30

Arkady encendió una vela y empezó a bajar por la escalera. Cogería un paquetito de hojas secas que necesitaban ser molidas, y las iría deslizando una y otra vez entre sus dedos hasta convertirlas en polvo sentado a la cabecera de la cama de Ann. Cogería un libro viejo y frágil al que no había echado un vistazo desde hacía demasiado tiempo y el botellón de jerez que había reposado debajo del altar con Ashley, y lo llevaría todo al piso de arriba.

Velaría a la chica durante toda la noche, o por lo menos hasta que Steve y Fantasma volvieran. Le tomaría la temperatura, se mantendría alerta ante la menor señal de hemorragia y refrescaría su frente con hielo. Sí, cuidaría lo mejor posible de ella.

Y pensaría en Fantasma y en cómo le había despreciado y rechazado, y en cómo había conseguido dejarle en ridículo. Pensaría en Steve, y en que hasta el momento lo único que había obtenido de él era descortesía y miradas malhumoradas. Permanecería sentado junto a la hermosa joven inconsciente, y pensaría en el poder que había adquirido sobre Steve y Fantasma. Contemplaría el rostro pálido y febril de la chica, meditaría y daría mil vueltas a la pregunta de si debía administrar otro veneno, uno para la madre en vez de para el niño, un veneno que jamás sería detectado. Conocía un veneno obtenido a partir del bazo de cierto pez, un veneno que imitaba la estructura de los ácidos del estómago. Se imaginaría el acto de quitar los vendajes que Steve había colocado tan meticulosamente alrededor de sus caderas, se vería a sí mismo estirando un colgador de alambre hasta dejarlo recto y deslizarlo luego dentro de ella con la ternura de un amante hasta que el extremo afilado perforase el útero…

Pero no haría eso. Había adquirido un enorme poder sobre Steve y Fantasma a través de aquella chica indefensa, pero no debía utilizarlo. Eso equivaldría a permitir el triunfo de los vampiros. Debía salvarla con sus venenos; pues de lo contrario los vampiros la habrían matado de una forma tan cruel e implacable como habían matado a su hermano Ashley. Sí, serían culpables de esa muerte como lo habían sido de que aquel rostro hermoso y aristocrático se convirtiera en polvo, de que aquella deliciosa carne blanca se resecara y de que aquellos ojos —oh, aquellos ojos— se encogieran y se marchitaran poco a poco… Su única esperanza era que el brebaje surtiera efecto. Cuando habló con Fantasma, Arkady le dijo que la receta había sido desarrollada después de la muerte de Richelle, y eso era verdad; pero se le había olvidado mencionar que nunca había sido probado con nadie.

Algo osciló al final de la escalera: su sombra, enorme y temblorosa a la luz parpadeante de su vela. Arkady la pisó —era un truco que había aprendido hacía mucho tiempo, pero en realidad pisar tu propia sombra sólo servía para impresionar a los demás—, pasó por debajo de la cortina de terciopelo y entró en el cuarto trasero de la tienda. «Vara de Aarón —pensó—. He de coger el paquetito de hojas de vara de Aarón para desmenuzarlas, el libro y el jerez…». Fue hacia el altar y se inclinó para coger el botellón…, y se quedó inmóvil y sus labios resecos tragaron aire con un siseo ahogado, y sus manos quedaron paralizadas a mitad del movimiento que las llevaba hacia el lienzo de terciopelo.

Siempre guardaba la calavera de Ashley debajo del altar, protegida y a salvo de todo en la oscuridad. Algunas noches bajaba la escalera para hablar con Ashley y acariciar la lisa curva marfileña, pero luego siempre volvía a colocar a Ashley en su lugar de descanso. Bien, ¿qué estaba haciendo entonces la calavera encima del altar, rodeada por las reliquias y las ofrendas?

Unos cuantos objetos más también habían sido desplazados: los alrededores del altar estaban cubiertos de flores secas, monedas y la ceniza pulverulenta de las varillas de incienso. Un santo de yeso había sido derribado, pero las velas seguían ardiendo —dos a cada lado de Ashley—, goteando cera negra y rosada sobre el altar. Arkady extendió las manos para acariciar lo que quedaba de su hermano con la esperanza de que el contacto pudiera proporcionarle una respuesta o, por lo menos, de que sirviese para aliviar un poco su confusión y su miedo.

La calavera estaba tan fría como un vendaval de noviembre, tan fría como la tierra congelada.

—¿Qué…? —murmuró—. ¿Qué es lo que anda mal? ¿Qué está ocurriendo?

Las cuencas de los ojos conservaron su trágica oscuridad aterciopelada, y los dientes no se unieron para dar una réplica a su pregunta; pero mientras Arkady acariciaba la cúpula de la calavera todas las velas —las cuatro del altar, y la que sostenía en la mano— parpadearon de repente para arder con más intensidad que antes a continuación…, pero ahora sus llamas eran de un azul frío y límpido.

Lo cual era una señal inequívoca de que había espíritus malignos presentes en la habitación.

—¿Ashley? —murmuró—. Hermano mío, ¿eres tú?

Pero eso no tenía ningún sentido. Ashley no era maligno, Ashley nunca le haría daño… Arkady buscó a tientas debajo del altar intentando encontrar el jerez. Esta noche iba a necesitarlo. Cuando sus dedos rozaron el cristal tallado del botellón, lo aferró rápidamente y fue hacia la escalera.

Pero se quedó inmóvil cuando ya se disponía a apartar el cortinaje de terciopelo, y después giró sobre sí mismo y fue nuevamente hacia Ashley. Eso significaba que debía abandonar su vela y subir por la escalera envuelto en la oscuridad, pero Arkady no pensaba dejar a su hermano solo en el piso de abajo con los espíritus que pudieran andar vagabundeando de un lado a otro aquella noche.

El primer peldaño crujió cuando dejó caer su peso sobre él. Arkady buscó el borde del siguiente peldaño con los dedos de sus pies descalzos, e intentó depositar la planta del pie sobre él sin hacer ningún sonido. Sus ojos se esforzaban tratando de ver algo en la oscuridad. Su hombro rozó la pared… ¿o era la pared que se inclinaba sobre él para aplastarle? Los tablones estaban desagradablemente resecos bajo sus pies, y su roce parecía haberse vuelto casi velludo. Arkady subió dos peldaños más, tres, cuatro.

Había recorrido la mitad de la distancia que le separaba del final de la escalera cuando oyó las pisadas que iban subiendo detrás de él.

La escalera estaba muy oscura, pero los dos rostros parecían iluminados por un resplandor maligno que brotaba de su interior. Arkady pudo distinguir sus rasgos marcados, sus bocas tensas y el brillo cansado de sus ojos a través de las gafas de sol baratas que llevaban.

—Ah, no sois más que vosotros dos… —dijo—. Me habéis dado un buen susto.

—Míranos, Arkady —dijo un gemelo.

Su voz no era más que un susurro ahogado, como una voz que se abre paso a través de capas de alas de mariposa resecadas por el paso del tiempo.

—Hemos esperado demasiado tiempo —dijo el otro gemelo, y su voz era como un viento que llegaba desde muy lejos después de haber soplado sobre un mar estancado—. No podemos encontrar a nadie. Ni siquiera podemos mirarnos al espejo, y tenemos que actuar…

Arkady había seguido subiendo por la escalera. Podía oír su aliento entrando y saliendo de su garganta con un ruido muy parecido al de los sollozos.

—¿Qué queréis?

—Ha llegado el momento, Arkady —dijo el primer gemelo.

Sonrió, y retazos de piel marfileña se desprendieron de sus mejillas, se desintegraron al chocar con los peldaños y se mezclaron con el polvo que los cubría.

El otro también sonrió. Sus labios estaban recubiertos de carmín reseco que en tiempos había sido rojo y que se había ido decolorando poco a poco hasta volverse de un anaranjado polvoriento. Había muy poca luz, pero Arkady pudo distinguir el delicado trazado de arruguitas que se extendía por los rostros de los gemelos cubriéndolos como una telaraña hasta desaparecer debajo de sus gafas de sol.

—Te necesitamos —dijo el primero.

—Es fácil. Puedes reunirte con tu hermano.

—Hay una chica en el piso de arriba —se oyó decir Arkady—. Es joven y bonita. Podéis quedaros con ella…

El primer gemelo meneó la cabeza en un gesto de reproche burlón. La cabellera color rubí azotó su rostro.

—No, Arkady. No queremos a tu hermosa joven…, o por lo menos todavía no la queremos. Lo próximo que nos dirás será que vayamos a la calle Bourbon y que nos busquemos una puta, ¿verdad? Tenemos hambre. Te conocemos. Te necesitamos.

—Te amamos, Arkady —dijo el otro gemelo, y su sonrisa se hizo todavía más ancha. Un diente delantero de la mandíbula superior se desprendió del alvéolo y aterrizó sobre un escalón con un plink casi inaudible. El gemelo lo cogió y volvió a encajarlo en el agujero enrojecido de su encía sin dejar de sonreír ni un instante. No hubo sangre, ni una gota—. ¿Lo ves? ¿Es que quieres que nuestra belleza se marchite y se agriete como la de tu hermano? Puedes ayudarnos, Arkady. Puedes alimentarnos. Sabes que es muy fácil…

—Fácil… —repitió el otro gemelo como un eco lejano.

Subieron por la escalera yendo hacia él. Arkady no podía correr, no podía moverse; sus pies y sus tobillos ya parecían haberse marchitado y no le servían de nada. Se preguntó cómo se alimentarían. ¿Poseían una especie de probóscide que se hundiría en su cuerpo para recorrerlo buscando hasta la última gota de vida, o se limitarían a enterrar sus bocas en él y a desgarrarle con sus dientes dejando que la fuerza vital fluyera dentro de ellos?

Fuera lo que fuese, Ashley lo había sentido también. Era la última sensación que había experimentado Ashley, dejando aparte la de la soga alrededor de su cuello. Pensarlo le proporcionó una especie de perverso consuelo. Intentaría no tener miedo.

Los gemelos seguían subiendo hacia él, y ahora ya podía ver el brillo plateado de sus ojos detrás de las gafas de sol. Podía distinguir las grietas diminutas que recubrían la superficie de su piel, y la delgada capa de polvo que envolvía sus lenguas.

Cuando sus manos gráciles y delgadas ya casi estaban sobre él, Arkady dejó escapar un grito de desesperación y arrojó la calavera de Ashley hacia ellos. La calavera chocó con el pecho del pelirrojo y rebotó. Cuando la primera mano reseca tocó su mejilla, Arkady vio la calavera que caía dando tumbos de un escalón a otro y se iba precipitando hacia la oscuridad.

Los gemelos se alimentaron durante dos horas. Se pegaron al cuerpo de Arkady, y cada grieta y cada poro de su piel se convirtió en una boca minúscula, un diminuto agujero chupador que se introdujo en las profundidades de los tejidos de Arkady para extraer hasta la última gota de humedad, de vitalidad y de amor que pudiera hallarse enterrado en el amargado corazón de Arkady.

Los gemelos interrumpían el proceso alimenticio de vez en cuando para estirarse el uno hacia el otro e intercambiar prolongados besos ungidos y sazonados por las entrañas de Arkady. Para ellos el sexo ya no era más que una medida temporal, un medio para obtener un fin. Las modalidades habituales del acto amoroso les parecían vacuas e insulsas. Y el alimentarse siempre resultaba muchísimo más sensual.

El gemelo pelirrojo acabó irguiéndose y bostezó. El gemelo rubio dejó de chupar y contempló a Arkady con una leve curiosidad. Los dedos de Arkady apenas eran más que huesos recubiertos de piel, pero seguían arañando débilmente el suelo de madera del descansillo al que había sido arrastrado por los gemelos. El cascarón de su cabeza aún crujía moviéndose de un lado a otro en una ciega negativa; la hoja reseca de su lengua todavía asomaba de su boca medio desmoronada buscando una gota de humedad. Ya no quedaba ni una sola gota de humedad en ningún punto del cuerpo destrozado de Arkady, y el gemelo rubio lo sabía muy bien. Pero siempre tardaban tanto tiempo en morir…

Resultaba vagamente interesante.

El gemelo pelirrojo volvió la cabeza y miró por encima de su hombro contemplando el conjunto de habitaciones que se extendía a lo largo del pasillo.

—Arkady dijo que ahí había una chica —sugirió.

El gemelo rubio le sonrió.

—Insaciable, insaciable…

—Me da igual…

—Bueno, entonces vayamos a echar un vistazo.

Entraron de puntillas en la habitación de Steve y Fantasma y se colocaron uno a cada lado de la cama. Había un fuerte olor a sangre. Arkady no había dejado ninguna luz encendida, y la vista de los gemelos no era tan buena como sus otros sentidos, pero realmente no la necesitaban. Se inclinaron sobre la cama y respiraron profundamente yendo más allá del olor a sudor, sangre y pena de la chica, intentando captar el palpitar de la vida que seguía latiendo.

Después se miraron el uno al otro y menearon la cabeza.

—Ya sabes que esta chica pertenecía a Fantasma —dijo el gemelo rubio.

—¿A quién?

—¡A Fantasma! ¿Es que no te acuerdas de él? ¿No te acuerdas del hermoso soñador?

—¡Oh! No me cayó demasiado bien. No es de nuestra clase. Demasiado…

—¿Demasiado asexuado?

—Demasiado puro —dijo el gemelo pelirrojo, y los dos soltaron una risita.

Pero su risita murió en cuanto volvieron la mirada hacia el bulto enroscado sobre la cama. Arkady había resultado estar tan seco…

—Qué pena.

—Qué lástima. Pero tenemos que actuar.

Cuando Arkady había explicado que los gemelos eran músicos, no había sido del todo fiel a la verdad. Eran diletantes que acogían entusiasmados cualquier oportunidad de realizar casi cualquier tipo de actuación en público, y durante los últimos tiempos se habían ganado el afecto de un grupo local cuyos temas góticos no habían conseguido inflamar de entusiasmo al mundillo de clubs y locales nocturnos del Barrio Francés. La guitarrista y antigua cantante, Perla, era una joven muy hermosa de piel opalescente, montones de melena rizada y teñida de un negro azulado y ni la más mínima sospecha de cerebro dentro de la cabeza. «¡Vosotros inyectaréis un poco de vida en nuestras actuaciones!», había dicho entusiasmada.

«Y quizá tú también puedas inyectar algo de vida en nosotros», había replicado el gemelo rubio con una seriedad impecable.

Perla y los otros componentes del Sol de Medianoche habían accedido a permitir que los gemelos precedieran a su actuación durante todo el tiempo en que desearan hacerlo. Los públicos estaban fascinados, y los propietarios de los clubs les adoraban. Lo que más gustaba al grupo era que los gemelos nunca se llevaban su porcentaje de la recaudación. El dinero no les servía de nada.

Los gemelos se abrazaron al pie de la cama de Ann. Sus frágiles cabelleras se confundieron, y sus ojos brillaron con destellos plateados detrás de las gafas de sol que seguían tapando sus ojos.

—Marchémonos después de la actuación de esta noche —murmuró el gemelo pelirrojo—. Larguémonos de esta ciudad.

—Pero Perla…

El gemelo rubio se había encaprichado de la guitarrista de cabeza hueca y cuerpo opulento.

—Podemos consumirla después. Me da igual, pero vayámonos de aquí en cuanto hayamos terminado. ¿Nos iremos, querido…? Por favor…

—Por supuesto, lo que tú quieras. Pero ¿por qué tan de repente?

El gemelo pelirrojo volvió la mirada hacia el bulto ensangrentado que yacía sobre la cama. Después fue inclinando lentamente la cabeza hacia atrás y sonrió a los ojos plateados de su hermano. Su sonrisa era perezosa, cálida y despreocupada.

—¿Es que no ves lo que le ha ocurrido? —preguntó—. ¿Dónde está la elegancia en eso? Esta ciudad no tiene ni pizca de clase.

—Sí, ya hay demasiados de esos malditos chupadores de sangre rondando por aquí.

Los dedos de Arkady seguían arañando inútilmente el suelo del descansillo. Trocitos de piel apergaminada se desprendían de él a cada leve temblor.

—Adiós, Arkady querido —dijo el gemelo pelirrojo con voz jovial.

Cuando llegaron al final de la escalera los gemelos recogieron la calavera de Ashley y se la llevaron.