado interesante la historia.
—¡Sí! ¡Ha dado en el clavo! ¡Y usted como polaco los amará también! ¡Yo soy un admirador de los polacos! ¡En el fútbol, en la música, en todo! ¡Y ahora que me atienda un polaco! ¡Es lo máximo!
—Yo no soy polaco, el polaco era mi abuelo, ¿creo habérselo dicho no?
—Sí, es verdad, discúlpeme, a veces me confundo, porque como usted tiene un apellido polaco.
—¡Usted me desconcierta! ¡A veces parece brillante, y otras un poco delirante. ¡Qué cosa con usted! «Tanto a mi favor», se vanaglorió Paulino. Entonces continuó, totalmente decidido a ponerlo fuera de sí.
—Y bueno, uno es como es, ya sabe. ¿Una pregunta?, ya que usted es polaco, o su abuelo, no lo sé bien ahora, ¿no tendrá nada que ver con ese cartero de Polonia, no?, porque él era polaco también.
El director no se lo podía creer. ¿El tipo era estúpido o se hacía el imbécil? Totalmente colérico le respondió mal, no correspondía con un paciente, pero este había empezado a irritarlo, entonces le contestó levantando un poco la voz:
—Primero que no soy polaco, ya se lo he dicho varias veces, y así y todo, ¿Cómo piensa que puedo tener algo que ver con un cartero que vivió en el año 1600 y que, según usted, inventó, —si se puede decir que inventó—, el buzón? ¿Cómo se le ocurren estas tonterías?
—A lo mejor un abuelo suyo, o un bisabuelo.
—¡Es igual! ¿Cómo mi abuelo o mi bisabuelo? ¿Usted no tiene noción del tiempo?, —ahora esto lo dijo casi gritando, lo exasperaba Paulino.
—Bueno, varias generaciones, pero podría ser, —Paulino no podía más de la risa, lo veía tan enrabietado al director que le daba gracia, pero pensaba seguir, lo iba a exprimir al máximo, y siguió—, piense que usted siendo polaco…
—¡Ya le he dicho que no soy polaco!, —esta vez sí pegó un grito el director, Paulino pegó un saltito y se echó hacia atrás—, ¡y aunque lo fuese!, —continuó el director—, ¿quién le ha dicho que ese cartero, maldita sea la hora que inventó los buzones, pudiera tener relación con mi bis bisbisbis bisabuelo o lo que quiera? ¿Usted está loco o me quiere volver loco a mí? «Voy a terminar yo en el loquero con este tipo, malditos sean el juez, el comisario, y todas las autoridades juntas, mandarme semejante pirado», —razonó irritado el director. Entonces continuó Paulino.
—Bueno, veo que es un tema que le molesta. ¿Habrá tenido en su niñez problemas con algún cartero?, —le pregunto Paulino bajo el manto de una total inocencia.
—Mire señor Chain o como se llame, o deja de decir estupideces o canto todo a la policía y el secreto profesional se va al carajo. ¿Me entiende no?
Fue en ese momento que Paulino tomó la decisión de parar, aunque le producía mucha gracia el director por cómo había discurrido la entrevista, y le sorprendió la forma, o mejor dicho la mala forma de relacionarse con los pacientes, más, teniendo en cuenta que trataba pacientes locos. Ante semejante amenaza Paulino se arrebujó en el asiento y se quedó sin habla, prefería callarse y dejarle la iniciativa al otro. Fue cuando volvió a intervenir el director:
—Disculpe señor Chain, pero a veces estas situaciones me sacan de quicio, he tenido una mañana terrible aquí en el hospital, —intentó excusarse el director—. Bueno mire, luego de esta entrevista voy a comunicar al juez que lo mejor para usted sería que permaneciese aquí internado, le haremos terapia cognitiva, lo último en tratamientos psicológicos, y lo apoyaremos con medicación. Le haremos una entrevista semanal, y en vista de los resultados iremos viendo la evolución de su enfermedad y qué resolución tomar, —se lo dijo en un tono seco, con cara de pocos amigos, pero ya estaba harto de Paulino, quería perderlo de vista.
—¿Y quién me hará las entrevistas? ¿Si se puede saber, si no es un inconveniente?, —nuevamente intercedió Paulino con cara de chico inocente.
—Yo mismo, que soy especialista en trastornos obsesivos, así que dentro de una semana nos veremos, —lo dijo de mala gana y se veía a la legua que estaba colérico, muy irritado, no viendo la hora de deshacerse de semejante patán.
A todo esto Paulino saltaba en una pata, loco de alegría por el resultado conseguido no podía menos que felicitarse, había logrado lo que se había propuesto. A todo esto el director, quería sacárselo de encima lo antes posible, así que hizo sonar una campanilla e inmediatamente llegó un enfermero.
—Este paciente, el señor Paulino Chain, quedará ingresado, póngalo en el pabellón de observación de pacientes no peligrosos, en una habitación individual, luego le acercaré las indicaciones médicas. Hasta luego señor Chain, pronto nos veremos, —le dijo casi con mala cara, porque lo había hecho salir de quicio, a él, todo un psiquiatra que se suponía que dominaba a la perfección este tipo de situaciones.
Cuando Paulino salió el doctor Pieter Rascowski se agarró la cabeza, este paciente le había resultado insoportable, y aunque lo trataría otro psiquiatra del hospital, dado que venía de parte del juez, a su cargo corría la supervisión del tratamiento y las entrevistas.
Mientras tanto Paulino observaba la habitación que le habían asignado con un placer inusitado. Arriba de la cama le habían dejado una toalla y un pijama, y sobre la mesa luz un cepillo de dientes, una pasta dentífrica, un peine y una pastilla de jabón. «Esto es mejor que un hotel», musitó sin dejar de brillarle los ojos, porque se había librado de la cárcel, y la libertad la veía a la vuelta de la esquina. Ahora poco a poco, entrevista tras entrevista, tendría que dar muestras de la suficiente mejoría para que en no mucho tiempo le dieran el alta, y luego, patitas a la calle. La habitación no era muy grande pero lo suficiente como para dar cabida a una cama de una plaza, —Paulino con ambas manos probó la elasticidad y la blandura del colchón—, una mesita de luz con su respectiva lámpara, una mesa y silla incluida, un armario donde colgar su ropa con un espejo en una de las puertas, y al final, debajo de un ventanuco que daba a un jardín, un lavabo con un grifo para el aseo personal. Se volvió a reiterar «que era mejor que un hotel». Miró la hora, eran las dos de la tarde. No pasó mucho tiempo que entró un enfermero.
—Señor Paulino Chain, le vengo a dar una serie de instrucciones: desayunará y comerá en el comedor con el resto de los pacientes, el desayuno es a las ocho de la mañana, la comida del mediodía a las doce y media, y la cena a las veinte, a media tarde hay una merienda; el hospital dispone de una biblioteca por si le interesa leer, puede traer los libros a su habitación previa autorización que debe rellenar; tiene libertad para salir al patio con el resto de los enfermos pero aquí le dejo un papel con los horarios que debe estar en su habitación, en esas horas pasará el médico a visitarlo y pasaremos nosotros a dejarle la medicación que le hayan indicado; puede estar en pijama o con la ropa de calle de su propiedad; puede recibir visitas, pero nos lo tiene que comunicar, y para cualquier aclaración puede preguntarnos a nosotros. Aunque es un poco tarde ahora le traerán la comida del mediodía, seguro que tendrá hambre.
Al poco rato entró un auxiliar con un plato de comida y un vaso de agua en una bandeja, por esta vez comería en su mesa. Estaba hambriento. No podía negar que desde que lo habían detenido, este era el primer momento de paz, por fin su truculento cerebro no lo perturbaba, era como si la tormenta hubiera dado paso a la calma, eso siempre ocurría así, y él no iba a ser la excepción. Después de comer se tendió en la cama y repasó los últimos acontecimientos vividos. Le preocupaba su trabajo, días antes había llamado diciendo que estaba enfermo, pero no podía mantener esa mentira demasiado tiempo, aunque pensándolo bien, en realidad estaba ingresado en un hospital; no tenía una enfermedad física, no tenía fiebre, no tenía dolor, pero el hecho de estar ingresado lo caratulaba como enfermo, conclusión, no había mentido. ¿Qué hacer entonces? Era esperable que una vez que su director en la oficina, el señor Benedicto Martínez, se enterara que estaba ingresado en el Hospital Psiquiátrico por un trastorno mental que lo había llevado a robar cartas durante casi toda su vida, lo despidiera de su trabajo, sin embargo pensó con acierto que en ese caso era preferible que lo enterara él mismo de su propia boca a que se enterara por habladurías que luego terminaría por confirmar en el propio hospital. La posibilidad de ser él mismo quien le contase al director su particular drama de ser un ladrón de cartas fue ganando enteros. Además siempre había tenido una buena relación con el señor Benedicto, y si bien las posibilidades de conservar el puesto eran casi nulas, nunca debía perder las esperanzas. Una distendida y franca charla con él, podría allanar el camino a que este pudiera comprender su drama, drama que no había podido evitar, pero que se había colado en su vida como se cuelan las tragedias en cualquier familia, o como se cuela la desdicha en la vida de cualquier desgraciado, como él mismo había sido, pero ahora estaba allí, ingresado en un Hospital Psiquiátrico, y estaba para curarse, para quitar de su mente las falsas ideas que lo habían llevado a lo más bajo, y una vez rehabilitado, podría reincorporarse a la sociedad y tener una vida normal, todo eso le diría, y quizás, quizás lo entendiera. Eso haría. Le pediría al enfermero que le permitiesen un teléfono y hablaría con el señor Benedicto, le diría que estaba ingresado y que quería hablar con él. Por supuesto, que igual que había hecho con la policía y con el mismo juez, no le contaría toda la verdad, se remitiría solamente al robo de las cartas, y por cierto, ahora que lo recordaba, cuando le había robado la carta al director, había tenido el tino de fotocopiarla y devolver el original a su origen, y la fotocopia, muy bien guardadita la tenía. Como ya era tarde, habían pasado las tres, dejaría la llamada telefónica para mañana. Esa tarde por primera vez salió al patio con el resto de los enfermos, algunos en sillas de ruedas le hacían morisquetas y ejercían todos los movimientos posibles con las manos, y con los ojos, que los movían de un lado para el otro, los que se desplazaban por su propio pie, algunos se le acercaron y trataron algún tipo de conversación, pero lo que escuchaba no tenía ni ton ni son, y prefirió pasar de largo y hacerse un hueco solitario cerca de la puerta de salida. Un monitor cuidaba que nada alterara el orden, y uno que parecía muy cuerdo cuando se le acercó le preguntó si era el director. Así pasó las horas, entre el ingenio de la observación y la curiosidad por los personajes que pasaban ante sus ojos. Nunca antes había estado en un hospital psiquiátrico, pero nunca antes se había sentido tan alejado de una forma de vida que, estaba seguro, no le correspondía. Cuando los últimos rayos de sol abandonaron el patio se metió en su habitación. Pronto servirían la cena. Se acordó de la biblioteca. Se traería algún libro para leer. Y aunque no era un asiduo lector, le serviría para distraerse. Al rato entró un enfermero, traía en un plato pequeño una pastilla y un vaso de agua.
—Esta es su medicación, —le dijo, y le alcanzó el plato con la pastilla, igual que el vaso de agua, y se quedó allí delante para asegurarse que la tomaba, lo miraba escrupulosamente, no le quitaba el ojo de encima, no era nada simpático este enfermero, y aunque no se quería medicar no tenía opción, se la puso encima de la lengua y se la tragó.
Esa noche, a las ocho, avisaron para ir al comedor. Salió a un corredor y se unió a los otros enfermos, que en una fila, algunos torpes, y otros en silla de ruedas, se desplazaban en conjunto. Le había alterado el ánimo la obligación de la medicación. Se sentó en una mesa que encontró libre pero las sillas rápidamente fueron ocupadas. Esa noche le dieron sopa de fideos y un bistec con un puré de calabazas, de postre una rodaja de melón. Cuando estaba troceando el melón se dio cuenta que las semillas tenían casi el mismo aspecto que la pastilla que había tomado un rato antes: oblongas y ligeramente marrones. Las separó con el cuchillo, y se las metió en el bolsillo de la chaqueta. Él era rápido con las manos, cuando le trajeran la medicación haría el cambiazo, no se volvería a medicar. Feliz por el descubrimiento ahora había que ponerlo en práctica, esa misma noche dejaría secar las semillas en el ventanuco, luego las guardaría muy bien guardadas, luego actuaría, y mañana llamaría a su director en la oficina.
Pasó la noche entre sueños truculentos, seres desconocidos lo perseguían por un corredor extraño, unos iban en sillas de ruedas y otros cojeando, pero todos lo perseguían sin degüello, él corría delante huyendo, en medio del pánico que le provocaba la situación. Estaba tan fatigado que apenas si podía levantar los pies del suelo, y justo en el momento que uno de ellos estaba a punto de alcanzarlo, se despertó de golpe, todo sudado, con el corazón en la boca, y con una profunda sensación de horror. «Ha sido la pastilla, maldita sea, mañana haré cualquier cosa, pero no la tomaré». A las siete ya estaba despierto. No sabía cuándo le traerían nuevamente la medicación, pero se preparó. Se fue al ventanuco y recogió las semillas, se quedó con una y el resto las puso en el bolsillo de su pantalón. Estuvo practicando un rato, los movimientos que haría para desconcertar al enfermero. Pronto se dio cuenta que podía hacerlo. Ahora era esperar. No pasó mucho tiempo que entró otro enfermero, no era el mismo de ayer, pero llevaba el mismo gesto adusto, de cara de pocos amigos, él llevaba en la mano izquierda la semilla, cuando el enfermero le acercó el plato, con la derecha asió el vaso mientras que con la otra mano la pastilla, en la misma mano hizo el cambio con los dedos, se puso la semilla en la boca, bajo la atenta mirada del enfermero, y se la tragó.
—Bien, —dijo el enfermero, y se marchó.
Una complaciente sonrisa le llenó el rostro, había empezado el día con buen pie, seguiría practicando cambiando semilla por semilla con los dedos en la misma mano izquierda hasta conseguir la perfección, como cuando se dedicaba a robar cartas, que con la «letal» había llegado a ser un experto. Ahora llamarían para el desayuno. Luego llamaría por teléfono a la oficina, y dentro de una semana la primera entrevista.
En uno de los pasillos del pabellón había un teléfono público, era una de las ventajas de estar en el pabellón de observación de pacientes no peligrosos, sacó unas monedas de su bolsillo y llamó a la oficina, después de una corta espera le atendió la telefonista:
—Hola, oficinas de la fábrica de dulces y mermeladas, dígame.
—Hola, soy Paulino Chain, me podría poner con el director, con el señor Benedicto Martínez.
—¡Hola señor Chain! ¡Ahora le paso!
—Hola, Benedicto Martínez al habla.
—¡Hola señor director! ¡Soy Paulino Chain!
—¡Paulino!, ¿Cómo está usted? ¡Aquí todos preocupados por su salud!
—Sí señor director, me lo imagino, mire le tengo que comentar una cosa…
—¿Pero cómo está usted?
—Estoy bien, pero estoy ingresado en el…
—¿Está ingresado? ¿Pero que le ha pasado?
—Le estaba diciendo, que estoy ingresado en el Hospital Psiquiátrico y…
—¿En el Hospital Psiquiátrico? ¿Pero que le ha pasado?
—Bueno, eso es lo que trato de explicarle señor director, me gustaría tener una conversación con usted, pero la única manera es que usted me venga a ver al hospital, por ahora no puedo salir de aquí.
—¿No puede salir?
—No señor director, pero me gustaría conversar con usted, y la única manera es que usted venga a verme.
—Por supuesto, ¿Cuándo quiere que vaya?
—Cuando a usted le venga bien señor director, pero antes deberá llamar al hospital y anunciar que va a venir a visitarme, entonces ellos le darán las indicaciones pertinentes, me refiero el día y la hora, bueno, eso es algo que podrá arreglar usted.
—Bueno, no se haga problemas, sabe que cuenta conmigo, ahora mismo llamaré y si esta tarde puedo ir lo pasaré a visitar.
—Muchas gracias señor director, yo lo espero, muchas gracias por todo.
—Adiós Paulino, adiós, —y el director colgó el teléfono y se quedó alelado, no entendía nada, ¿Qué estaba pasando con Paulino?, su mejor empleado.
En el hospital Paulino hizo un suspiro profundo. Ahora tenía que esperar que su director hiciera las gestiones oportunas, y luego la reunión con él. Tenía que tener muy claro qué iba a contarle. Solo hablaría de su obsesión por los buzones y que robaba cartas, y todo desde la niñez; el director del hospital, que sabía toda su historia no le revelaría toda la verdad, el secreto profesional le prohibía un gesto así, y ante él debería mostrarse compungido y aceptando que había estado en un error, y que efectivamente era una enfermedad, pero que estaba allí para curarse, de eso estaba seguro. También le diría que querría conservar el empleo, y que nunca tuvo ningún desliz en la oficina, eso lo podría jurar. Ahora había que esperar, y rezar, rezar para que todo fuera bien. Al mediodía después de comer se acostó en su habitación. Intentó dormir pero no pudo, estaba ansioso, no sabía si finalmente su director, el señor Benedicto Martínez obtendría la autorización para visitarlo ese mismo día, esa misma tarde. Poco a poco fue entrando en una modorra que lo dejó en una especie de limbo, hasta creyó soñar, vio una señora gorda con el culo muy grande que le bailaba alrededor, y mientras se reía a carcajada limpia acercaba y alejaba su cara pintarrajeada, él intentaba asirla por los brazos pero no podía porque cuando estaba a punto de hacerlo ella se separaba y seguía bailando y girando a su alrededor sin dejarse agarrar, de pronto alguien abrió la puerta y despertó, estaba agitado y sudoroso, era un enfermero que tan serio como la otra vez le dijo:
—Tiene visita, acompáñeme.
Se levantó presuroso, se miró al espejo, se acomodó el pelo con las manos, y salió detrás del enfermero. Recorrieron el pasillo hacia la entrada principal del hospital, donde tenía el despacho el director, y antes de llegar, a mano derecha, el enfermero abrió una puerta y lo hizo pasar.
—Pase y espere aquí, —le dijo, y salió y cerró detrás de él.
La habitación era más o menos como la que le habían asignado a él como dormitorio, tenía una mesa más amplia y varias sillas alrededor, y un ventanal más grande, que también daba a un jardín. El hospital era una construcción vieja pero muy bien conservada, se trataba de una sola edificación rodeada de amplios espacios verdes, muy bien cuidados, con plantas y árboles, un poco alejada de la ciudad. Paulino estaba muy ansioso. Sabía que se jugaba el empleo, y prefería no hacerse ilusiones, detenido por la policía e internado en un hospital psiquiátrico no eran buenos antecedentes. Se sentó en una de las sillas y comenzó a restregarse las manos, la ansiedad lo carcomía por dentro. También sentía una profunda vergüenza, tan luego él, la mano derecha de su director, su hombre de confianza, resultaba que era un ladrón de cartas. ¿Cómo lo podría entender? No pasó mucho tiempo que la puerta se abrió, dio un pequeño respingo y se puso de pie, y allí apareció, el señor Benedicto Martínez, con su traje oscuro y su corbata azul, muy bien peinado hacia atrás, ahora que lo veía fuera del contexto de la oficina le parecía un señor mucho más respetable, casi distinguido. Sintió admiración por el digno personaje, y él ahora se veía tan miserable, tan poca cosa, sin quererlo se sonrojó, y sintió bochorno, casi abominó de su antigua obsesión. El señor Benedicto Martínez dio un paso al frente y abrió los brazos, Paulino estaba paralizado por la emoción que lo embargaba, de pronto se vio abrazado por su director, de a poco se soltaron y se sentaron, el uno al lado del otro, en las sillas que allí había. Se quedaron mirándose a la cara, Benedicto, un hombre simple, le largó una mirada franca, entonces le preguntó:
—¿Qué ha pasado Paulino? ¡Cuénteme!
—¡Señor Benedicto! ¡Cuánto siento lo que me está pasando! ¡Usted no se lo imagina!
—¡Pero cuénteme hombre! ¡Cuénteme! ¡Sabe que puede confiar en mí! ¡Adelante!, —prosiguió el director.
—Es una historia larga señor director, hasta me avergüenza contarla, tan luego a usted, a quien admiro y estimo, por sobre todas las cosas, y usted lo sabe.
Y entonces Paulino fue desgranado como bien pudo toda la historia de su vida, desde la niñez, cuando comenzaron sus aventuras con los buzones, hasta que fue prendido por la policía por una denuncia anónima que lo había visto meter la mano en un buzón, contó de su empecinamiento en continuar con algo que aunque sabía que no estaba bien, él no podía parar, le contó de las cartas robadas que guardaba en un archivo, de los informes que escribía del robo, del curso de grafología, le habló del vaporizador, de la «vara», y después de la «letal», y del Buzón Imperial. Sin embargo se guardó muy bien de contar nada acerca del «caso Margarita Bassand», como él le llamaba, de Román Argutti y de cómo se libró de él, y de los delincuentes con los que se asoció, solo le contaría lo que podía recoger del comisario, o quizás del juez, el resto se lo guardaba, era demasiada la locura que encerraban esos actos, no lo entendería ni su propio director, se cavaría su propia fosa, y del director del Hospital confiaba que no revelaría la verdad, suponía que respetaría el «secreto profesional», o eso creía.
—Y eso es todo señor Benedicto, el médico psiquiatra que me entrevistó me dijo que tenía un trastorno obsesivo compulsivo, y que me van a dar un tratamiento, luego cuando esté curado me darán el alta, espero que no sea dentro mucho tiempo.
—Pero Paulino, ¿qué era eso que se le daba por robar cartas? No lo entiendo, tan luego usted, a mis ojos una persona íntegra por donde se la mire, yo a usted siempre lo he tenido por ser un poco retraído, poco amigo de dar confianza a los demás, pero siempre en sus cabales, eso es lo que no entiendo.
—Ni siquiera yo lo entiendo, cómo he podido llegar hasta aquí, porque cuando estaba en el trabajo, en la oficina me refiero, yo no tenía esas locuras, solo pensaba en mi trabajo, —mintió Paulino, que se acordaba muy bien cuando estaba en alguno de sus delirios los despistes que tenía—, eran los fines de semana, cuando estaba en mi casa, entonces me entraban deseos de salir y robar buzones. Ya le dije, eran cartas sin importancia, de amor, de esas cosas, las otras las volvía a meter en el buzón.
—Una pregunta Paulino, hablando del trabajo justamente, usted al principio era el encargado de la correspondencia… ¿no se habrá quedado con alguna carta mía, verdad?, disculpe si le molesta esta pregunta, pero se la tengo que hacer, no olvide que soy su director…, —aquí al señor Benedicto le había quedado la mosca detrás de la oreja, él recibía cartas, por así decir, «clandestinas», y ahora le entró la duda.
—¡No señor Benedicto! ¡Ya le he dicho que estas cosas me pasaban fuera de la oficina, en mi casa, los fines de semana! ¡Esto se lo puedo jurar, por favor, su desconfianza es para mí como un disparo en el pecho, su presunción de que me podría haber quedado con una carta suya sería mi mayor castigo!
—No, no, no es que desconfíe de usted, es que me lo he preguntado y quiero salir de dudas, usted Paulino entiéndame, me doy por satisfecho con su respuesta, tenga en cuenta que usted es y seguirá siendo mi mejor empleado.
Esta respuesta tan contundente por parte de su director a Paulino le insufló los ánimos, le había dicho que «seguiría siendo su mejor empleado», y aunque todavía no podía asegurarlo, la «cosa» iba bien encaminada.
—Mire señor Benedicto, es verdad que yo soy obsesivo, por eso estoy aquí, y que en el caso de los buzones me llevó por mal camino, pero así como era obsesivo con los buzones, también lo era con mi trabajo, y en ese caso puede estar seguro que esa obsesión por hacer las cosas bien, por mi compromiso con la empresa, por mi sacrificio por la casa, por mi lealtad a usted, por mi imparcialidad ante mis compañeros, a veces pareciendo antipáticos ante ellos, por todo ello, creo que siempre he actuado desde la más profunda honestidad, —aquí Paulino terminó por remachar un discurso que iba directo al corazón del director, que quedó apabullado ante tal disertación.
—Paulino, cuente conmigo para lo que necesite. Sepa que su puesto de trabajo en la fábrica de dulces y mermeladas lo está esperando. Hablaré, si usted me lo permite, con el director del hospital…
—Sí, el doctor Pieter Rascowski, yo ya he tenido una entrevista con el, ayer precisamente, cuando me trajeron.
—Sí, simplemente para remarcarle la clase de persona que ha sido usted para la empresa, después de tantos años trabajando en ella, esto, si a usted le parece bien, es para que sepa que tiene mi apoyo.
—Yo se lo agradezco mucho señor Benedicto, usted, más que como director, está actuando como actuaría un amigo, yo no puedo más que agradecérselo, —y se levantó y le dio un abrazo, ambos estaban emocionados, y mucho más Paulino, que veía que su puesto de trabajo, por el momento, no corría peligro.
—Lo pasaré a visitar en otra oportunidad, personas como usted merecen ser tenidas en cuenta, —le remarcó el director, convencido de la pronta resolución del caso, y se dio media vuelta y se fue.
Cuando el señor Benedicto dejó la estancia, Paulino se quedó solo en la sala, esperando que algún enfermero lo fuera a buscar, esa era la orden. Cuando lo vinieron a buscar lo llevaron directamente a su habitación, y lo primero que hizo fue echarse en la cama, estaba agotado, estas situaciones lo dejaban exhausto, aunque esta vez con la tranquilidad de saber, que por el momento, continuaba en su trabajo. Sin embargo, boca arriba en la cama, comenzó a cavilar. La entrevista que el señor Benedicto tendría con el director del hospital le preocupaba, este sabía toda la verdad de su aventura con los buzones, y ese pensamiento lo mantuvo en alerta. Creía, con una cierta seguridad, que el director del hospital no podría faltar al juramento que lo obligaba a guardar «lo que viere u oyere en su profesión», sin embargo recordó que cuando lo sacó de quicio lo amenazó con cantar todo a la policía, por eso ahora dudaba. Había pasado la hora de la merienda pero no tenía hambre, pronto anochecería y luego sí, iría al comedor a cenar. Sacó del bolsillo una semilla y se la puso en la mano izquierda. Pronto llegarían con la pastilla.
Tuvo una noche tranquila, porque durmió de un tirón, toda la tensión acumulada en los días pasados había dado paso a un estado de relativa calma, por eso cuando al otro día se despertó se sintió como nuevo, y eso era bueno, porque se debía enfrentar a un nuevo día que no sabía qué le depararía. Volvió a ponerse una semilla en la mano izquierda y esperó. Al rato apareció el enfermero con la pastilla, el vaso de agua y la cara agria. Fue en ese momento que le comunicó:
—Entre las diez y las once debe permanecer en la habitación, lo pasará a ver el doctor Mansul, es el médico que llevará su caso.
Efectivamente, a las once se abrió la puerta de su habitación y apareció un médico que no había visto. De bata blanca más allá de las rodillas y de cara redonda un poco rechoncha, el doctor Mansul era un personaje simpático, por eso entró con una sonrisa y un «buenos días» que lo alegró.
—Buenos días, soy el doctor Mansul, llevaré su caso y lo visitaré cada día, —le dijo sonriendo, y continuó—: Bueno, he hablado con el doctor Rascowski y sé todo referente a su caso. Dígame cómo se siente hoy.
—Buenos días doctor, encantado. La verdad me siento muy bien, —le contestó Paulino haciendo alarde de una normalidad absoluta, a partir de ahora tenía que dar muestras de cordura, de estar en sus cabales, luego, una vez por semana vendrían las entrevistas con el director, allí debía actuar de la misma manera, estaba en juego su propia libertad.
—Muy bien, me alegra mucho escucharle decir eso. ¿Le traen la medicación verdad?, son dos pastillas al día, —quiso confirmar el médico.
—Sí, sí, cada día, una vez por la mañana antes del desayuno y otra por la noche, antes de la cena.
—¿Y qué tal? ¿Algún efecto secundario?, —inquirió el médico.
—No entiendo, —le dijo Paulino, aunque sí había entendido perfectamente la pregunta. No sabía por qué pero le daba gracia este médico, recordó cuando lo sacó de quicio al director, había descubierto un don que desconocía de su personalidad, esa de saber que podía reírse de la gente, de mofarse, y de dejarlos un poco desconcertados, pero ahora debía hacer buena letra, no podía andar con chanzas ni con bromas, ahora tenía que dar pistas de normalidad, y que le dieran el alta, y volver a ser libre.
—Sí, ¿si ha tenido mareos, o si ha sentido sueño durante el día?, alguna sensación, algún síntoma que no haya tenido antes.
—No, estoy perfecto, al contrario, me siento muy tranquilo y muy bien, antes, a veces, me sentía nervioso, no sé, como intranquilo, pero ahora estoy muy bien, —y entonces continuó, y porque le daba gracia el médico y veía que podía reírse un poco de él, no se pudo contener, y aunque iba en contra de su empeño, le dijo—, Incluso, mire lo que le voy a decir, antes, me la pasaba rascándome la cabeza, y ahora no, esas pastillas son muy buenas, —acotó Paulino, mirándolo seriamente y riéndose por dentro.
—Bueno, a ver, esas pastillas no son para el picor en la cabeza, lo que pasa es que si estaba nervioso, el nerviosismo le puede causar picor, con las pastillas, desaparecido el nerviosismo, desaparece el picor, ¿me entiende?
—¡Ah!, —le contestó Paulino que lo miraba y escuchaba atentamente, y continuó—, porque tengo un amigo que se la pasa rascándose la cabeza todo el día, a lo mejor con estas pastillas…
—¡No!, a ver, si su amigo se rasca puede ser que tenga caspa…
—¡Sí!, le cae una cosita blanca del pelo, le mancha toda la ropa…
—Es lo que le estoy diciendo…
—No sirven para la caspa, —volvió a la carga Paulino, que se estaba pasando, porque el médico se estaba empezando a mosquear.
—¡Claro! ¡Por supuesto que no son para la caspa!, —se alteró el médico, aquí Paulino se tuvo que parar, corría el riesgo de dar al traste con sus planes, pero por dentro se reía mucho, el médico iba a terminar desconcertado con él, y no le convenía, debía tener más cuidado.
—Le entiendo, le entiendo doctor, discúlpeme, estas pastillas son para los nervios, mi amigo mejor que vaya a un especialista y que lo medique como corresponde, —ahora Paulino se puso el disfraz de cuerdo, de hombre coherente, no podía ser de otra manera.
—Exacto señor Chain, me alegro que lo haya entendido.
—Sí, como le decía antes, yo estoy muy bien desde que tomo esas pastillas, —mentía descaradamente Paulino, que solo tragaba semillas de melón.
—Bueno, eso son las pastillas, ha visto que aquí tratamos a la gente como se merece, de aquí saldrá curado, eso se lo garantizo.
—¡Ojalá doctor! ¡Yo sabía que necesitaba esto, y ser atendido por buenos profesionales!
—Gracias señor Chain, cada mañana lo pasaré a ver más o menos a la misma hora, hasta mañana.
Cuando el médico dejó la habitación Paulino sintió que no podía más de la risa, sin embargo razonó que las cosas discurrían de la mejor manera posible. Estaría atento a la próxima visita que le haría su jefe, el señor Benedicto, allí se enteraría si había hablado con el director del hospital y qué cosas le habría dicho, luego estaba la entrevista con el propio director del hospital, solo quedaba en suspenso el asunto de la Paca, de la que no sabía nada, y supuestamente ella que tampoco sabía nada de él. A fin de mes debía pagar la mensualidad, y si continuaba en el hospital, no sabría cómo hacerlo. Además la Paca le gustaba, pero después de lo que había pasado no creía que esta accediera a tener algún tipo de relaciones con él. Sin embargo debía abordar la cuestión. Pensó que debía actuar igual que había actuado con el señor Benedicto, contarle toda la verdad, o mejor dicho, parte de la verdad. ¿Pero cómo hacía para tener un encuentro con ella?