VEINTICINCO
La segunda entrevista con el doctor Rascowski discurrió sin controversias. No hubo desavenencias ni polémicas, y la plática se desarrolló dentro de los cauces normales para este tipo de reuniones. Esa vez Paulino tuvo mucho cuidado en no mencionar si el doctor era polaco o hijo de polaco o nada que se relacionara con el país, tampoco salió el tema del cartero que había inventado el buzón de cartas, fue una charla distendida en la que el médico quería comprobar el estado de salud de su paciente y el grado de mejora con el tratamiento instituido. Paulino intentó esta vez no alterarlo, y dar muestras de un estado mental que se acercaba a la normalidad. Esa vez el médico se mostró más receptivo y hasta simpático se podría decir, Paulino pensó que era una manera de disculparse por el altercado vivido en aquella primera visita para olvidar. Mientras tanto el doctor Mansul lo visitaba cada mañana y no volvió a salir el tema de la caspa de su amigo ni nada que pudiera perturbar la buena relación que se había iniciado entre ellos. En la segunda semana recibió por segunda vez la visita de su director, el señor Benedicto Martínez, y allí pudo comprobar que el director del hospital no se había ido de la lengua, porque no le reprochó nada acerca de la historia que él le había contado, al contrario, le mencionó que había tenido un agradable encuentro con el doctor Pieter Rascowski, y que le había transmitido a este las excelencias de su labor en la fábrica de dulces y mermeladas, que siempre se había comportado como una persona íntegra, comprometida con la empresa, y que además lo necesitaba cuanto antes, ya que su labor le resultaba indispensable.
Así fueron pasando los días y Paulino se fue adaptando cada vez más a la vida del hospital. Las visitas diarias del doctor Mansul, las entrevistas semanales con el doctor Rascowski, los paseos por el patio, el enfermero que cada día por dos veces le traía las pastillas que él luego cambiaba por las semillas. En un momento pensó que le saldría una planta de melón en el estómago. Pero aun le quedaba pendiente la cuestión de la Paca. Se acercaba fin de mes y tenía que pagarle el alquiler. Además, la Paca ya no era un tema menor, había sido la única mujer, que sin ningún tipo de interés, había mostrado simpatía por él, y no era poco. De más está decir que le gustaba. Era una tarde que llovía cántaros, y él estaba en la habitación, echado en la cama boca arriba, divagando como casi cada día, y elucubrando su futuro, y esa tarde, que comenzó a llenarla de recuerdos y de nostalgia, se dijo que la única manera de saber si la Paca lo aceptaba o finalmente rechazaba todo tipo de relación con él, era contándole la verdad, como había hecho con el señor Benedicto. La llamaría por teléfono y le explicaría que estaba ingresado en el Hospital Psiquiátrico, y aunque imaginaba su sorpresa, no tenía otra salida.
—Paca Contreras al habla, ¿quién es?
—¡Hola Paca! ¡Soy yo, Paulino!
—¡Pero Paulino! ¡Qué alegría oír su voz! ¡Usted está desaparecido! ¡Lo he estado llamando por teléfono y no está nunca!
—¡Paca!
—¡Me parece que está saliendo demasiado! ¡Demasiadas jovencitas sueltas! ¡Y usted, que trabaja para una orden religiosa!
—¡Paca, escúcheme por favor!
—¡Dígame polígamo, dígame!
—En serio Paca, no le he contestado porque no estoy en el departamento…
—¿Y dónde está usted? ¡No se olvide que tiene una cena pendiente conmigo!
—Le explico Paca, estoy ingresado en el Hospital…
—¡Ingresado en el Hospital! ¿En qué Hospital? ¿Qué le pasado? ¡No me asuste!
—Estoy en Hospital Psiquiátrico…
—¡En el Hospital Psiquiátrico! ¡Pero qué me dice!
—Sí Paca, y necesito hablar con usted, además se acerca fin de mes y tengo que pagarle el alquiler, —aquí Paulino lo dijo con naturalidad, pero la verdad era que si no pensaba volver por allí no tenía ningún sentido hacer ese gasto innecesario, sin embargo todavía tenía esperanzas de empezar algún tipo de relación con la Paca, por eso prefirió seguir adelante con el tema del alquiler—, además no puedo salir, es muy largo de contar, pero me gustaría que usted viniese, tendría que llamar por teléfono y pedir una cita conmigo, aquí hay una sala donde podemos hablar.
—¡Ay Paulino! ¡Usted me desconcierta!, —la Paca, como siempre lo hacía, modulaba su voz, en tonos altos y bajos, y ya se la imaginaba mientras hablaba por teléfono moviéndose para todos lados y haciendo carantoñas y entornando lo ojos.
—Sí Paca, me gustaría hablar con usted y contarle todo, pero ya le he dicho, no puedo salir, tendría que convenir con el hospital la hora y el día.
—No se preocupe, hombre de mi alma, llamaré, como usted dice, y nos veremos. ¡Ay mi polígamo, qué habrá hecho usted!
—Adiós Paca, la verdad me he acordado mucho de usted…
—¡Ay no me diga eso, —aquí volvió a modular la voz, como si fuera una colegiala—, que me tiembla el corazón! ¡Adiós Pauli! ¡Pronto nos veremos!
Cortó y se quedó de pie, frente al teléfono del pasillo, pensando en la Paca. La charla no había ido mal, había que ver cómo se tomaba el hecho de que estaba allí porque robaba cartas en los buzones y lo tomaban por loco. Ahora cabía esperar.
Al otro día, por la tarde, no eran las cinco todavía, entró un enfermero para anunciarle que tenía una visita. «La Paca», —pensó—. De un salto se levantó, se acicaló como pudo en el lavabo de su habitación, se puso la ropa de calle que tenía lavada y planchada, y se arregló un poco el poco pelo que le quedaba, y vio que estaba bien, por la mañana se había afeitado, como cada mañana, y tenía buen aspecto. Con el corazón en un puño siguió al enfermero, y como las otras veces se metió en la sala de visitas, al rato se abrió la puerta y apareció ella, estaba radiante, lucía un abrigo negro y venía como siempre la había conocido: los labios bien pintados en rojo carmesí, maquillados los ojos, y colorete en las mejillas; entró con el contorneo habitual, hasta que se acercaron, frente a frente en la estancia, y con el habitual respeto se dieron dos besos en la cara.
—Siéntese Paca, siéntese, —le dijo apresurado, como tropezando las palabas.
—¡Paulino!, —le dijo la Paca, y suspiró profundo—, ¡lo veo muy bien!, —y entornó los ojos—, ahora cuénteme por qué está aquí.
Entonces Paulino comenzó un relato muy parecido al que le había hecho al señor Benedicto, le contó de su afán por los buzones, de su niñez y cómo había comenzado su historia, y cómo un vecino lo denunció cuando lo pescó robando una carta en un buzón, después las autoridades concluyeron que se trataba de un trastorno obsesivo y terminó en el hospital; pasó por alto el vaporizador, los informes, y hasta la «letal» pasó por alto, y ni siquiera le habló del Buzón Imperial, no podía mostrarse tan loco, tan chiflado, no tenía por qué enterarla de tantos detalles, tampoco le habló de cuando fue detenido y llevado a un calabozo, y la declaración al comisario, y después en los juzgados ante el juez, dejó muchas cosas en el tintero que ella no tenía por qué saber, ya el tiempo diría si podría ir dosificando confesiones que por ahora le convenía mejor silenciar, sin embargo mientras hablaba con ella fue tomando cuerpo una idea que se le acababa de ocurrir, «en realidad, —se dijo—, el día que saliese del hospital, habría pagado su condena, y nada le impedía volver al departamento de la Paca». Su departamento viejo y achacoso lo detestaba, y la vuelta a la cafetería de la esquina, al supermercado de enfrente, al edifico donde había vivido los últimos meses, con los negocios en la planta baja, y a la plazoleta arbolada, en definitiva, volver al barrio, le sonaba a una suerte de felicidad que podía construir con cimientos nuevos, podría rehacer su vida allí; Argutti ya no existía, de su particular acusador ya no tendría nada que temer, y Margarita Bassand pasaba a un segundo plano, incluso desde su ventana podría seguir recreándose con sus desnudos, por eso puso todo su empeño en convencer a la Paca que seguía siendo la persona íntegra que había conocido, y que tenía el mayor interés en continuar alquilando su departamento. Si conseguía esto, dejaría su antiguo piso y se mudaría definitivamente allí.
—¡Pero usted, que trabajaba para una orden religiosa, se dedicaba a robar cartas en los buzones! ¡¡¡Jai jarajai jajai!!! ¡Qué loco que es usted Paulino! ¡Me hace mucha gracia!, ¿pero de verdad trabajaba en esa orden religiosa?, o es otra mentirita suya… ¡qué loco!, —y mientras decía todo esto seguía en su afán de hacerse la coqueta. Mientras tanto Paulino tomaba impulso, porque no veía que la Paca se molestara por lo que estaba escuchado, al contrario, le causaba gracia, aunque todavía le faltaban más cosas que aclarar.
—No Paca, yo no trabajaba para una orden religiosa, yo trabajo en las oficinas de una fábrica de dulces y mermeladas, cuando salga de aquí voy a retomar el puesto, —no le podía decir que aquella vez le había mentido para sacársela de encima porque desde su departamento iba a someter a una vigilancia intensiva a una vecina suya, y que su presencia le hubiera molestado—, yo, Paca, en ese momento estaba buscando un departamento para cambiar de aires, —mintió Paulino—, el mío, donde actualmente vivo, desde hace ya muchos años, es viejo y achacoso, el mismo barrio me resulta antiguo y pasado de moda, yo quería un cambio, por eso encontré el suyo, nuevo, flamante, en un barrio muy moderno y atractivo, y por eso quise hacer una prueba, estar un tiempo, y luego si me convencía, mudarme allí. La verdad Paca, me gusta su departamento, me gusta el barrio, todo me gusta, y quisiera cambiar de vida, y creo que ese es el sitio ideal.
—¡Pero usted robaba cartas! ¡Cuénteme qué es eso de robar cartas! ¿Qué se siente? ¡Debe ser muy emocionante! ¡Ay Paulino! ¡Yo quiero robar cartas con usted! ¡Podemos hacer un dúo! ¡¡¡Jai jarajai jajai!!!, —le hacía gracia a la Paca eso de que su inquilino fuese un ladrón de cartas, en absoluto lo tomó con fastidio, todo lo contrario, por lo que Paulino podía ver.
—¡¡¡Jajaja!!!, —Paulino no pudo más que sonreírse de tanta inocencia, de tanta alegría en ese cuerpote sano y robusto, ahora que se había quitado el abrigo volvía a exhibir dos senos opulentos que se los imaginaba tersos y voluminosos por el escote que llevaba—. ¡No Paca!, ¡eso no se puede hacer! ¡Míreme a mí, preso en este hospital!, —le contestó riendo Paulino.
—¿Y cuándo le van a dar de alta, si se puede saber?, —le preguntó mientras lo miraba con los ojos muy abiertos y chispeantes.
—Bueno, —Paulino tenía que hacer malabarismos para contestar todos los interrogantes que le hacía la Paca, y no caer en ningún error que pudiera dar al traste con sus intenciones de rehabilitarse ante ella y poder continuar en el piso—, eso exactamente no lo sé, —continuó—, un médico pasa a verme cada día, y luego tengo una entrevista semanal con el director del hospital, me imagino que este decidirá cuándo me darán de alta, —y aunque se sentía totalmente cuerdo tenía que manifestarse ante ella como el más sensato y juicioso de los mortales, no podía haber una sola chispa de duda, no en vano él estaba internado en una institución psiquiátrica, donde se suponía que recluían a los locos, a los que estaban mal de la cabeza, debía insistir, sin decirlo directamente, que todo se trataba de una gran error.
—Mire Pauli, —se sinceró la Paca—, yo confío plenamente en usted, siempre me ha parecido un persona sensata, un poco apocado, ¡eso sí!, —y se contorneó en la silla mientras entornaba los ojos y bajaba y subía el tono de voz—, pero sincero y buena persona, ¡a mí me gustan las buenas personas!, —aquí abrió casi desmesuradamente los ojos y lo miró fijamente—, y usted es una de esas personas que me caen bien, ¿sabe qué le digo?, que no veo la hora que le den de alta para que cumpla con su promesa, ¿la recuerda, no?, ¡me tiene prometida una cena!
Paulino se sentía atraído por esa mujer, no lo podía negar, no solo eran sus ojos grandes y sus tetas enormes y su formidable trasero lo que habían hecho mella en su intimidad, también era su expresividad, su talento para mostrar afecto, el encanto y la gracia que derrochaba en cada gesto, por todas estas cosas Paulino iba, lenta pero inexorablemente, cayendo en sus redes, pero también tenía que aceptar que era la primera mujer que le había mostrado una simpatía desenfrenada, casi imposible de entender para el espíritu de Paulino, siempre alejado de todos y solo confidente con las chicas de las casas de citas. La Paca lo miraba con ojos lánguidos, seguramente en este momento lo estaba deseando, una vibración interna le despertó el apetito sexual, Paulino se dio cuenta por el cosquilleo en el bajo vientre y un despertar de su miembro, y fue en ese momento que entró el enfermero y dijo con voz indiferente:
—Se ha cumplido la hora, lo siento, pero ya va media hora.
Ambos se pusieron de pie al unísono, estaban frente a frente, se tomaron las manos y acercaron sus caras, cerraron los ojos, y fue tan solo un beso fugaz, pero entreabrieron los labios y las puntas de dos lenguas ensalivadas se tocaron, allí sellaron un vínculo que los mantendría unidos el resto de sus vidas, ese momento, nunca lo olvidarían.