CINCO

Cuando empezó a escribir los informes, que los adosaba con un clip a la carta sustraída, los guardaba en la cajonera que hacía de archivo. Explorar en la cajonera/archivo y ponerse a releer las cartas sustraídas, y luego el informe, con los pormenores que habían rodeado la sustracción, la huida, el festejo en sus bares de copas, la vuelta a su casa con la prostituta de turno, todo esto lo satisfacía de sobremanera, porque era el producto de muchos anhelos y mucho trabajo, y porque constituía el principio y el fin de su obsesión. A partir del momento que comenzó a hacer informes el delirio por profesionalizar su actividad se convirtió en el centro de su interés. Después de mucho meditar concluyó que debía poner en carpetas separadas las cartas-informes si quería darle más seriedad a su trabajo. Por eso, una tarde que volvía de la oficina se metió en una papelería y compró unas carpetas muy simples de cartulina amarilla donde pondría el conjunto, que sería archivado como siempre, en la cajonera/archivo. La idea de encarpetar la carta y el informe le dio una mayor formalidad a su cometido, porque él, si bien tenía bien ordenadas las cartas-informes en la cajonera, estas estaban sueltas, en un desorden «ordenado», pero sueltas al fin, y todo esto no lo llegaba a conformar plenamente. Por eso la idea de las carpetas elevó el estatus de su profesión de robacartas; ahora daba gusto abrir su cajonera y poder observar en orden las carpetas. Fue entonces que a partir del momento que comenzó a usar las carpetas, se le disparó la imaginación. Lo primero que se le ocurrió fue titular cada una de ellas con la dirección de la casa sustraída y la fecha del robo, en principio por no dejarlas en blanco, por el aspecto inexpresivo que trasmitían, y él era todo un profesional, y porque además, ambos datos facilitaban la búsqueda de tal o cual carta-informe. Sin embargo al poco tiempo esto no le fue suficiente, y reflexionó que en ellas debía constar algo más que la fecha y el sitio, debía tener un título, un calificativo, algo que pudiese dar una idea general del contenido, o mejor dicho del informe, algo como para orientarse a la hora de buscar. Después de mucho meditar, llegó a la conclusión que el «momento de la acción», —que era cuando junto al buzón, palpitante el corazón, introducía la mano por la abertura y sustraía las cartas, y luego, ayudado con la linterna, separaba las inservibles y se quedaba con las preferidas—, debía denominarla con un título. Por eso, después de esta reflexión, no le costó mucho pensar que el título tendría que ver con la «dificultad» que entrañaba el hurto, y así lo debía encabezar. Podría ser por ejemplo, una palabra que sintetizase los inconvenientes que había encontrado cuando estaba en plena acción, y fueron estos pensamientos los que finalmente dieron en el clavo, porque se decidió por fin titular las carpetas con la palabra «Dificultad Acceso», y según los inconvenientes que hubieran acaecido, podía calificar numéricamente las dificultades, podía ser por ejemplo del 0 al 10, siendo, según su pensamiento, «Dificultad acceso 0» cuando la acción no observaba ningún inconveniente, y «Dificultad acceso 10», cuando esta fuera máxima. Una Dificultad Acceso 7 por ejemplo, sería cuando hurgando en un buzón, apareciera alguien por la misma acera donde él estaba intentando robar, que lo obligaba momentáneamente a desistir del atraco, aunque luego de pasearse un rato por el barrio haciéndose el distraído, volvía nuevamente a la casa hasta por fin concretar el robo, y una Dificultad Acceso 10 sería la máxima puntuación, y por supuesto llevaba implícita la máxima complicación; por poner un ejemplo real: el caso aquel que, estando en plena acción, se encendió la luz de una ventana de la casa donde estaba procediendo, y alguien salió por la ventana y empezó a gritar: «¡¡¡Qué está haciendo Ud!!! ¡¡¡Voy a llamar a la Policía!!!», esa vez se vio obligado a salir disparado, lo recordaba muy bien por el susto que se llevó, esa noche después de correr varias calles y llegarse hasta el coche terminó en un bar donde todo alarmado y excitado se pidió un whisky doble para relajar la tensión, y ese día tuvo que desistir del robo, teniéndolo que dejar para la próxima semana.

Y todo esto que meditaba era para darle más seriedad al trabajo. Luego debajo del encabezamiento «Dificultad Acceso» pondría la dirección de la casa atracada, y la fecha. Así se imaginaba que lo haría la policía, el FBI, los investigadores en general, y si esto era así, ¿por qué no él? Sin duda Paulino estaba más loco que nunca, porque nunca nadie había llevado tan lejos, tamaña obsesión.

La vitrina no estaba en el departamento cuando decidió alquilarlo. Pero un día que estaba paseando por la ciudad sin rumbo fijo, —era un relumbrante día de primavera y la brisa suave y tibia le destilaba sensaciones placenteras, por eso caminaba feliz en su soledad—, cuando de pronto la vio, estaba imponente en el escaparate de una casa de antigüedades, y fue como un amor a primera vista, quizás porque el día era especialmente esplendoroso y él se sentía embebido de tanta felicidad, pero lo cierto es que se la quedó mirando, absorto e impresionado por el carácter del mueble, que sin ser rococó pegaba justo con el escritorio estilo inglés que había comprado, y porque se puso a conjeturar, en su locura de fantasear constantemente, que allí podría exponer objetos, sin saber a ciencia cierta a qué objetos se refería, porque la verdad, no había quedado atrapado del mueble por la utilidad que este le pudiera dar, eso era lo de menos, le había llamado la atención su belleza, y se lo imaginó haciendo juego con los otros muebles que con mucha dedicación había ido adquiriendo y restaurando, obviamente la vitrina iría destinada al estudio, como él lo llamaba, completaría un espacio que a él se le ocurría vacio y que debía terminar por rematar, para que este resultase por fin acabado. Paulino no entendía de antigüedades, para él una antigüedad era simplemente algo viejo e inútil que algunos tontos con dinero lo dedicaban a malgastarlo. Por eso nunca se detenía a mirar con atención estas «casas de cosas viejas», y esa vez no fue distinta a las otras, simplemente el mueble era demasiado grande para el escaparate en cuestión, y resaltaba desmesurado por encima de los otros objetos que se exponían, por eso le llamó la atención y lo miró al pasar, al principio de manera descuidada, pero luego se detuvo, digamos que volvió sus pasos, y cuando lo tuvo de frente, quedó cautivado, de eso se trataba. La vitrina era de madera noble, muy lustrosa y de barniz brillante, evidentemente había sido restaurada con mucha dedicación y con mucho celo, porque aun siendo un trasto viejo, estaba como nueva. Tenía por delante dos puertas acristaladas con herrajes dorados que dejaban ver unas estanterías de vidrio grueso biselado; por encima de las puertas, una solapa de madera repujada en forma de arabescos le proporcionaba carácter, y abajo, en el tercio inferior, unas puertitas de madera con llave, le daban al mueble una calidad exquisita que hacían de la pieza un objeto de deseo para el pobre Paulino. Permaneció así un momento mientras le daba vueltas en la cabeza la posibilidad de hacerse con él, aunque deducía que el precio sería prohibitivo. «Las antigüedades siempre son caras», se dijo Paulino. Por fin se decidió entrar y preguntó.

—¿Es Ud. el dueño?,

—Sí señor, dígame Ud., —le contestó diligente el comerciante, que algo panzudo y muy bien vestido, con corbata, y atusándose el bigote, lo atendió.

—Mire, quiero preguntar por la vitrina que tiene en la vidriera.

—¡Ah!, sí, veo que Ud. es un entendido; mire, se trata de una pieza única de principios de siglo, está restaurada como verá, y la verdad, está como nueva.

Cuando le dijo el precio no estaba equivocado, el mobiliario en cuestión era efectivamente caro, sin embargo no tanto como él suponía, por lo tanto relativamente asequible, claro, debería hacer cuentas, porque tenía otras necesidades de las cuales algunas no podía evitar, había sido invitado a la boda de un compañero de trabajo, debía hacerle un buen regalo, y no podía quedar mal, además estaba planificando un viaje a Brasil, de vacaciones, las necesitaba, hacía mucho tiempo que no salía de la ciudad, y además tenía otras intenciones para mejorar el confort de su casa, si quería la vitrina tendría que renunciar a algo. Se quedó pensando y le contestó que se lo pensaría. Aunque no le gustaba regatear, —nunca se vio con genio para asumir este punto—, sin querer había dado la puntada que hizo picar al comerciante, que lo que más deseaba, como es lógico, era vender el objeto en cuestión, así que de inmediato este le soltó:

—Mire, si es por el precio lo podemos arreglar, no hace falta pagarlo todo de una vez, lo podríamos hacer en dos o tres pagos en diferido, y si lo paga al contado podemos ver de hacer alguna diferencia.

Mientras esto decía, el comerciante miraba de soslayo a Paulino, que tenía dirigida la mirada a la vitrina, que ahora desde dentro del negocio veía la parte de atrás del mueble en cuestión; se acercó despacio a él y estiró la mano, rozó el mueble con los dedos y descubrió algunas imperfecciones, y se lo indicó:

—Mire, Ud. disculpe, aquí no ha sido bien pulida la tabla, —y la siguió mirando y estudiando—, y aquí en esta pata de atrás le falta un trocito de madera, no es por nada, pero…

—No se preocupe mi amigo, eso todo tiene arreglo, piense que es un mueble muy antiguo, y se lo repito, creo que podemos llegar a un arreglo. El comerciante cada vez veía más cerca la posibilidad de la venta del mobiliario, no se le había escapado el verdadero interés que tenía el tipo en cuestión, pero suponía que estaba ante alguien que sabía de lo que hablaba, y por encima de todo, pensaba que era de esos tipos que regateaban con sabiduría, sin necesidad de ir al grano pidiendo un descuento, como tantas veces le había ocurrido y a los que aborrecía por encima de todas las cosas. «No, este señor, además de ser un entendido en antigüedades, me está regateando sin nunca haber mencionado que le rebaje el precio, es inteligente», cavilaba el comerciante que cada vez iba sintiéndose más interesado por la personalidad disimulada del perspicaz interesado.

—Así y todo me lo voy a pensar, —le contestó Paulino con cierto desinterés, sin pensar que para el tendero esto significaba ni más ni menos que volver a tirarse un farol para continuar de manera subrepticia, con el regateo, regateo que nunca había existido en realidad, porque Paulino estaba muy lejos de regatear algo. La verdad era que debía hacer cuentas, ver qué cosas de las que tenía planificadas desechaba, para hacer frente al precio que le había dado por la vitrina, de más está decir que suspiraba por hacerse con ella. Pero la personalidad de Paulino, un poco parco en demostrar sus emociones, lo hacían inaccesible al pobre tendero, que creía firmemente en las cualidades del comprador. Este, lo que más deseaba era liquidar el mueble al primero que preguntase por él, y no era porque no valiera su precio, porque era cierto que era de principios de siglo y además había sido restaurado con esmero. «¡Ah, lo voy a agarrar al que lo restauró y le voy a tirar de las orejas! ¡Dejar sin pulir la tabla de atrás! ¡Y el trozo de madera que le falta a la pata! ¡Ya no se puede confiar en nadie», discurría el comerciante que se lamentaba de esos pequeños yerros del restaurador que lo obligaban a hacer rebajas y descuentos que no entraban en sus planes, y además se autoculpaba, por no haber examinado con mayor cuidado cuando recibió el mueble recién restaurado. Entonces le volvió a soltar una nueva oferta:

—Mire, le voy a hacer una propuesta muy buena para Ud. Es que veo que Ud. está deseoso de obtener esta joya, y yo, claro, por supuesto que yo, en mi condición de dueño de este negocio de antigüedades, lo que quiero es vender, ese es mi trabajo y mi ambición, pero le voy a decir una cosa, cuando veo alguien entendido en la materia, como es el caso suyo, —Paulino no salía de su asombro—, que anhela comprarme alguna antigüedad, que además sé, que le va a sacar más provecho que cualquier otro que se presente aquí a comprarlo sin tener idea de lo que compra, se lo digo porque como experto en este negocio, a veces vienen y se llevan joyas, verdaderas joyas, solo por un capricho, créame, ¡solo por capricho!, ¡sin entender nada de antigüedades!, y vendérselo a Ud. también me hace dichoso a mí. Esta venta para mí tiene un doble provecho, por supuesto mi ganancia, que con la oferta que le voy a hacer ahora, no será mucha, y la otra es saber que se lo vendo a alguien que sabrá valorar lo que se lleva. Créame, mire, le voy a quitar un diez por ciento, más no puedo hacer porque entonces perdería dinero. —Eso sí que era mentira, él la había comprado por un módico precio a los nietos de un abuelo que había fallecido hacía poco tiempo; cuando desalojaban el piso de trastos viejos donde el abuelo vivía, casi recordaba cuando les dijo, refiriéndose a la vitrina en cuestión: «Miren, creo que me la llevo y les hago un favor, así vacían este piso lleno de trastos»—. Y así se la llevó por dos monedas, una vitrina destartalada que ahora después de restaurada era una pequeña joya.

Cuando Paulino escuchó de boca del comerciante la nueva propuesta ya no lo dudó. Le entregó una seña y quedaron para el día que el tendero se la haría llegar al departamento, lógicamente después que el dueño se comprometiera a repasar la tabla de atrás del mueble y reponer el trozo de madera que faltaba. Ese día Paulino se fue saltando de alegría de la tienda de antigüedades. Si tenía que renunciar a sus vacaciones en Brasil se daba por bien pagado. La vitrina era preciosa, y ya se encargaría él de llenarla de objetos.

Cuando los portadores de la casa de antigüedades se la trajeron la hizo poner al lado de la cajonera, la tendría, igual que la cajonera, detrás de él. Al verla instalada, se quedó extasiado viéndola. Tan portentosa, con los cristales de las puertas tan translúcidos, sin ningún defecto, los laterales y los bordes de madera noble muy bien tratados y abrillantados, los herrajes dorados que brillaban como el oro, tocó la tabla de atrás, estaba pulida y pudo ver que había sido barnizada también, y la pata había sido reparada. Por eso no pudo menos que suspirar, y estiró las manos al mismo tiempo que comenzó a acariciar el mueble, con mucho cuidado, por miedo a mancharlo. «Me debo lavar las manos antes de tocarlo», pensó enardecido Paulino. Se retiró dos pasos para observarlo con una cierta perspectiva, luego se llegó hasta la misma puerta del estudio para tener una idea del conjunto que había armado, con la cajonera, el escritorio y la silla de oficina, y se dijo que era casi perfecto. Así de satisfecho estaba Paulino aquel sábado por la mañana cuando le trajeron el mueble y se quedó extasiado observándolo.

La primera observación que se hizo fue que no se le ocurría con qué rellenar las impolutas estanterías de vidrio que asomaban vacías reclamando algún adorno, algún objeto que justificaran su existencia. Así que esta observación le comenzó a inquietar y a ocupar un lugar en su monótona vida de oficinista que solo rompía cuando decidía el robo de algún buzón. Y así pasaban los días, con la vitrina vacía, y él cada vez más pensativo por el uso que le iba a dar. Llegó a pensar que podría hacerse aficionado a las antigüedades e ir colocando pieza por pieza a medida que iba comprando, pero luego desechó la idea porque las antigüedades eran costosas, y en realidad a él nunca le habían llamado la atención.