OCHO

Paulino se dejó caer pesadamente en el sofá. Se quedó con la mirada incrustada abajo, sobre la pared, donde hace ángulo con la puerta de la cocina. Más arriba, justo enfrente, un cuadro viejo pasado de moda, colgaba torcido. Así como estaba, absorto, no vio pasar, lenta, como expirando el último aliento de su vida, una cucaracha que se arrastraba, allí muy cerca, hasta colarse debajo del mueble de la cocina. Se sentía agobiado, los hombros le pesaban, apoyó sus manos en las rodillas. Cambió la mirada. La dirigió a la ventana. No era por nada, porque desde su sofá solo podía observar un trozo de cielo, negro y estrellado, absurdo para un día triste. Se miró las manos y estiró los dedos. El natural agrandamiento de las manos iba acotando cada vez más su actividad de robacartas. Era consciente que esta y no otra cuestión constituía la principal causa de su aflicción. Las dejó caer sobre sus piernas y se las quedó mirando, con una sensación de fracaso que lo arrastraba a la melancolía, era una noche para olvidar. Miró el reloj, que ausente colgaba en la pared de la izquierda. Marcaba la una. Sus manos ya no daban para más. Yo no podían sacar más cartas, por más que lo intentaba con sus dedos regordetes. Se levantó perezosamente y arrastrando las alpargatas se dirigió a su dormitorio, estaba cansado, casi agotado. Al pasar frente al estudio se frenó, giró su cabeza a la puerta cerrada y se detuvo, luego la abrió. Encendió la luz. Hizo un repaso con la mirada: el archivo, la vitrina, la librería, en un rincón reposaba, acusador, un buzón que una vez había comprado para probar llaves maestras. Estuvo un rato observándolo, sintiendo el peso en los hombros y la desazón. Ahora le empezaba a doler la cabeza. Entró y lo agarró. Volvió a la sala y lo apoyó en la mesita baja, la que está frente al televisor, se sentó en el sofá, nuevamente, ahora la vista puesta en el buzón, que lo miraba, con la boca abierta, acusador. Y se lo quedó mirando, como buscado en esa observación, la respuesta que no encontraba. Ya no era el de antes, ya no podía burlar los buzones con la facilidad de antes. Estaba acabado. Era el fin. Buscó unos sobres vacíos de cartas birladas, viejas, que también guardaba, y los echó por la abertura. Como regodeándose de su incapacidad intentó meter la mano. Pero por más que probó una y otra vez, no pudo asir ni un solo sobre, la mano no pasaba de los dedos. Se recostó en el sofá y miró inquisidoramente el buzón. Si bien se sentía cansado, algo lo aferraba a esa visión que tenía frente a sí. En la mesita baja habían quedado de la cena un plato con restos de pan y los cubiertos. Detuvo la mirada en el cuchillo. Ahora la mirada se fijaba alternativamente entre el cuchillo y el buzón. Y de pronto tuvo una visión, porque sin pensárselo dos veces agarró el cuchillo y lo metió por la abertura, intentando escarbar con él, como si buscara con este acto enganchar con la punta del cuchillo alguno de los sobres, y aunque no lograra atrapar ninguno, se le despertó una idea que sería determinante en los planes de Paulino. Una varilla más larga llegaría al fondo y podría, apretando los sobres contra alguna de las paredes, ir subiéndolos hasta la boca, donde ahora sí los podría asir. Ese pensamiento lo asombró. De pronto, el cansancio y la sensación de peso sobre los hombros quedaron aparcados, y el dolor de cabeza, que le había comenzado a molestar cada vez más desapareció. Dejó en la mesita el cuchillo y agitado como estaba se puso a rebuscar por toda la casa algún objeto alargado con el que pudiera atacar al buzón. El reloj que colgaba de la pared de la izquierda daba la una y treinta, de pronto estaba más despierto que nunca, y comenzó a recorrer las habitaciones: la cocina, el baño, el estudio, en su dormitorio abrió las puertas del placar buscando sin encontrar, salió al pasillo desorientado, y de pronto, detrás de él, colgando del colgador de ropa que estaba en la pared de la derecha vio el paraguas, al principio se lo quedó mirando, pero luego, lo descolgó y se sumergió en su estudio, con las herramientas que llevaba en su bolso comenzó a desarmarlo, las varillas por un lado, la tela por otro, hasta que dejó el palo interior totalmente pelado, ahora lo que había creado era suficiente para hacer la prueba, ahora mismo, sin esperar a mañana, sin esperar nada. Se fue deseoso a la sala paraguas esmirriado en mano, expectante metió el largo palo por la abertura y rayando el fondo trató de juntar los sobres, que apretados contra la pared los fue subiendo, poco a poco, algunos se cayeron, pero otros siguieron su camino, y cuando los tuvo a mano metió los dedos, y esta vez sí, agarró algunos, la primera vez fueron dos, pero lo siguió intentando, y comenzaron a fluir hacia arriba, hasta hacerse con casi todos. Comenzó a reír, al principio eran cortas carcajadas que se mezclaban con un incipiente jadeo, pero cuando recogió el último de los sobres la risa se transformó descaradamente en un jolgorio interminable y el regocijo parecía que no tenía fin, porque había descubierto un método sencillo, simple, fácil, que lo volvía a poner en la primera línea de combate, y le permitía continuar con su juego, eso que ya era casi una profesión.

Se fue a la cama entre excitado y feliz por el afortunado descubrimiento que había hecho. Intentó conciliar el sueño pero no pudo. Miró el reloj de la mesa de luz y vio que daban las dos. Se levantó, se puso la bata y se fue a la cocina, abrió una cerveza y desde el balcón siguió con la mirada la ciudad muerta. Solo las farolas de las esquinas y algún que otro auto que pasaba por las calles la iluminaban de manera difusa. El futuro le volvía a sonreír, al fin y al cabo, una simple varilla sería suficiente para aplacar su ansiedad y aclararle el horizonte, y ya pensaba en el otro día: iría a una carpintería que había cerca de su edificio y se haría hacer una vara de madera resistente, la parte superior más ensanchada haría de mango, allí gravaría su nombre, para estas cosas era particularmente vanidoso; ya se imaginaba la vara, de madera tirando a oscuro, roble quizás, pensaba inquieto, y cada tanto la lustraría con algún aceite especial para maderas para mantenerla bien nutrida, en la misma carpintería se haría construir una caja con tapa y bisagras, las bisagras doradas, claro que sí, para darle más categoría, donde depositaría la varilla y quedaría bien cuidada, caja que también conservaría dándole lustres con la cera apropiada, luego le buscaría un sitio especial dentro del estudio, podría ser la vitrina misma. Ya se imaginaba sus salidas de buzoneo armado con el instrumento, y el bolso donde llevaba el resto de las herramientas, y la linterna. Este había sido un descubrimiento muy afortunado, porque las limitaciones a las que estaba abocado por culpa del agrandamiento natural de sus manos podrían haberlo alejado de la única actividad por la que él suspiraba. Pero ahora un nuevo horizonte se abría ante él, y no lo iba a desaprovechar, ahora sentía más deseos que nunca de poner en práctica la nueva técnica que se le había ocurrido.

Al otro día se levantó como cada día para ir a su trabajo. Esperanzado por las nuevas perspectivas, se duchó y se acicaló con inmensa alegría, se diría que tenía las mismas sensaciones que tienen los adolescentes cuando tienen la primera cita con la primera novia, por eso mientras se peinaba, cantaba y tarareaba canciones de moda a las que le seguía el ritmo unas veces con el pie otras con el mismo peine sobre la repisa del baño, además ya tenía ubicada la carpintería donde llevaría el encargo, no era lejos de su casa. Esa misma tarde después del trabajo iría directamente. Se diría que pasó la mañana en la fábrica de dulces y mermeladas abstraído, sin poder conectar totalmente con sus obligaciones porque su mente estaba sometida a unos pensamientos que difícilmente podía evitar. Las posibilidades que le daba la vara eran prometedoras, ese fin de semana la pondría a prueba, estaba seguro que con un poco de práctica no habría buzón que se le resistiese. Cuando esa tarde llegó a la carpintería y le detalló al carpintero el encargo no le supo explicar con claridad el uso que le iba a dar,

—Sí, sí, se lo puedo hacer, Ud. me dice una vara de madera resistente de unos treinta centímetros de largo con un mango de unos diez centímetros que en total hacen cuarenta, y de un centímetro de diámetro, de grosor, sí claro, y el mango un poco más grueso, lo entiendo, podría ser de roble o de encina, la encina es difícil de conseguir, así que la haremos de roble, pero, «¿Y para qué quiere Ud. esto?», —le preguntaba el carpintero, lleno de incógnitas ante el insólito pedido que se resistía a tener una fácil explicación, y el carpintero, aunque aceptó el encargo, se quedó pensando. «¡¡Vienen a pedir cada cosa!!». Paulino, tomado por sorpresa por la pregunta anduvo titubeando sin dejar claro el fin del instrumento. «Será un depravado sexual»—, concluyó finalmente el carpintero, mientras sonriendo continuaba con su trabajo.

Esa noche Paulino estuvo más calmado, se diría que la explosión de ansiedad y euforia del día anterior lo habían extenuado, y ahora le sobrevenía el sosiego, la calma, aunque de a ratos lo invadía una sensación de impaciencia por poner a prueba el nuevo método ideado única y exclusivamente por él. Decidió ponerle un nombre al nuevo instrumento, «vara» le resultaba tremendamente grotesco para el objetivo que debía cumplir, por eso estuvo un buen rato pensando, hasta que de pronto se dijo: «¡Saeta! ¡Ese! ¡Ese le va perfecto!», pensó lleno de alegría.

Con el paso de los días fue adquiriendo habilidad en el uso de la «vara», y aunque los tiempos se fueron acortando y ganó en destreza, esta no le garantizaba la extracción total de las cartas, y tampoco solucionaba totalmente la cuestión del tiempo. Con la práctica había implementado el uso de la linterna, que la sostenía entre los dientes, mientras con las manos, con una accionaba la vara y con la otra iba asiendo las cartas que subían, consiguiendo iluminar el interior del buzón. Si bien el descubrimiento de la vara le había permitido continuar con sus andadas, el tiempo que empleaba le suponía una dificultad agregada, y el hecho que quedaran algunas cartas que se resistían a salir, le producían unos ataques de furia que lo ponían al descubierto, poniendo en peligro su seguridad. Pero no tenía otra alternativa, y la vara se mostraba al tiempo como la única vía posible para poder continuar con los robos. Sin embargo, pese a sus limitaciones, la vara resultó imprescindible para poder continuar con su actividad. A veces, tirado en el sofá se dedicaba a recordar los viejos tiempos, eran las horas de la nostalgia, porque añoraba cuando él con su fina y delicada mano saqueaba buzones enteros sin que nada ni nadie se lo impidiera. Pero había visto cómo los años se habían ensañado con su cuerpo, porque ahora ya con casi cincuenta había dejado también de ser el hombre delgado y estilizado que era, había echado algo de panza, y hasta su andar se había vuelto más perezoso.