DIECINUEVE
Abrió la puerta de su guarida agitado, el corazón le salía por la boca. Llevaba la carta aferrada fuertemente en su mano izquierda, notó que el sobre tenía un cierto espesor, tenía una cierta dureza, no era un simple folio, como las otras veces, quizás fueran varias hojas, o quizás contuviera algo más. No tuvo la paciencia de otras veces en poner en marcha el vaporizador y deleitarse con la apertura, esta vez la abrió rompiéndolo, metió la mano y encontró algo que no pensaba, había una hoja manuscrita, sí, pero además había fotografías. Sin siquiera mirar el folio dirigió su vista a las fotografías que tenía ante sí. Eran tres fotos, e inmediatamente lo vio con claridad, eran fotos de desnudos, se aplicó en una de ellas, y allí la vio, la señora, más joven, pero conservando la misma mirada, los mismos rasgos, la misma fisonomía, pero ahora, lo que veía en la foto era la expresión de la lujuria, de la lascivia, y el cuerpo, contorsionado, casi diría el mismo cuerpo que él disfrutaba a diario viéndolo, aparecía atado a una cama con unas esposas, totalmente desnuda, y encima, tocándole los pezones, acariciándole los pechos, una mujer de espaldas, también desnuda, con unas botas de cuero negras y antifaz; la cara de la señora tenía una mueca libidinosa y obscena, le provocó una cierta fascinación esa imagen, quizás porque en el lado oscuro de su consciencia se la imaginó jugando con él a los mismos juegos; se fue a la otra fotografía, y allí volvía a estar ella, esta vez su cara no dejaba lugar a dudas, porque estaba en primer plano, con la lengua afuera, jugando con la lengua ensalivada de la otra, ahora la veía bien, ambas de perfil, los ojos entrecerrados, denotando un estado de lujuria y de goce llenos de pasión, de sensualidad; miró la tercera foto, aquí la señora estaba de rodillas en la cama, mostrando unas hermosas nalgas, dirigía la mirada hacia atrás, se veían bien sus facciones, y a un lado la mujer de las botas negras y antifaz, haciéndole juegos sexuales con sus dedos, las tres fotos eran tremendamente lascivas, y denotaban un pasado oscuro de su protegida, él no se lo imaginaba, o sea que era lesbiana, ¿quién sabría de esa elección? En las tres fotos se la veía más joven, pero después de haber visto su cara y sus desnudos desde su guarida podía atestiguar que no había cambiado, y que su cuerpo distaba mucho de haber sufrido grandes transformaciones, todo lo contrario, seguía siendo, la misma mujer. Fue todo una sorpresa. «¡Joder!», se dijo, momentáneamente le rebajó la ansiedad, quizás la conmoción de haber descubierto lo que seguramente era el gran secreto de su protegida. Había quedado en shock, estupefacto, no se lo imaginaba, ahora sí, ahora empezaba a atar cabos, la visita que su protegida había recibido días atrás, esa mujer rubia, de su misma estatura y de su misma edad, de buen parecer, cuando las vio entrar al dormitorio, que se pusieron delante del tocador y se quedaron hablando, y riendo, mirándose a los ojos, y luego, esa vez, antes de desvestirse, cerró la persiana; sí, en ese momento no pensó en nada, pero ahora atando cabos… ¿Sería su amante? ¿Sería su pareja?, y luego en la primera carta, sí, en la primera carta el intruso le hablaba de una amiga que tenía en el extranjero y que solía venir a visitarla, ¿sería la misma?, no era la de las fotos, de eso estaba seguro, inmediatamente pareció volver en sí, porque retornó el nerviosismo, la angustia, entonces dejó las fotografías y leyó el folio, estaba escrito en una sola cara, y decía lo siguiente:
«Hola Srta. Margarita Bassand. Creo que si ha visto las fotos Ud. sabrá que está en una situación muy comprometida, no hace falta que se pregunte cómo coños tengo estas fotos, eso es lo de menos, pero estas tres fotografías son solo una muestra de las cientos de fotos suyas que tengo en mi poder, que no dudaré en pegar y colgar dentro y en los alrededores del Consejo, donde Ud. trabaja, y en la Universidad, donde Ud. también trabajó como profesora, y en el mismo barrio donde Ud. vive. ¿Qué le parece una de estas fotos, o más de una, por qué no, en el mismo supermercado donde hace las compras? ¿Entiende por qué le decía que no debía acudir a la policía? Quiero que tenga claro que no dudaré un solo segundo en proceder de esta manera si Ud. no accede a la petición que le voy a hacer. Ahora bien, vayamos al grano, le doy cuarenta y ocho horas para que junte 50 000 dólares a cambio de todas las fotografías y los negativos que tengo en mi poder. Le prometo que le entregaré todas las fotos y todos los negativos, respecto a eso tiene mi palabra, si no quiere que su foto aparezca en todos los sitios que ya le he mencionado. Tenga en cuenta que en el Consejo lo primero que harán será expulsarla, con todo lo que ello significa para su futuro profesional, porque con estos antecedentes no la emplearán en ningún sitio. Luego está su imagen, no querrá ni pensarlo. Sé que tiene esa suma de dinero, y si no tiene en concreto esa cantidad, en cuarenta y ocho horas la podrá conseguir. La llamaré por teléfono el martes por la noche. Allí arreglaremos la entrega del dinero, y yo obviamente, de las fotografías y los negativos. No desespere, si me entrega el dinero nunca más sabrá de mí. Ni se le ocurra acudir a la policía o comentar esto con alguien. El Cazador».
Paulino se quedó pasmado. Por fin había saltado la liebre. Así que era eso. No se lo imaginaba, pero el tipo la tenía agarrada por los cuernos, y conociéndolo como lo conocía pensó que, como todo perro de caza, no la soltaría. Ahora sí, tomó consciencia de la realidad, y la ansiedad le subió varios enteros. Comenzó a sudar y un escalofrío lo recorrió por dentro. Tenía cuarenta y ocho horas para arreglar el lio en el que estaba metido. Se había entrometido en un problema del que no era juez ni parte, y ahora no sabía cómo terminar con él. Era obvio que no podía acudir a la policía, de eso estaba seguro, era imposible. Estaba demasiado involucrado como para denunciar el chantaje, sería muy peligroso para él, y estaba en juego su propia supervivencia. Llamar por teléfono de forma anónima y referir todo lo sucedido y delatar al delincuente era muy arriesgado, y la policía no le creería y no harían nada, o intentarían interrogar al intruso con el riesgo que conllevaría, porque lo único que conseguiría sería que el maldito delincuente creyera que ella lo había denunciado y terminara por cumplir con su amenaza. No. Tampoco podía hacer eso. Abandonar a su protegida a su suerte y dejar que pase lo que tuviera que pasar, no lo podía hacer, sería una felonía, un acto de cobardía, un traidor, o quizás peor que todo eso. Tenía cuarenta y ocho horas. Eran las siete de la mañana del lunes. De pronto se sintió invadido por una profunda angustia. Encendió un cigarrillo y se sirvió un vaso de whisky. En esas condiciones no podía ir a trabajar. Tenía la excusa. El director el último día le había dicho que estaba con mala cara y que descansara, podía llamar y decir que estaba enfermo, con fiebre, cualquier cosa, le iban a creer. Tenía que dedicar los dos días que tenía por delante a buscar una solución. ¿Una carta muy amenazante con una cabeza de cerdo en una caja? El maldito delincuente se echaría a reír ante esa amenaza, y lo más probable es que ni siquiera esperara las cuarenta y ocho horas y ejecutara su plan, con las devastadoras consecuencias que ello tendría. Ella, completamente ignorante de toda la historia que se había tejido a su alrededor, de las amenazas que había ido recibiendo en forma de cartas, y ahora, en la última, la del chantaje, no entendería la aparición de fotos suyas muy comprometedoras, desparramadas por toda la ciudad, en su lugar de trabajo, en la universidad, en su barrio. Enloquecería, y sería su final como profesional y como mujer. Se volvió a sentir culpable porque haber asumido su protección, le sustrajo la posibilidad de poder defenderse ella misma, por sus propios medios. Y no era poco. Esta sustracción de la realidad, como mujer perseguida, amenazada y ahora chantajeada, la dejaba indefensa, ya que al ignorar toda la persecución de la que había sido objeto, le impedía buscar la ayuda y el auxilio que ella misma, por sus propios medios, podría haber demandado. Flaco favor le había hecho, haciéndose el espía, el protector, cuando ahora muerto de miedo no sabía cómo actuar. Porque al final de cuentas él no se sentía capaz de enfrentarse al maldito delincuente. Pero por otra parte, aun teniendo en cuenta que tuviera capacidad para enfrentarse, ¿Qué podía hacer él? Y si toda esta estupidez de creerse el protector debía tener alguna consecuencia debería ser la de reprocharse y condenarse por haber asumido como fundamento de sus anhelos, el pretender hacerse pasar por espía, ¡tan luego espía! ¡Qué estúpido había sido! ¿Pero cómo asumía el reto?, ¿Cómo defenderla de una rata con forma humana que se hacía pasar por un inocente vecino?, porque de eso se trataba, era una rata de la que no sabía cómo deshacerse de ella. O quizás la rata, la verdadera rata cobarde era él. De pronto se fijó en el pasillo que daba a la puerta del departamento y se percató de la presencia de un papel en el piso. Era extraño, porque esa mañana cuando entró, después de buzonear, el pasillo estaba despejado. Se dirigió allí y vio que era un sobre. Un sobre blanco. Se agachó y lo tomó con sus manos. Con letra manuscrita decía en letras negras, Sr. Paulino. Lo giró y detrás no ponía remitente, y el sobre no estaba cerrado. Totalmente alterado, a trompicones, se fue a la cocina, se sentó a la mesa, abrió el sobre y sacó una cuartilla. Estaba doblada en dos. La abrió y leyó:
«Sr. Paulino.
No sé exactamente quién es Ud., ya que es nuevo en el barrio, pero a lo largo de estos días he visto que cada mañana por la mañana muy temprano, casi siempre a eso de las seis y media, Ud. sale de su edificio y se dirige a la casa de una vecina nuestra, por cierto muy poco dada a relacionarse con el vecindario, y lo veo hurgar en su buzón, y aunque no logro percatarme que es lo que realmente hace, he podido ver que se lleva cartas de allí. No importa que se pregunte como conseguí su nombre y su dirección, pero sepa que no me resultó difícil dar con estos datos, lo cierto es que lo tengo localizado. Como en el barrio no queremos delincuentes, y a todas vistas Ud. está cometiendo una fechoría, le doy cuarenta y ocho horas para que se marche del edificio y del barrio, de lo contrario lo denunciaré a la policía. Por el momento no se lo comunicaré a la citada vecina porque esta señora, muy poco comunicativa con los vecinos, no goza de mi simpatía, pero no dudaré un instante en hacerlo y acudir a la policía si no desaparece de aquí. Sepa también que lo he fotografiado varias veces hurgando en el buzón, su cara es de lo más visible, e inconfundible. Ud. no sabe quién soy, y yo sé quien es Ud.
Sr. Paulino, no sé que se trae entre manos, pero sepa que está avisado, y vigilado».
Paulino se puso a temblar. Esta vez sí, un estado de intenso nerviosismo lo invadió. Se sirvió otro whisky mientras con manos temblorosas dejaba la carta en la mesa. Se la quedó mirando y sintió que estaba en verdadero peligro. El estado de shock en el que se encontraba le impedía pensar con claridad. En un momento sintió que una profusa sudoración le brotaba por cada poro de su piel. Sintió frío y se arrebujó en la bata que llevaba puesta. Ahora no solo tenía el problema del maldito intruso, sino que él mismo había sido descubierto y amenazado, y no tenía opciones, debía huir. Sí, no le quedaba otra alternativa, le daban cuarenta y ocho horas para salir de allí, igual que el intruso le daba a su protegida para que junte los 50 000 dólares. Se trató de tranquilizar. Debía pensar con cierta calma. En el estado en el que se encontraba no lograba hilvanar un solo pensamiento coherente. El que lo había descubierto buzoneando sabía su nombre y el departamento donde vivía, pero no sabría mucho más de él, él mismo decía en la carta que «no sabía exactamente quién era él», por lo tanto no sabría de su trabajo en la fábrica de dulces y mermeladas, y menos que él vivía realmente en otro departamento, en otro barrio. Daba por descontado que su particular amenazador no sabía que estaba allí para descubrir a un delincuente que había amenazado y chantajeado a una mujer del vecindario, la misma mujer a la que él hurgaba en su buzón. ¡Qué ironías del destino!, —pensó angustiado—. Sin embargo conocía su nombre, y eso lo alarmó, su nombre lo sabían la propietaria del departamento, la Paca, y el presidente de la comunidad de vecinos, cuando fue a hablar con él para conseguir el famoso listado, pero nadie más. Él se había hecho visible en el barrio al haber frecuentado la cafetería de la esquina y el supermercado, pero no sabían su nombre, y lo más probable que su amenazador fuera un vecino de alguno de los dos bloques de edificios, desde allí, desde alguna ventana, como él mismo lo hacía, lo había descubierto. Y peor aun, lo había fotografiado. Y él, que se creía que era el único loco que andaba con cámaras fotográficas detrás de las ventanas. Pero no tenía opciones, la única solución era irse con todas sus pertenencias a su verdadero departamento, ese sería su refugio a partir de ahora. Y si el tipo decidía igualmente ir a la policía y denunciarlo, la policía no lo tendría fácil para saber dónde vivía, eso pensaba. Él no le había dado a nadie su verdadera dirección, ni a la Paca ni al presidente de la comunidad de vecinos, nadie en el barrio sabía nada de eso, ni siquiera se había tomado la molestia de empadronarse en el ayuntamiento de la ciudad. En el fondo era un verdadero desconocido, aunque supieran su nombre. Eso le daba una cierta tranquilidad. Sí, su primer paso era irse de allí. Y aunque le había dado cuarenta y ocho horas para largarse, ahora mismo armaría la maleta y se iría. Y además ya no tenía por qué seguir buzoneando, ni vigilar a nadie. Le quedaba pendiente el otro gran problema, el más acuciante: cómo parar al Argutti, una verdadera bomba de relojería, y aquí no sabía qué hacer. Miró la hora y daban las ocho. Llamaría a la oficina, necesitaba tiempo. Discó y con voz quejumbrosa explicó que estaba enfermo, tenía fiebre, y que por lo menos estaría dos días sin pasar por allí. Armó la maleta y puso toda su ropa y sus pertenencias, mientras se preparaba un café bien caliente. En un bolso puso el telescopio, el trípode, la cámara fotográfica y el vaporizador. Cuando tuvo todo listo fue a buscar el coche donde lo había dejado estacionado la última vez. Lo trajo hasta la puerta del edificio, cargó la maleta y el bolso y lo más desapercibido posible se alejó del lugar. Tenía el mes del alquiler pagado por adelantado y eso por ahora no le preocupaba. Cuando llegó a su edificio entró al parking y estacionó en su sitio. Subió la maleta y el bolso y entró a su departamento. Estaba angustiado. Una sensación de ahogo le apretaba el pecho. Dejó en la mesa redonda de la sala sus pertenencias. Se quedó de pie, observando con detenimiento su morada. No dejaba de tiritar, el frío, el miedo, y la ansiedad, lo corroían por dentro. La observación de su piso, viejo y ajado, lo angustiaron aun más. Las paredes, con los mismos papeles pintados que él había hecho poner aquella primera vez, los muebles de la sala, las sillas, la mesa, el sofá, de pronto aborreció todo, y se aborreció a sí mismo. Miró el reloj y daban las diez. El tiempo corría, y él sin encontrar cómo resolver el problema de la amenaza que se cernía sobre ella, y ella sin saber nada de la tormenta que se desataba sobre su cabeza. Se fue al baño y se miró al espejo. Estaba demacrado, y con barba de dos días. Tenía un aspecto deplorable. Quizás había tirado la toalla, quizás era hora de renunciar a todo. Se fue a la sala y se sentó en el sofá. Cruzó los brazos sobre su pecho y fijó la mirada al televisor, que apagado, le devolvía entre sombras, su deslucida imagen. Se dijo en un tono que denotaba desprecio sobre sí mismo, «Y yo, que pretendía ser un espía, un detective, ¡y protegerla! ¡Qué estupidez!, yo soy un simple ladrón de cartas, un simple ladrón, al final de cuentas, no me puedo jactar de otra cosa». Denostado por esa infeliz conclusión una profunda tristeza lo invadió. Se le nublaron los ojos, y una sensación de derrota se apoderó de todo su ser. Se sentía aniquilado, y totalmente fracasado. Cuando se le hizo un nudo en la garganta, porque tomó conciencia de que no podía hacer nada para detener al intruso tuvo una arcada. Se levantó del sofá y con una pena que le atravesaba el alma se dirigió a su pequeño balcón. Miró desde su quinto piso las azoteas del vecindario y las ventanas de los edificios vecinos. «Desde aquí sería muy fácil terminar con todo», se dijo con una tristeza infinita, «nadie acaba con vida volando de esta altura», remató con pena, «pero soy tan cobarde, que ni siquiera me puedo dar esa tranquilidad, esa paz». Ante el temor de tomar una decisión que no tendría vuelta atrás se volvió a la sala. Instalado en el medio de la habitación, a medio camino entre el sofá y la mesa redonda, se quedó de pie, estaba estático, inmerso en un estado que lo anulaba completamente, mezcla de una postración y una angustia profunda, porque el chantaje, la extorsión, y el negro futuro de su protegida seguían su curso, y él sin poder hacer nada. Dirigió su mirada a la mesa redonda donde apoyados estaban la maleta y el bolso de deportes, y entonces se dijo con voz de pena: «¡qué estúpido he sido!, ¡y yo, que me creía listo!», y después de un momento de letargo, de desconsuelo y congoja profunda, de pronto, como si de un destello se tratara, como si algo muy pequeño se encendiera en lo más recóndito de su cerebro, vislumbró algo que lo sacó del ensimismamiento, del aturdimiento en que estaba, una pequeña sacudida interior, porque de repente, al mismo tiempo que se repetía «soy un ladrón, soy un simple ladrón», se le ocurrió: «¡Sí!», dijo en voz alta, «¡Eso es! ¡Cómo no se me ocurrió antes! ¡Ahora sí! ¡Entraré al departamento del maldito delincuente y le robaré las fotos! ¡Todas las fotos! ¡Y los negativos! ¡Me traeré todo! ¡Y lo dejaré sin su única arma!». Y de pronto se echó a reír. Había dado en el clavo, por fin tenía una perspectiva, una esperanza, había encontrado una luz que por primera vez iluminaba el tenebroso camino por el que hasta ahora había transitado, quizás fuera, o seguramente fuera, la única solución, la única posibilidad de parar al maleante, de neutralizarlo, de anularlo. De pronto a la explosión de júbilo le siguió una excitación que ya conocía. Había que ponerse en marcha cuanto antes. Primero elaborar un plan, como siempre lo hacía. Tenía poco tiempo, el reloj marcaba las once, era lunes, y el maldito intruso le había dado cuarenta y ocho horas, hasta el martes a la noche. Por lo que había visto el tipo y su mujer salían cada noche y nunca volvían antes de las cuatro. Esa noche del lunes tendría que entrar al piso y robar. Era su única posibilidad. La ansiedad le subió de golpe. No sabía cómo hacer para violentar la puerta y franquear el piso. La Paca le había dicho que los departamentos eran iguales en los dos bloques. El departamento del delincuente era el 3.ºA, en su edificio sería el que está encima de suyo, y por lo tanto tendría la misma distribución. Eso ya era una ventaja. Conocía todos los recovecos. La cerradura de la puerta sería del mismo tipo, pero eso poco importaba, porque no sabría cómo manipular la otra cerradura, él no sabía nada de esas cosas. Las ventanas, sí, las ventanas. El balcón tenía una puerta que daba a la sala y una ventana que daba al dormitorio, pero era imposible entrar por allí, no podría escalar hasta el tercer piso, luego estaba la ventana del baño, en realidad era un ventanuco pequeño por el que no podía pasar, y además daba a un patio interno, por allí, por lo que había visto corrían las tuberías de los distintos departamentos, la ventana de la cocina también daba al patio interno, pero tampoco sabría como subir hasta allí, y además el acceso era desde la planta baja, y no tenía llave. Estaba en una encrucijada, pero como sea la debía resolver. La expectativa de poder anular al delincuente robándole las fotos de su protegida le hicieron crear una ilusión que momentáneamente convirtieron la angustia y la amargura que llevaba en un estado de excitación que fue in crescendo. De pronto le entró el hambre. Abrió la nevera y con unas lonchas de jamón y un pan de molde se hizo un sándwich. No quiso beber más alcohol, le embotaba la mente, y debía estar más despierto que nunca. Se abrió una gaseosa y se sentó a la mesa a comer mientras no dejaba de maquinar cómo acceder al piso. Llevó una silla al medio de la sala, como antes de pie, entre la mesa redonda y el sofá, y se sentó. No quería que nada lo distrajera. Así estuvo un rato. De pronto levantó la cabeza y en voz alta comenzó la siguiente disertación: «La única forma de acceder al piso es a través de la puerta, la entrada tendría que efectuarse entre las doce de la noche y las tres de la mañana, a esa hora están de copas, no tengo ninguna posibilidad de hacerlo con una llave, tampoco rompiendo con algún instrumento la puerta, haría mucho ruido y algún vecino podría salir a ver qué está ocurriendo, y eso sin la seguridad de que la puerta se abriría, la única posibilidad es que alguien que sepa cómo abrir cerraduras lo haga». Se puso de pie y encendió un cigarrillo. Se volvió a sentar en la silla. «Tengo que conseguir alguien que haga este trabajo», respiró profundo y le dio una bocanada al cigarrillo, «en el barrio que está a la salida de la ruta se menudea con drogas y mercadería robada, tengo que ir allí ahora mismo, tengo que encontrar alguien que me haga el trabajo, con dinero todo se puede conseguir, y no tengo otra posibilidad». Miró la hora, eran las doce del mediodía. No tenía mucho tiempo por delante. Se enfundó la chaqueta y partió. Sacó el auto de la cochera y se fue directo al barrio en cuestión. La excitación que llevaba le hacía latir el corazón a mil revoluciones. Era una sensación única. Nunca se había enfrentado a una situación semejante: buscar alguien que le pudiera abrir la puerta del departamento del maldito intruso, rata inmunda que lo había llevado hasta aquí. Ahora sí, ya no iba a ser un simple ladrón de cartas, ni siquiera un aficionado a espía, ahora se convertía en un verdadero delincuente, iba a violar la propiedad privada de alguien e iba a robar. Por un momento tuvo miedo, la empresa a la que estaba abocado era algo que se salía de todos los propósitos que alguna vez se había puesto como objetivo. Y no era broma. Si lo agarraban iba preso. Pero si realmente quería proteger a la señora era su única posibilidad. Cuando se fue acercando al barrio aminoró la marcha. Él no lo conocía realmente, nunca había estado allí, solo sabía de su existencia y cómo llegar. Cuando entró por una calle empedrada observó una seguidilla de casas bajas de aspecto deteriorado, con las fachadas algunas sin pintar, otras con la pintura ajada y deslucida por el tiempo, y las ventanas y las puertas tenían la misma traza, algunas estaban estropeadas y raídas, y las mismas aceras presentaban las baldosas rotas y levantadas, y en algunos trozos ni las había. A cada tanto se veían hombres hablando entre sí, mientras fumaban, a algunos se los veía discutir. A mitad de la calle, sobre la mano derecha, había un comercio de comestibles, con algunas cajas de frutas y verduras apiladas afuera, y en la esquina un bar con un cartel desvencijado, en donde a duras penas se leía «Bar y comidas, La Estrellita». Vaya a saber uno a quién se referiría con «La Estrellita». En la puerta, como había sol, había más hombres haciendo un corro, algunos gesticulaban, y parecía que peleaban, pero no era así, porque luego insólitamente se echaban a las carcajadas. Al pasar detuvieron la charla y lo escrutaron fijamente. Cuando los pasó miró por el retrovisor y vio que por un rato lo siguieron con la mirada, luego se desentendieron y siguieron con sus cosas. Siguió por la calle y comprobó que las otras calles que la cruzaban eran todas de tierra, y que también las casas tenían el mismo aspecto deteriorado. De una de estas calles vio transitar un carro tirado por un caballo, más atrás unos chicos jugaban al policía y ladrón, le pareció porque uno de ellos llevaba un arma de juguete. Aminoró aun más la marcha. Ahora iba casi a paso de hombre. Un pequeño descampado a la izquierda hacía de plaza, tenía varios árboles enjutos, y algunos bancos de madera, todo estaba muy descuidado, el piso era de tierra, y algunos viejos caminaban por allí, aprovechando el sol del invierno. Al final unos chicos jugaban con una pelota de goma. Sobre el lado derecho de la plaza, a unos cincuenta o sesenta metros de donde él estaba, había un bar, y en la puerta, como en el bar anterior, algunos hombres platicaban, algunas casas tenían dos pisos. No se imaginaba un barrio tan peculiar, con estas características, en la misma ciudad donde él vivía. Detuvo el coche a un lado y se quedó dentro, observando. Sabía que llamaba la atención, y supuso que alguien vendría. Sacó un cigarrillo y se puso a fumar. Estaba muy nervioso porque estaba en un territorio no solo desconocido sino peligroso, y porque no sabía en absoluto qué podía ocurrir, mientras esperaba. Dos viejos que charlaban entre sí lo pasaron por al lado sin prestarle atención. Los que estaban en la puerta del bar, igual que antes, detuvieron su charla y se lo quedaron mirando. Pero estaban lejos, y no podía ver con claridad sus caras, sus facciones. Aunque había sol hacía frío, y algunos estaban vestidos con chaquetas de lana, otros tenían unas cazadoras de piel, unos pocos con abrigos largos, todos de colores oscuros. Los había que tenían sombrero, así de lejos como los veía, los que tenían sombrero, parecían verdaderos mafiosos, aunque no podía distinguirlos, y no sabía si esa presunción era verdadera o solo el efecto por saber dónde se encontraba. De pronto uno de los hombres se apartó del grupo y se dirigió hacia él. Lo hizo a paso ágil. Llevaba sombrero, cuando se fue acercando vio que su cara gris tenía una cicatriz en una mejilla, y le colgaba un cigarrillo de la comisura de los labios. Al llegar se lo quedó mirando, luego apoyó las manos en la ventanilla, acercó la cabeza, y empezó a hablar:
—Somos un barrio pobre pero honesto, ¿de acuerdo?
—Sí, sí…
—¿Es Ud. policía?
—¿Policía?, no, no…
—Entonces, ¿Qué hace por aquí? ¿Qué quiere?
—Qué quiero… bueno, mire…, no sé cómo decírselo… pero… quiero alguien que me abra una puerta.
—¿Alguien que le abra una puerta? Pero hombre, vaya a un cerrajero, aquí en el barrio no hay ninguno, ¡No lo necesitamos!! —le dijo riéndose—, pero a ver hombre, qué quiere Ud. por aquí, —continuó un poco jocoso.
—Lo que le he dicho, alguien que me abra una puerta, pero no es una puerta mía, eso es lo que pasa. ¿Por qué no pasa al coche y hablamos? —se animó Paulino.
El hombre se lo quedó mirando, extrañado, quizás un poco confuso, tiró el cigarrillo, dio la vuelta al coche y entró. Cuando lo tuvo a su lado Paulino pudo comprobar el aliento a alcohol que llevaba, aunque no se lo veía bebido. Se miraron detenidamente a los ojos, tendría unos cuarenta años, y la cicatriz le daba un aspecto temible.
—¿Qué quiere Ud.? ¿Está buscando droga?
—¡No! ¡No es eso! De verdad, estoy buscando alguien que esta noche me abra una puerta, tengo la necesidad de entrar a una casa y buscar algo en ella de gran importancia para mí.
—¿Y por qué viene aquí? ¡Ud. cree, como todos los señores de la ciudad, que aquí solo hay delincuentes! ¡Aquí hay gente decente también! ¿De acuerdo?, —le recriminó haciéndose el ofendido.
—De acuerdo, de acuerdo, es que no se me ocurría otra cosa que llegarme hasta aquí para buscar alguien que quiera hacerme este trabajo. Es importante para mí, sabe. Pero si Ud. no sabe de nadie, dígame dónde tengo que ir, dónde puedo buscar, es imprescindible que sea esta misma noche.
Al de la cara gris se le encendieron los ojitos, pudiera ser que no fuera un poli, no tenía la pinta, más bien parecía un majadero, y podían sacar tajada.
—¿Y cuánto piensa pagar?
—No sé, no había pensado en eso.
—¿Y Ud. qué cree, que la gente trabaja gratis?
—No, no… es que no lo había pensado, pero ahora que lo pienso, tiene razón.
—A ver, déjeme tratar este tema con quien corresponde, un momento, ahora vuelvo.
Y el individuo se retiró hacia el grupo de donde había venido. Cuando llegó todos se metieron al bar. Paulino a todo esto había recobrado la calma, y el estado de excitación que llevaba, si bien no había desaparecido del todo, dio paso a una sensación mezcla de entusiasmo y expectación por la situación como se desarrollaba. Esperanzado más que nada porque no tenía otras alternativas se quedó esperando en el coche mientras con impaciencia encendía otro cigarrillo. Pero le habían desaparecido el pavor y el grado máximo de nerviosismo que llevaba. Necesitaba un trago, pero no se podía mover de allí, y menos entrar a esos bares de truhanes que él veía como si fueran bocas de lobo esperándolo. Allí en el coche, al sol del invierno, a la vera de la plaza, se encontraba más tranquilo, quizás su papel de negociador en la fábrica de dulces y mermeladas le ayudara, quién lo podría decir, pero se aferró a ese pensamiento, porque le daba más seguridad. En eso estaba pensando cuando el tipo de la cara gris salió del bar y se dirigió nuevamente a él. Cuando llegó le dijo con autoridad:
—Lleve el auto hasta el bar, al lado hay una cochera, métalo dentro.
En ese momento un atisbo de desconfianza se apoderó de él. Podría desaparecer sin dejar rastro, no en vano era el barrio de la delincuencia, de la droga. Allí se compraba y vendía todo lo que se robaba en la ciudad. Allí se vendía droga. Allí se refugiaban los delincuentes, y también los otros, los que no podían pagarse una casa para alquilar en otro sitio. Y convivían como mal podían los dos bandos, y se toleraban. Cuando llegó a la cochera metió el coche dentro, como le habían mandado. Al rato vio que cerraban el portón. De pronto se quedó a oscuras. Presa del pánico se quedó paralizado, cuando en ese momento se encendió una luz. Por una puerta lateral entró el hombre de la cara gris. Eso lo calmó un poco, encontrar una cara conocida, pero la sensación de desconfianza por lo que le pudiera pasar no lo abandonó. Se bajó del auto y el hombre le ordenó que lo siguiera, se metieron por la puerta lateral y recorrieron un pasillo en penumbra, luego otra puerta se abrió y entró a una habitación mal iluminada y sin ventanas. Del techo colgaba una bombilla que no alcanzaba a alumbrar toda la estancia. Una mesa en el medio y cuatro sillas era todo el mobiliario. Dos hombres estaban sentados, había dos sillas libres, a la derecha se sentó el de la cara gris, la otra evidentemente era para él. El que tenía enfrente parecía ser el jefe, de buen aspecto, de unos cincuenta años, el pelo negro ensortijado, una camisa blanca con mangas hasta los puños y tirantes negros, una sonrisa cómplice, y un cigarrillo entre los dedos, al lado un tipo con un sombrero de alas anchas, no le podía ver el rostro. Otros dos hombres de pie a un costado, un poco alejados, parecían hacer guardia.
—Qué dice, qué quiere el señor, —le largó el que parecía ser el jefe.
—Buenas, —contestó Paulino, un poco apurado por las circunstancias, hay que tener en cuenta que era la primera vez que se encontraba en una situación igual—, necesito que esta noche alguien me abra una puerta, la casa no es mía, pero necesito algo que hay allí dentro muy importante para mí.
—O sea que Ud. no quiere entrar a esa propiedad para robar cosas de valor, eso entiendo.
—Sí, es eso, mejor dicho, lo que me quiero llevar no tiene valor material, pero es valioso para mí.
—Y dónde es eso.
—En el barrio de la plazoleta, en un edificio, es un departamento, y tiene que ser esta noche.
El jefe se lo quedó mirando. No estaba seguro si era una trampa y estaba hablando con un poli, o era verdad lo que decía. Miró a los otros y estos asintieron con la cabeza, como dando por bueno lo que proponía Paulino.
—¿Y cómo sé yo que Ud. no es un poli?, —insistió el jefe, que dudaba si creerle o no, mientras Paulino se debatía entre convencer al jefe o que todo se fuera al traste, y entonces sí que no habría remedio a la situación, porque lo apuraban los tiempos, y no sabría dónde buscar alguien que le hiciera el trabajo.
Era evidente que necesitaba convencerlo, y la experiencia de las negociaciones que llevaba en su empresa no creía que le servirían de mucho. No en vano se trataba de actores diferentes, y él también debía actuar diferente. Entonces se le ocurrió algo, y ya jugado el todo por el todo le dijo:
—Mire, yo trabajo en una fábrica de dulces y mermeladas, en las oficinas, le doy el teléfono, llame y pregunte por mí, le dirán que hoy no he ido a trabajar, porque yo mismo llamé con la excusa que estoy enfermo, porque tenía que hacer esto que estoy haciendo ahora.
—Eso no me da ninguna seguridad que Ud. no sea un poli, —le contestó el ensortijado, y se quedó mirándolo a los ojos, como queriendo escrutar a través de las pupilas alguna verdad oculta que se le pudiera pasar por alto—, entonces continuó: —¿Y qué es eso que no tiene valor material pero que es valioso para Ud.? Mire, aquí no podemos estar con medias tintas, o nos cuenta todo o no se hace el trabajo.
—Son fotografías…, fotografías comprometedoras…, y los negativos
—Ahhh… ¿Chantaje? ¿No es eso?
—Sí.
El ensortijado, sin quitarle la mirada de encima, se quedó pensando, el palurdo tenía cara de mentecato, eso no lo podía negar, pero no terminaba de confiar, finalmente se decidió, pero lo pondría contra las cuerdas, si lo engañaba le iba a costar lo suyo, ellos eran una banda bien organizada, no en vano habían sabido escalar sin muchas complicaciones, sabían que para mantener a la policía al margen y sin que los molestaran mucho en los robos no debía haber violencia, que por ahí no pasaban, pero si este palurdo era un poli se iba a enterar, entonces continuó:
—Mire, vamos a hacer el trabajo, pero le digo una cosa, —y acercó la cabeza a la suya y le dijo en un tono que no admitía dudas—: si es un poli y me engaña, no vivirá para contarlo, lo vamos a buscar hasta debajo de las piedras, por más poli que sea.
Paulino tuvo un pequeño estremecimiento cuando escuchó al jefe, pero pronto se repuso, por otra parte estaba consiguiendo lo que había venido a buscar, después de ese primer asalto tuvo un brote de euforia, no lo podía evitar, al final de cuentas todo estaba saliendo mejor de lo esperado, después de esa mañana convulsa que lo había llenado de nerviosismo y lo había hecho padecer, ahora tenía que negociar, ver cómo llegaban a un acuerdo, tampoco sabía cuánto dinero le iba a costar este «trabajito», pero estaba dispuesto a pagar lo que hiciera falta, había llegado muy lejos para que esa cuestión lo hiciese echar atrás. Fue entonces que pensaba estas cosas que el jefe le interrumpió los pensamientos:
—Y Ud. dice que tiene que ser esta noche.
—Sí señor, tiene que ser esta noche, es preciso que sea esta noche, mire, le explico, entre las doce y las tres de la mañana, en esas horas en el departamento no hay nadie, se queda vacío, allí vive una pareja, y todas las noches a eso de las once salen de copas, y hasta las cuatro no vuelven. Yo vivo en el edificio de al lado, me entiende, y yo desde el balcón veo cuando salen y sé cuando llegan, por eso esta noche yo puedo estar vigilante desde mi balcón cuando salgan, luego me puedo reunir con Uds. abajo, los edificios tienen una galería con negocios, yo los esperaría allí dentro, las puertas de debajo de los dos edificios dan a la galería y siempre están abiertas.
—Bueno, de acuerdo, ahora tenemos que hablar de dinero, porque esto como entenderá, no es gratis, —y miró a su «banda» y se sonrió con ellos.
—Sí señor, —contestó Paulino, que continuaba eufórico, porque estaba a punto de cerrar un trato, por lo que veía, y porque había acertado cuando tomó la decisión de llegarse hasta el barrio a buscar ayuda, alguien que le reventara la puerta al intruso.
Ahora tocaba acordar los términos, él ya lo sabía, y aunque no podía aplicar sus reglas, siendo los personajes tan distintos, fue cuajando una idea que se le acababa de ocurrir, pero que además podía ser muy beneficiosa, y para mayor escarnio podía suponer una venganza hacia el intruso, rata humana que él odiaba desde lo más profundo de su ser.
—Mire, le propongo algo, —dijo un Paulino esta vez sin complejos—. Uds. me abren la puerta y yo robo lo que a mí me interesa, que no tiene ningún valor material, y Uds. saquean la casa y se llevan todo lo que quieran, desde el televisor hasta el equipo de música, y todo lo que encuentren, allí vive una señora, o señorita, no lo sé, por eso quizás haya joyas también, ese es mi pago, —y se lo quedó mirando al jefe del pelo ensortijado.
El del pelo ensortijado miró a sus compinches, el de la cara gris dibujó una sonrisa, después todos lo imitaron. Estaban conformes. Sin embargo, la respuesta fue bien distinta:
—No señor, no lo vamos a hacer así, hay una cuestión: que no encontremos nada de valor realmente, —y entonces le dijo acercándole la cabeza y mirándolo a los ojos—, en ese caso Ud. deberá pagarnos. Vamos a hacer lo siguiente: el precio por este trabajo son diez mil pesos, luego vemos lo que hemos robado y hacemos la diferencia, las cuentas las hacemos nosotros, ¿Ok?, —y se sonrió, como sabiendo que allí se hacía lo que él decía.
Eran duros de pelar, en realidad no había margen para negociar nada, y ellos tenían la sartén por el mango, y Paulino no iba a perder la única posibilidad de defender a su protegida, y ese dinero lo tenía, solo quedaba aceptar los términos que el ensortijado le había impuesto.
—De acuerdo, —les dijo Paulino, un tanto excitado porque había llegado a un pacto con los delincuentes que lo ponía al margen de la ley, a sabiendas que si lo prendían tenía la cárcel por delante.
Pero no le importaba, las consecuencias ingratas que pudieran suceder no entraban en su razonamiento, había logrado lo que hasta ese momento parecía imposible, nunca antes se había podido imaginar los caminos por los que discurriría su aventura de espía, como le gustaba decirse, y si todo salía bien, se congratularía, no en vano había planificado todo hasta el último detalle: el alquiler del departamento, la vigilancia, el haber descubierto al que se había interpuesto en su camino, y por fin haber encontrado una solución al chantaje a que había sido sometida su protegida. Por todo eso no cabía menos que felicitarse, y si todo salía bien, ya lo celebraría, de eso no tenía la menor duda. El de la cara gris trajo papel y lápiz y el ensortijado le mandó a Paulino que dibujara un plano para situarse en el sitio donde esa noche se iba a realizar el atraco, entre las doce y las tres de la mañana, según él había dicho. Paulino trazó unas líneas y dibujó la calle, la plazoleta, y después en las esquinas la cafetería y el supermercado, marcó los dos bloques de edificios y la galería entre ambos, y señaló: «Este es el edificio, en el tercer piso», —les dijo un tanto agitado, porque tomaba consciencia que él, tan luego él, cobarde y pusilánime, estaba con unos delincuentes planificando un robo. Entonces tomó la palabra el ensortijado:
—Bien, lo haremos esta noche, ahora saldremos con nuestro auto a hacer una recorrida por la zona, Ud. vendrá con nosotros y nos indicará lo que nos ha dibujado en el plano, siempre es bueno tener una visión del sitio a donde vamos a hacer la faena, luego Ud. se va a su departamento y desde allí vigila cuando el tipo salga y que el departamento se quede vacío, entonces nos llama a este teléfono, lo atenderé yo, tome el número, —y rompió un trocito de papel del plano que había hecho Paulino minutos antes, escribió un número y se lo dio—. Esta noche iremos tres, Ud. nos esperará en el edificio, en la galería, como nos dijo, uno de nosotros se quedará en el auto, habrá que bajar cosas, me refiero el televisor y todo lo que podamos, tenga preparado el dinero, si no hay dinero, no hay trato. Es importante que esté seguro que no haya nadie en el departamento, no queremos problemas.
Paulino respiró profundo. Su espíritu de timorato no debía reflejarse en su expresión, al contrario, puso cara de duro. El ensortijado y su banda no debían percatarse que en esos momentos él estaba muerto de miedo, y que comenzaba a tomar consciencia de la aventura en que se embarcaba. Por eso, como si fuera un experimentado atracador, siguió con el juego:
—Cuando salen del departamento ellos apagan todas las luces y es muy fácil verlos desde mi balcón. Además estaré vigilante, suelen ir a la cafetería de la esquina y después de un rato salen y se van de copas por el centro de la ciudad. Igual sería mejor esperar hasta las doce de la noche, la cafetería cierra y casi no hay gente por la calle.
Y dijo todo esto sin trastabillar una sola palabra, con una soltura y una seguridad pasmosa, como si estas cosas del hampa fueran con él.
—Salgamos entonces —mandó el jefe.
Todos se levantaron de las sillas, el de la cara gris inició la marcha, parecía ser su mano derecha, aunque se le veía el profundo respeto que le profesaba, en realidad todos eran sumisos al ensortijado, no había dudas que era el jefe, claro mandamás del grupo.
Eran las dos de la tarde. Cuando salieron de la habitación volvieron a pasar por el corredor por el que habían venido, solo iluminado por la escasa luz que le llegaba de la cochera donde había dejado su auto, luego se dirigieron a una puerta que había al fondo, y que al abrirla descubrió un gran galpón donde había estacionados varios coches, algunos eran de lujo. El ensortijado, los otros dos y Paulino subieron a un Plymouth del 66, una verdadera joya, de color beige muy claro, y por un portón que daba al otro lado de la calle salieron a la vía pública. El espectáculo era el mismo que había visto antes, cuando ese mediodía había llegado al barrio. Las mismas casas chatas y viejas, las calles de tierra, y mucha miseria entre la gente. En las calles se intercalaban algunos árboles raquíticos, y cada tanto algún negocio de comestibles, o algún bar, dándole al lugar una apariencia de normalidad, que en realidad no tenía, por lo demás Paulino no dejaba de sorprenderle que esta parte perteneciera a la ciudad donde vivía. Cuando dejaron la tierra y se adentraron en la ciudad se sintió más aliviado, y pensó que cuando todo pasara, lo recordaría con un cierto orgullo, porque al final de cuentas lo que estaba haciendo no era más que un acto heroico. Era irónica la situación, porque para defender a su protegida de un delincuente había tenido que recurrir a delincuentes. El Plymouth fue acercándose al barrio, harían un reconocimiento desde el mismo coche, entrarían por el otro extremo de la calle de los edificios y se llegarían a la plazoleta, darían una vuelta alrededor de ella y tendrían una visión general del sitio donde esa misma noche iban a actuar. Hicieron el plan para la noche del robo: dejarían el coche en la plazoleta donde pudiera verse desde el balcón del departamento, uno se quedaría en el auto, y los otros dos se encontrarían con Paulino que los estaría esperando en la galería del edificio, como él había dicho, y no dejaba de ser una ventaja, porque Paulino no se tendría que exponer a que alguien lo viera de afuera. La puerta de entrada de los dos bloques que daban a la galería solían estar sin llave, subirían por el ascensor del bloque «B» y ya en el tercero harían el trabajo de descerrajar la puerta del departamento que iban a buscar. Cuando tuvieran todo listo, del balcón con una linterna avisarían al compinche que se había quedado en el auto para que iniciase la marcha hacia el edificio, luego cargarían todo y se irían. Paulino arreglaría el pago al momento, luego él subiría a su departamento, con su carga más preciada. El plan era perfecto. Paulino se volvió con ellos, tenía que buscar su coche.
Cuando le abrieron el portón y salió con su auto miró la hora. Daban las cinco y media de la tarde. Si lograba apoderarse de todas las fotos y los negativos, al intruso lo dejaba desarmado, se le caía todo el tinglado que había armado, le daría un ataque, de eso estaba seguro, y si además, sus cómplices le vaciaban el departamento, mejor que mejor, la venganza sería completa. Mientras marchaba a su viejo y deslucido departamento pensó en la amenaza que se cernía sobre él. El tipo que lo había amenazado le había dado cuarenta y ocho horas para irse del edificio, igualmente esa noche que iría a hacer la vigilancia desde el balcón, tendría que ser lo más discreto posible, no fuera que su sola visión lo incitara a recurrir a la policía, aun sin haberse cumplido las cuarenta y ocho horas, entonces estaría perdido. En su viejo y anticuado departamento comería algo y vaciaría el bolso en el que había llevado la cámara, el telescopio, el trípode y el vapeador, lo usaría para cargar su botín. Luego, cuando comenzara a anochecer, lo más oculto posible se iría a la guarida para comenzar su trabajo, sería la última vez que estaría allí, y un dejo de amargura lo traspasó por dentro, era una etapa que se cerraba, pero quedaría como una herida abierta, en el fondo, él ya lo había pensado más de una vez, quizás hubiera podido renacer en su nuevo piso, en el fondo el departamento de la Paca le gustaba. Cuando llegó a su departamento, viejo y deslucido, se tiró en el sofá, estaba extenuado; la tensión que había pasado durante las horas que estuvo con los delincuentes lo habían agotado. Así como estaba hizo un repaso de los momentos vividos. En realidad aun no era totalmente consciente hasta dónde había llegado. Esa noche debía encontrarse con ellos, entrar a un departamento después de violentar la puerta, y robar unas fotografías, y ellos, sus cómplices, todo lo que se pudieran llevar. Había cruzado unas líneas rojas que jamás se le había ocurrido que podía hacer. Con el corazón aun palpitante se fue a la nevera a buscar una cerveza y encendió un cigarrillo. Que el intruso viviera en un departamento con la misma distribución que el suyo era una ventaja, podía hacer buen uso de ese conocimiento, desplazarse por allí solo con la luz de una linterna, para él no sería complicado, y luego buscar lo que iba a buscar. A medida que se iba calmando fue entrando en un estado de sosiego, aunque no por eso los pensamientos de la tarde con los delincuentes y el plan que habían forjado para esa noche lo dejaban en paz. Si bien el sentido último del robo era quitarle al intruso las fotografías comprometedoras que tenía en su poder obligándolo a renunciar a la extorsión, Paulino, notable vigilante y protector de la señora, comenzó a meditar sobre el hecho de que luego del robo debía dejar el edificio, dejando sin protección a su protegida, mientras que este seguiría viviendo allí, y sería como una amenaza latente, y ella quedaría desamparada, indefensa ante tan ruin personaje. El intruso, al descubrir que le habían sido birladas las fotografías, —Paulino daba por seguro que las fotografías y los negativos los tenía a buen reparo en el departamento—, entraría en cólera, de eso no le cabía ninguna duda, y no sería nada raro que aun sin asociarla al robo, quisiera emprenderla contra ella. Estas meditaciones supusieron una nueva preocupación para Paulino, que se sentía responsable de su integridad, y ahora debía abandonarla, dejándola sola, huérfana de protección. Si él pudiera continuar viviendo en su guarida de alguna manera estaría vigilante, atento a que el truhan no desatara su ira contra ella. En realidad, no sabía cómo podría actuar el intruso contra su protegida, pero el tipo era de cuidado, de semejante ruin se podía esperar cualquier cosa, y este razonamiento lo preocupó. Estos pensamientos que perseguían a Paulino lo llevaban a discurrir por los vericuetos que su mente le dictaba, y por esa razón comenzó a sentir que con su huida de la guarida la abandonaba a su suerte y la traicionaba. Pero no podía hacer otra cosa, había sido descubierto y lo habían amenazado, debía huir de allí. A la ansiedad que iba in crescendo porque a medida que pasaban los minutos se acercaba la hora, se unieron una sensación de impotencia y desazón, por no poder protegerla como hubiera querido. Aunque rechazaba beber porque quería estar lo más lúcido posible cuando se tuviera que encontrar con sus compinches para realizar «el trabajo», no lo pudo evitar y se sirvió un whisky. Pese a que el sentimiento de abandonarla a su suerte lo angustiaba, era obvio que debía dejar la guarida inmediatamente después del robo: el indiscreto vecino que lo había visto hurgar en el buzón de su protegida lo tenía fichado, y bien lo decía la misiva: «lo denunciaría a la policía si lo veía por el barrio», y le había dado cuarenta y ocho horas. También se preguntó si el intruso se animaría a denunciar el robo, siendo él un delincuente, tenía dudas que lo hiciera, pero no lo podía asegurar, y si esto ocurría, la policía comenzaría a investigar, y esto lo intranquilizaba. Si esto fuera así, el hecho de que él desapareciera repentinamente del edificio coincidiendo con el robo, podría ponerlo bajo sospecha, y no dejaba de ser una preocupación más a su ya atolondrada cabeza, que le hacía presagiar sombras en el horizonte. Por otro lado el temor a que lo descubrieran como autor del robo y que pudiera dar con sus huesos en la cárcel, lo abrumaba. Y todo esto sucedía, mientras quedaban pocas horas para iniciar la marcha a la aventura más insólita en la que había incurrido. En esos pensamientos estaba cuando de pronto se le ocurrió una idea: la carta amenazante que una vez había pensado para hacer desistir al intruso y que luego desechó, ahora unida al robo del departamento, podría ser efectiva. Antes era solo una amenaza por escrito de la cual el intruso se hubiera reído de ella, eso terminó concluyendo, pero ahora esta misma amenaza, acompañada por el robo, —sus compinches le dijeron que iban a vaciar el departamento, no iban a dejar nada—, esto cambiaba las perspectivas. El intruso ahora sabría que se enfrentaba a verdaderos delincuentes que no reparaban en nada, y ahora sí que la carta podía dar resultado, ahora podía esperar que esta lo atemorizase, y lo podría obligar a irse del barrio. Además, razonó, podría agregar a la carta amenazante una cabeza de cerdo, como aquella vez lo había pensado, y esto sí que lo vería como una verdadera advertencia, una verdadera intimidación. De la angustia y la preocupación pasó a un leve estado de euforia, esta acción tenía visos de prosperar. Miró la hora y vio que daban las seis y media. Le quedaba poco tiempo y tenía que actuar con rapidez. Primero pensó en la carta, debía ser corta, contundente, con un claro matiz de ultimátum. Entonces agarró el lápiz y comenzó a escribir:
«PERRO INMUNDO, TE DOY 48 HORAS PARA QUE DESAPAREZCAS, NO TE QUIERO VER NUNCA MÁS POR AQUÍ. NO ES BROMA, SI NO DE VAS TE METERÉ UN TIRO EN LA NUCA».
Le gustó, el mensaje era rotundo, tajante, no admitía réplicas, esto lo pondría patitas a la calle, pensó él, porque aunque era un tipo soberbio y arrogante, no era estúpido, y se atemorizaría y huiría. Se quedó satisfecho, pensó que daría resultado. Se le ocurrió algo más, compondría el texto con letras de periódicos, de distintos tamaños y colores, las pegaría en un papel, esas cosas surtían efecto, siempre impresionaban. Buscó una hoja en blanco y unos periódicos viejos que tenía en su departamento. Antes se puso unos guantes, lo había visto en las películas, no podía dejar ningún rastro, menos sus huellas dactilares. Con una tijera comenzó a recortar las letras, tal como lo había pensado. Luego fue pegando una a una en la hoja de papel. Cuando vio el cartel terminado se estremeció. Era perfecto, perfecto para disuadir a cualquiera, y si ahora se iba a una carnicería y compraba una cabeza de cerdo, la disuasión, la presión al intruso sería máxima. Salió de su departamento rumbo a una carnicería, lejos de su casa, tenía que despistar, por si la policía entraba en juego; compró la cabeza de cerdo y en su departamento la metió en una caja, antes vertió algunas gotas de sangre en la hoja que acababa de construir, unas pocas, debajo, sin tocar las letras, a modo de firma. Sí, iría firmada por su verdugo, él ahora era el verdugo del intruso, así quería actuar, así debía actuar. Cuando terminó su trabajo vio mermar la luz del día, y los últimos rayos de sol apenas si traspasaban los cortinajes de su casa. Miró la hora, daban las siete y media de la tarde, pronto sería de noche y sería la hora de partir a su guarida. La ansiedad le subió de golpe, de pronto se iba a convertir en cómplice de una banda dedicada al saqueo de viviendas, en un reventador de puertas, en un verdadero ladrón. El paso que daba era gigante comparado con su hobby de robar cartas, pero las cartas estaban echadas, y lo más importante, no tenía otra solución si quería salvar a su protegida de las garras de un delincuente sin escrúpulos, un verdadero facineroso. Puso la caja con la cabeza de cerdo en el bolso y la hoja que había preparado la dobló cuidadosamente en dos y la metió, luego puso unos guantes y una linterna, se calzó unas zapatillas y se vistió de chándal, del fondo del armario sacó una gorra con visera. No era un disfraz, pero en el barrio no lo conocían así vestido, y estas ropas le permitirían pasar desapercibido. Paulino Chain salió de su departamento apresuradamente. Esa noche tenía una importante tarea por delante. Se lo había propuesto desde el momento que había leído la última carta que había robado. Bolso al hombro y así vestido se fue a su auto. Salió disparado del parking y puso rumbo a su guarida. No dejaría el coche en la plazoleta como siempre lo hacía, esta vez lo dejaría en el otro extremo de la calle, donde lo había dejado aquella primera vez, que ahora le parecía lejana, cuando fue a buzonear. Estacionó el coche y con el bolso al hombro se fue andando al departamento, la oscuridad de la noche le daba una cierta seguridad, esperaba que su acechador no lo descubriera, aunque era temprano y todavía había gente en la calle. Mientras iba a su edificio vio que la cafetería estaba abierta, lo mismo que el supermercado. Enfrente, la casa de su protegida estaba sumergida en la oscuridad. Subió con el ascensor y la suerte quiso que no se cruzara con nadie. Cuando entró al departamento encendió la luz tenue de una lámpara de mesa, pero no se animó a encender la luz del techo. Se fue directo al balcón y se sentó en la única silla que había. Desde la oscuridad de su sitio de vigilancia vio que el departamento del intruso tenía las ventanas encendidas, y que las sombras que se movían dentro le decían que ellos estaban allí. Ahora había que esperar que saliesen, y aunque desde el día que comenzó a vigilarlos salían cada noche, nada le aseguraba que esta noche volvieran a hacer lo mismo, y en ese caso todo se iría al traste. Pero tenía que seguir adelante, se jugaba mucho, y la que más se jugaba era su protegida, que estaba a un tris de caer en sus redes. Aunque fumaba sin parar porque los nervios lo corroían por dentro no probó un solo trago de whisky, era consciente que debía estar en la plenitud de sus facultades mentales y que no se podía permitir un fallo. Al rato entró y apagó la única luz de la lámpara, quería estar en la total oscuridad y no ser visto por nadie. Con la punta del cigarrillo alumbraba el reloj e iba viendo cómo los minutos pasaban con una lentitud exasperante. A medida que corría el tiempo la ansiedad fue ganado enteros, no faltaba mucho para entrar en acción, entonces un sudor frío le comenzó a recorrer el espinazo, la respiración se hizo cada vez más rápida, más entrecortada, y sentía cómo el corazón le galopaba en el pecho a una velocidad inusitada. Estaba en una situación límite, y el estado de nerviosismo que llevaba lo desbordaba. De pronto, a eso de las once, se apagaron las luces del 3.ºA. Al rato, ambos, salieron a la calle y se dirigieron a la cafetería, como cada noche de las que él había sido testigo, respiró profundo y alivió una carga. Cuando pasaron debajo los siguió con la mirada, aunque de refilón, sin dejarse ver. Entraron a la cafetería. Ahora la mirada estaba dirigida a la esquina, a la cafetería. Las mesas y las sillas vacías en la terraza, iluminada por la luz del interior, era un buen escaparate donde podía ver todos los movimientos. No pasó media hora que salieron. Eran cuatro, ellos dos y una pareja, riendo, y carcajeando. Así hasta que desaparecieron de su vista. Faltaba casi media hora para las doce. Llamó a sus compinches, como habían quedado:
—Hola, soy yo, estoy aquí en el balcón, ya han salido.
—¿Están apagadas todas las luces de la casa?
—Sí, están apagadas, no hay nadie ahora, se han ido de la cafetería también.
—Bien, llámanos cuando la cafetería esté cerrada.
—De acuerdo.
A las doce los camareros comenzaron a entrar las sillas y las mesas. Poco después se apagaron las luces y fueron saliendo todos, uno de ellos, el último, cerró la puerta y bajó las persianas. Era la hora señalada. Cuando llamó por última vez fue para decirles que todo estaba despejado, la cafetería cerrada y nadie por la calle. Paulino, con el corazón en un puño, se quedó en el balcón. Al rato, un Plymouth del 66 aparcó en la plazoleta. Se bajaron dos e iniciaron la marcha. Agitado como estaba, abrió el bolso e hizo un recuento: la caja con la cabeza de cerdo, la carta, la abrió y la volvió a leer: «PERRO INMUNDO, TE DOY 48 HORAS PARA QUE DESAPAREZCAS, NO TE QUIERO VER NUNCA MÁS POR AQUÍ. NO ES BROMA, SI NO DE VAS TE METERÉ UN TIRO EN LA NUCA», se sintió orgulloso, era un texto que intimidaba a cualquiera, comprobó la linterna, sacó los guantes y se los calzó, se puso el bolso al hombro y bajó. Casi al momento llegaron el ensortijado y el de la cara gris, ambos con sendos bolsos. Antes de tocar nada se calzaron unos guantes y subieron por el ascensor, cuando llegaron al rellano Paulino les indicó la puerta. La oscuridad era total, y no se oía un solo ruido, todo era silencio, se podía decir que el edificio entero dormía. El ensortijado encendió una linterna y el de la cara gris sacó del bolsillo de la chaqueta dos alambres de acero, muy duros, pudo ver los reflejos, algo moldeados en la punta, y los introdujo en la cerradura, uno arriba y el otro abajo, como haciendo un ángulo entre ellos, y comenzó a hurgar, hacia un lado, hacia el otro, uno más adentro, el otro algo más afuera, al cabo de un momento oyó un click, el de la cara gris sostuvo con fuerza los alambres y le hizo una seña con la cabeza al ensortijado, entonces este agarró el picaporte y lo giró, y con una suavidad sorda, casi inaudible, la puerta cedió. Fue un momento mágico para Paulino, lo que para ellos era algo habitual, para Paulino fue asombroso, estaba viviendo unos momentos que no olvidaría nunca, de simple robacartas a cómplice de una banda de asaltantes en plena faena, en segundos se encontró dentro de la casa de su enemigo, cerraron tras de sí y linterna en mano alumbraron la sala, inmediatamente bajaron todas las persianas, Paulino sacó su linterna del bolso y se fue al dormitorio, conocía la distribución del piso, era igual al suyo, imitándolos se fue a la ventana y bajó la persiana, el ensortijado y el de la cara gris lo siguieron, en ese momento Paulino, agitado como estaba, les pidió, bajando la voz: «Si ven fotografías díganmelo, es lo que vengo a buscar», luego se dirigió al armario, los otros dos alumbraron una cómoda y un tocador, luego las dos mesitas de luz, había piezas brillantes, unas parecían de oro, otras de plata, algunas tenían piedras engarzadas, se alzaron con todas, sin estar totalmente seguros si eran simples imitaciones o auténticas, poco importaba en ese momento, ya estudiarían las piezas una a una después, en su apostadero, con más tiempo y dedicación, ahora había que llevarse todo lo que podía ser de valor. Paulino abrió el armario y se lo encontró atiborrado de ropa que pendía del colgador, a la derecha algunas chaquetas, pantalones y camisas que sin duda eran de él, a la izquierda, ocupando un mayor espacio ropa de mujer, vestidos, chaquetas, más camisas, arriba, sobre un estante que iba de lado a lado del armario había cajas de cartón, algún sombrero suelto, dos maletas y un bolso de deportes, bajó las cajas y las maletas, después el bolso de deportes, abrió las cajas, más sombreros, alguna prenda que no entendía que hacía allí, en otra había papeles sueltos, recortes de periódicos, algunos documentos, facturas, sin detenerse en ellos los metió todos en su bolso, podrían ser importantes, abrió las maletas, una estaba vacía, la otra llena de prendas, rebuscó entre ellas, no encontró nada interesante, el bolso de deportes tenía dos raquetas de tenis, por lo demás estaba vacío, prestó atención abajo, en el suelo del armario, había pares de zapatos sueltos, y zapatillas, y en el extremo derecho, de pie, una maleta negra de viaje, la asió por la empuñadura y la sacó, intentó abrirla pero no pudo, estaba cerrada con llave, mientras esto ocurría los maleantes seguían revisando cajones y vaciándolos, mientras descartaban lo que no veían de valor, así fueron rebuscando en cada mueble que se cruzaba en su camino, «¿No han visto ninguna foto en los cajones…, o negativos…?», —les dijo en voz baja, algo jadeante, porque estaba muy excitado y vivía un momento excepcional de su vida—, mientras tanto los otros dos que estaban muy atareados metiendo cosas en sus bolsos ni le contestaron, estaban en lo suyo, y nada los detenía en ese trajinar de saqueo en plena oscuridad solo iluminado por el haz de las linternas. Sin contestarle salieron del dormitorio e hicieron un recorrido por la casa, primero la sala, allí señalaron un televisor y un equipo de música que cargaron y lo dejaron al lado de la puerta de entrada, había otros muebles que vaciaron y dejaron todo por el suelo desparramado, cuando veían algo que pudiera ser de valor lo cargaban: pequeños adornos, una casetera de música, un reloj de muñeca de mujer, otro de hombre, un lapicero que parecía tener el capuchón de oro, una cajita de música, una plancha, arrasaban con todo lo que pudiera ser vendible, así fueron vaciando la casa entera, del baño se llevaron una máquina de afeitar eléctrica, un secador para el pelo, un perfume cerrado en su caja, en la cocina encontraron una tostadora, volvieron al dormitorio y la maleta vacía les sirvió para seguir arrasando con todo lo que veían a su paso, Paulino mientras tanto peleaba con la maleta negra que no podía abrir, ni siquiera tratando de forzar la cerradura con la punta de un cuchillo que había traído de la cocina, en esas estaba cuando el de la cara gris lo apartó, sacó sus alambres de acero y con dos movimientos certeros la abrió, alumbró con la linterna, y allí estaba, un revoltijo de fotografías llenaban la maleta, las pasó rápidamente de mano en mano alumbrándose como pudo, eran todas escenas pornográficas de diferentes personas, luego vio algunos recortes de periódicos y alguna que otra factura suelta, en un bolsillo interno descubrió unos negativos, y a un lado un sobre abultado, lo abrió, y eran las fotos de ella, la señora, próximas a ser usadas, si no se rendía a sus demandas, «¿Esto es lo que buscabas, eh?», —le dijo entre sonrisas el de la cara gris, que se ufanaba de su habilidad para abrir cerraduras—, «Sí», —dijo extasiado, no pudiendo contener su alegría, porque se sonrió, al principio fue solo una mueca, pero después, en voz baja, comenzó a carcajear, porque era incontenible su alegría, porque no se podía creer lo que tenía en sus manos, tan luego las fotos con las que el maldito intruso pensaba chantajear a su protegida—. Los maleantes eligieron la mejor ropa, las mejores chaquetas, los mejores vestidos, las mejores camisas, y cargaron todo en la maleta vacía, el ensortijado miró la hora, «Son las dos», dijo, «Es hora de marcharnos», y fueron llevando todo a la entrada, los dos bolsos que habían llevado, la maleta grande cargada de ropa, y lo dispusieron al lado del televisor y del equipo de música. Paulino se puso el bolso al hombro y se llevó la maleta negra, cuando estaba en la sala abrió el bolso y sacó la caja, dejó la cabeza en la mesa y al lado la nota amenazante, apuntó con la linterna y la volvió a leer: «PERRO INMUNDO, TE DOY 48 HS PARA QUE DESAPAREZCAS, NO TE QUIERO VER NUNCA MÁS POR AQUÍ. NO ES BROMA, SI NO TE VAS TE METERÉ UN TIRO EN LA NUCA», tuvo un amago de soberbia, porque en ese momento se sintió poderoso, había vaciado de poder a su archienemigo al robarle las fotos, lo había dejado inerme, desarmado, y ahora, sin las fotografías era un simple mortal miserable y execrable que presuponía iba a darse a la fuga en cuanto leyera la amenaza, y había tenido una gran idea al remarcarla con la cabeza de cerdo que aun chorreaba de sangre, pero la situación apuraba, el jefe había dicho que «era hora de irse», así que se puso el bolso al hombro nuevamente y se dirigió a la puerta, donde esperaban los trastos que sus compinches habían amontonado; el ensortijado, jefe absoluto de la operación que estaba a punto de acabar, miró la nota y la cabeza de cerdo al lado, «¿Y esto qué es?», le preguntó, «Esto un regalo que le dejo al hijo de puta que vive acá», le contestó con una pizca de osadía, no pudo continuar, porque en respuesta lo midió con la mirada, y le largó: «No me importan tus problemas, dame cinco mil y estamos en paz», y le alargó la mano, Paulino, eufórico como estaba, metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo, contó cinco mil y se los entregó. Apagaron las linternas y el de la cara gris se fue al balcón, desde allí con la linterna hizo señas al compinche que había quedado en el auto estacionado en la plazoleta, un guiño de luces y al momento se puso en marcha. La tarea estaba concluida. Hicieron dos viajes en el ascensor para bajar todo, Paulino en el primer viaje se despidió de ellos y se metió en su edificio, en sus manos, su botín, la maleta negra. Subió a su guarida y no se animó a encender la luz. Quizás fuera esa la última vez que paraba por allí, y aunque en plena oscuridad, el pequeño resplandor que llegada de la calle se colaba por las ventanas y pudo ver al trasluz de las cortinas la sala entera: la ventana desde donde observaba desnuda a la señora, la silla y la mesita donde se hacía el café para no perder ni un segundo la vigilancia, la cocina donde preparaba sus frugales cenas a base de emparedados, luego la mesa comedor y las sillas, allí festejó con vino blanco cuando descubrió que el intruso era sin lugar a dudas un residente de alguno de los dos edificios, solo había pasado un mes, y le parecía toda una vida, ¡eran tantos los recuerdos, y tan intensos! Bajó en el ascensor y salió a la calle, sus compinches ya se habían largado, el reloj tocaba las dos y media. Ya afuera se dirigió a su auto. Metió la maleta negra y el bolso en el baúl y salió disparado a su departamento. Cuando desde el parking subió en el ascensor y entró a su departamento estaba ansioso por ver las fotografías que le había arrebatado al maldito malhechor. Despejó la mesa redonda y puso la maleta encima. La abrió y descubrió, ahora sí, a plena luz de la sala, su preciado tesoro: estaba atestado de fotografías, había además algunos recortes de periódicos y unas pocas facturas sueltas, y en el bolsillo interno, como ya lo tenía visto de antes, el sobre con las fotos de su protegida. Sacó todo de la maleta y lo esparció en la mesa, a la maleta la apoyó en el suelo. Luego fue separando las fotografías y las fue apilando en un extremo de la mesa, estimó que habría unas doscientas, a los recortes de diario y las facturas los apartó y los puso encima de una silla, lo mismo hizo con los negativos, quería la mesa despejada, ya luego también estudiaría eso, ahora tomó el sobre y lo puso delante de sí, sabía de su contenido, ya lo había visto antes, a la luz de la linterna, de manera rápida, casi descuidada diría, pero sabía que se trataba del sobre donde estaban las fotos de la señora, de su protegida. Ahora podía ver bien. Había más de veinte fotos de ella, y entre ellas los negativos. Las fue observando una a una, en todas se dibujaban las escenas más escabrosas y lujuriosas que jamás habría podido imaginar. Las miró por detrás y vio que figuraba el nombre y el año: Margarita Bassand, y debajo 1960. Estaban en el 1976, habían pasado diez y seis años, las tenía guardadas, y ahora se disponía a usarlas. Se quedó perplejo. ¿Por qué no las usó en su momento? Quizás por esa época su protegida era una simple profesora universitaria y su economía no justificaba un chantaje. Era evidente que la mujer que veía en la foto con su protegida y el maldito intruso eran socios en este sucio negocio de extorsionar a la gente, ella seduciendo a los incautos que caían en sus redes y luego manteniendo relaciones sexuales, y el otro fotografiando, vaya a saber cómo lo haría, quizás desde un cuarto vecino a través de un agujero en la pared, muy bien disimulado, o desde un armario, también a través de un orificio. ¿Y dónde harían la «faena»? ¿Sería en la casa de alguno de los dos? ¿O tenían algún sitio especial, destinado a «hacer la función»? Ahora que lo recordaba, en el único seguimiento que le había hecho al truhan, lo había visto entrar, —y esa vez entró con su propia llave—, como decía, lo había visto entrar a una casa de citas que él conocía, «Paradise» se llamaba, no tenía buena fama, luego vio cómo se despedía de la madame, con mucha confianza, y mucha familiaridad, como si fueran viejos amigos, quizás pudiera ser que allí mismo tuviera armada la trampa, el tinglado donde llevarían a los incautos. También caía en la cuenta que su protegida era homosexual, era lesbiana. Para su desgracia, porque desde la primera vez que la vio desnuda la deseó, y con el paso de los días la deseó más que a ninguna otra mujer había deseado en su vida, ya recordaba él los envaramientos involuntarios que lo acosaban continuamente y cómo resolvía la permanente excitación sexual visitando a sus «chicas» cada vez con más frecuencia. Pero este deseo que sentía hacia la señora, ahora sabía que no podría ser complacido jamás. Ahora que lo recordaba, en la primera carta amenazante el truhan había escrito que sabía «que tenía a su mejor amiga en el extranjero y que ella solía venir a visitarla», también recordó que una noche, mientras la observaba a través del telescopio, vio aparecer en el dormitorio otra mujer, lo recordaba muy bien, era rubia, de buen ver, rondaría la misma edad que ella, y cuando se detuvieron frente a la cómoda se pusieron de frente mientras reían, hablaban y gesticulaban, después ella se fue hasta la ventana y bajó la persiana, y esa noche se quedó sin desnudos. ¿Sería su mejor amiga del extranjero? ¿Sería su amante actual? Todo eran interrogantes. De todos modos, poco importaba ahora que fuera lesbiana o no, lo cierto es que le había salvado la vida a su protegida, o mejor, de ser extorsionada, por un ser miserable, por una rata inmunda, y él, sí, él, precisamente él, había vencido. Y no era poco. De pronto se sintió poderoso, también él necesitaba darse un baño de orgullo. Entonces alzó la vista y respiró profundo. Se pasó la mano por la frente y miró la hora, daban las cuatro de la mañana. Ya no le importaba, faltaría al trabajo por segundo día consecutivo, y además no tenía sueño, estaba totalmente desvelado. Siguió con el razonamiento y pensó que su protegida habría sido seducida por la mujer, quizás hubo un verdadero atractivo sexual entre ellas, y luego la otra la traicionó, permitiendo que su socio las fotografiara en plena faena, luego no se deshicieron de las fotos, y quedaron allí, como tantas otras, para el recuerdo. No sabía cuánto tiempo hacía que el intruso vivía en el edificio de al lado, quizás no hacía mucho, y seguramente cuando un día la descubrió desde su balcón, o desde la cafetería, le asaltó la idea. Y vio que su morada no era un miserable departamento, se trataba de una hermosa casa, probablemente la mejor del vecindario, le habrá extrañado eso, y habrá pensado que tendría dinero, entonces se puso manos a la obra, y habrá comenzado a hacerle un seguimiento, allí habría descubierto que trabajaba como investigadora en el Consejo de Investigación y que ganaría un buen dinero, entonces recuperó las fotos que tenía de ella y tramó el plan. En los seguimientos habrá descubierto las intimidades que de ella cuenta en las cartas: la hora que sale de su casa, el bus que toma para ir al Consejo, el pequeño restaurante donde almuerza, su plato favorito, la hora que regresa del trabajo, el supermercado, el pescado y el vino blanco, a lo mejor la envió a su compinche para hacer la vigilancia, todo podría ser, lo que no entendía era cómo se había enterado que tenía su mejor amiga-amante en el extranjero y que venía a visitarla, quizás su compinche en uno de los seguimientos descubrió una conversación entre ellas, sí, era lo más probable, y usó esta información en la primera carta, para impactarla y darle a entender que la tenía totalmente controlada, habría sido así, no creía equivocarse. Habían pasado diez y seis años, y él habría cambiado lo suficiente como para no correr el peligro de ser reconocido por ella, y ella por lo que sabía no era de andar mucho por el barrio, no se daba con la gente, recordaba la carta que había recibido él mismo cuando un vecino lo descubrió hurgando en el buzón de ella: «Ud. sale de su edificio y se dirige a la casa de una vecina nuestra, por cierto muy poco dada a relacionarse con el vecindario…», y también «Por el momento no se lo comunicaré a la citada vecina porque esta señora, muy poco comunicativa con los vecinos…». El maldito intruso la habría descubierto alguna noche desde la cafetería, cuando ella llegaba a su casa, después del Consejo. Así habría sido, —se dijo convencido de sus razonamientos. Volvió a guardar las fotos en el sobre y lo apartó. No quería regodearse con la visión de las fotos de su protegida, en una orgía de sexo y lujuria, en el fondo le producía un disgusto haber descubierto su sexualidad, no dejaba de ser una desilusión para él, que sin saber cómo, se había imaginado un futuro ligado a ella. Acercó el manojo de fotografías que había dejado en la mesa y una a una las fue mirando. La mayoría eran la compinche de turno con hombres en las posiciones más obscenas y pornográficas que se pudo imaginar, ahora entendía bien, el tipo era un delincuente que en combinación con las mujeres de las fotos fotografiaban con las manos en la masa a ingenuos personajes que caían en la trampa a cambio de tener sexo, luego, como en el caso que le tocaba, los extorsionaban; elegían gente con dinero, gente casada, o con puestos de trabajo de responsabilidad y de mucha exposición, gente relevante, y siempre adinerados, he aquí el quid de la cuestión, el motivo de los elegidos, y así vivían, del chantaje y la extorsión. Luego no les entregaban todas las fotos, se quedaban con algunas, o quizás hacían copia de cada una, por si alguna vez querían volver a extorsionarlos, por eso veía tantas fotos de tantos personajes, era un sucio estafador, un tramposo, un maldito timador que se merecía un buen escarmiento. Siguió observando con detenimiento las fotos. Por detrás, lo mismo que las de su protegida, todas tenían escrito el nombre del incauto y el año del suceso. Y así, año por año, las fue ordenando. Fue haciendo pequeños montones. Las primeras, se remontaban al 1956, seguramente cuando el tipo comenzó con este juego de fotografiar y extorsionar. Se fijó que del cincuenta y seis al sesenta y cinco era siempre la misma mujer la que actuaba, evidentemente era su cómplice, muy joven, y por lo que veía muy agraciada, y mirando con más detenimiento observó que se trataba de la misma mujer que aparecía en las fotos con su protegida, todo coincidía, las fotos de su protegida eran del 1960, luego vio que del sesenta y seis al setenta y dos era otra mujer distinta, y que del setenta y tres en adelante, era la misma que ahora era su compañera en el departamento. Había tenido tres mujeres cómplices distintas en su carrera delictiva, que se habían beneficiado y habían completado con él un dúo de estafadores que le habían permitido vivir como señores, y nunca denunciados, nunca descubiertos, habían sabido mantenerse en el anonimato durante tanto tiempo. Increíble. Pero ahora llegaba él para darle el zarpazo, para vengarse de todas sus víctimas, ahora él, espía por necesidad, se iba a tomar la revancha en nombre de todos, al truhan le iba a dar un escarmiento que no se olvidaría jamás, porque semejante desalmado no podía quedarse impune, a salvo y tan campante, no, no lo iba a permitir. Miró la hora y daban las cinco. Estaba exhausto. El día había sido agotador. Se levantó y casi tambaleante se dirigió a su dormitorio. Necesitaba dormir.