VEINTE

Cuando Román Argutti y su compañera Naomi entraron al departamento y encendieron la luz de la sala se quedaron paralizados. Al asombro por el caos que veían, —todo estaba revuelto y desparramado por el piso—, le siguió una sensación de angustia mezclada con una rabia incontenible: alguien había entrado en la casa y lo que era evidente, habían robado. Y no se habían andado con chiquitas, porque un primer pantallazo de la situación les mostraba que había desaparecido el televisor y el equipo de música, los dos elementos que más sobresalían en la sala. Cerraron la puerta tras de sí alarmados, y rápidamente la mirada de ambos se centró en la mesa de la sala, allí destacaba como si fuera la reina de un carnaval dantesco, una enorme cabeza de cerdo, los ojos abiertos y exorbitados parecían mirarlos con odio, y de la boca colgaba una lengua azulada, en plan de burla al mismo tiempo que amenazante. A la sorpresa le siguió la parálisis, los dos se quedaron con la mirada fija en la mesa, Román, despertó del ensimismamiento y dio dos pasos hacia allí, y al acercarse vio la nota, detrás, paralizada, Naomi, su amante-amiga-compinche, se cubrió la cara sin por eso dejar de observar, alucinada y llena de pavor, la cabeza de cerdo, que inquietante cernía su mirada hacia ella, o eso le parecía. Cuando Román Argutti se acercó pudo ver de cerca la nota, que escrita con letras de periódicos recortados y pegados en una hoja de folio blanco lo amenazaba y lo conminaba a largarse: «Perro inmundo, te doy 48 hs para que desaparezcas, no te quiero ver nunca más por aquí. No es broma, si no te vas te meteré un tiro en la nuca».

—¿Quién es el hijo de puta? —se dijo sorprendido.

Le salió del alma, pero inmediatamente casi corriendo recorrieron la casa, Román rápidamente se fue al dormitorio, abrió el armario y lo primero que vio lo llenó de pánico, la maleta negra, la maleta que contenía todas las fotos y negativos de su trabajo de años había desaparecido.

—¡Hijo de puta!, —dijo casi gritando.

La habitación, como la sala, parecía devastada. Maletas en piso, cajones abiertos, ropa tirada aquí y allá, sombreros que se mezclaban con zapatos, y no quedaba nada de los contenidos de las cajas que contenían las joyas y las bisuterías de su amante-amiga-compinche. Naomi pegó un gritito. Román, en un estado de nerviosismo extremo siguió rebuscando como creyendo que todavía era posible encontrar, en algún sitio del departamento, la maleta negra, la maleta que le tenía que dar los cincuenta de los grandes, sin esa maleta era hombre muerto, y lo sabía, lo sabía muy bien. Sobre la cama ropa suelta, cajones de las cajoneras dados vuelta, algunos zapatos, cuadros que habían sido descolgados, —¿buscando una caja fuerte?—, perchas sueltas, un abrigo viejo, y por el suelo otro tanto, todo era un desbarajuste descomunal, y haciendo un recuento muy por encima vio que le faltaban las mejores ropas, las mejores camisas, una chaqueta de cuero nueva, pantalones de fiesta, el abrigo de cachemira que hoy justo hoy no se había llevado, el robo era gigantesco. Naomi, profundamente alterada, se fue a la cocina, luego al baño, faltaba todo lo que se podían haber llevado que tuviera algo de valor. No les quedaba nada. Habían sido vaciados. Casi corriendo se cruzaron en el pasillo, él saliendo del dormitorio y ella viniendo de la cocina, Román, que completamente alterado jadeaba mientras rebuscaba en todos los sitios en busca de la imposible maleta negra, y ella sin las joyas y los mejores vestidos. Román sabía que sin las fotos era hombre muerto, se le venía el mundo abajo, y nada podía hacer. Se fue a la sala y se sentó en el sofá. Lo siguió su amante-amiga-compinche, que sin mirar la mesa desde donde los amenazaba la cabeza de cerdo, se sentó a su lado.

—¿Quién pudo haber sido? —se dijo Román en voz baja, aunque suficiente para que su par le contestara algo, necesitaba una respuesta, por estúpida que fuera.

Con la cabeza entre las manos, mirando hacia abajo, —no quería ni pasar la mirada por la mesa de la sala—, la mujer contestó compungida:

—No sé. Nadie sabe que estamos acá. Salvo los del «Paradise», nadie más. Pero esa cabeza de cerdo, y la nota, ¿Qué dice la nota? Yo no la quise ni mirar.

—No entiendo, ¿por qué la cabeza y la nota? Si fuera solo el robo… pero la cabeza de cerdo y la nota, no me encaja todo esto. ¿Qué dice la nota?, que nos tenemos que rajar de aquí o nos meten un tiro en la nuca, eso dice. ¡Qué te parece! Una cosa disparatada. Pero una cosa es cierto, no es solo un robo, hay algo más. ¿La tonta esta de acá enfrente nos habrá denunciado a alguien? No puede ser cosa de la policía, pero sí de algún otro, que nos esté queriendo quitar del medio, no sé por qué.

—¿Y qué vamos a hacer?

—No lo sé. Si nos tomamos en serio lo de «el tiro en la nuca» nos tendríamos que rajar. Pero no sé. Lo cierto es que nos robaron todo, no tenemos las fotos, eso es lo más jodido, y el televisor, la ropa, hasta la máquina de afeitar se llevaron estos hijos de puta.

—Yo diría de irnos, buscamos otro departamento, lejos de acá.

—Alguno del «Paradise», ¿tendrá algo que ver?, —meditaba en un monólogo continuo Román.

—No creo, solo Sara, la madame, y su nuevo novio, saben nuestro paradero, las chicas no saben nada, no tienen ni idea.

—¿Tendrá algo que ver ese nuevo novio que se echó? ¿Sabes algo de él?

—No, Sara dijo que trabajaba en una oficina, nada más.

—¡En una oficina!… eso no se lo creo ni aunque me lo jure, es un vividor, ¿no viste la pinta que tiene?, ¿tiene pinta de laburante?, ¿de levantarse a las siete para ir a laburar? A mí no me la hace correr. ¡A ver si este tipo se juntó con un par de colegas y nos vinieron a reventar la casa! Y sabe del negocio de las fotos, y ahora las tiene él, ¡a ver si la va a chantajear él! ¡Hijo de puta! ¿Podrá ser cierto esto?

—Román, te estás equivocando, Sara no le habrá contado nada a nadie de los «trabajitos» que hacemos en el «Paradise», sabe que no lo puede contar, ella misma se juega el pellejo, no será tan estúpida de contar a cada novio que tiene todos los secretos de la habitación trucada donde hacemos las sesiones, ella no haría nunca una cosa así.

—No sé…

—Seguro que no, olvídate ya, el novio que tiene ahora es un patán, es incapaz de hacer una cosa así, como entrar al departamento y robar todo, todo Román, todo, nos han dejado sin nada. Para seguir viviendo aquí tendríamos que volver a comprar todo, ¿sabes qué es todo?, un televisor, un equipo de música, una radio, ropa, un montón de ropa, y de la buena, y un montón de cosas más, yo me he quedado sin nada, ni una joya, ni un anillo, pulseras, colgantes, todo de oro y brillantes, —comenzó a sollozar Naomi, que compungida le caían lágrimas como de cocodrilo, y con el dorso de las manos intentaba sacárselas de encima—, joyas que he ido comprando para el día de mañana tener algo, ¡es como si todos mis ahorros se hubieran ido a la mierda!, y ahora no tengo nada, son años de trabajo, de tener que estar con gente, algunos asquerosos, y haciendo jueguecitos que ni me apetecían ni los deseaba, ¿y todo para qué?, ¿para que un hijo de puta venga y me robe todo lo que tengo? ¿Sabes qué te digo?, que ahora me siento violada, estafada, trampeada, es lo peor que me pudo pasar en esta vida de mierda.

Mientras tanto, Naomi seguía a llanto vivo, porque no se podía contener, y no encontraba consuelo a tanto ultraje, a tanta vejación, a tanta infamia, según ella sentía. Y sentía todo esto con total desparpajo y el mayor de los descaros, sin contar con los que fueron esquilmados y estafados por ella misma y su compinche, a los que intimidaban ordenándoles el pago de una jugosa suma de dinero a cambio de entregar unas fotos que comprometían seriamente a la gente que timaban. Para mal de males, ahora de amenazantes pasaban a ser amenazados, la carta que aparecía al lado de la cabeza de cerdo lo decía con total claridad: «no te quiero ver nunca más por aquí, si no te vas te meteré un tiro en la nuca», y Naomi tenía miedo.

—Siga, siga, no se detenga… ¡es tan interesante!