TRES

Paulino era un joven delgado, algo enjuto, aunque no bajo de estatura, con brazos y piernas largas, y mano, muñeca y dedos también alargados y finos, dando al conjunto una expresión estilizada de su cuerpo. Además gozaba de una peculiaridad muy especial, tenía las articulaciones muy laxas, pudiendo contorsionar las extremidades y exagerar los movimientos hasta límites insospechados. Era capaz de contorsionar su delgada mano sobre su fina muñeca hasta lo indecible. Esta particularidad, dedos, manos y muñecas delgadas y muy laxas, cuando era niño le permitía acceder fácilmente a los buzones a través de la abertura y hurgar en ellos hasta hacerse con toda la correspondencia. Durante la adolescencia, mientras cursaba el colegio secundario, el gradual crecimiento de su cuerpo se acompañó inevitablemente de un agrandamiento de sus manos, que si bien a esta temprana edad no supuso un serio obstáculo para continuar con su obsesiva idea, sí hay que decir que más adelante, a medida que fue ganando en años, fueron apareciendo algunos inconvenientes. Al principio empezó por notar que ya no llegaba con facilidad hasta el fondo de los buzones, sin embargo este hecho no le supuso ningún trastorno, porque, aun sin llegar con sus manos al fondo, le bastaba con asir la parte superior de los sobres para luego arrastrarlos todos hacia arriba, el saqueo continuó siendo por mucho tiempo completo: nunca dejó en ningún buzón ninguna carta por extraer. Sin embargo, el hecho de haber tomado consciencia del aumento del volumen de su mano, y el riesgo de no poder continuar con su hobby favorito, lo llevó a reflexionar que se debía anticipar a ese panorama. Todas estas cosas pensaba nuestro Paulino mientras siendo adolescente y cursaba los estudios secundarios preveía serios interrogantes para el futuro, quizás cuando fuera mayor, o quizás no tan mayor… Y estos pensamientos no dejaban de preocuparle, más que nada porque su afición a desmantelar buzones se había convertido en el principal objeto de su enferma mente. Ante esta expectativa, se planteó investigar otras formas, otros métodos para acceder a los buzones. Le surgió entonces la idea de operar sobre la misma cerradura; al principio pensó que podía ser factible además de sencillo: abierta la puerta del buzón tenía acceso al interior, y con ello a toda la correspondencia; por ello se entregó a estudiar seriamente esta posibilidad. Lo primero que hizo fue copiar lo que él tantas veces había visto en el cine: con un alambre relativamente fino y resistente que él deformaba a conveniencia con unos alicates, comenzó por intentar violentar los cerrojos de buzones que él ponía a prueba. Y aunque en algunos casos, bastante excepcionales por cierto, con esta herramienta logró abrir algunos, no era garantía de éxito, porque muchos intentos fallaban y no le daban ninguna seguridad, luego también probó con varias llaves pequeñas para ver si alguna de ellas hacía de llave maestra y lograba su propósito, pero tampoco logró el objetivo deseado. Por ahora, el único acceso posible era la abertura, por allí, con sus finas manos le resultaba fácil acceder, y por el momento esta no significaba un obstáculo, por lo que continuaría sin cambiar un ápice su método. Se dio cuenta que no todos los buzones le presentaban las mismas dificultades, por eso comenzó por clasificarlos, y entonces, cuando señalaba uno, ya sabía por sus características si le iba a resultar fácil o no la sustracción. Había unos de una marca determinada que tenían la abertura tan estrecha que le resultaba imposible violentarlos, a estos los odiaba con toda su alma, máxime cuando a través de la mirilla veía que había alguna carta manuscrita.

Hay que decir que en la adolescencia esta actividad Paulino la realizaba casi siempre en horas nocturnas, para ello, el cuento de una salida con sus amigos era la excusa perfecta a los ojos de sus padres, y siempre salía munido de una pequeña linterna de bolsillo, además, una vez extraídas todas las cartas, sin apartarse del buzón, y ayudado por la linterna, repasaba una por una las cartas sustraídas, y luego solo se quedaba con las que verdaderamente le interesaban, las que llevaban el sobre escrito a mano, porque las otras, las que se referían a recibos del agua, de la electricidad, de los bancos, o propaganda, a todas las devolvía al buzón; aunque también hay que decir que si de pronto descubría en una caminata diurna un buzón que él consideraba de los fáciles y en él descubría una carta manuscrita, después de comprobar que nadie lo observaba, metía la mano y se apropiaba impúdicamente de ella.

Por eso mismo cuando cumplió diez y ocho años y comenzó la universidad, para estudiar Administración de Empresas, en la ciudad y lejos de su pueblo, su comportamiento en ella fue impecable, y si bien nunca fue un alumno brillante, supo destacar entre los demás por ser un estudiante sacrificado y meticuloso en su formación. Ningún profesor le podía achacar nada a este estudiante abnegado en los estudios y en la entrega. Su obsesión por los buzones pasaba por épocas de rachas. Había temporadas, generalmente coincidiendo con los exámenes, que dejaba la manía a un lado y dedicaba todo su tiempo a los estudios, aunque nunca renunciaba a mirar de reojo los buzones llenos cartas que en el trayecto de la facultad a su casa iban apareciendo como una seguidilla interminable de oportunidades perdidas. Cuando caminaba en grupo con sus compañeros de estudio hacía caso omiso en buscar con la mirada el objeto de sus sueños, se cuidaba muy bien de no despertar sospechas, y de esa manera podía continuar disimulando hasta que la situación le permitía volver a sus andanzas. Entre exámenes y exámenes, que era cuando más se relajaba en los estudios y le sobraba el tiempo, era cuando lo asaltaban en su pensamiento los deseos, a veces irrefrenables, de robar en algún buzón. Y era en la época estival, cuando acababan las clases, cuando más se dedicaba a su obsesión favorita, porque el piso compartido quedaba vacío y él se podía explayar en su actividad predilecta. Y luego operar sobre la correspondencia: abrirla con delicadeza al vapor de una olla hirviendo, leerla detenidamente, recrearse en las intimidades ajenas, y finalmente ocultarla de manera segura, de modo que nadie del piso pudiera descubrirlo. Las metía en un maletín con llave que a su vez guardaba en su armario que también tenía cerradura, así escondía las cartas que se iba apropiando, todas muy ordenadas, una encima de la otra formando montones muy bien distribuidos, que llegaron a ocupar de esa época de estudiante, el maletín entero.

Una de las frustraciones más desilusionantes era cuando metía la mano y tocaba con la punta de los dedos el filo o la punta de un sobre y no lograba asirlo, y por más que se esforzaba, no lo conseguía. En estos casos se desesperaba, y forzaba la mano al máximo, imprimiéndole a su delicada muñeca giros a derecha y a izquierda para así con mucho esfuerzo ir introduciéndola poco a poco hasta poder tomar la carta entre el índice y el dedo mayor, y hacerse con ella. Pero eso no siempre ocurría, y las más de las veces terminaba con excoriaciones y ralladuras en la piel sin el objetivo cumplido. Una vez sucedió, que habiendo logrado agarrar firmemente una carta después de muchos intentos, resultó que accidentalmente metió toda la mano dentro del buzón, cosa que le produjo una gran inquietud, porque previó que iba a tener problemas poder retirarla, y eso fue lo que ocurrió, porque aunque intentó por todos los medios sacarla, con la carta cogida entre los dedos, nuevamente con movimientos hacia un lado y hacia el otro para desencajarse, fue en vano, y esa vez, lesionado y todo como estaba, hizo un esfuerzo extremo hacia afuera, y al ver que los intentos eran vanos, comenzó a desesperarse ante el riesgo de ser descubierto: había quedado preso de un buzón. Esa vez hasta pensó tirar con fuerza con ambas manos —una adentro y la otra afuera— y arrancarlo de la pared. Cuando recordaba ese momento, estirado en su cama, no podía menos que reírse de sí mismo, ya que se imaginaba cargando el buzón con su propia mano adentro. Finalmente lo pudo resolver, porque, ayudándose con la mano libre, con mucho esfuerzo, llegó a arquear la abertura metálica y así poco a poco pudo retirarla, con un costo bastante alto, porque se hizo una herida y algunas excoriaciones que lo llevaron al hospital donde lo tuvieron que curar y poner algunos puntos de sutura. Fueron tiempos difíciles para su afición de «robacartas» los tiempos de estudiante, que con mucho freno a su ímpetu y mucha pericia supo sobrellevar. ¡Pero a qué coste! Cuántos buzones pasaron de largo ante su mirada aviesa cuando acompañado por sus compañeros de estudio no tenía ninguna posibilidad de violentar alguno. Además cuando tenía exámenes debía abocarse a los estudios y le resultaba materialmente imposible dedicarle alguna oportunidad a su obcecación por los buzones.

Cuando terminó la facultad, a la edad de veinticuatro años, se agudizó su obsesión por hurgar en los buzones ajenos. El tiempo de la universidad, en la que debía compartir piso con otros estudiantes había tocado a su fin, y con ello la cautela que debía imprimir a todos los movimientos destinados a su robo preferido. Libre de las miradas indiscretas de sus compañeros de piso, su horizonte se amplió de repente de manera inusitada, y la pasión por el fisgoneo en los buzones se acrecentó de tal manera que no había día que no centrase su mente en algún buzón. Por eso, salir a caminar, por el motivo que fuere, llevaba implícito que en su paseo su mirada siempre la dirigía a los buzones por los que pasaba, y a cada uno de ellos los estudiaba con la mirada y sacaba las más variopintas conclusiones; así de esta manera llegó a conocer de ellos todos sus secretos, y supo de marcas, fabricantes, año de fabricación y cambios que pudieran haber surgido, y con todo esto se hizo una idea cada vez más precisa de sus posibilidades para violarlos. Al mismo tiempo comenzó en la búsqueda de un trabajo, así fue como pasó por distintos empleos, empleos que no lo dejaban satisfecho ni lo complacían, pero debía asumirlos porque ya era hora de independizarse de sus padres en la cuestión económica, y comenzó a peregrinar por varios trabajos, los primeros, sin mucha responsabilidad, tuvieron todos fecha de caducidad, pero a partir del momento que tuvo el primer trabajo alquiló un departamento, y aunque este no le complacía, porque era pequeño y estaba situado en la periferia de la ciudad, muy lejos de la zona céntrica y del propio trabajo, descubrió las ventajas que le proporcionaba la intimidad de la que ahora gozaba. Por esa época robar en los buzones y luego manipular las cartas se había constituido en todo un arte de la ocultación. Pero fue diez años después, después de mucho trajinar, siempre con dedicación y mucha responsabilidad, cuando entró a trabajar en una empresa de dulces y mermeladas, que además de vender en todo el interior del país también exportaba. Experto en Administración de Empresas y Finanzas era el hombre que la casa necesitaba, y allí por fin encontró la estabilidad que tanto estaba buscando. Inmediatamente empatizó con el director, el Sr Benedicto Martínez, que aunque tenía casi la misma edad que él, parecía un hombre de otra época; de estatura mediana y bigote espeso, vestía con mucha elegancia, casi diríamos como corresponde a un director. Para su bendición, además de las otras tareas que le había encomendado, él era el encargado de recibir las cartas y clasificarlas para luego distribuirlas a la sección correspondiente. Esto obviamente no lo dejaba indiferente sino todo lo contrario, porque el contacto físico con la correspondencia le producía un arrebato de emoción que difícilmente podía evitar. A fin de mes era cuando más cartas recibían de las firmas con las que trabajaban, y era en ese momento, con el aluvión de cartas encima de su escritorio, cuando más se le aceleraba el corazón y comenzaba a excitarse. Y como si de algo de mucho valor se tratara las tocaba como acariciándolas, y a cada una les daba un trato especial, las agarraba con cuidado, leía con mucha atención el remitente, luego las ponía sobre la mesa con mucho celo para posteriormente clasificarlas, según la procedencia, si eran del interior o del extranjero, por provincias o por países, luego las más urgentes, las que venían certificadas, las que iban destinadas personalmente al director, o las más corrientes, las que iban dirigidas a la empresa en general, y luego de esa meticulosa tarea de clasificación, las distribuía. Cada vez que dejaba un mazo de cartas sobre la mesa de la sección correspondiente sentía como si lo despojaran de algo que le pertenecía, porque en el fondo hubiera querido quedárselas todas y abrirlas y leerlas, aunque la mayoría de las veces eran simples correspondencias llenas de puro formulismo, como ser folletos, facturas, recibos, pedidos, a veces algún reclamo por algún retraso en el envío. Las que más le llamaban la atención y por las que más sufría por no poder apoderárselas eran las que iban destinadas al director de la compañía, por supuesto que despreciaba las más corrientes, pero le ilusionaban las que venían del abogado de la empresa, de algún estudio jurídico, o algunas otras que pudieran desentrañar algún secreto de la compañía, algún litigio, algún reclamo. Sin embargo, las que le desataban la imaginación y por las que verdaderamente sufría eran las que cada tanto llegaban, dirigidas al director, con el sobre escrito a mano, y las más de las veces, sin remitente. Por esas verdaderamente suspiraba. Sin embargo una vez, después de varios años en la empresa, no lo pudo soportar más. Era un sobre blanco marfil que desprendía un suave olor a perfume. Escrita en letra cursiva estirada y muy elegante iba dirigida directamente al señor Benedicto Martínez: nombre y apellido, dirección y ciudad, y no tenía remitente. No era la primera vez que el director recibía cartas dirigidas de manera tan personalizada y sin remitente. Siempre además de intrigarlo le producían una fascinación increíble, quedaba atrapado en esos sobres escritos a puño y letra por los que hubiera dado cualquier cosa por conocer el contenido. Él se imaginaba mil fantasías, porque de eso se trataba, de las fantasías que él recreaba en su imaginación: amores ocultos, reproches, viejas disputas enterradas pero revividas, deseos velados, secretos escondidos. Pero esa vez la intriga y su obsesión pudieron más que él. Entre el montón de cartas que esa mañana le volcaron en su escritorio destacaba esta. La apartó ligeramente del resto y comenzó el rutinario trabajo de clasificarlas. Entre los montones que iba haciendo la colocó debajo del último grupo. Sin darse cuenta, porque en plena consciencia siempre tuvo muy claro que nunca debía violar una carta de la empresa, él iba dirigiendo todos sus movimientos en contra de ese dogma que se había autoimpuesto. Porque aunque sabía las consecuencias que le acarrearían si lo descubrían, de manera inconsciente la había señalado, la había apartado y la tenía muy bien ubicada. Mientras hacía la tarea de agrupar las cartas en montones, una lucha sin cuartel se producía en su mente. Por un lado un deseo casi incontrolable lo llamaba a desatender el irracional propósito de hacerse con la carta, y por otro una voz que clamaba por llamarlo al orden y desoír su anhelo más ambicioso. Una vez que terminó la faena se quedó mirando los mazos de cartas agrupados en montones, uno tras otro. Del último de la derecha asomaba debajo, como una flecha envenenada, la punta del sobre blanco marfil. Se lo quedó mirando, como tonto, extasiado. El corazón le comenzó a palpitar, más que nada porque sabía que estaba por cometer algo que siempre supo que no podía y ni debía hacer. En un movimiento de distracción, se acomodó las gafas, colocó ambas manos sobre la mesa del escritorio y giró la cabeza en derredor. En las otras mesas estaban sus compañeros de trabajo cada uno abocado en lo suyo, sobre el lado izquierdo de la oficina se ubicaban los despachos de aquellos que por su rango disfrutaban de la intimidad de un espacio, hacia la derecha los ventanales que daban a la calle desde la altura del quinto piso, y al final, el despacho del director. Su mesa de trabajo estaba en la primera línea. Volvió a detener la mirada en el sobre blanco que asomaba como un aguijón debajo de las otras y que se le incrustaba lacerante en el pecho. Dirigió su mano derecha al montón y con un rápido movimiento tuvo el sobre en su mano, disimuladamente mientras fingía un leve ataque tos se lo llevó al bolsillo interno de la chaqueta. Ya no era consciente de lo que hacía. Ahora ya era imparable. Se puso de pie y se dirigió a la salida. Iría al baño común que compartían con el resto de las oficinas del piso del edificio, eso pensarían todos, como era rutina. Entró al lavabo y cerró la puerta con el pestillo. Sacó el sobre del bolsillo y se lo quedó mirando, luego estiró el brazo y lo dirigió hacia el aplique del techo, como queriendo ver al trasluz los secretos que había por descubrir. Se lo llevó a la nariz, y lo olió. O le pareció, o realmente olía a perfume, porque cuando lo puso a la altura de su nariz dijo sonriendo: —¡Huele a Lancome! La solapa estaba muy bien pegada y necesitaba su vaporizador para poder abrirlo sin romperlo. Dirigió su mirada a los lavabos y se le ocurrió una idea, abriría el agua caliente al máximo, desprendería vapor. Puso la solapa de la carta de cara al vaho que salía del grifo y estuvo un rato hasta que el pegamento comenzó a licuarse, luego con los dedos y con mucha maña y delicadeza lo empezó a despegar. De pronto el ruido de la puerta de alguien que quería entrar lo sobresaltó, se volvió agitado, cerró el grifo, se volvió a guardar de manera apresurada la carta en el bolsillo interno, una humareda inundaba el local, el espejo se había empañado, con la manga de su chaqueta lo intentó despejar, ahora unos golpes en la puerta lo descontrolaron. Temió que lo descubrieran, o por lo menos que pudieran sospechar algo, y corrió a abrir—. ¡Ahh! Eres tú Paulino. Cuánto humo, que… ¿Te dejaste el agua caliente abierta?—. Sí, un descuido. Ya terminé. Y se fue palpitante a su mesa de trabajo. En la oficina todo seguía igual. Cada uno en su puesto de trabajo, el tecleado de las máquinas de escribir, las cabezas gachas apuntando datos, leyendo y comprobando documentos. Tenía que repartir el correo. De pie, frente a su escritorio, con la mirada al frente y con toda la correspondencia en sus manos, se quedó maquinando que el director no tenía porque enterarse de la carta en cuestión, así que, giró la cabeza a un lado, como dirigiéndola displicentemente al despacho del director, y tomó la decisión, sin ningún tipo de contemplaciones, porque ahora ya no era consciente de sus actos, de llevársela consigo, para allí, en la soledad de su apartamento merodear como lo había hecho siempre, en los secretos e intimidades de los otros. Totalmente ajeno a las consecuencias que esto podría acarrearle si lo descubrían comenzó con su trabajo. Repartió la correspondencia mesa por mesa y luego en cada despacho particular, y como siempre lo había hecho, dejó para lo último la oficina del director. Golpeó la puerta y entró, con aire sosegado, tranquilo, en su cerebro no bullía nada que lo pudiera descomponer. Al contrario, se sentía inmensamente feliz, por eso su media sonrisa placentera con que enfrentó el momento. Llevaba consigo un manojo de cartas, la mayoría de carácter informal, todas habían pasado por sus manos y las conocía una por una: del municipio, del abogado de la empresa, diversas facturas, una de la administración del edificio. Su memoria de elefante no dejaba pasar una. En el bolsillo interno de la chaqueta, muy bien guardado, el sobre blanco marfil esperaba. Cuando adelantó las manos para dejar la correspondencia sobre el escritorio del director, que en ese momento estaba enfrascado en la lectura de un documento, con la parte superior de su brazo rozó la chaqueta en el sitio donde por dentro aguardaba «su» carta. Sintió el leve crujir del papel del sobre, e inmediatamente tuvo una inusitada sensación de placer, como cuando era adolescente y en el bus, apostado, rozaba con su brazo o con la pierna a su vecina de asiento, el mismo placer, el mismo deleite.

—¡Hola Paulino! ¡La correspondencia… eh! Déjala aquí nomás.

Y continuó con la lectura del documento que lo tenía ocupado. Paulino volvió a rozar con el brazo, ahora adrede, la chaqueta, donde guardaba el sobre, volvió a sentir el crujido suave que se trasmitía como una vibración, nuevamente el placer, el goce. Miró al director que seguía enfrascado en sus cosas y se le dibujó una sonrisa. Acomodó las cartas con delicadeza sobre la mesa de trabajo, se ajustó la chaqueta, y se estiró los puños de la camisa, mientras no dejaba de observarlo, que seguía sin verlo, y se sintió tan seguro en su cometido, tan infalible, que volvió a sonreír, un tanto displicente, porque se sentía dueño, amo y señor de la situación.

—Aquí le dejo las cartas del día, Sr Director… —le dijo con cierto entusiasmo—, y se giró y muy pausadamente se retiró a su escritorio.

Cuando se hicieron las tres terminó la jornada laboral. Se desató el bullicio, porque era el momento que cada uno comentaba las incidencias del día. Todos ordenaron su mesa de trabajo y en grupos, todos charlando, fueron saliendo. Paulino estaba como ausente, aun no era consciente del peso que llevaba encima, exactamente en el bolsillo interno de la chaqueta. Sin conversar con nadie fue acomodando sin prisas su mesa de trabajo, guardó algunos papeles de la oficina en su maletín, su bolígrafo, su lápiz y la goma de borrar, cuando de pronto, sonó la voz del director.

—Paulino. ¡Puede venir por favor!

Una puntada en medio del pecho lo hizo dudar. Se giró y con las cejas arqueadas, interrogantes, inició la marcha, en contracorriente con los demás, hacia el despacho del director. Iba caminando lentamente, acompasando los pasos con un ladeo continuo de su cuerpo hacia un lado y hacia el otro, con una cara inexpresiva, como la de un niño al que le descubren una mentira, o alguna travesura.

—Sí Sr director, —dijo con una cara que cuestionaba todas las emociones anteriores.

Se presentía en lo más íntimo que el director le iría a decir, «¡A ver Paulino, deme la carta que se quedó en el bolsillo!», y así estaba, esperando la cachetada del destino, de la mala suerte por haber sido descubierto, —no acertaba a entender cómo ni cuándo lo habían descubierto—, entonces fue que este le dijo:

—Siéntese que tengo que hablar un momentito con Ud.

—Sí Sr director.

Ahora sentía pánico el pobre Paulino, que había comenzado a tomar consciencia de la metida de pata que había cometido. Y el director se explayó:

—Mire Paulino, Ud. lleva algunos años en la empresa, lo he estado observando muy atentamente últimamente, —Paulino temblaba—, y es Ud. una persona, además de íntegra, eso está fuera de toda duda, muy responsable. Una persona en quien se puede confiar. La verdad le digo que si yo en esta oficina me tendría que fiar de alguien, ese, ese es Ud. Paulino. Así que quizás pueda tener para Ud. un ascenso, y como se jubila Pacheco, Ud. tendría despacho propio. ¡Qué le parece! Tengo que hablar con la comisión para que me lo autoricen, pero primero quería tener un primer contacto con Ud. porque quiero saber en primer lugar si le interesa. Por supuesto que este ascenso conlleva un aumento de sueldo. No quiero ilusionarlo porque no todo depende de mí, pero quiero saber si puedo proponerlo.

Paulino se quedo boquiabierto. Evidentemente no se le pasaba por la cabeza una situación así. Los ánimos le volvieron al cuerpo y con ello la sensación de infalibilidad que se había apropiado de él. Se estiró un poco más en la butaca y cruzó las piernas, exagerando su indolencia, atribuyéndose una superioridad que solo a él se le ocurría, porque no había nada más contradictorio que verlo con cierta pedantería ante su propio director, como si tuviera una ventaja que no era real, pues solo en su mente tomaba sentido esa sensación de sentirse todopoderoso.

—Es curioso, —le dijo socarronamente al director.

—¿Curioso por qué?, —le contestó este mirándolo un tanto sorprendido.

—Porque mire, la verdad, siempre me he sentido como alguien completamente prescindible en la compañía, es más, por un momento pensé que me llamaba para amonestarme por algo que hubiera hecho mal, algún desliz, cosa que a cualquiera le puede ocurrir, porque como comprenderá no todos somos infalibles en esta vida, —le respondió Paulino con una media sonrisa y contradiciendo su discurso con sus sensaciones.

Le contestaba de esa manera un tanto insólita, ya que el director en ningún momento había tenido algún atisbo de reprocharle algo, es más, todo lo contrario, ya que le estaba ofreciendo un ascenso y todo lo que suponía en el rango social dentro de la compañía respecto al resto de sus compañeros, y obviamente un aumento de sueldo. Sin embargo, Paulino, sentado en su sillón, de manera estirada y con las piernas cruzadas, contestando las cosas que contestaba y la manera de contestarlas, daba la impresión de estar nuevamente en un estado de delirio difícil de entender, porque era del todo inconsciente que la actitud que mostraba era totalmente irracional, tratándose del director y los motivos por los cuales había sido citado. Y porque quiérase o no, él estaba totalmente sobrepasado moral y mentalmente al saberse poseedor de una correspondencia, propiedad de su jefe, que en su casa pensaba violar y desvelar los secretos que este pudiera tener. La situación no dejaba de ser compleja, porque el secreto que él guardaba en su bolsillo, de acuerdo al razonamiento que su rocambolesca mente hacía, lo colocaban, según su delirio, en una posición de superioridad respecto al director, que era su verdadero ascendiente en lo que se refería a la empresa, y en el fondo le causaba gracia que hubiera sido obsequiado con palabras como que era un hombre íntegro, responsable y en quien se podía confiar. De ahí el regocijo que le causaban esas alabanzas hacia su persona, sabedor que poseía de quien lo estaba halagando una correspondencia muy particular, una correspondencia que venía sin remitente y escrita a mano, seguramente de mano de mujer, se regodeaba Paulino. Sentado como estaba frente al director, en su insensatez, lo trataba de igual a igual. Ese era el sentimiento que en su intimidad experimentaba Paulino, que había dejado de percibir de su jefe el temor o el respeto que siempre infunden los que de verdad mandan. Y eso se reflejaba no solo por la forma en que estaba sentado frente al director, totalmente displicente, sino porque en su cara se dibujaba una expresión de indolencia a los comentarios que le hacía su más que inmediato superior. El director era completamente ajeno al estado de ánimo en que se encontraba Paulino, aunque le llamaba la atención su desafecto por la invitación que le acababa de hacer.

—Mire Paulino, Ud. no entiende realmente lo complejo que es estar al frente de una empresa y todo lo que ello implica. Tenga en cuenta que aunque yo soy el director, están los accionistas mayoritarios de la compañía, los dueños de esta casa, a los cuales debo rendir cuentas, y para los cuales yo soy el verdadero responsable, y no me resulta nada fácil entenderme con ellos cuando los números no cuadran como a ellos les gusta. El director acercó la cabeza a Paulino, como queriéndole confesar un secreto, y le dijo en un tono muy mesurado:

—Yo tengo que dejar contentos a los de arriba, y para eso, a veces, tengo que pelear con los de abajo. Por eso, si acepta el puesto, sepa que voy a necesitar de Ud. la total complicidad. ¡Un cargo más alto, y un sueldo mayor, qué más quiere! Pero se lo repito, si acepta el nuevo cargo requeriré de Ud. su máxima colaboración y su total apoyo. Ahora, eso sí, nada de politiqueos con los de abajo, porque eso nos llevaría a la ruina.

Paulino, mientras lo escuchaba movía acompasadamente la pierna que tenía cruzada sobre la otra, se llevaba la mano al mentón, y asentía con la cabeza, pero estaba en otro mundo, escuchaba sin oír, miraba sin ver, habían pasado las tres y sus compañeros ya había partido, y él tenía unas ganas locas de salir de allí y dirigirse a su casa, allí lo esperaba la tarea por la cual suspiraba y que lo halagaba mucho más que todas los obsequios que le podía hacer el director, así que un poco harto, y sabiéndose suficiente, pese a que estaba siendo gratificado con un ascenso, —situación que se podía revertir, si el director en algún momento no se sentía correspondido—, se levantó de repente y de manera indiferente se dirigió a su interlocutor de la siguiente forma:

—Bueno, muy bien, le agradezco el ofrecimiento que me ha hecho, tenga en cuenta que soy una persona muy ocupada, sin embargo creo poder cumplir con el cometido, y puede confiar en mí, —le dijo sacando una sonrisa que era más de superioridad que de complicidad.

El director, sorprendido por los modos de Paulino, se quedó un tanto desconcertado, en realidad esperaba otra cosa, suponía que la noticia sería recibida con alborozo, no era para menos, le estaba ofreciendo despacho propio, un ascenso y un aumento de sueldo, sin embargo, ante la perplejidad en que quedó sumido, luego hizo una doble lectura, y en un alarde de creerse seguro de sus deducciones e interpretaciones del entendimiento humano por saberse el director de una empresa importante, pensó que bien pudiera tratarse del hombre que necesitaba, alguien que no aceptaba el puesto por el ascenso social que pudiera significar y por el dinero que le aportaría, sino que si aceptaba el ascenso era porque se consideraba realmente apto no solo para los nuevos cometidos que tendría en relación a su nuevo puesto, sino también porque se comprometía a lo que él entendía como de máxima importancia: complicidad, fidelidad total y máxima colaboración. Entonces, más complacido por este razonamiento, —equivocado a todas luces, ni imaginaba la enfermedad obsesiva de su empleado—, le contestó más distendido:

—Bien… bien…, mañana podemos seguir hablando Paulino. ¿Se tiene que ir ahora? Bueno, puede retirarse, vaya, vaya con Dios, mañana seguimos.

Y Paulino, hizo una leve inclinación de cabeza, se dio la media vuelta y salió del despacho, en ese momento volvió a tocar con su brazo el sobre que tenía en el bolsillo de adentro, un cosquilleo eléctrico lo traspasó por dentro, se dirigió a su mesa, recogió el periódico, el maletín, y salió de la oficina. El director, un tanto confundido, pese a las últimas reflexiones que se había hecho, se lo quedó mirando, mientras este se dirigía a su mesa, a recoger sus bártulos, para partir.

Tomó el bus en la esquina de su oficina y se llegó a su alejado y pequeño departamento donde vivía.

Cuando Paulino llegó a su casa desplegó toda su artillería. Puso a hervir un cazo de agua y cuando comenzó a borbotear puso la solapa del sobre blanco marfil al humo del hervor. Con los dedos, con mucha maña comenzó a despejar la punta de la solapa, así, poco a poco, logró abrirla toda. El corazón le comenzó a latir fuerte, y un sudor por la frente y en las sienes le formaron gotitas como perlas, estaba en su máxima excitación, metió sus ágiles dedos en el sobre y extrajo un manuscrito, era una sola hoja, escrita a puño y letra. Se secó la frente con la manga de la camisa y comenzó a leer:

«Hola amor mío. Tal como te lo había comentado en la carta anterior, por fin tengo vía libre para el viernes 16 ir a la ciudad, tengo muchas ganas de verte y estar contigo, espero que reserves en el mismo hotel que la última vez, me gustó mucho y tengo los mejores recuerdos del último día que estuvimos allí. No veo la hora que llegue el momento, y aunque aun faltan dos semanas para unir nuestros corazones, no dejaré de pensar en ti.

Un beso de quien de ama y te desea.

Jazmine.

P/D: podríamos encontrarnos en el salón del hotel a la misma hora de siempre».

Paulino respiró hondo. No sabía gran cosa de su jefe, no sabía si era casado y esta era una amante, o era su novia formal que venía de afuera e iba a tener un encuentro nada informal, aunque sí oculto, por lo que veía. Tampoco sabía si la infiel era ella, quizás estuviera casada y se escapaba de su marido, era extraña la misiva, «por fin tengo vía libre para el viernes 16 ir a la ciudad», ¿a qué se refería?, luego, para desgracia de él, no ponía el nombre del hotel, ni la hora del encuentro, si supiera esos dos datos le hubiera gustado seguirlos y ver el encuentro, de la manera más disimuladamente posible, era obvio, pero esta carta hubiera dado muchos juegos, y uno de ellos hacer de espía. Sin embargo su imaginación no dejó de urdir que allí había gato encerrado, porque le sonaba a sospecha esa carta sin remitente, un encuentro misterioso en un hotel, como a escondidas. Miró la carta al trasluz, la dio vuelta, y luego la olió. «Sí, huele a Lancome», —se dijo para sí, reafirmándose en su apreciación inicial—, luego se giró, se sentó en una silla, y aflojó todos sus músculos, la tensión que traía desde el momento que se había apropiado de la carta hasta este otro que había terminado de leerla desapareció de golpe, de pronto el corazón volvió a corretear a las pulsaciones normales, y un estado de relajación lo invadió, sin embargo, al punto se dio cuenta que en sus manos tenía una bomba de relojería, una bomba de tiempo: en el trabajo él era el encargado de recibir y distribuir la correspondencia, en esa carta había un mandato muy claro, era el santo y seña de un encuentro, y si el director no la recibía se produciría un fatal desencuentro, y él, que era el encargado de la correspondencia que llegaba a la oficina, pasaría a ser el principal sospechoso. Estaba bien que podría aducir que no había recibido ninguna carta, eso lo salvaba, pero la sombra de la sospecha recaería sobre él, justo ahora, que el director le había dado toda su confianza y le había prometido un ascenso. No, no podía quedarse con la carta, la debía restituir. Sin embargo, el pesar que le provocaba desembarazarse de un verdadero tesoro, —consideraba la carta del director un autentico trofeo—, le hacía dudar de sus propias certezas, y así estaba, dándole vueltas en la cabeza si devolverla o quedársela, que de pronto se le ocurrió una idea, era una idea simple, y que si bien no reparaba completamente el daño que le producía su pérdida, sí era verdad que se quedaba a mitad de camino, y lo más importante, podía salir del paso: le haría una fotocopia a la carta y se quedaría con la fotocopia, y mañana, en la nueva de remesa de cartas pondría la verdadera, y se la entregaría a su verdadero dueño, amo y señor de la empresa, y desde que trabajaba allí, su amo y señor.