CUATRO

Después de algunos años, cuando finalmente su vida se estabilizó en la fábrica de dulces y mermeladas, con contrato fijo y bien remunerado, cambió de piso y alquiló un departamento más amplio, con dos dormitorios, y mejor ubicado, cerca del centro. El departamento era sencillo, pero se ajustaba a sus necesidades. Traspasada la puerta de entrada había un pasillo, a la izquierda se abría una puerta que sería su dormitorio, después venía el baño, y más allá otro dormitorio, que él convertiría en estudio, el sitio donde abriría las cartas robadas, con su olla vapor, y donde luego de regodearse con ellas las archivaría, porque de eso se trataba, hacer de su obsesión una verdadera profesión. Cuando fue a ver el piso para alquilarlo, la señorita de la inmobiliaria le había advertido, antes de tomar el ascensor:

—Es un piso muy sencillo pero muy cómodo, además tiene un parking subterráneo, en esta zona del centro vale la pena, y lo más importante, le va a dar mucha intimidad, los vecinos son gente mayor y muy tranquila, y eso no tiene precio, ¿verdad?

Y lo miró de reojo mientras pulsaba el botón y volvía la mirada al frente. Le gustó de entrada, el departamento era como él, oscuro, introvertido, un poco triste, y no se escuchaba ningún ruido, y se respiraba una sensación de tranquilidad, que era exactamente lo que él estaba buscando. Así que no regateó mucho el precio y se lo quedó. Además su sueldo y su soltería se lo permitían. Aunque estaba amueblado quiso hacer algunos arreglos que dejaran sellos de su propia identidad, por eso hizo colocar en las paredes papeles pintados con estampados, eligió cortinas oscuras, porque las sombras, en determinadas condiciones anímicas, le producían el sosiego que su atribulada consciencia necesitaba. Se fue a comprar cuadros, con marcos simples pero de estilo antiguo, lo mismo que algunos muebles que adquirió para completar la casa. El ambiente creado, mezcla del mobiliario que ya tenía, más los agregados un poco inciertos, hicieron del conjunto una combinación rara, mezcla del desconocimiento de los estilos de moda y de su propia imaginación, un poco acomplejada y plagada de incertidumbres, porque no acertaba a definirse completamente y porque no tenía consciencia plena de su propia enfermedad, esa que lo llevaba obsesivamente a fisgonear las vidas ajenas a costa de desvalijar buzones. El resto del departamento era por así decirlo muy austero: traspasado el pasillo se abría una sala no muy grande, que al final, a través de una puerta ventana, daba a un pequeño balcón con una reposera, que le servía en los veranos calientes pasar durante la noche los momentos de reflexión que en su soltería empedernida siempre tenía, de la mano de una cerveza bien fría y un cigarrillo, que dejaba, entre calada y calada, consumir entre sus dedos. En el extremo de la sala que daba al balcón había un sofá de dos plazas, el televisor enfrente, y entre ambos una mesa baja donde muchas veces comía mientras veía la tele, al lado del sofá otra mesita pequeña para el teléfono y una nota de blocs y un bolígrafo, en el otro extremo, cerca del pasillo, una mesa comedor redonda con sillas que casi nunca usaba y que le servía para darle el primer sitio a las cosas que traía de afuera y que luego guardaba en el lugar correspondiente, porque también hay que decirlo, era un tipo muy ordenado aunque no obsesivo en esa faceta. Inmediatamente a la derecha se abría la cocina, donde a veces comía, porque tenía espacio para una pequeña mesa y dos sillas. Desde la cocina, un ventanuco daba al costado del edificio desde el cual veía abajo las azoteas de las casas vecinas y las ventanas de los otros edificios del vecindario. Muchas veces mientras masticaba un bocadillo recién hecho se quedaba de pie mirando a través del ventanuco, los techos de las casas y los patios, así, como a vuelo de pájaro, desde la distancia que la altura del quinto piso se lo permitía.

El hecho de que su departamento tuviera parking le hizo plantear la compra de un auto. Por esa época no era común que los edificios tuvieran esta comodidad, y lo consideró una suerte agregada a la fortuna de haber encontrado el piso del que ahora disfrutaba. Así que se puso a buscar. Por fin, después de varios días de una infatigable búsqueda, —la posesión de un auto le garantizaba una autonomía de la que nunca había disfrutado—, encontró lo que buscaba, un Renault Dauphine color beige del año 58 casi nuevo, muy bien cuidado por fuera, y por lo que él veía, también por dentro. Como no sabía conducir, se llegó a la única autoescuela de la ciudad, y allí además de enseñarle le gestionaron el carnet. Al principio fue como un juguete del que no se quería desprender, porque no había sitio, aun estando cerca de su morada, al que no accediera sin el auto. Como sus robos siempre se limitaban a un perímetro dentro de las posibilidades que le permitían sus caminatas, inmediatamente tomó consciencia de la importancia del auto para su cometido de roba cartas. Traspasó sus propias fronteras y se explayó a otros barrios, abriendo su panorama a suburbios impensados, de pronto encontró en el auto una verdadera explosión de su actividad, porque esta dejó de circunscribirse a un coto que cada vez le resultaba más peligroso por la reiteración con la que actuaba, ahora, diluida su actuación en una superficie mucho mayor, su presencia en un mismo barrio se hacía muy escasa, disminuyendo las posibilidades de ser cazado. Con el tiempo llegó a ser un conductor experimentado, y con el auto conoció los rincones más ignotos de la ciudad.

Una vez que tuvo el departamento como él quería comenzó a construir su estudio. Allí dispuso un precioso escritorio que compró y eligió con mucho cuidado, recorrió varias mueblerías hasta que encontró lo que buscaba, porque se trataba de un mueble estilo inglés, muy refinado, que tenía una alzada con estanterías y otros espacios donde ubicar folios, carpetas, lápices, notas, la goma de borrar, clips, gomas elásticas, un sacapuntas, y unos cajoncitos con sus propios herrajes que él sabía que con el tiempo los iría rellenando con otros enseres, este iba apoyado contra la pared, al lado de la ventana; luego una cómoda silla de oficina con ruedas tapizada de cuero, después una biblioteca y una cajonera que ya estaban en el piso y que hubo de restaurar, y con el tiempo le agregó una vitrina que encontró de pura casualidad en una casa de antigüedades. Encima del escritorio puso una lámpara, que más adelante cambiaría por una lámpara-lupa. A la ventana, que daba a la calle, le adicionó una cortina azul oscuro que además de aislarlo del exterior y de la intromisión de alguna mirada indiscreta le otorgaba más intimidad. El trabajo de licuar el pegamento lo hacía al vapor de un cazo con agua que hacía hervir en la cocina. Esto le suponía un contratiempo porque una parte del trabajo lo debía hacer fuera del «estudio», por lo que rápidamente en una tienda de electrodomésticos compró un calentador eléctrico. El calentador en cuestión lo dispuso encima del escritorio, cosa de tener todo a mano, y así, sentado como estaba podía desplegar toda su actividad sin necesidad de moverse de la silla, como cualquier profesional que requiere para su labor los menores desplazamientos y la máxima concentración. A las paredes les hizo poner los mismos papeles pintados estampados del resto del departamento. A la puerta del estudio, de madera maciza y de aspecto antiguo, le puso llave, no quería que si alguna vez tenía visita, esta pudiera entrar a husmear y descubrir a qué dedicaba su tiempo libre. En realidad, y más de una vez lo había conjeturado, no se trataba de su tiempo libre, porque la verdad era que esta era su verdadera y más apasionante actividad. Su trabajo en la fábrica de dulces y mermeladas, como los otros empleos que había tenido anteriormente, eran una exigencia impuesta por la necesidad de ganarse la vida, solo de eso se trataba, porque si por él fuera, ¡ah, si por él fuera!, dedicaría todo su tiempo a la búsqueda de buzones donde hurgar. Se hizo un propósito: la cama desvencijada y el armario, que ya estaban, y que eran unos trastos, debía deshacerse de ellos, solo la biblioteca, que era una simple estantería pero que estaba intacta quizás por su nulo uso, —faltaba darle una mano de barniz—, y la cajonera, que estaba un tanto deteriorada pero que se podía restaurar, se los quedó. Otra de las compras que hizo fue unas pinzas de depilar las cejas que las iba a usar para despegar la solapa de los sobres una vez licuado el pegamento. Esta acción siempre la había acometido con los dedos. Al vaho de la olla, con la punta de las uñas iba levantando el vértice de la solapa, y luego con mucho trabajo terminaba por desprender el papel firmemente pegado, pero era un trabajo arduo, porque no lograba asir con facilidad el pequeño doblez despegado, y lo peor, tanto darle con el dedo terminaba por manchar por las propias rozaduras, el sobre en cuestión. Así que la ocurrencia de unas pinzas para las cejas lo alegró, había sido un descubrimiento fortuito, en su propio departamento, cuando una de las chicas de pago que cada tanto llevaba para calmar su apetito sexual, esta, antes de retirarse y mientras esperaba por el pago de sus servicios, sacó de su bolso unas pinzas y con mucha coquetería y espejito en mano comenzó a depilarse las cejas. Allí, con los billetes en la mano se la quedó mirando, se había quedado mudo, la mirada fija en la pinza de depilar, absorto hasta en el asombro, recién tomaba consciencia de la ayuda que este ínfimo instrumento podía significarle. Hasta esos límites llegaba su obsesión, porque incluso hasta los encuentros sexuales que a veces tenía no lograba separarlos de la manía que lo acompañaba siempre. Compró varias pinzas, porque las había de punta fina y otras más bien chatas, pero todas de buena calidad, de acero inoxidable. Les encontró un sitio donde guardarlas, en uno de los cajoncitos del escritorio, era el sitio ideal, allí las tendría a mano para el momento preciso cuando las necesitara, en el instante que al vapor del cazo de agua hirviendo el pegamento de la solapa se comenzara a licuar. Fue por esa época que tomó consciencia que el cazo donde hervía el agua era un instrumento de trabajo demasiado vulgar para el sitio que estaba construyendo. Además, el vapor que se desprendía del cazo se diluía inmediatamente en el ambiente, obligándole a acercar demasiado las manos sobre a la superficie hirviendo para desprender la solapa, con la consecuencia a veces de pequeños accidentes que se saldaban con algunas leves quemaduras en sus dedos. Al principio lo reemplazó por una tetera, el humo salía más concentrado por el pico mejorando la prestación y evitando las quemaduras, y esto al principio lo tranquilizó. Sin embargo con el tiempo la solución de la tetera le pareció burda, tan burda como el uso que había hecho hasta ahora del cazo de agua. Tenía que encontrar el instrumento apropiado, o bien inventarse uno. Era en esos trances cuando peor lo pasaba en la oficina, porque eran los días en los que tenía la cabeza en otra parte y no se aplicaba como debía en las tareas que tenía encomendadas, aunque él, muy inteligente, sabía muy bien cómo disimular ese estado de desvarío que lo mantenía alejado de todo lo que no se refería a su idea fija y fingía muy bien estar concentrado plenamente en su trabajo. Pero ocurrió que un día, volviendo de su trabajo andando, —a veces le apetecía caminar, él decía que caminando era cuando se le ocurrían las mejores ideas—, al pasar distraídamente por un taller metalúrgico se quedó observando, como un tornero trabajaba sobre una pieza de metal, allí en ese instante le saltó la chispa, porque inmediatamente se imaginó un cazo con una simple tapa con un orificio en el medio al cual le podría adaptar un pequeño tubo de metal. Y así, de pie, mirando de frente el interior del taller, siguió pensando y maquinando la forma que le daría y cómo funcionaría su instrumento de fabricar vapor; estaba, como se diría, como en un delirio, con toda su fantasía desplegada, porque por fin había dado en el clavo, y como siempre le ocurría, se llenaba de ilusión. «¡Y además será precioso!», se dijo entusiasmado. Y entró tan campante al taller metalúrgico, y encargó el instrumento que había imaginado. Así fue que le fabricaron una especia de olla, algo más pequeña que la que él usaba normalmente, con una tapa desmontable agujereada en el medio y adaptado a ella un pequeño tubo de unos tres centímetros de alto. Desde el momento que lo comenzó a usar vio facilitada su labor, el vapor salía espeso y bien dirigido, y al no tener necesidad de acercar tanto las manos se vio libre de quemaduras y se manejó con más libertad. A tal invento le tuvo que poner un nombre, en realidad, era un invento, ya que tal ingenio no podía ser encontrado en ninguna tienda, y una noche, que acostado en su cama y sin poder dormirse divagaba en sus pensamientos, dio con el nombre: «El vaporizador», se dijo, «Así de fácil», —se dijo, «A partir de ahora será el vaporizador», y se tranquilizó y por fin concilió el sueño.

Por todas esas razones la habitación/estudio que había dispuesto era la que más tiempo le había llevado en ordenar y acondicionar, y era, además, la que más lucía de la casa, porque estaban los muebles más caros, todos de madera; el escritorio por ejemplo, el que había elegido, se trataba de un hermoso escritorio inglés, la silla, una confortable silla de oficina giratoria tapizada en cuero, de altura graduable, deslizable, con rueditas, y con apoya brazos y de respaldo alto, que la hacía cómoda y le permitía desplazarse por todo el habitáculo sin necesidad de levantarse. Había conservado del piso la cajonera, porque era de calidad y le venía bien para guardar las cartas sustraídas; como estaba un poco deteriorada por el mal uso y el poco mantenimiento la hizo restaurar, ese mueble haría de archivo, y de por sí sería una pieza importante en su lugar de trabajo, por eso cuando se la entregaron, recién barnizada, con los cajones ajustados y los herrajes de bronce enlucidos, se alegró de sobremanera. El día que se la trajeron la acomodó contra la pared opuesta al escritorio, de esta forma quedaba justo detrás de él, con su silla deslizante solo tenía que girase 180 grados para ponerse de frente y archivar la carta sustraída. Ese día, cuando la cajonera quedó ubicada como él lo había planeado, y los portadores de la casa de restauración se hubieron retirado, se la quedó mirando, con una ilusión que se reflejaba en su rostro, porque como embobado se le dibujó una sonrisa, como el niño al que le traen los reyes el juguete preferido. El hecho de tener una habitación/estudio le abrió un horizonte inusitado. La estantería, que era el otro mueble del piso que se había quedado, estaba bastante bien conservada, solo bastaba darle una mano de barniz, eso lo haría él por su cuenta, y la usaría de biblioteca, allí pondría sus libros. Así hizo un estudio a su medida.

Tenía por costumbre, cada tanto, abrir las cartas y leerlas, porque se regodeaba leyéndolas, fue entonces que un día se le ocurrió, en una hoja aparte, comenzar a hacer pequeñas anotaciones relacionadas con las circunstancias que habían incurrido durante el robo, una especie de historial, que él se oponía a llamar delictivo, porque él no se consideraba un delincuente. A partir de ese momento cada robo lo comenzó a registrar con una pequeña historia que luego con un clip adosaba a la carta sustraída, y que luego guardaba en la cajonera. Al principio eran pequeñas reseñas con fecha, hora y la principal circunstancia que había acompañado el robo, pero más adelante comenzó a aficionarse a contar verdaderos relatos que comenzaban desde que salía de su casa por la noche para realizar el atraco, hasta la vuelta a su morada, cuando ansioso y lleno de ilusión abría la carta y la leía. Contaba con el máximo rigor y con todos los detalles las incidencias que se producían antes, durante, y después del robo. A veces la presencia de personas en los alrededores, o en la puerta de la casa de algún vecino, le retrasaba la hora de hurgar el buzón, otras veces cuando estaba a punto de introducir la mano por la abertura aparecía alguien por la esquina más cercana que lo obligaba a abortar el plan, otras veces era en la misma morada que se encendía la luz de una ventana, y esto lo atemorizaba y le hacía desechar la intentona. A veces, aun siendo un buzón accesible, estos imprevistos lo forzaban a aplazar la tentativa y dejarlas para otro día. Y todas estas cosas las relataba con sumo detalle. Trataba, cuando escribía, recordar todos los pormenores, por insignificantes que fueran, y los apuntaba con una minuciosidad increíble. Al principio escribía la hora en que emprendía la aventura y la hora de llegada a su casa, pero luego se fue haciendo más quisquilloso con estas cuestiones del tiempo y la cronología, y a medida que se sucedían los acontecimientos del robo, él intentaba rememorar la hora y los minutos: «Ahora son las 12,10», —decía, que era el momento en que estaba violentando el buzón—. Luego cuando tenía la carta en sus manos volvía a mirar la hora: 12,15, decía «Me llevó 5 minutos, está bien» —se repetía—. Y estas cifras intentaba recordarlas para apuntarlas en el informe, pero después no acertaba a evocar con exactitud la hora y los minutos, y le resultaba insoportable esta inseguridad en las anotaciones recogidas en su cabeza, estas dudas en los números, así que comenzó a hacer las incursiones con un bolígrafo y una libretita donde anotaba los tiempos de los acontecimientos más importantes de la noche del robo. Luego, esa misma noche, para evitar que se le olvidaran otros detalles menores, en la intimidad de su departamento, escribía la historia.

Como debía contar con su trabajo verdadero, el de la fábrica de dulces y mermeladas, que lo comprometía a levantarse por la mañana muy temprano, y como su cometido lo practicaba por la noche, el tiempo que podía dedicar a estos menesteres era más bien escaso. Los viernes y los sábados era cuando más libertad tenía para entregarse hasta el límite del libertinaje, ya que al otro día no tenía obligaciones, por lo que se convirtieron en los días más importantes y ajetreados de su agenda particular. Los esperaba con fruición, y la motivación era muy distinta al resto de los congéneres, porque además, él no era ni de fiestas ni de bailes, y tampoco tenía amigos íntimos con quien compartir el tiempo. Por no compartir, ni siquiera compartía el tiempo con otros hablando por teléfono, porque nadie lo llamaba, y porque él tampoco tenía nadie a quien llamar. Digamos que el teléfono era en el departamento un elemento decorativo más que otra cosa. Su casa era visitada muy de vez en cuando por algún compañero, generalmente de la oficina, que por alguna cuestión específica relacionada con el trabajo iba por allí. Así es como pasaba los días, en hacer las compras de la semana, cenar, leer, ver los informativos por la televisión, alguna película, y luego, lo que más le atraía era la visita a su estudio: repasar cartas archivadas, observar con atención en un mapa que tenía de la ciudad los sitios por donde había pasado, —marcaba la ubicación de la casa del buzón violado con un círculo rojo—, y muy importante, los lugares donde tenía programada una incursión, —estos los marcaba en lápiz—. Era escrupuloso en estas cuestiones, jamás repetía barrios ni calles por miedo a ser descubierto. Asaltado un buzón pasaba inmediatamente a otra área, a otro barrio. Para elegir la nueva zona primero ubicaba la barriada elegida en el plano que tenía en su estudio, clavado en la pared al lado del escritorio, luego por la tarde después del trabajo se movilizaba hasta allí y en horas de sol verificaba personalmente la zona, estudiaba de manera personalizada los buzones más vulnerables, las calles menos transitadas, la disposición de las farolas que durante la noche lo pudieran delatar, el movimiento de personas dentro del área escogida, y de la presencia de bares y restaurantes cercanos que pudieran permanecer abiertos hasta tarde. Luego visitaba la zona por la noche, apenas anochecía ya se acercaba al lugar, y mientras paseaba distraídamente, estudiaba, ahora sí con más atención, la casa del buzón elegido, la hora que apagaban las luces sus moradores, momento en el cual él podía comenzar a operar, y también la circulación de gente que había por la calle a esa hora. Se fijaba muy bien cuándo cerraban los negocios, y los bares cercanos si los había, y todo lo anotaba en su libretita. Después de un estudio detallado de la situación, elegía la casa donde cometería el atraco. Demás está decir que el estudio del propio buzón era de vital importancia, como ya sabemos, conocía todas las marcas del mercado y sabía perfectamente cuáles eran los más asequibles o por el contrario cuáles presentaban mayores dificultades para el abordaje. Luego, ya en su casa con todos los datos reunidos y estudiados, fijaba un día para la incursión, que necesariamente era un viernes o un sábado, no solamente porque tenía más tiempo para hacer su trabajo con tranquilidad, sino que luego de terminado el saqueo gustaba ir de copas a festejar y saborear el éxito de la misión cumplida. Porque a la excitación que le embargaba desde que se ponía en marcha, —cuando salía de su departamento, la llegada a la zona, el merodeo por los alrededores, la decisión de dirigirse al buzón en el momento oportuno, el posterior abordaje, la sustracción de la carta y el salir disparado, huyendo veloz del lugar—, le seguía un estado de euforia que difícilmente lo conseguía con ninguna otra actividad. Desde luego, en la planificación del atraco también estaba preparada la huida, para ello dejaba el auto a una prudente distancia, y luego, después de asaltar el buzón se alejaba dando un rodeo, para evitar cualquier seguimiento, «por si acaso…», —decía él, mirando a un lado y al otro, con cara de distraído—, y una vez que llegaba al coche, antes de abordarlo, observaba muy bien a izquierda y derecha, y si el terreno estaba libre de peligros, subía y se alejaba. Pero nunca iba a su casa. Le gustaba festejar la victoria, por eso en estos casos siempre se encaminaba a los bares de copas ya conocidos por él. Pero si en el análisis que había hecho previo al robo había localizado algún bar nocturno en el perímetro del atraco, —aunque nunca demasiado cerca de la casa en cuestión—, solía dirigirse primeramente allí, ahí brindaba por el éxito conseguido, porque nada le daba más placer que celebrar su particular festejo en territorio ajeno. Era una sensación de soberbia de la que no se podía sustraer y que él recreaba de una manera particular. Permanecer en los alrededores pavoneándose y brindando por la victoria le suponía un gozo y una alegría inusitados. Por eso en estos casos, cuando se había alejado lo suficiente del buzón atracado, aminoraba el paso, y se llegaba con mucha complacencia al bar cercano que ya tenía señalado. Entonces se transformaba. Era un cambio rotundo de su personalidad. Ya no era el Paulino tímido y condescendiente de la oficina. Ahora era el hombre firme y seguro de sí mismo que se disponía a brindar por el trofeo conseguido, ese que llevaba como un premio en el bolsillo interior de la chaqueta. Con paso firme pero mesurado abría la puerta del bar con cadencia de artista en pleno rodaje, después entraba, y luego de dar dos pasos se detenía, medía con mirada fría la escena: la barra, las mesas, las sillas ocupadas, los clientes, algunas parejas, envueltos cada uno entre volutas de humo y en sus propias convicciones. De pie, desde la entrada los observaba de una manera superficial, con esas miradas que ven pero que no se detienen en nada en especial, miraba como a través de una nebulosa, se imaginaba quitándose el sombrero y abriéndose el abrigo a lo Humphrey Bogart, con el cigarrillo colgando de la comisura, mientras seguía observando el ambiente, entre humo y olor a alcohol. Se sentía un héroe. Luego, camino a la barra, se sentaba, clavaba los codos y dirigía la mirada al infinito, mientras esbozaba una media sonrisa mezcla de felicidad y esa sensación de omnipotencia que lo embargaba; entonces llegaba el camarero, y era en ese momento, que con voz gruesa inventada, gastada por el tabaco y la mala vida de los bajos fondos, le pedía un Gintonic, «¡Con mucho hielo!», —decía—, fingiendo una ronquera que no tenía y mirando al más allá, como despreciando todo y a todos. Así se quedaba, entre sorbos de alcohol y caladas profundas, sin intercalar ninguna palabra con nadie, como si no necesitara más que estar encerrado en su propio delirio. Cuando exhalaba el humo miraba a través de él y entrecerraba los ojos, mirando sin ver, actuando más que viviendo una realidad ficticia que él había sabido muy bien construir. Cada tanto y de manera disimulaba metía la mano en el interior de la chaqueta y tocaba la carta sustraída, más que tocarla la acariciaba, con la punta de los dedos, de manera suave, y esto le producía un estado de euforia indescriptible, una cierta excitación, que se iba repitiendo y que iba aumentando a medida que reiteraba los tocamientos. Porque después de sobarla y toquetearla retiraba la mano, tomaba un trago de Gintonic, encendía un cigarrillo, y así se pasaba un rato entre tragos y caladas hasta el próximo toqueteo. Era como un juego, una rueda que no se detenía porque trago, calada y tocamiento iban unidos como una sola acción. Al principio la excitación era pasajera y se refería a algo muy ambiguo y fugaz, que no trascendía más que a la simple dicha por el contacto con la carta, pero luego, a medida que el juego carta/sorbo/calada se repetía la excitación iba a más, y era cuestión de girarse y fijar su mirada en algunas de las mujeres que allí estaban que mostrara sus muslos, o que de su escote asomasen dos pechos turgentes, para que se desatara en él una agitación que le exacerbaba sus deseos sexuales. Ese era el momento que pedía su cuenta, pagaba, y se dirigía con su auto a los bares de copas y prostitutas a los que solía concurrir, donde recalaba cada sábado o cada viernes, después de la aventura que significaba para él ese viaje al fisgoneo de las vidas ajenas. «El Neón» y «La Perla». Esas eran sus casas de citas más frecuentadas, allí se pavoneaba un poco entre las rabiosas meretrices que bien lo atendían porque lo conocían y sabían que pagaba bien. Además no era un tipo conflictivo, más bien al contrario, solía tener buena relación con las «chicas», como él las llamaba, porque escuchaba complacido sus cuentos y lamentos, por la vida que llevaban, por desamores pasados y nunca más encontrados, por eso se producían auténticas confesiones que él desde su mundo las complacía prestándoles atención. Ya se sabe, la vida de este submundo no es como la gente imagina, porque detrás de las risas, el alcohol y el desenfreno, se dibujan seres complejos llenos de necesidades y paradojas, porque había que verlas luego por la mañana haciendo las compras en el mercado, mezclándose con el resto de la parroquia como una más. O yendo a la mercería de la cortada de la esquina por necesidad de una cinta de satén o alguna tela que le hacía ilusión. Y allí, en su bar de copas, después de tomarse su segundo Gintonic, elegía una y se la llevaba a su piso. Así culminaba el fin de semana Paulino, soltero empedernido, responsable empleado de oficina, hombre de pocos amigos, y enfermo de una compulsión obscena por los buzones.