VEINTIUNO
A las once de la mañana del martes unos ruidos en la calle y un hilo de luz que se colaba por la persiana y que le atravesaba en diagonal la cara lo despertaron. Rápidamente tomó consciencia de las circunstancias que rodearon las últimas horas del día anterior y eso lo sobresaltó. Ese día había sido lo suficientemente intenso como para no olvidarlo. Se sentó en la cama y con los ojos aun entrecerrados intentó ponerse de pie. Debía llamar a su oficina y dar alguna justificación. Se fue a la cocina y después de llamar y dar un montón de explicaciones acerca de su «enfermedad», se preparó un café bien cargado. Consciente que el robo de las fotos había desbaratado el plan del maldito intruso, se lo imaginó furioso en su departamento y vaya a saber ahora qué estaría tramando. Teniendo en cuenta la figura del truhan, siempre soberbio y arrogante, con el aspecto de llevarse el mundo por delante, temió por su protegida. Eran los mismos pensamientos que ya había tenido antes y que ahora le volvían. Se la tomaría con ella, totalmente desprotegida e ignorante de su situación. Pero ¿qué es lo que podría hacer el maldito intruso contra ella? Mientras fumaba un cigarrillo y bebía a sorbos su café caliente comenzó a meditar. Era martes y ese día por la noche vencían las cuarenta y ocho horas que el miserable le había dado para juntar el dinero. Recordó que en la carta también decía que la llamaría por teléfono el martes por la noche para arreglar la entrega. El tipo, ajeno a que ella desconocía la amenaza, pero abonándose a la idea que su víctima no sabía que él ya no tenía las fotos, podría seguir adelante con el plan, y esa noche podría llamarla por teléfono, tal cual ponía en la última carta, y conminarla a que le pagara los cincuenta mil, y allí, en esa llamada, darle las instrucciones de cómo, dónde y cuándo efectuar la entrega, aunque todo fuera un farol. Si ocurriera algo así, ella, pobre desvalida, sería la primera en sorprenderse, porque no sabría a qué se refería. Pero por otra parte, ¿la carta amenazante que él le dejó en la mesa junto a la cabeza de cerdo surtiría el efecto esperado y saldría huyendo? ¿Renunciaría a llamarla y declinaría seguir adelante con el plan? ¿O se rebelaría y enfrentaría la situación sin hacer caso a su carta? Todas estas preguntas no tenían respuestas para Paulino, que seguía en la gran duda. Si bien el plan de dejar la carta con la cabeza de cerdo junto al desbarajuste y el robo del departamento había sido una gran idea, lo que no sabía era cómo reaccionaría el truhan. Después de reflexionar sobre este punto, comenzó por desmenuzar los hechos y llegó a las siguientes conclusiones: en el peor de los casos podría ocurrir, tal como había pensado minutos antes, que el truhan ignorase la carta y siguiese adelante con el plan: en ese caso llamaría a su protegida y le reclamaría los cincuenta mil; la otra posibilidad, la más deseada por Paulino, era que el truhan, muerto de miedo por la carta y la cabeza de cerdo, se diese a la fuga y se olvidase de la señora y desapareciese, aunque dado el conocimiento que tenía de él, temía que esto no sucediera; una tercera posibilidad era que no dejara el departamento tal como él le ordenaba en la carta, pero que la amenaza y el robo de la maleta negra con todas las fotos le hiciese desistir llamarla para conseguir el botín, pero que al mismo tiempo comenzara a urdir algún otro plan, y esta era una posibilidad real, que aunque peligrosa, porque el tipo permanecería en el departamento a la espera de una oportunidad, a él le daba tiempo para reaccionar y ver cómo protegerla de rata tan vil. En este caso, si bien la carta con recortes de diario y la cabeza de cerdo aun chorreada de sangre no habrían dado el resultado esperado, sí era verdad que renunciaba a llamarla, renunciaba a seguir adelante con lo que se había propuesto, y esto, ya de por sí era un mérito. Preocupado por ambas posibilidades se sintió en la necesidad pergeñar alguna idea para neutralizarlo, para enfrentar dicha situación. Miró la hora y daban las doce del mediodía. Hasta la noche ella no llegaría a su casa y estaría libre de la temible llamada que él suponía que podía suceder. También terminaba el plazo para él, que tenía que desaparecer de la guarida, cosa que ya había hecho, por lo menos momentáneamente, porque estaba allí, en su antiguo departamento, rodeado de sus cosas antiguas y viejas, y que ahora, viéndolo como lo veía, se le antojaba detestable. Aunque aun no había comido y tenía el estómago vacío se sirvió un vermouth. Le echó un chorro de sifón y se sentó en el sofá. Encendió otro cigarrillo y se puso a pensar. En realidad, estando ausente de la guarida, no podía saber si el tipo y su compinche hacían las maletas y se largaban, o decidían quedarse. Y no tenía salida, para saberlo debía volver a la guarida, y de allí vigilar y ver qué hacían, con todo el peligro que ello entrañaba. Desde el balcón, y mirando de refilón, él podía ver si había movimientos en el departamento, y cuando se hiciese de noche las luces encendidas de la vivienda los delataría, sin embargo estaba en una encrucijada, porque a él también le habían dado un plazo para desaparecer del edificio y del barrio, recordaba perfectamente la carta que había recibido: «le doy cuarenta y ocho horas para que se marche del edificio y del barrio, de lo contrario lo denunciaré a la policía». Estaba en un dilema, pero no tenía alternativa, si quería saber los movimientos del truhan se la debía jugar. También pensó que no era necesario estar en el balcón todo el tiempo vigilando, desde la ventana veía la calle, y él conocía el auto del truhan, un Pontiac del 66 verde claro con los cromados relucientes, y si tomaban la decisión de irse traería el auto hasta la puerta del edificio y cargarían las maletas, eso lo podría ver sin necesidad de hacerse ver, solo bastaría salir unos minutos al balcón cada tanto para ver si había movimientos en la casa. Siguió razonando que el truhan, aun yéndose del departamento, incluso despavorido y muerto de miedo, podría de cualquier otro teléfono llamar a su presa y reclamarle el dinero. Eso no lo había pensado, y lo alarmó aun más. ¿Cómo pararlo? ¿Cómo detener esa acción? Tomó una decisión: se iría a su guarida, con todo el peligro que esta acción encerraba para él. No podía permanecer inactivo. Desde allí controlaría, tal como lo había pensado, si permanecían en el departamento o se largaban. Si se largaban sería una buena señal, significaría que estarían asustados, y que tomaban consciencia de su derrota. Luego ya vería.
Eran las siete de la mañana cuando el sueño terminó por vencerlos. Uno tirado en el sofá y la otra en la cama, después de despejar los trastos, por fin se quedaron dormidos. Habían estado desde que habían llegado, a las cuatro de la mañana, el uno lleno de ira y la otra totalmente descompuesta, de punta a punta registrando el departamento y comprobando qué cosas les faltaban, qué les habían robado. La devastación era total. Naomi totalmente desencajada no podía creer que todo el fruto de su «trabajo» le había desaparecido como por encanto. El otro mientras tanto lleno de cólera no dejaba de despotricar y maldecir a quien había osado entrar a su morada, robar todas sus pertenencias más valiosas, y haberse llevado lo más preciado: las fotos que le permitían vivir de la extorsión y el chantaje y que tan buen resultado le había proporcionado de hacía ya muchos años, cuando había comenzado a atracar a la gente de esta forma. Luego en su intimidad, cuando pudo constatar que todo estaba perdido, comenzó a hacerse a la idea que debía volver a empezar, que no todo estaba realmente perdido, porque el «Paradise» seguía allí, con su habitación preparada para continuar con los numeritos sexuales. Sara, la madame, su intimísima amiga y también compinche, dispuesta como siempre a continuar prestando su dedicada colaboración, a cambio lógicamente de una parte del pastel, la Naomi, joven, hermosa y ambiciosa, estaba demasiado comprometida para dejarlo en la estacada, además le ganaba la codicia y la avidez por el dinero, estaba seguro que iba a continuar con él; para reponerse habría que «trabajar» más, ya no le bastarían uno o dos chantajes al año, como hasta ahora hacía, habría que levantar el promedio, eso ya lo sabía, y aunque había sufrido un traspiés, había que levantarse, no iba a dejar lo único que sabía hacer y que le había dado tan buenos frutos, de eso vivía hacía ya muchos años, y debía seguir adelante. Quizás no estaba nada mal eso de cambiar de sitio, irse del maldito departamento, ahora ya lo tenían calado, allí estaba «fichado», podrían volver y hacer lo mismo en cualquier momento, y él no podría vivir con la incertidumbre a cuestas, y que le volvieran a robar, y a amenazar; se compraría un arma, eso sí haría, por si acaso, ahora se trataba de ponerse a resguardo, y también de defenderse, siempre había dudado de comprar un arma, pero lo había rechazado, la posesión de un arma era un agravante, por si alguna vez lo agarraban, pero ahora no tenía opciones, se tenía que proteger. Continuó pensando, era martes, a la lesbiana de enfrente le había dado hasta esa noche para que le entregara el dinero, podría llamarla y echarse un farol, y aunque ya no tenía las fotos, amenazarla igual con desparramarlas por toda la ciudad, si entraba por el aro conseguiría cincuenta de los grandes, sí, eso haría; cuando por la noche llegara a su casa la llamaría y la conminaría a pagar lo que le había exigido, este robo que había sufrido no era de la policía, y no creía que ella hubiera denunciado las amenazas, si esto era así tenía el camino libre para recoger el dinero, sin miedo a que lo atrapen con las manos en la masa. De pronto le asaltó una duda, no lo había pensado. ¿Y si todo era obra de un detective privado? ¿Y si la maldita lesbiana hubiera contratado un detective, y este, no sabía cómo coños, lo había descubierto? ¿Y si ahora el tipo lo estaba espiando? No sabía cómo lo haría, pero estos tipos tienen sus mañas, a veces suelen ser ex policías que hacen estos trabajitos y cosas así. ¿Y si el tipo estaba en esos momentos en la casa de ella esperando la llamada para caer sobre él? Era una posibilidad, aunque no tenía la total seguridad. Sin embargo, el robo en el departamento, los destrozos, la maleta negra que se llevaron, la amenaza con la cabeza de cerdo, podría ser eso, un detective privado, la muy maldita podría haber contratado uno y este habría dado con él. En ese caso llamarla podía ser peligroso, pero… ¿Y si estaba equivocado y no existía el tal detective y se perdía los cincuenta mil? Porque estaba necesitado de dinero, se estaba quedando sin reservas, y necesitaba esos cincuenta mil como el agua. Tomó la decisión, se jugaría, por la tarde noche, cuando volviera del trabajo la llamaría por teléfono, necesitaba el dinero. Así se tumbó en el sofá y al rato, agotado, se quedó dormido. Naomi mientras tanto despejó la cama y se tiró encima, estaba destrozada, ella no pensaba en nada más que en la pérdida sufrida, y solo tenía claro que tenían que irse de allí. La cabeza de cerdo la había alarmado lo suficiente como para no querer saber más nada de quedarse en el departamento. Boca abajo, sollozando sin parar, al rato se durmió.
Cuando Paulino tomó la resolución de ir a su guarida pasaba la una del mediodía. Se fue al parking, subió al auto y salió disparado. Nuevamente la ansiedad. Volver lo ponía en un trance peligroso. Si su amenazador lo veía lo podía denunciar. Entonces estaría perdido. Si la policía localizaba su verdadero departamento encontrarían en el estudio el fichero con cientos de cartas robadas, fotos de los buzones, la vitrina con las plaquitas, el Buzón Imperial, el vaporizador, las cubetas donde revelaba las fotos, y no sabría cómo explicar tanta locura. Pero estaba metido en el baile y se las tenía que jugar. Tal como lo pensó intentaría ser lo más precavido posible, vigilaría la calle desde la ventana, y desde allí su amenazador no lo vería, solo saldría al balcón unos minutos para ver si en el departamento de su enemigo aun estaban ellos, por lo demás sería muy cauto, quizás tenía suerte y no lo descubría. Su temor: que la maldita rata vil se echara un farol llamando a la señora y la conminara a pagar amenazándola con desplegar toda su artillería de fotos sexuales por la ciudad, y ella, pobre, sin entender nada. ¿Cómo pararlo? ¿Qué podía hacer él? Cuando llegó al barrio aparcó el coche más lejos que de costumbre. Caminando abordó el edificio y se metió en su guarida. Se fue a la ventana y puso las lamas un poco inclinadas hacia abajo, él veía la calle perfectamente, y a él no lo veían. Esa era la posición. Abrió la puerta que daba al balcón y salió un minuto, miró al 3.ºA del bloque de al lado y todo era quietud, nada se movía, «quizás ya se han ido», —pensó—, «sí, y muertos de miedo al encontrarse con la cabeza de cerdo ensangrentada en la mesa de la sala, y luego la carta», esa carta tan intimidatoria que había escrito y que lo había enorgullecido, sí, podría ser así, en ese caso ya era todo un triunfo, no lo podía negar, era lo que buscaba, pero debía seguir vigilando, porque no estaba del todo seguro de este pensamiento. Se metió en la vivienda y cerró la puerta. Pudieran estar en la sala y él no verlos, o quizás, después de la noche que habrían pasado, quizás estuvieran durmiendo, vaya uno a saber. Tenía que seguir y no desfallecer. Había llegado muy lejos para ahora abandonar el barco, y de ella no se iba desentender, estaba muy implicado, y no la iba a abandonar. Se llevó una silla a la ventana, tal cual lo había hecho otras tantas noches cuando hacía la vigilancia, acercó la mesita, posó una jarra de café caliente, una taza, y el paquete de cigarrillos. Y así sentado, mirando sin parar la calle que se ofrecía ante sí, fue pasando el tiempo mientras paseaba la mirada, cada media hora salía al balcón y observaba el departamento, pero estos, seguían sin aparecer. De esta manera fue tomando forma la idea de que quizás, muertos de miedo, hubieran partido, y ya no estaban, esto por un lado lo halagó, porque significaba claramente que su amenaza había surtido efecto, sin embargo también había comenzado a tomar forma otra idea que ya había tenido antes, cuando estaba en su departamento, y que cuando se le ocurrió lo alarmó ingratamente, y que no era otra que el truhan, estuviera donde estuviera, al anochecer, cuando supusiera que su protegida llegaba a su casa, podría llamarla y conminarla a pagar lo convenido. Y eso lo podía hacer desde cualquier lugar. El que hubieran partido no era garantía que el maldito intruso hubiera renunciado a su plan. Este pensamiento lo llenó de angustia, porque Paulino no sabía cómo atajar esta posibilidad. No sabía qué hacer. Las horas fueron pasando inexorables, y cuanto más pasaban más se acercaba el momento que ella solía llegar por la noche, a eso de las nueve, cuando antes de entrar a su casa se acercaba al supermercado de la esquina, la hora que el maldito truhan la podría llamar, desde cualquier sitio, y él sin poder descubrir si esta llamada se llevaría a cabo o no, la llamada fatídica, la llamada que primero la sorprendería, pero que después la dejaría totalmente confundida, porque no sabría de qué le estaban hablando. A eso de las siete comenzó a anochecer, era invierno, y por esta hora el sol se comenzaba a esconder, dando paso a un mar de sombras que como un reguero se extendían hasta que en la plazoleta y en las calles se encendían las farolas, como cada noche, dando esa luminosidad tenue pero firme, porque de pronto todo volvía a tener vida, todo renacía. La cercanía de la llegada de ella, y la imposibilidad de prever si se produciría la llamada, lo pusieron en una situación de angustia que fue in crescendo a medida que transcurrían los minutos. Una vez más la ansiedad, que comenzó a carcomerlo por dentro, y entonces notó la taquicardia, ya estaba acostumbrado, mientras tanto, unas gotas de sudor le perlaban la frente.
A las tres de la tarde, aun somnoliento, Román se despertó. La mala posición en el sofá y un rayo de luz que se filtraba en la habitación lo desveló. Se sentó, un poco entumecido por la postura mientras dormía, y rápidamente tomó consciencia de su situación. Así como estaba comenzó a insultar por lo bajo, porque la realidad peor no podía ser: le habían robado todo, lo habían amenazado de muerte, y ahora se debatía entre si llamar a la maldita lesbiana y exigirle el pago de los cincuenta mil, tal como le había puesto en la última carta, aunque no tuviera las fotos, o que el supuesto detective contratado por la lesbiana estuviera realmente dispuesto a matarlo, en ese caso su vida corría peligro, y en ese caso convenía rajarse del departamento lo antes posible, y lo peor, sin cobrar nada. Estaba en una encrucijada. Antes de quedarse dormido como una marmota en el sofá había tomado la decisión de jugarse y llamarla, necesitaba ese dinero, pero ahora que lo volvía pensar se quedó dudando, porque en definitiva temía que el detective, como lo había pensado antes, lo pudiera matar. La amenaza estaba allí: «no te quiero ver nunca más por aquí, si no te vas te meteré un tiro en la nuca», y después la cabeza de cerdo. Estaba claro que el que había entrado y había cometido el robo y le había dejado el «regalito» era un profesional, le llamaba la atención que había entrado sin violentar la puerta, y si había desparramado todo por los suelos era para intimidarlo aun más, no le quedaba duda. Lo que no tenía claro era si el robo estaba relacionado con el chantaje, la amenaza no hacía mención de ningún chantaje, y tampoco la mencionaba a ella; podría haber sido un simple robo sin ningún vínculo con su víctima, y si fuera así, y él se iba disparado y no la llamaba, se quedaba sin los cincuenta mil, pero si estuviera relacionado…, si estuviera relacionado y el tipo era un detective, o peor un sicario, lo estaría esperando, quizás ahora estaba en la casa de ella, vigilando su departamento, vigilándolo a él, y cuando llegara ella, por la noche, estaría esperando la llamada, en ese caso él correría peligro, nadie le garantizaba que el tipo no lo esperara abajo y le metiera un tiro, como bien decía la amenaza con los recortes de diario. Se levantó del sofá, aun medio mareado, y se fue a la cocina, tenía hambre. Cuando abrió la nevera vio que no habían tocado nada, «por lo menos respetaron esto», —se dijo malhumorado y con cara de pocos amigos—, sacó unos fiambres y una cerveza y de la panera rescató un pan que había quedado del día anterior. Se hizo un sándwich y se volvió a la sala. Todavía tenía tiempo para tomar una decisión, hasta las nueve ella no llegaba del Consejo, donde trabajaba, pero para ese entonces debía estar muy seguro qué camino tomar. Por lo visto su amante-amiga-compinche seguía en el limbo durmiendo en la habitación, la noche había transcurrido a puro shock, él mismo aun estaba como aturdido, y tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla, algo que nunca se imaginó que le podía ocurrir. Cuando terminó de comer se levantó y se fue a la habitación donde ella dormía. Entró a la habitación y allí estaba, boca arriba, mirando el techo, tapada hasta el cuello con una manta, giró la cabeza y se lo quedó mirando. La habitación estaba iluminada de manera tenue por los hilos de luz que se colaban por la persiana, él se quedó en la puerta, observándola, con aspecto sombrío.
—¿Qué vamos a hacer Román?, —le dijo ella emitiendo un suspiro.
Él se acercó y se sentó en la cama, se le veía la cara de preocupación.
—No lo sé. No sé si quedarnos y llamarla cuando llegue y exigirle que nos pague, o irnos y olvidarnos del tema, aunque, lo sabes muy bien, necesitamos el dinero, nos estamos quedando sin blanca.
—Ya lo sé, pero es peligroso, ¿no viste la amenaza?
Él se acostó a su lado, estaba molido, quizás haber dormido mal en el sofá, además, ahora que recordaba, no había llegado a conciliar un sueño profundo, había soñado mucho, eso sí, él corría y alguien con una capucha lo perseguía, llevaba una masa en una de sus manos, el esfuerzo era titánico, sin fuerzas en las piernas trataba de escapar, pero no podía, y cuando estaba a punto de alcanzarlo, entonces se despertaba, y luego nuevamente caía en un sopor, y nuevamente el sueño, y ahora no daba más, se sentía agotado. Se tapó con la manta y se acercó a ella, sintió su calor, eso lo tranquilizó, no supo muy bien por qué, pero necesitaba un apoyo, sí, eso era, y así con este pensamiento se volvió a quedar profundamente dormido.
Cuando se hicieron las ocho se volvió a despertar, esta vez sobresaltado, la habitación estaba totalmente a oscuras, sintió el cuerpo caliente de su amante-amiga-compinche que seguía durmiendo, con la respiración entrecortada, quizás perseguida por algún otro encapuchado en algún otro sueño, encendió la luz de la lámpara y la vio mejor: tenía el entrecejo ceñido, y que los ojos, bien cubiertos por los párpados, iban de un lado para el otro. «Está soñando», —se dijo—, y miró la hora. Cuando vio que eran las ocho se levantó de golpe, tenía una hora para tomar una decisión: o la llamaba y le exigía el pago, o se iba rajando del departamento. Despertó a su amiga, que en ese momento iluminada por la luz de la lámpara entrecerraba los ojos.
—Levántate, —le dijo apresurado—, notó que el corazón arrancaba de prisa con unos latidos que sentía como galopes, y que le atronaban las sienes, y le tensaban los músculos, nunca se había sentido tan agitado, nunca antes la ansiedad le había suscitado tal estado de nerviosismo. Descorrió la manta y se fue a la sala. Encendió la luz. Abrió un poco la persiana y observó la casa. Esta, como cada día a esta hora, permanecía a oscuras, esperando la llegada de su dueña, que después de entrar encendía el farolito de la entrada, y luego las luces de la sala. Él también la espiaba de noche, como aquella vez, que la descubrió, después buscó las fotos, y cuando las encontró en la maleta negra donde guardaba sus tesoros, pergeñó el plan. Lo recordaba muy bien. Cambió su aspecto, se dejó un poco la barba, dejó de peinarse con gomina y se dejó el pelo suelto, con eso bastaba, no lo recordaría. En esas apareció Naomi, que se lo quedó mirando desde el marco de la puerta. A una seña de él se fueron al sofá y se sentaron.
—Nos vamos, creo que es peligroso quedarnos aquí, sin embargo se me ha ocurrido algo, quizás pudiéramos salvar el plan, por supuesto nos vamos al «Paradise», allí nos quedaremos hasta que encontremos otro departamento, pero que salgamos de aquí no significa que no la llamemos, que no le exijamos el pago, mira Naomi, hasta ahora yo veía dos posibilidades, o rajarse y olvidarse del tema, o quedarse y llamarla, con el riesgo que eso significa, porque si hay un detective en la casa, un sicario, y nos está esperando, lo tenemos mal, yo no estoy armado, no me puedo defender, pero sabes qué se me ocurre, que no hace falta quedarse aquí para llamarla, la vamos a llamar desde el «Paradise», luego arreglamos la entrega del dinero, que será riesgoso también, pero ya me las arreglaré, tampoco soy estúpido, me compraré un arma. ¿Lo entiendes? Vamos a hacer las dos cosas, nos vamos, y la llamamos, le exigimos que nos entregue los cincuenta, y arreglamos el pago.
—Sí, está bien, me parece muy bien, es buena la idea, pero lo más importante Román es irnos de aquí, la amenaza que nos hicieron con los recortes de diario y esa cabeza toda chorreada de sangre, eso va en serio, no creo que sea un farol, el que dejó todo eso, qué necesidad tiene de mentir, no sé porque, pero nos quiere ver fuera, eso es lo que no entiendo Román, ¿porque nos quiere sacar del departamento?
—Porque aunque en la amenaza que nos deja no menciona a la lesbiana ni el chantaje que le hacemos, podría ser que esté relacionado con ella. Esa es la cuestión, esa es la pregunta que me hago. ¿La está defendiendo? ¿Es un sicario o un detective contratado por ella que nos ha descubierto? ¿O el robo no tiene nada que ver y es todo una gran casualidad? No lo sé. Pero por si acaso nos tenemos que ir, no vamos a jugarnos el pellejo. Son las ocho y media, quedan dos maletas vacías, ve poniendo la ropa que nos queda y lo que veas imprescindible, nos vamos al «Paradise».
Cuando Paulino volvió a mirar la hora eran las ocho y media. La angustia, las perlas de sudor bañando su cara, la taquicardia. Ella estaba por llegar, y él sin saber si la llamarían para exigirle el dinero, o se habían ido y habían renunciado a ello. Tenía que volver a salir al balcón, ya era de noche, todas las salidas anteriores le habían dicho que no estaban, o por lo menos no daban muestra de ello. Abrió la puerta y salió, miró al 3.ªA y fue como un shock, una conmoción, una sacudida, porque las luces encendidas de la sala los denunciaba, estaban allí, no se habían amilanado con la amenaza y la cabeza de cerdo bañada en sangre, entonces no le cupo duda, la iban a llamar apenas la vieran llegar, maldito sea el maldito truhan, maldita sea la maldita rata vil. ¿Qué hacer? ¿Ir en busca de ella antes de que entrara a su casa y contarle toda la verdad? No, no podía hacer eso. Ella no lo conocía, no conocía nada de todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, lo tomaría por un loco, quizás gritara que un loco la acosaba, no, no podía. ¿Qué hacer entonces? ¡Maldita sea! De pronto tuvo una luz. Como tantas veces. Sí, de pronto se le ocurrió. Era la única posibilidad de intimidar al maldito. Lo llamaría, se haría pasar por su amenazador y lo intimidaría, le diría que sabía todo del chantaje y los cincuenta mil que le pedía, le diría que estaba dispuesto a matarlo si se le ocurría llamarla para pedirle el dinero, y que lo estaba vigilando, él no sabría quién, ni de donde lo vigilaban, sería un farol, pero quizás lograba atemorizarlo y lo hacía renunciar a llamarla. Era la última carta que le quedaba. Lo iba a hacer. Se fue al teléfono, al lado todavía tenía el papel donde figuraba su teléfono, el que había usado cuando se había hecho pasar por un compañero del colegio, Carlos había dicho esa vez, esta vez no sería Carlos, esta vez sería su cazador.
Mientras los dos se ufanaban en hacer las maletas con lo poco que les habían dejado después del robo, sonó el teléfono. Román levantó la cabeza.
—¿Quién puede ser?, —preguntó extrañado.
—A lo mejor Sara, del «Paradise», —le contestó Naomi, que continuaba en lo suyo—, viene bien, así le decimos que vamos para allá y nos prepara una habitación.
—Ve a atender, —le mandó agitado y malhumorado Román, mientras seguía metiendo cosas de manera desordenada en una de las maletas.
Naomi dejó lo que estaba haciendo y se fue a la sala. El teléfono no dejaba de sonar. Levantó el tubo y preguntó quién era. Una voz gruesa, extraña a sus oídos, le pidió por Román.
—¡Román! ¡Preguntan por ti!
—¿Quién mierda…? —dejó lo que estaba haciendo, y a paso firme y con la ira en el cuerpo se fue al teléfono.
—¿Quién es? —preguntó iracundo, marcando un tono enérgico en la interpelación.
Entonces apareció la respuesta. Era una voz quebrada, que sonaba a siniestra, porque Román se quedó desconcertado.
—Soy el que te va a matar, el que te va a meter un tiro en la nuca, rata asquerosa, —le contestó Paulino ejerciendo de matón dispuesto a todo, la voz entre ronca y dura le imprimían a la amenaza certeza, y que no admitía réplica.
Román se quedó pasmado. La ira que llevaba se transformó de repente, porque una sensación de estupefacción se apoderó de él.
—¿Quién es?, —volvió a preguntar, ahora más mansamente.
—Te lo repito maldita rata, el que te va a meter un tiro en la nuca, te había dicho que te quería fuera de aquí, o no sabes leer, pedazo de mierda.
Román se quedó callado, no contestó, la parálisis lo había agarrotado, de pronto el pánico se había apoderado de él, y unas gotas de sudor frío le comenzaron a brotar por las sienes y por la frente, nunca antes había estado en una situación igual.
—Contéstame hijo de la gran puta, te dije que te fueras de aquí, ¿Qué estás haciendo todavía en el departamento? ¿Qué estás planeando? ¿Llamarla a tu vecina para pedirle los cincuenta mil?
Román se sorprendió. «¿Cómo lo sabía el hijo de puta?» —se dijo con el susto metido en el cuerpo. «Entonces es como lo había pensado al principio, la hija de puta contrató a alguien, conoce las cartas que le mandé, las amenazas, y ahora me descubrió. ¿Pero cómo lo hizo? ¿Cómo me descubrió?».
—¿Seguís sin hablar carroña? ¡Pedazo de basura, cobarde!
Paulino esperó unos segundos antes de continuar, entonces le largó, ahora con la seguridad del gánster, con la seguridad del profesional:
—No sé si en mi revólver hay sitio para una muesca más, pero no me has dejado opción Román, Román Argutti, te tengo que matar.
¡Conocía su nombre! «¡¿Cómo mierda…?!». Presa del pánico Román seguía mudo, el espanto se apoderó de él, de pronto notó que le temblaban las manos. Entonces se animó a decir dos palabras.
—No sé quién eres, pero podemos arreglar.
—¡Cállate rata inmunda! Sé todo de ti, de los numeritos sexuales que hacían en el «Paradise», ¡eres muy amiguito de la madame! ¿O crees que no lo sé?
¡Sabía lo del «Paradise», sabía todo, estaba perdido! De pronto apareció Naomi por la puerta, venía del dormitorio, con la maleta preparada, cuando vio a Román temblando, como paralizado, la mirada fija en el teléfono, algo no iba bien.
—¿Qué pasa Román? ¿Quién es?
—Cállate, —le dijo sin mirarla—, no hables.
—¿Estás con tu amiguita? ¡Cerdo!, —le increpó Paulino bajando un tanto la voz y dándole una sonoridad entre risueña y de mofa, como jactándose de la posición que iba tomando frente a él, siempre tan arrogante, tan soberbio, y ahora lo veía tan cagado, tan cobarde—, ¡Te quiero fuera ya mismo!, —le gritó—, ¡A los dos los quiero fuera! Te estoy vigilando Román, casi te diría que te tengo en la mira, y te podría matar ahora —le largó Paulino sin remilgos.
Era un farol, pero no importaba, lo tenía que ahuyentar, sacar del departamento, Margarita estaba por llegar, tenía que evitar que la llamara y ella se enterara de todo el absurdo que la perseguía, y lo peor, no entendería nada, tenía que seguir actuando, tenía que seguir en la piel del gánster dispuesto a todo, era increíble, pero su actuación estaba resultando perfecta, se daba cuenta que era capaz de camuflarse en todos los personajes que por necesidad fueron apareciendo en su vida: era un buen empleado de la fábrica de dulces y mermeladas, bien visto por el director, al mismo tiempo experimentado ladrón de cartas, luego detective mezcla de espía con unos resultados insuperables según iba viendo, después formó parte de una banda de delincuentes, y ahora hacía de gánster asesino a sueldo como nadie; además, a medida que seguía con el teatro se iba envalentonando, y cada vez se hacía más creíble, más verosímil, hasta él mismo estaba persuadido del personaje que encarnaba, porque iba tomando cuerpo en su alocada mente que era un verdadero asesino capaz de todo, si por él fuera en ese momento estaba dispuesto a matar, a perseguir a quien hiciera falta, y si tuviera un revolver en su mano, dispuesto a usarlo, sin ningún tipo de complejos. En esa situación estaba, totalmente convencido de ser un auténtico matón sin escrúpulos, un gánster de los bajos fondos, fue que dio una orden que no admitía réplicas, porque iba cargado de advertencias, la amenaza iba en serio, y para Román ya no se trataba de un simple ladrón que le había vaciado la casa, iba más allá, iba su vida.
—Ahora mismo salís y vas a buscar el Pontiac ese verde claro que tienes estacionado en la plazoleta, —Román se volvió a pasmar, sabía incluso de su coche, entonces Paulino continuó—: lo estacionas frente al departamento y lo cargas con tus cosas, o mejor dicho, con lo que te ha quedado, —mientras dijo esto largó una risotada, y después continuó, de la forma más brutal posible—, ¡sucia rata inmunda! ¡Y se van los dos! ¡Se van fuera de la ciudad, te quiero fuera, y no te quiero ver nunca más!, ¿me has escuchado asqueroso cobarde?, —le gritó sin más. Entonces vino la orden—: vas a hacer lo que te digo, tomas la calle que va a la ruta norte que sale de la ciudad, en las afueras, a la derecha hay una gasolinera, llenas el tanque de gasolina y te largas muy lejos de aquí. Te seguiré, y si no haces esto te mataré, a ti y a la carroña de tu compañera. Ahora está por llegar mi protegida, tu vecina, ni se te ocurra levantar el teléfono para llamarla, puerco nauseabundo, repugnante estafador de tres por cuarto. ¡Contesta hijo de puta!
Román se había puesto pálido. Nunca había estado en una situación igual. El corazón le latía con violencia, mientras unas gotas de sudor frío le caían por la frente y por las sienes. Sabía que tenía que hacer lo que le decían, no podía desatender la orden, porque era evidente que su perseguidor era un maldito asesino que no dudaría un instante en apretar el gatillo para matarlo, lo tenía vigilado, y no se andaba con chiquitas, y sabía todo de él: sabía su plan para chantajear a la Margarita Bassand, sabía lo del «Paradise», sabía de su coche, sabía su nombre, y se había quedado con la maleta negra y todas las fotos. ¡Qué estúpido había sido en dejar la maleta con las fotos en el departamento! Y ahora no tenía opciones, ni siquiera podía rehacerse volviendo a los chantajes en el «Paradise», como había pensado, se tenía que ir, se tenía que ir de la ciudad, y lo antes posible. Tampoco le podía pedir los cincuenta mil a la maldita lesbiana, y estaba sin blanca, pero no tenía elección.
—Sí, —contestó con un monosílabo Román, hecho un trapo y sintiéndose humillado, un miserable.
—¡Sí qué, perro!!
—Que sí, que haré lo que dice, —volvió a balbucear Román, que era la primera vez que se sentía en peligro, que estaba dispuesto a obedecer todo lo que le pidieran.
—Te doy diez minutos, —le dijo sin cortapisas, y colgó.
Había hecho un buen trabajo. Y aunque aun no lo podía festejar, se sentía orgulloso, porque había logrado meterle el miedo en el cuerpo, eso lo había notado, no le cabían dudas, ahora había que ver si se doblegaba y se iba, o bien, lo peor para Paulino, que el tipo estuviera dispuesto a resistir y enfrentara la situación. Le había dado diez minutos. Había que esperar. Era la última carta que se jugaba, todo un farol, pero se lo había jugado. Si el tipo resistía y no se doblegaba a sus exigencias y se quedaba en el departamento, lo tendría muy mal, ya que no sabría qué hacer, y estaría todo perdido, o mejor dicho, su protegida estaría perdida. Miró la hora y eran las nueve. Miró por la ventana y la vio aparecer. Un temblor agitó su cuerpo. La vio meterse en el supermercado. Mientras, en el 3.ªA todo era confusión.
—¿Qué pasó?, —lo interpeló Naomi
—Que nos tenemos que ir, hay un hijo de puta que lo sabe todo y me está amenazando con meterme un tiro si no me voy, o mejor dicho si no nos vamos, porque contigo también va la cosa.
—¿El de la cabeza de cerdo?
—Sí, el muy cabrón, la puta lesbiana lo contrató, es un asesino, no se anda con vueltas.
Naomi se fue a la ventana. Miró a través y la vio venir de la parada del bus.
—Allí está, —dijo dirigiéndose a un Román que continuaba paralizado, porque el maldito sicario le había metido el miedo en el cuerpo, y ahora solo pensaba en huir de allí lo más rápido posible.
—¿Quién está?
—La que nos puede dar los cincuenta que necesitamos.
—Estás loca. El tipo nos tiene vigilados, ahora seguro que está en la casa. Si no queremos meternos en líos y que nos meta un tiro en la cabeza mejor salir rajando de aquí. Nos dio diez minutos para irnos.
—¿Y a dónde nos vamos a ir? ¿Vamos al «Paradise», como habíamos quedado?
—Sabe todo lo del «Paradise», y de Sara, y que allí hacíamos las fotos, sabe todo el muy hijo de puta, es un tipo peligroso, es un sicario, quiere que nos vayamos de la ciudad.
Román se acercó a la ventana justo en el momento que Margarita Bassand entraba al supermercado. «Ahí se nos van cincuenta de los grandes», —musitó entre dientes.
Paulino mientras, vigilaba la calle, a la espera de ver aparecer el Pontiac, signo inequívoco de que habría vencido, pero a medida que pasaban los minutos la agitación iba en aumento, porque el Pontiac no aparecía, y el muy cabrón podría no doblegarse, y resistir, entonces, no le quedarían opciones, y estaría todo perdido. Miró la hora y ya habían pasado cinco minutos. «Todavía hay tiempo», —dijo por lo bajo, pero no muy convencido.
—¿Y si probamos y cuando entre a su casa la llamamos?, —aventuró decir Naomi, que no se quería perder los cincuenta mil que necesitaban como agua de lluvia.
—¡¿Estás loca?! ¡Tú no entiendes nada porque no lo has escuchado! ¡Es un asesino que no dudaría un minuto en matarnos! Y yo aun tengo muchas cosas que hacer en este mundo, —continuó ahora más parsimonioso y como aceptando la derrota—, no quiero que me quiten de en medio, no quiero que me maten, además ni siquiera vamos armados, ya te he dicho, cuando salgamos de esta me compraré un arma, ni siquiera nos podemos defender. ¡Con un arma otro gallo cantaría!, —alardeó Román, que se volvía a ver como siempre había sido, un fanfarrón. Pero la falta de tener un arma le solventaba una papeleta, porque era la excusa perfecta para salir disparado sin dar más explicaciones. Tendría que empezar de nuevo, eso sí, pero lo haría, él era joven, y seductor, y saldría adelante, pero ahora no le quedaba otra alternativa—. Y ahora recoge las cosas y bajemos, me esperas abajo y yo voy a buscar el coche.
—No Román, probemos, cuando entre a la casa llamémosla, no perdemos nada con llamar.
—¡Cómo que no perdemos nada! ¡Vamos a perder la cabeza si no salimos ya mismo! ¡Ya han pasado casi los diez minutos, y nosotros todavía acá! ¿No te das cuenta que corremos peligro?
A todo esto Paulino veía que las manecillas del reloj corrían inexorablemente y el Pontiac sin aparecer. ¿Qué hacer? Miró la hora y vio que marcaban los diez minutos que le había impuesto al maldito Román, miró por la ventana y de pronto vio salir del supermercado y dirigirse a la casa a su protegida, a la pobre víctima que él trataba por todos los medios de proteger. Cuando abrió la puerta de su casa y entró, y luego vio encenderse el farolito de la entrada y la luz de la sala, el corazón le volvió a latir a mil, nuevamente la sudoración en el cuerpo, la ansiedad, el desespero. Entonces se fue al teléfono y marcó nuevamente la casa de Román.
—¡Es él!, —gritó atemorizado Román.
—¡Deja que atienda yo!, —dijo con aparente tranquilidad Naomi, que no sabía de dónde había sacado las agallas para enfrentarse a tamaña amenaza—. ¡Dígame!, —dijo con un tono ciertamente autoritario.
Paulino se desorientó, resulta que ahora era ella, la pusilánime amante-amiga-compinche del intruso la que lo enfrentaba, de pronto se envalentonó, de pronto le subieron el arrojo y la valentía, de pronto resurgió el actor de gánster, la figura del asesino sin escrúpulos, porque inmediatamente contestó casi gritando:
—¡Maldita perra rata inmunda, a ti te voy a ahorcar, no vas a tener la suerte del tiro en la nuca, te voy meter una soga en el cuello y te la voy a retorcer de a poco, se te saltarán los ojos y luego te arrancaré la lengua maldita seas!, —esto lo dijo con tal odio, con tanto rencor, con tanta rabia contenida, que inmediatamente Naomi retiró el teléfono del oído y lo miró aterrorizada a Román, que con los ojos exorbitados miraba ansiosamente a Naomi, que mostraba una imagen de espanto, de pavura, porque el que estaba al otro lado del teléfono no iba de broma, debían huir, huir ya mismo, ella tampoco quería morir, el tipo era sin lugar a dudas un sanguinario criminal y debían salir de allí lo más rápidamente posible.
—¡Vámonos!, —gritó más que habló Naomi dirigiéndose a su amante-amigo-compinche, mientras colgaba dando un golpe al teléfono, muerta de miedo. Le había bastado solamente escucharlo para darse cuenta que los temores de Román tenían todos los sentidos, y que corrían verdadero peligro si no emprendían la huida.
Salieron del departamento casi corriendo, cuando con el ascensor llegaron abajo ella se quedó en el rellano mientras Román iba por el Pontiac. Emprendió el camino a paso lo más rápido posible, mirando a un lado y a otro por si se le aparecía el sicario a sueldo y le pegaba un tiro por haber fallado tan solo unos minutos a la orden que había recibido. Y tenía miedo.
Paulino mientras tanto se quedó pegado a la ventana, las lamas inclinadas le daban una visión perfecta de la calle. Tenía que ver aparecer el Pontiac. ¡Debía aparecer! ¡Había sido su última carta! La maldita amante-amiga-compinche le había colgado, no sabía muy bien por qué, no sabía si era porque despreciaba su amenaza y habían tomado la decisión de quedarse y llamar a su protegida y reclamarle el pago, o porque había entrado en pánico por la sarta de cosas que le había dicho. De pronto vio unas luces largas de un coche que se acercaba, acercó como pudo la cara a las lamas y de repente lo vio bien. Se puso casi de frente. Era el Pontiac verde claro. Los cromados refulgentes le devolvían como brillos la luz de las farolas y de los farolitos de las casas. Sintió su corazón latir de alegría, una sensación desconocida por él se apoderó de repente, nunca antes había tenido este sentir, este efecto, esta emoción. La vio a ella acercar dos maletas, él se bajó a recoger unos bolsos que habían quedado, abrieron el baúl, lo pusieron todo dentro, mientras ambos miraban a un lado y a otro temerosos, como si esperaran que les pudiera aparecer un fantasma. Cuando subieron al auto bajó inmediatamente a las zancadas, sin esperar el ascensor. Al llegar abajo dirigió su mirada en la dirección a la plazoleta y allí se iba el Pontiac verde claro. Paró un taxi que justo pasaba frente a él y le ordenó al taxista:
—Siga ese auto, ese Pontiac verde claro. No se acerque demasiado, pero no lo pierda de vista.
El Pontiac se dirigió a la calle que llevaba a la ruta norte, cuando se despejó de coches, ya en las afueras de la ciudad, solo quedaban el Pontiac, y a unos cien metros, el taxi, ambos con las luces relumbrantes.
—Me parece que un auto nos sigue, —dijo Naomi aun con el miedo en el cuerpo, que cada rato miraba hacia atrás.
—¡Maldito sea! ¡El hijo de puta!, —apuntó Román, que no dejaba de mirar por el retrovisor—, ya me di cuenta, el cabrón nos está siguiendo.
Al poco rato, ya en pleno descampado, apareció a la derecha las luces de una vieja gasolinera. Cuando estuvieron cerca Román dirigió el Pontiac hacia allí y se detuvo para cargar gasolina, tal como le había ordenado su siniestro perseguidor. Mientras, en el taxi, Paulino seguía todos los movimientos. El auto estaba ahora a unos doscientos metros.
—Pare aquí en el costado de la ruta y mantenga las luces encendidas, —le ordenó Paulino al taxista—, tendrá una recompensa por todo esto, no se preocupe, —continuó.
El taxi se detuvo con las luces encendidas. Desde la gasolinera era muy visible el coche encandilando hacia adelante. Román se bajó del Pontiac y miró hacia el auto que detenido, lo alumbrada desde lejos, luego se dirigió al empleado y pidió que le llenaran el tanque, luego volvió a dirigir la mirada hacia atrás, y se lo quedó observando, el maldito estaba allí, vigilando que saliera de la ciudad. «El muy hijo de puta», —se dijo, sin llegar a quitársele el miedo que aun llevaba en el cuerpo. Mientras, dentro del Pontiac, Naomi no dejaba de observar también, asustada, comprobando por sus propios medios que estaban ante un asesino peligroso, que los había seguido hasta allí, y que la huida les salvaba la vida. En esos pensamientos estaba cuando discurrió que debía continuar con su amante-amigo-compinche, e iniciar una nueva aventura, en otra ciudad naturalmente, esta, se había vuelto muy peligrosa para ellos.
Cuando el Pontiac dejó la gasolinera y puso rumbo al norte, Paulino pudo sentir en sus propias carnes el sabor del triunfo. No era un triunfo cualquiera, había luchado contra viento y marea para llegar a donde había llegado, y ahora sí, ahora podía brindar, como él diría. Volvería a la guarida, quería echarle un último vistazo al departamento, y por qué no, a la señora también, con todo el riesgo que ello suponía, porque él tenía su propio amenazador, lo tenía presente, pero ya había quebrantado tantas veces la orden de alejarse del edificio y del vecindario inclusive, que si era denunciado, nunca sabría si era por esta última vez o por todas las otras anteriores. Y ahora, eran tantos los deseos de volver a ver a su señora, que nada lo podía frenar, nada lo podía detener, aun sin la perfección de la imagen que le daban el telescopio y el zoom de la cámara, pero sí volver a verla allí en la sala viendo la televisión, y después en el dormitorio, cuando quitándose ropa a ropa se quedaba desnuda. Por una vez tomó consciencia que ese desnudo ya no sería suyo, ni siquiera en sueños, porque ella era lesbiana, y tenía su propio dueño, y él jamás sería correspondido. Le dio orden al taxista de volver a la plazoleta. El coche giró en medio de la ruta y puso rumbo a la ciudad. Mientras volvían, las luces, que a medida que se adentraban se multiplicaban salpicando el paisaje en múltiples puntos de colores, le hicieron reflexionar sobre su propia existencia: había culminado con éxito un arduo enigma que había comenzado con una carta y que él había decidido asumir como propio, y había ganado. Engrandecido su orgullo por la victoria obtenida, envanecido por el triunfo, se dejó llevar por sus pensamientos, quizás su destino traspasaba el designio de ser un simple ladrón de cartas, quizás el futuro le deparaba otros horizontes. Había hecho cursos de fotografía, luego de grafología, y estaba licenciado en la universidad. ¿Qué le impedía hacer un curso de detective privado y luego abrir una oficina? Estaba razonando estas cuestiones cuando llegaron a la plazoleta. Miró la hora y daban las once. Se bajó del taxi y se fue al departamento. Cuando entró, sin encender la luz se dirigió a la ventana. Puso las lamas nuevamente horizontales y allí la vio. Estaba en la sala sentada en el sofá, de frente al televisor, como antes la había visto por primera vez, en esa primera noche en la guarida, y ahora quizás la última que la viera, ignorante del peligro que se había cernido sobre su hermosa cabeza, ajena a las amenazas que habían pendido sobre ella por obra de un delincuente que hubiera arruinado su vida, desconocedora de todo lo que él había tenido que luchar para que ella ahora pudiese continuar con su vida tranquila y feliz, ajena de las vicisitudes por las que había tenido que pasar, pero estaba orgulloso de la misión que se había impuesto, y de la cual había salido victorioso, había salido ganador, él, tan luego él, un simple ladrón de cartas. Los flashes de luz de la pantalla regaban a fogonazos su cara, y pudo adivinar su perfil, el flequillo que caía sobre la frente, la nariz, pequeña y hermosamente recta, su labio superior ligeramente levantado, sintió un escalofrió, la había imaginado suya, y ahora la veía tan lejana, tan distante. Siguió observando. Ella al rato se levantó, y como antes también, se fue al dormitorio. Cuando comenzó a desvestirse, y empezó a mostrar su desnudez, Paulino puso verticales las lamas, se giró, y la dejó de ver. Miró al interior y a la luz difusa que entraba por las rendijas de la ventana dio un último pantallazo al que había sido su guarida. Se tenía que ir, y quizás para siempre. Acomodó un par de enseres que habían quedado en la mesada de la cocina, la cafetera, la taza de café, el tarro de azúcar, y cuando tuvo todo listo abrió la puerta que daba al rellano, y sin hacer ruido bajó. Se fue andando hasta el auto, mañana le esperaba un nuevo día, debía volver a la oficina, tendría que dar un par de explicaciones de alguna enfermedad inventada, y luego volver a la rutina. Había pasado unos días a pura adrenalina, quizás los más intensos que él recordaría por mucho tiempo, pero había tenido una recompensa que nadie le podría arrebatar, la satisfacción de haber culminado un trabajo detectivesco increíble, quizás irrepetible. Mientras iba en el auto pensó, —ahora que tenía todo muy fresco—, que podría hacer un relato escrito de todas las peripecias vividas, desde que leyó aquella fatídica carta amenazante hasta la huida desesperada del maldito intruso, podría escribir un diario íntimo, algo para degustar en sus momentos de soledad, no estaba mal la idea, quizás mañana, por la tarde después de la oficina, comenzara. Y cambiándole los nombres quizás pudiera llevarla a alguna editorial, si les gustaba la historia, quizá la publicaran. Discurría estos pensamientos cuando llegó a su departamento. Entró al parking y dejó el coche en su sitio. Cuando entró a su morada lo envolvió un olor a rancio, él ya lo conocía, era el olor de su vetusta vivienda, su morada vieja, vieja y anticuada, el olor provenía de las paredes, del piso, de las cortinas, de los muebles, del sofá, de cada rincón, entonces un sentimiento de rebeldía lo invadió por dentro, porque ahora, envanecido por el triunfo, se sintió merecedor de una morada más digna de su estatus, ahora ya no era un simple roba cartas, en su consideración se sentía superior, por eso, al entrar y encender la luz y ver el anticuado mobiliario, las paredes descoloridas y en algunos sitios manchadas, el piso de baldosas pasado de moda, las cortinas deslucidas por el tiempo, y el olor a rancio, sí, el maldito olor rancio, que cuando vivía allí no lo notaba porque él mismo formaba parte de los enseres de la casa y él mismo desprendería el mismo olor, cuando percibió su decadente vida, cuando advirtió lo inútil de continuar viviendo en la vetustez en la que vivía, tomó la decisión de ejercer un cambio en su existencia: metamorfosear su vida y se estilo pasarían a ser prioritarios a partir de ahora, por otra parte, el conocimiento del departamento de la Paca, que tanto lo había conmovido por su elegancia y su buen gusto, el edificio en sí mismo, moderno y limpio, el barrio coqueto de casas nuevas, todo esto le había hecho cambiar a Paulino en cuanto a la apreciación que ahora tenía de las cosas, era un verdadero disgusto que no pudiera continuar viviendo en ese departamento que tanto había calado en su espíritu, pero no podía volver por allí, le estaba vedado no solo el departamento sino el edificio e inclusive el barrio entero. Después de encender la luz se fue a la cocina y se dispuso a comer algo rápido, ya era tarde y mañana lo esperaba un nuevo día en la oficina, debía acostarse y descansar, mañana sería otro día, y tomaría decisiones importantes, pero esta noche, pese al fastidio por su viejo departamento, dormiría a pierna suelta, hacía muchas noches que no lo hacía, eran muchas las noches que había pasado, la mitad en vela, vigilando, y la otra mitad con la angustia en el cuerpo. Esta noche nada lo atormentaba en su horizonte, y con ese pensamiento inmediatamente se quedó profundamente dormido.
—¡Qué increíble!, siga, siga, no se detenga, todo es muy interesante…