DOS
A Paulino Chain se le había despertado de niño la curiosidad por los buzones. Para Paulino, que por aquel entonces no debía pasar los diez años, ver pasar al cartero y repartir cartas por los buzones lo llenaba de intriga. No era por cierto el trabajo del pobre cartero que cada día pasaba con su bicicleta lo que le intrigaba, sino el enigma estribaba en el contenido de las cartas que llevaba. Cuando llegaba una carta a su domicilio él iba corriendo en busca de su madre para que inmediatamente esta la abriera y se la leyera. —¿Qué dice mamá?—. Nada, es tu tía. —¿Pero qué dice, qué dice? A veces se paseaba por el barrio, después de haber pasado el cartero, y miraba de reojo por la abertura de los buzones, como si creyera que viendo a su través pudiera descubrir vaya a saber qué cosas decían esas cartas. Todo empezó una tarde noche de verano, hacía calor, y todo invitaba a pasear—. Ahora vengo mamá, voy a dar una vuelta. Salió disparado en busca de sus amigos, era casi de noche y no era seguro topar con alguno, así que fue caminando por las calles del pueblo hasta que de pronto se detuvo, miró hacia un lado, y se vio ante un hermoso buzón pintado de un verde brillante. La luz del farol de la esquina lo iluminaba de lleno, y por la mirilla de abajo pudo ver que había una carta. Se acercó instintivamente, miró en derredor, las calles desiertas y las ventanas vacías le aventuraban que nadie lo estaba observando, metió su pequeña mano y arrebató la carta. Se la escondió entre las ropas y volvió a su casa. Cuando llegó fue directo a su habitación. Estaba agitado, un estado de nerviosismo por la acción ejecutada lo había invadido. Cerró la puerta con el pestillo. Tenía que asegurarse que nadie entrara. Encendió la lámpara de la mesa de estudio, se sentó y miró de frente el sobre que había terminado de hurtar. Era una carta como tantas otras. El sobre blanco tenía escrita en letras negras de imprenta el nombre de la persona a quien iba dirigida, Sr. Arturo Pastrano, debajo la dirección y más abajo el nombre del pueblo. Miró detrás, había un remitente que por estar escrito con letra pequeña no pudo, o más bien no le interesó descifrar. La iba a rasgar, para sacar la carta y leer su intimidad, hizo un amago, pero luego se arrepintió. Se la volvió a meter entre las ropas. «Mejor la devuelvo al buzón», pensó, y se puso de pie. Iba a descorrer el pestillo para salir cuando una intrigante curiosidad por conocer el contenido lo detuvo. Se volvió a sentar en la silla. Así estuvo unos instantes, indeciso. Finalmente con un rápido movimiento de su mano la volvió a sacar de entre las ropas y sin pensarlo dos veces la abrió. Había una cuartilla doblada en dos y un folleto. Desplegó la cuartilla y se puso a leer. No era nada particular, una casa de electrodomésticos que hacía una oferta ¡Excepcional! ¡Por la compra de una nevera a plazos y sin intereses! En el folleto había una foto de la nevera en cuestión con una serie de indicaciones que leyó con mucha atención. Se recreó un momento mirando la carta y el folleto que tenía cada uno en cada mano. Volvió a doblar la cuartilla y la introdujo con el folleto nuevamente en el sobre. Tenía que deshacerse de él. Su madre no le perdonaría lo que había hecho. Ahora la guardaría muy bien entre sus cuadernos de clase y mañana camino a la escuela la tiraría en algún cubo de basura que encontrara por la calle. Pero a partir de allí tuvo debilidad por recorrer los buzones del barrio, meter su mano por la abertura y hurtar las cartas que había en él y luego leerlas. Su mano y su brazo pequeños le permitían acceder por el agujero de los buzones y llegar con facilidad hasta el fondo y hacerse con todas las cartas que había en él. Una vez, siendo aun niño, le asustó el carácter serio de una de las correspondencias que había robado, procedía de un banco, e intimaba a la receptora: «Muy Sra. mía. Por la presente le hago saber que Ud. tiene una deuda pendiente con el Banco de la Ciudad y si no atiende este requerimiento comenzaremos las acciones legales pertinentes a través de nuestros abogados. Muy atte.», y firmaba el director del banco. Sin entender del todo la magnitud del hecho, supuso que se trataba de algo importante, así que en esa oportunidad volvió a introducir el escrito dentro del sobre, lo volvió a cerrar como pudo, y lo volvió a introducir en el buzón. A partir de ese momento dejó de apropiarse de las cartas que provenían de bancos o instituciones como podían ser el cobro de la luz, el gas, el agua, y otras parecidas que además de no tener para él ningún atractivo, podía provocar un perjuicio que él no quería ocasionar. Y Paulino se comenzó a hacer aficionado a robar cartas íntimas, esas que venían con el sobre escrito con letra cursiva, a veces sin remitente, y que se las suponía muy personales. Así con el tiempo fue descubriendo intimidades insólitas de los vecinos de su barrio. Su mano pequeña le permitía introducirla en el buzón y hurgar hasta el fondo en busca de los secretos más ignotos. A medida que fue creciendo fue extendiendo su dominio y ya no fueron los buzones de los vecinos los que violaba, también comenzó a visitar otros barrios, la libertad que la edad le confería le permitía alejarse e incurrir en otros territorios, inexplorados por él, y mucho más emocionantes, según él veía. Con el tiempo aumentaron las dificultades para poder violentar los buzones en cuestión: aunque era un joven delgado el aumento natural del tamaño de la mano y del brazo le impedía ahora acceder con facilidad por la abertura. Algunas cartas quedaban en el fondo y él por más esfuerzos que hacía no lograba llegar a apoderarse de todas causándole en esos momentos una profunda frustración, porque aunque lograba tocar con la punta de los dedos el borde de los sobres no lograba hacerse con ellos. En esos casos a veces terminaba con pequeñas heridas y excoriaciones en la piel que luego debía curar, con un poco de alcohol y a veces una tirita.
—¿Qué te hiciste ahí Paulino? ¡Es una herida!,
—Nada mamá, jugando al futbol.
Porque Paulino era, además de ladrón de cartas, un joven no muy diferente de los demás. Tenía su grupo de amigos, los del barrio, que muchas veces coincidían con los del colegio, con los cuales salía los fines de semana o por las tardes cuando los deberes de la escuela lo permitían, y jugaban partidos de futbol, y con la llegada de la adolescencia llegaron los primeros escarceos amorosos en los bailables que se organizaban, y sabía muy bien compaginar sus reuniones sociales con su obsesión por los buzones. Dicha obsesión nunca le supuso una dificultad ni tampoco un remordimiento en la consciencia, quizás porque esta funcionaba como un acto reflejo que eludía el control encargado de reprimir la mala acción. Pero este acto irreflexivo, solo se refería al hecho del robo de cartas. Por lo demás era un joven responsable y con grandes méritos que lo hacían aparecer a los ojos de los demás como una persona totalmente digna de confiar.