SEIS

Recién anochecía en la ciudad, y los coches y la gente se batían desesperados a esa hora de la tarde, porque se terminaba la jornada laboral y cada uno se aprestaba a concluirla, algunos prestos a sus moradas, otros hacia algún bar del centro a tomar las últimas copas del día. En ese preciso momento en un barrio desapacible de las afueras, Paulino tenía localizado el buzón que esa noche atacaría. Era uno de esos que se le daba bien, de abertura ancha y poco fondo. Con la habilidad adquirida, metía media mano y sus largos dedos conseguían tocar, no sin cierta dificultad, los sobres que estaban más arriba, y se apropiaba de ellos, aunque casi siempre dejaba algunos abajo, porque no llegaba a todos, las cosas no eran como «antes», ya no era un adolescente, ni un estudiante, y la edad no perdonaba, y poco a poco la mano acompañando al crecimiento de su cuerpo dejó atrás la gracilidad de antaño. Y él estiraba y estiraba los dedos para asir la mayor cantidad posible pero generalmente era inútil, siempre le quedaban algunos sueltos en el fondo. Era en ese momento, dada la configuración especial de sus manos y sus dedos, cuando tenía la sensación de que de tanto estirarlos para asir las cartas, con el tiempo estos se le habían ido alargando. Por esa razón en su casa ejercitaba, una especie de entrenamiento, que consistía en extender con rapidez y al máximo todos los dedos de ambas manos al mismo tiempo, luego los flexionaba muy lentamente, y luego otra vez, ¡zas!, los estiraba de golpe, lo máximo posible, y otra vez la flexión pausada, después el estirón nuevamente, y así durante un rato; una práctica que dedicaba cada tarde y durante el día siempre que tenía la oportunidad, en la creencia ilusoria que realmente estos se alargaban. No era raro verlo caminar yendo al trabajo con las manos en los bolsillos y él, estirando y flexionando los dedos de manera disimulada para no llamar la atención de semejante estupidez. En su casa, después de la práctica, extendía la mano, se la miraba al trasluz, y le daba la impresión de que, algo, algo…, se habían estirado. Cuando los dedos acusaban el cansancio por el ejercicio que se imponía y comenzaba a sentir una cierta molestia entonces lo dejaba, y era después, con una crema para masajes que compraba en una farmacia del barrio, que se los frotaba, dedo por dedo, masajeando hacia fuera, o sea de la palma hacia la punta de los dedos, con tesón, con mucho esmero, siempre con la intención de provocar un estiramiento que solo él creía ver, porque después de los masajes se volvía a mirar la mano al trasluz, con los dedos extendidos, y entonces asentía con la cabeza, y se decía estúpidamente, «Creo…, creo…, que poco a poco se estiran cada vez más…».

Esa noche que salió a «buzonear» la casa que tenía señalada, reparó, por primera vez, téngase en cuenta, —por primera vez—, en la plaquita identificatoria que tienen casi todos los buzones, donde figura el nombre y apellido del dueño de la casa y que siempre le habían pasado desapercibidas, vuélvase a tener en cuenta, —que siempre le habían pasado desapercibidas—. Entonces se le ocurrió la maravillosa idea, —luego él diría que había sido una idea maravillosa—, de apoderarse además de las cartas, también de la placa identificatoria del buzón, sería algo más que aportar a la carta sustraída, y allí estaba lo maravilloso de la idea: la expondría en la vitrina, «¡Por fin la vitrina tenía un motivo real y emotivo que justificaba su sitio en el estudio!», —pensó lleno de ilusión. Se imaginó colocando en ella luego del atraco las placas de los buzones asaltados, una especie de trofeos de guerra, y esto le causó una gran impresión, fundamentalmente porque había dado en el clavo, le había encontrado a la vitrina al fin un cometido, un sentido, y además, relacionado con su trabajo, o con su profesión, como él gustaba decir. Esa noche, aunque intentó sin éxito, con las uñas, con las llaves de su casa, con la punta del bolígrafo que siempre llevaba, retirar la placa en cuestión, no lo consiguió, no tenía ninguna herramienta útil para la ocasión, tenía que pensar que a partir de esta novedad, cuando saliese a asaltar un buzón tenía que provisionarse de algún tipo de utensilio, podría ser un destornillador, alguna cuchilla, quizás le vendría muy bien un pequeño alicate, pero se conjuró volver al día siguiente, también por la noche, armado con las herramientas necesarias para apropiarse de la placa en cuestión. Esa noche, cuando maravillado por la idea que había tenido llegó a su casa, lo primero que hizo fue dirigirse a su estudio y contemplar la vitrina, le había encontrado una utilidad, y eso lo colmaba de felicidad, porque a partir de ahora esta tenía una función definida, sería como un expositor de sus hazañas, algo así como un pequeño museo donde se exhibirían sus trofeos, ligados indefectiblemente a las cartas sustraídas. Él podría observar una placa y en la medida de lo posible recordar los pormenores de la sustracción, o mejor aun, buscar en la cajonera la carpeta que correspondía a dicha plaquita, y allí leer exhaustivamente toda la reseña, para regodearse con su lectura, cosa que hacía con frecuencia, cuando disponía de tiempo libre y no tenía otra cosa que hacer. Reflexionó sobre esto porque meditó que con el tiempo quizás las plaquitas aumentaran en número, al igual que las cartas apropiadas, y pudiera ocurrir en algún momento tener dificultad para encontrar la carta correlativa en la cajonera/fichero, esta reflexión lo dejó pensando, y dedujo que cada plaquita expuesta en la vitrina debía estar identificada con un número, número que anotaría también en la carpeta amarilla, de esa manera sería fácil identificar la ficha que le correspondía a tal o cual plaquita. Viéndolo así, el número iría en el ángulo superior derecho, comenzaría por el 001, luego el 002, y así sucesivamente, y completaría el resto de la carpeta con la Dificultad Acceso, la fecha y la dirección de la casa. De esta forma no tendría que rebuscar en la cajonera las fichas una por una hasta dar con la que coincidía con la placa, esto le simplificaba las cosas, y cuanto más incidía en estos pensamientos más se alegraba porque llegaba a conclusiones, todas prácticas, que lo único que conseguía era facilitarle el trabajo y hacerlo aun más serio, más competente. Inmediatamente llegó a la conclusión que la cajonera no era el sitio ideal donde guardar las fichas, porque si bien él las tenía muy bien ordenadas, pensó, con buen criterio, que lo suyo era comprar un fichero, como los de la oficina que él manejaba con asiduidad, y clasificaría las fichas por fechas. Las cartas de sus primeros hurtos, que él las guardaba como si fueran una reliquia, una verdadera antigüedad, no tenían informes, eran de la época de su niñez y de su juventud, cuando iba al primario, al secundario y después a la facultad, a todas estas las clasificaría en una sola carpeta que pensaba titular, «Infancia y Juventud», y allí dentro, lo más ordenadamente posible, todas las cartas de ese período, luego a partir de esa fecha, ya las iría clasificando año por año, porque correspondía a fechas donde ya viviendo solo en el departamento había aumentado considerablemente los robos y el número de cartas sustraídas, además por ese entonces había comenzado a hacer una reseña del acontecimiento del robo, y a estas las consideraba en un plano superior, y todas iban sujetas con un clip a la reseña, y ponía el conjunto dentro de las carpetas de cartulina amarilla. Este pensamiento lo dejó satisfecho porque por fin su empeño estaba tomando un camino verdaderamente profesional.

Esa noche estaba tan agitado al mismo tiempo que complaciente por las conclusiones a las que había llegado que se podría decir que no pudo dormir. Era casi de madrugada cuando finalmente, casi extenuado, pudo cerrar los ojos y sumirse en sueño profundo. Era sábado y no le preocupaba la hora de despertar, pero eran más de las doce cuando abrió los ojos porque lo desvelaron unos ruidos en la calle. Se asomó por la ventana y un sol estridente lo deslumbró. Un camión de mudanzas subía con unas escaleras mecánicas un mueble de un vecino del edificio. Cerró las ventanas y se fue al baño. Se aseó, y en la cocina se preparó un café.

El feliz descubrimiento de apoderase también de las placas identificatorias había sido toda una novedad en su dilatada carrera de robar cartas en buzones ajenos. Motivado por este feliz descubrimiento su mente exploró nuevos horizontes, caviló y meditó que podría ir más allá. Si bien la sustracción de dichas placas a partir de ahora sería imprescindible, pensó, entusiasmado, que podría sumar otras piezas relacionadas con el atraco: podrían ser las placas de la numeración de las casas, generalmente eran placas metálicas esmaltadas en blanco con los números en azul y atornilladas a la pared, otras viviendas, queriendo los propietarios darle un toque personal, las habían cambiado por azulejos con el número de la vivienda pintado, había casas que tenían además una cerámica o un azulejo pegado a la pared con el nombre de la casa, «Casa Don Braulio» por ejemplo, otras decían «Cuidado con el perro», todas estas cosas podrían formar parte del contenido de la vitrina, claro que esto solo era posible siempre que se tratara de casas, porque en el caso de robar alguna carta en un edificio debía conformarse solamente con las plaquitas de los buzones, siempre y cuando el buzón en cuestión tuviera placa identificatoria, ahora que lo pensaba, le daba mucha indignación saber que muchos propietarios no se identificaban, eso le ocurría en su propio edificio, en donde ni siquiera él tenía la plaquita correspondiente. Esto le produjo una gran irritación y comenzó a despotricar contra esa gente que no se tomaba en serio el anunciarse como corresponde en la puerta del edificio, sin contarse que él mismo no estaba identificado; pero él tenía sus razones, por eso no lo hacía, no le gustaban las visitas y siempre intentaba pasar desapercibido, así que de esta manera se supo autoexculpar. Robar en los buzones de los edificios en cierta manera constituía un contratiempo para Paulino, primero porque para acceder a ellos debía hacerlo en el propio hall, que era donde estaban todos los buzones juntos, la entrada principal solía quedar sin llave todo el día incluida la noche, pero el trasiego de gente, aun en horas nocturnas, le impedía trabajar con una cierta tranquilidad, por eso solía elegir edificios más bien pequeños, con poco movimiento de personas. Robar cartas en un edificio, aun pequeño, tenía su punto positivo, se encontraba con muchos buzones a la vez, y si eran asequibles, tenía donde escoger. Y todos estos pensamientos lo hicieron inmensamente feliz. Así fue como Paulino tuvo que aumentar los artilugios que normalmente llevaba encima para robar. La noche esa que volvió a la casa donde había de sustraer la placa identificatoria llevó un pequeño destornillador, ya había visto que solo estaba encajada con dos pequeños tornillos, «Y eso era pan comido», —se dijo. Luego vuelta a su casa colocó la plaquita en la vitrina, fue todo un acontecimiento, porque era el primer trofeo y merecía un pequeño festejo, por eso se abrió un botellín de cerveza y en el estudio, con la mirada fija en la vitrina, levantando el botellín al mismo tiempo que daba un trago, brindó con ella largando un sentido «¡chapeau!». Era feliz Paulino esa noche que comenzó a diagramar con más atención los próximos pasos a dar. Era evidente que los bolsillos de la chaqueta ya no serían suficientes para llevar todo el material que ahora necesitaba para los buzoneos. A la linterna, la libretita y el bolígrafo, se le unirían un par de destornilladores de distintos tamaños, un pequeño martillo y una cuchilla, además de una tenaza no muy grande. La cuchilla la iba a necesitar para despegar los azulejos, fundamentalmente para incidir en los bordes al principio, luego allí encajaría el destornillador y con pequeños golpes dados con el martillo lo iría despegando con suavidad, cosa de no romperlos. Una tenaza sería apropiada, porque si bien no le daba una utilidad específica, siempre en algún momento se necesitan. Debatió si acomodar todo en un bolso tipo deporte o bien en un maletín donde también, de manera ordenada, podría meter los nuevos enseres. El lunes por la tarde, en una ferretería compró una selección de destornilladores de distintos tamaños, un martillo no muy grande, una cuchilla, y una tenaza no muy grande. La idea del maletín, si bien en un principio le atrajo de sobremanera, porque se vio como un ejecutivo marchando ufano a su trabajo, terminó por desecharla, le resultaría incómodo para el cometido que tenía que realizar, además podría despertar sospechas, o peor aun, faltaría que algún ladronzuelo, viéndolo de noche, en soledad, y con un maletín, atisbase la posibilidad de un buen botín. La bolsa de deportes no lo terminaba de convencer, la imaginaba innecesariamente grande para lo que él debía portar. Se dispuso hacer el día siguiente un paseo por las calles céntricas y comerciales de la ciudad, allí se le despertarían las ideas y hallaría lo que necesitaba. Así fue como al otro día por la tarde, después de la oficina, se acercó a una tienda de bolsos y maletas de viaje, y encontró lo que esperaba. Era un pequeño bolso que podía ir colgado al hombro, tipo bandolera que le llaman, obviamente compró la mejor, de cuero, y tenía divisiones en el interior, que le venían bien para separar las herramientas, además por fuera un bolsillo le permitiría tener muy a mano la libreta y el bolígrafo. La linterna, la seguiría llevando en el bolsillo. A partir de este momento se hizo normal acompañar el hurto de las cartas con algún «recuerdo» de la casa. Se perfeccionó en el arte de hacer volar azulejos y cerámicas de las paredes: primero con la cuchilla rasgaba los cuatro bordes del azulejo, luego incidía en varios sitios con un destornillador plano mientras daba golpecitos con el martillo e iba haciendo palanca, así hasta que este saltaba limpio, sin un mínimo daño. Así se llevó placas identificatorias y azulejos con distintos letreros. Generalmente se llevaba solo un recuerdo de cada asalto que hacía, o un trofeo, como él gustaba llamar, o era la placa, o el azulejo, por un lado porque no podía pasarse demasiado tiempo en el buzón hurgando, destornillando y martillando, porque las posibilidades que lo descubrieran aumentaban, y por otra parte, si se llevase todo lo que se le apareciese a la vista, hasta su vitrina al poco tiempo no daría abasto. Por esa razón cambiaba de barrio constantemente y hacía un estudio previo muy concienzudo antes de lanzarse al robo. Sin embargo, le ocurrió una vez que haciendo la prospección correspondiente en un barrio un poco coqueto de la ciudad, constató un buzón de una hermosa casa con jardín delante que le atrajo de sobremanera. Era uno de esos que nunca había visto en su vida, seguramente era importado, probablemente el capricho de la señora de la casa pensó, pero ese buzón era precioso. Más pequeño que los demás, tenía un formato distinto y atractivo, y estaba pintado de rojo, un rojo muy inglés, como el de las cabinas telefónicas de Londres que él las tenía vistas de revistas y folletos. En la cara anterior, debajo de la abertura, ponía POST, en letras mayúsculas y grandes, y en el lateral derecho, en la parte más inferior, en letras pequeñas haciendo relieve: «Made in England». «Lo que yo pensaba»—, se dijo sin más. Quedó hipnotizado al verlo, y pensó para sí, que lo quería para él. En una segunda ronda de reconocimiento, se detuvo de frente y lo estudió concienzudamente. Había llevado una cinta métrica, y midió la altura, el ancho y la profundidad del buzón, el tamaño daba, entraba en la vitrina. Estaba atornillado a un poste de madera por dos aletas laterales y otra por abajo, y vio que le sería muy fácil hacerse con él. Fijó para la noche del viernes la excursión al buzón rojo, —él ya le había puesto un nombre, le llamaba para sí, Buzón Imperial—, y ese viernes, pasadas las doce se dirigió raudo a su meta. Dejó el automóvil en una calle discreta y esta vez llevó un bolso de deportes, debía ser lo suficientemente espacioso como para portar el buzón, y dentro metió las herramientas que habitualmente usaba. Cuando llegó al lugar la calle dormía. Las ventanas de la vivienda estaban apagadas, y todo estaba dispuesto para que Paulino, que ahora se sentía muy excitado, pudiera entrar en acción. Sacó el destornillador del bolso y con más agitación de lo normal comenzó por destornillar las aletas de los costados. Cuando había concluido con una y estaba a medio desenroscar la segunda, un intruso giró en la esquina que tenía a la derecha y se dirigió hacia donde él estaba. Estaría a cincuenta metros. Inmediatamente suspendió la operación y metió el destornillador en la bolsa, se la colgó al hombro y se alejó. Dio la vuelta a la manzana y volvió al buzón. No vio al individuo por ninguna parte. Eran las inseguridades de Paulino, que paranoico en este tipo de cosas, desde que había entrado en la adultez, extremaba al máximo las medidas de seguridad; quizás por ello durante tanto tiempo había logrado pasar desapercibido sin que lo descubrieran. Frente al buzón y de espaldas a la calle, ahora completamente desierta, iluminada a medias por los reflejos que llegaban del faro de la esquina, se dispuso a completar su trabajo. En esas estaba, con la bolsa de deportes colgada al hombro todavía y la mirada puesta en el buzón, cuando un coche policial con las luces azules del techo centelleando se le apareció a los lejos. Un temblor lo recorrió por dentro, se dio media vuelta y se puso a caminar, una vez más, alejándose de la casa. Si la policía lo paraba y le revisaba el bolso no tenía nada en particular que lo pudiera inculpar de algo, y él podría decir que era un simple obrero que llevaba sus herramientas en el bolso, pero también era cierto que despertaría sospechas, en ese caso averiguarían sus antecedentes y allí podrían ver que se trataba de un empleado que ocupaba un cargo superior en una empresa importante que se dedicaba a la fabricación de dulces y mermeladas. En este caso, ¿cómo explicar su presencia a esa hora de la noche, en una barriada lejos de su casa y con un bolso con herramientas? Todas estas cosas reflexionaba Paulino, con el miedo metido en el cuerpo, mientras el coche policial se acercaba cada vez más. Cuando las luces azules pasaron de largo mientras él de manera disimulada seguía su marcha sintió que le el alma le volvía al cuerpo. Siguió caminando y ahora más tranquilo se alejó del barrio. Cuando a lo lejos vio un cartel luminoso se dirigió a él. «Saint Tropez Cocktail Bar», decía. Entró y se sentó en la barra. Pidió un whisky y sacó un cigarrillo. Había pasado mucha tensión y se debía relajar. La música era suave, y una luz tenue se reflejaba en las paredes y también en la neblina de humo que impregnaba el ambiente; en la barra dos solitarios como él consumían sorbo a sorbo sus copas, en las mesitas con sofás había dos parejas muy ensimismadas en sus conversaciones. Se comenzó a distender y se tranquilizó. La noche había sido frustrante, primero el individuo que se le había aparecido por una de las esquinas, después el coche policial, con sus lucecitas azules, y ahora estaba en un bar, sin llegar exactamente a concluir qué haría a partir de ese momento, porque había dejado a medias el apropiarse de una joya que él deseaba más que nunca. La música agradable y el whisky hicieron su trabajo, porque a poco de estar allí comenzó a verse como en nube. Inconsciente de lo que su mente estaba concibiendo de pronto sintió unos deseos incontrolados por hacerse con el buzón, ese que él había ido a buscar. Eran los momentos críticos de Paulino, cuando se saltaba todas las reglas de seguridad que él mismo se imponía, porque entraba en una fase de descontrol, y comenzaba a sentirse infalible, como aquella vez con el director de la empresa. Cuando iba por el cuarto whisky se le apareció la media sonrisa y la mirada de desdén. Ahora era imparable. Miró su bolsa de deportes, abrió el cierre, tocó y removió las herramientas, el ruido del chocar de los hierros le provocaron una sonrisa, acarició el destornillador, encendió otro cigarrillo y tomó la decisión: iría por el buzón. «Mi Buzón Imperial», —gritó en voz baja, y largó una carcajada. «¡La cuenta maestro!»—, le dijo sonriendo al barman. Y salió destemplado, avasallador; miró la hora, eran las tres de la mañana, el fresco de la noche lo sacudió, estaba lejos del auto y también del buzón. Pensó que le vendría bien despejarse un poco y siguió caminando, a paso ligero, bolsa de deporte al hombro. A medida que se acercaba, completamente excitado, al sitio donde debía apropiarse de su tesoro más preciado, aminoró la marcha. Cuando llegó a la esquina pudo ver la calle a todo a lo largo, con las farolas encendidas haciendo hileras, una detrás de la otra, como colgantes navideños, interminables, fundida su luminosidad con la niebla nocturna. El panorama de noche y niebla decorada de luces simulaba un cuadro que se le antojó sublime para acometer el mayor robo que alguna vez había imaginado. Porque el hombre era solo un ladrón de cartas, y poco a poco había ido cada vez más lejos, dio el salto primero con las plaquitas, los azulejos, y algún que otro recuerdo más, pero ahora se trataba de un trofeo mayor, el buzón rojo inglés, el Buzón Imperial, como él lo había llamado. Estaba incontrolado. Anheloso e irradiante marchó ciego a su tesoro. El jadeo que desprendía era más por el delirio que acusaba que por haber caminado rápido y ansioso hasta la meta. El pulso acelerado y un sudor que le recorría las sienes le descubrían el lado flaco a Paulino, porque ahora ya no tomaba ninguna precaución, todo le daba igual, casi podría asegurarse a él mismo que aunque viese las luces azules de un coche policial tampoco se detendría; por fin llegó a su destino, tenía la joya ante sus ojos, se la quedó mirando en medio de la penumbra nocturna, la farola de la esquina destilaba unos pocos rayos de luz dándole al buzón una tonalidad entre rojo y rubí. Se sonrió de frente mientras permanecía como hipnotizado, había algo de sexual en la escena, porque hubiera arrancado de un manotazo el buzón, como se le arrancan las bragas a la amada cuando la pasión roza con la locura, así hubiera querido arrebatarlo del palo donde estaba anclado, tuvo un arrebato, porque en un momento de locura lo agarró con ambas manos y tiró con fuerza hacia afuera, mas este no cedió; enfurecido abrió el bolso y sacó el destornillador, lo acometió con dureza, porque no tuvo compasión, temblando como estaba hincó la punta en el tornillo ya medio suelto y groseramente lo destornilló, estaba enceguecido; vio con regocijo que estaba casi suelto, le quedaba el tornillo de la aleta de abajo, lo arremetió con violencia, por el temblor no lograba acceder a la ranura, las gotas de sudor le recorrían la piel de la frente, de la nuca, de las sienes, cuando acertó a la ranura, con fuerza giró el destornillador pero el tornillo no se movió, lo intentó varias veces, ansioso, resoplando, mas no hubo forma. El buzón, solo agarrado por este ultimo tornillo de abajo aparecía desprendido por arriba y tumbado hacia adelante, como en una puesta en escena de rendición total, lo agarró con ambas manos, como si tomara la cabeza de su amada, y lo enderezó, esto lo hizo con dulzura, ahora se había tranquilizado, lo necesitaba, tenía que culminar la tarea, tenía que estar lúcido, se tenía que sosegar. Se agachó e iluminó con la linterna la cabeza del tornillo, había óxido, sería difícil, «Mas no imposible», —se dijo para sí, más confiado, más certero—. Empuñó el destornillador, esta vez embocó bien la ranura, empujó hacia adentro para que no cediera, y luego con la máxima fuerza le imprimió el giro para destornillar. Hizo un esfuerzo enorme, con los ojos entrecerrados y la mandíbula prieta puso toda la fuerza posible, comenzó a sudar otra vez, las gotas de sudor le volvieron a caer por las sienes, con el cuello estirado y tensa la yugular parecía un levantador de pesas en el último envión, hasta que un «click» le anunció que algo se había desprendido, y comenzó a girar, y girar, y girar, y el tornillo a salir, salir y salir, y en el último giro, antes de desprender el tornillo definitivamente, se giró y miró la calle, estaba desierta, el frente de la casa estaba dormido, miró hacia atrás y las ventanas de las casas de enfrente y de toda la calle estaban también todas apagadas, nadie observaba el hecho más importante que estaba acometiendo Paulino, ladrón de cartas, ahora ladrón de la joya más deseada. Mientras lo tomaba entre las manos y lo colocaba dentro del bolso de deportes pensó que si hubiera habido público presente este hubiera cerrado la última acción con una ovación. Se sonrió por la ocurrencia. Cerró el cierre del bolso, se lo puso al hombro y se dirigió a buscar su auto. Al final de la calle, desde su espalda, unas luces azules titilantes avanzaban sin piedad. Eran las cuatro y media de la mañana.

—Siga, siga contando… es interesante…

—Si, si. Así fue. Como le decía, cuando vi el coche de la policía otra vez, me asusté, no vea el susto que me llevé. Ya veía que todo el esfuerzo había sido en balde. Fíjese eran las cuatro y media y yo había empezado a las doce de la noche. Había sido muy agotador, y llevaba entre mis manos, bueno, en el bolso de deportes quiero decir, algo extraordinario, el buzón más hermoso que había visto en mi vida.

Cuando llegó al departamento estaba agitado. El solo pensamiento de tener en sus manos el buzón rojo inglés lo mantenía excitado. Por eso cuando metió el coche en la cochera lo hizo raudo, hizo la bajada en curva casi rozando las paredes y llegó a su sitio haciendo maniobras, algunas peligrosas, porque estuvo a punto de tocar algún coche o alguna columna de las múltiples que había en el parking subterráneo del edificio. Se bajó del auto, agarró el bolso de deportes y casi corriendo se fue al ascensor. Cuando entró a su casa directo se metió en el estudio. Sin quitarse la chaqueta puso el bolso sobre el escritorio y abrió el cierre. Y como un niño desesperado por el juguete nuevo metió las manos y asió el buzón, el Buzón Imperial como él le llamaba. Lo sostuvo a la altura de los ojos y se quedó maravillado con la imagen que tenía delante. Tenía un poco de polvo, natural, porque su hábitat era la calle, el aire libre, entonces con delicadas caricias, pasándole muy suave la mano, lo fue desempolvado. Lo dejó en el escritorio, se quitó la chaqueta y fue a buscar un paño para limpiarlo bien, como correspondía. Con un cepillo muy fino minuciosamente llegó hasta el último recoveco, así distrajo su tiempo eliminando el polvo hasta la última oquedad, hasta el último rincón. Luego le pasó un trapo de manera prolija, con mucho esmero, no importaba el tiempo que tardara ni la hora que era, porque estaba totalmente abducido por el botín que se había traído. Trajo una cera que él tenía para los muebles y lo lustró, lo dejó impecable. El Buzón Imperial lucía como nuevo, con su techito a dos aguas, su hermosa abertura, los escritos en inglés, «POST» pintado en blanco, y en el costado derecho, más abajo, en relieve, «Made in England». Brillaba por los cuatro costados el esplendoroso buzón rojo inglés. Ahora, así como estaba, lo volvió a poner encima del escritorio, y se lo quedó mirando, embobado. Se fue al equipo de música que tenía en la sala y buscó un longplay, encontró uno que a él le gustaba mucho porque era muy melódico y muy romántico, del Trio Los Panchos, y lo hizo sonar. Entonces aparecieron las notas de las canciones que él casi amaba, «Si tú me dices ven»…, «Bésame mucho»…, «Piel Canela»… Con la puerta abierta del estudio la melodía llegaba suave, agarró el buzón con ambas manos y lo sostuvo de frente, se lo quedó mirando unos instantes, luego lo fue acercando a su cara, lo apoyó sobre el hombro izquierdo, le arrimó la mejilla y se puso a bailar. Y giraba, y bailoteaba el bolero ejerciendo de bailarín indómito, apasionado, y lo hacía suave, y con las manos lo acariciaba, mientras cerraba los ojos, como en un ensueño. Había sucumbido a la pasión más obscena, ahora ya no solo lo tenía con él si no que hubiera querido poseerlo. Cuando tuvo una erección lo separó, lo miró de frente, y lo besó. Un poco ofuscado por la situación lo volvió a dejar en el escritorio, se dirigió a la sala y apagó el equipo. Se sirvió un vaso de whisky con hielo, se sentó en el sofá, y miró la hora, eran casi las seis, afuera estaba amaneciendo. El alcohol lo había comenzado a adormecer, se levantó y se fue a su dormitorio, se desvistió y abrió la cama, pero se quedó de pie, pensando, y se dirigió al estudio, agarró el buzón y se lo llevó. Esa noche dormiría con él.