27
Nada despertó bañado por los brillantes rayos del sol de la tarde que se filtraban a través de los cristales sucios y las persianas polvorientas. Sólo podía ver un par de protuberancias indistintas a su lado, y durante un momento la realidad volvió a dar uno de sus lentos y mareantes saltos mortales, y Nada no pudo reconocer aquel lugar. Nunca lo había visto antes. No había estrellas en el techo como en su antigua habitación, no había el palpitar de los neumáticos y el olor embriagador de las manchas de sangre seca como en la camioneta.
Se irguió apoyándose sobre los codos, y sopló para apartar un mechón de cabellos muy limpios de sus ojos. Zillah estaba hecho un ovillo a su izquierda, sumido en las profundidades de su sueño de felino. Christian dormía a su derecha con el cuerpo estirado, delgado e inmensamente largo, los ojos y la boca cerrados y tensos. Molochai y Twig debían de estar en el suelo, acurrucados en algún rincón. Nada no podía ver a ninguno de los dos, pero le pareció oír su respiración profunda y húmeda.
Bostezó y se lamió los labios. ¿Qué era ese sabor en su boca? Rancio, curiosamente peludo e indefiniblemente verde…
Los ojos de Nada habían empezado a cerrarse de nuevo, pero se abrieron de golpe. Apartó las sábanas a un lado, se encaramó velozmente sobre Zillah y corrió hacia la ventana. Permaneció inmóvil durante un momento con el cordoncillo de la persiana entre sus dedos mientras se preguntaba qué vería fuera, esperando que todo lo que recordaba no hubiera sido un sueño producto de la borrachera.
La persiana subió de golpe haciendo bastante ruido. Ningún otro ocupante de la habitación se removió, y Nada pegó el rostro a la ventana. Debajo de él se extendía un angosto callejón con el suelo cubierto de cristales rotos que brillaban bajo los rayos del sol, y más allá de él se desplegaba todo un panorama de calles muy iluminadas. ¿Royal, Bourbon? Nada recordaba vagamente nombres de anoche, nombres mágicos y talismánicos, nombres de calles en los que podía llegar a ocurrir absolutamente cualquier cosa. Vio tiendas diminutas y oscuras que le hacían señas, y supo qué olor tendrían; y no le hacía falta entrar en ellas para saber que olerían a frescor, humedad y especias, y que estarían repletas de extraños tesoros. Vio balcones de hierro forjado de los que colgaban banderas multicolores que chasqueaban al viento y le hacían guiños como un mar de seda. Vio muros de soporte encalados que relucían con destellos blancos manchados por la blandura del rojo ladrillo allí donde se había desprendido la pintura, y detrás de ellos había edificios viejos y mal conservados que debían contener escaleras de caracol, salones de baile iluminados por débiles resplandores y cámaras secretas cuyos muros estaban manchados por los restos de sacrificios de sangre.
Era real, estaba allí, le pertenecía. Nueva Orleans… Nada había recorrido todo el camino que llevaba desde el falso hogar de su infancia hasta la verdadera ciudad de su nacimiento, hasta el maravilloso y resplandeciente Barrio Francés y la mismísima habitación en la que había venido al mundo emergiendo entre los muslos pringados por la sangre de Jessy.
Christian había llegado antes que ellos, y se encargó de buscar un lugar seguro donde alojarse. El bar —el bar legendario en el que Zillah había conocido a Jessy y le había hecho el amor entre las cajas polvorientas de vino y licores— estaba cerrado y sus ventanales habían sido clausurados con tablones, pero la habitación de Christian seguía estando vacía y no tuvo ningún problema para volver a alquilarla. «La patrona se la enseñó a un par de clientes en potencia —había dicho Christian con una chispa de diversión en la voz—, pero le dijeron que olía raro».
La habitación donde había nacido… Pensar en eso hizo que Nada diera la espalda a la ventana y contemplara aquella estancia sumida en la penumbra. Sus ojos fueron velozmente de una sombra a otra. Se preguntó si el espectro de su madre saldría flotando de un rincón para murmurarle: «Tú me mataste, mi bebé. Me mataste en esta habitación…, sobre este mismo suelo».
Pero fueran cuales fuesen los espectros que vivían allí guardaban silencio. Nada se agazapó para examinar la alfombra sucia y deshilachada, pero suponiendo que las manchas dejadas por su sangriento nacimiento hubiesen perdurado, aquella débil claridad no permitía verlas.
Decidió no despertar a los otros. Quería explorar el extraño y aun así familiar laberinto de calles por sí solo. Arrancó una página de su cuaderno de anotaciones y garrapateó un mensaje para Zillah mientras sentía cómo un débil estremecimiento de anarquía recorría todo su cuerpo. «Estaré de vuelta por la noche», se limitó a escribir. Después lo firmó, la punta de su d una daga que apuntaba hacia arriba, el rabillo de la última a convertido en un rizo extravagante.
Era el nombre que Christian le había dado, el nombre que ahora le pertenecía de una manera innegable. Nada estaba dispuesto a escribirlo a cada oportunidad que se le presentara. Volvió a firmar la nota, y después la firmó por tercera vez haciendo que las letras se desparramaran incontroladamente a través de la página: Nada, Nada, Nada. Ésta era la habitación en la que Christian había sostenido su cuerpecito recubierto de sangre y líquidos viscosos, la habitación en la que le había dado su nombre… Y ahora Nada saldría de ella para descubrir las calles que eran su hogar.
Cuando las playeras de Nada entraron en contacto con el cemento, fue como si todo el Barrio Francés vibrara a través de sus huesos. Durante la noche anterior, Nada había pasado las horas nebulosas y confusas siguientes a su llegada dejándose deslumhrar por la mascarada continua de la calle Bourbon y se había embriagado de chartreuse. Ahora, sobrio y con la cabeza despejada bajo la acuosa luz de la tarde, quería correr y saltar por aquellas viejas calles gritando «¡Estoy aquí, estoy aquí!»; quería abrazar cada poste de farola adornado con flores y volutas y cada cartel callejero, volar desde cada balcón. El Barrio Francés era suyo, y cada ladrillo antiguo y cada gota embriagadora de su sustancia le pertenecían.
Sacó unas gafas de sol baratas del bolsillo de su impermeable y se las puso. Nada había adquirido la costumbre de robarlas en los supermercados y las gasolineras en vez de Lucky Strike, que casi había dejado de fumar. El par de gafas más reciente al que había echado mano tenía los marcos pequeños y redondos y los cristales espejo tipo arco iris, y hacían que se sintiera como John Lennon en sus días de máxima afición a los viajes con ácido. Llevar unas gafas de sol encima en todo momento era una excelente costumbre. La luz del día no podía dañar a Nada y a los demás como sí podía hacerlo con Christian, pero un exceso de sol casi siempre acababa provocándoles un dolor de cabeza que palpitaba detrás de los ojos con una enloquecedora vibración rojiza.
Nada vagó durante horas por las calles y las aceras. Una ristra de abalorios multicolores del carnaval estaba enrollada alrededor del poste de una puerta de hierro forjado, un resto olvidado de la celebración de la primavera, una guirnalda para darle la bienvenida.
Nada la cogió y se la colgó del cuello.
Visitó la catedral de San Luis con sus altísimos techos abovedados y sus mil velas votivas parpadeando bajo la luz teñida por los colores de las cristaleras emplomadas. Fue a la tienda de regalos de la catedral, y robó un rosario que añadió a la ristra de abalorios colgada de su cuello. Los dos collares se enredaron el uno en el otro, y acabaron acomodándose en una tensa camaradería entre lo sagrado y lo profano.
Entró en el Café du Monde, y se bebió a sorbitos una taza de café con leche muy caliente que desprendía humo. Fue hasta el punto más alto del puente que podía levantarse para dejar pasar los barcos y bajó la vista hacia las revueltas aguas marrones del río. «Los huesos de mi madre yacen allí —se dijo—. Y no descansan, flotan y se mueven y se van disgregando y vuelven a unirse año tras año, y nunca descansan…».
Cuando las sombras empezaron a estirarse sobre las aceras y ojos cansados observaron cómo dejaba atrás las entradas de los bares. Nada volvió por donde había venido encaminando sus pasos hacia la habitación de Christian. Los otros ya estarían listos para despertar. Christian quizá les acompañaría en sus rondas de aquella noche, o quizá encontraría otra forma de divertirse, dado que ahora ya no necesitaba un empleo. «Nosotros obtenemos el dinero de otras formas», le había dicho fríamente Zillah cuando Christian le propuso volver a trabajar en algún bar.
Caerían sobre el Barrio Francés e irían tambaleándose de un bar a otro, y bajarían cantando por la calle Bourbon con los brazos sobre los hombros de los demás. Entrar en los bares acompañado por Molochai, Twig y Zillah permitía que Nada fuese servido sin que nadie le mirara dos veces. El sabor del chartreuse era mágico, fragante y embriagador más allá de todo lo imaginable, y aun así también le resultaba curiosamente natural, como si cuando era un bebé Nada hubiera sido criado con el llameante liqueur verde. Ya empezaba a tener la sensación de que siempre había vivido en Nueva Orleans.
Y además allí se podía tener la seguridad de que todas las sangres serían dulces y suculentas. Nada se sorprendió al darse cuenta de lo hambriento que estaba. El recuerdo de la sangre de Laine ya no le hacía sentirse culpable, y sólo se acordaba de lo sabrosa que la había encontrado, de lo caliente que estaba y de cómo había entrado en su boca trayendo consigo el palpitar de la mismísima vida. Pero ahora la muerte de Laine parecía algo que había ocurrido hacía mucho tiempo…, demasiado.
Desde entonces había habido otros, claro. Los vagabundos en Missing Mile, y el niño… Con ellos había resultado más sencillo. Cuando descubrió que Molochai, Twig y Zillah se habían limado los dientes para hacerlos más afilados, Nada también se limó los suyos. Ahora le encantaba deslizar la lengua sobre ellos acariciando las puntitas, pero ni siquiera la sangre del niño de Violin Road había tenido un sabor tan dulce como la de Laine. En el Barrio Francés todas las sangres sabrían a alcohol púrpura…
Sí, esa noche saldrían en busca de sangre.
Ya casi estaba en casa. Una diminuta parte racional de su mente se preguntó cómo era capaz de caminar por aquellas calles sin perderse orientándose con tanta facilidad, pero en realidad Nada era incapaz de considerarlo extraño. Había soñado con aquella ciudad, y había soñado con vagabundear por aquellas calles. Un mapa resplandeciente del Barrio Francés pareció desplegarse dentro de su cabeza, medio imaginado y medio recordado, pero visto con tanta claridad como la llama del chartreuse. Nada se agarró a una farola y giró a su alrededor, y su impermeable flotó extendiéndose junto a su cuerpo como un círculo ondulante de seda negra.
Nada no se dio cuenta de la presencia del hombre que le seguía, caminando lentamente detrás de él, hasta que estuvo a medio bloque de la habitación. El hombre caminaba con el cuerpo un poco encorvado a la altura de la cintura y un brazo tenso sobre el estómago, como si cada movimiento le resultara doloroso. No era más que una sombra entre la luz que se iba debilitando a cada momento, una silueta ni grande ni pequeña, un manchón carente de rasgos individuales. Nada empezó a caminar más despacio, y el hombre hizo lo mismo. Nada apretó el paso, y el hombre le imitó y empezó a caminar todavía más deprisa que él.
En vez de detenerse ante el bar clausurado con tablones. Nada torció a la derecha. Llevaría al hombre hasta el callejón que pasaba por debajo de la ventana de Christian. El otro extremo del callejón estaba bloqueado por una valla y un montón de basura, y Nada quizá se estuviera atrapando a sí mismo al ir por ahí; pero una vez en el callejón podría enfrentarse con el hombre, averiguar qué quería y resolver el problema que planteaba según exigieran las circunstancias. No parecía una gran amenaza.
Nada oyó cómo el hombre le seguía hacia el interior del callejón haciendo crujir los cristales rotos con sus zapatos. Se detuvo y giró sobre sí mismo con las manos sobre las caderas y las playeras firmemente plantadas sobre el pavimento, intentando parecer lo más peligroso posible.
El hombre se detuvo a un par de metros de distancia, y Nada vio que ahora estaba muy encorvado. Su respiración sonaba áspera y dificultosa. Su rostro era un manchón pálido que parecía bailotear en la penumbra y bajo la que relucía una cruz de plata colgada de una cadenita. El hombre contempló en silencio a Nada durante un momento muy largo. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido, y sus ojos estaban llenos de incredulidad. Después dio dos pasos tambaleantes hacia él.
—Jessy… —murmuró.
Nada sintió que su corazón salía disparado y se estrellaba contra sus costillas con la fuerza de una bala de cañón para rebotar locamente contra su esternón. «Calma —le ordenó con toda la fuerza de su voluntad—, calma, corazón, nadie puede hacerme daño. Zillah está cerca, y no tengo miedo…».
El hombre se acercó un poco más y rozó el rostro de Nada con las resecas yemas de sus dedos. «Es viejo —pensó Nada—. Es mucho más viejo de lo que me había parecido, y se le ve tan enfermo… No puede hacerme daño». Cerró sus dedos sobre la mano del hombre, y la apartó sin ningún esfuerzo de su cara. Los dedos eran como huesos envueltos en pergamino.
—Jessy —volvió a decir el hombre, esta vez en un tono más calmado e inteligible.
Nada intentó que su voz sonara lo más tranquila posible, pero cuando habló las palabras le salieron tan enronquecidas como si se hubiera fumado un paquete entero de Lucky en lo que iba de día.
—No me llamo así —dijo.
—Te pareces tanto a ella… —El viejo se irguió, y su rostro se convulsionó. Nada imaginó tejidos aflojándose y desprendiéndose en su interior que dejaban escapar una hemorragia de sangre enferma, y le agarró por el brazo intentando proporcionarle el máximo sostén posible. El nombre respiró profundamente y logró seguir hablando—. Mi hija murió hace muchos años. Pero te pareces tanto a ella…
«Es Wallace —comprendió Nada, y sintió que le daba vueltas la cabeza—. El anciano enfermo que casi consiguió matar a Christian y que le hizo huir de esta ciudad… Es mi abuelo. Le disparó a Christian en el pecho…, pero es mi abuelo». Su corazón volvió a ejecutar un salto mortal. ¿Debía decirle cómo se llamaba, o debía mentir? Algo se rebeló dentro de él ante la mera idea de negar su nombre. Ahora era realmente suyo, y Nada estaba dispuesto a reclamarlo.
—Me llamo Nada —dijo.
—¿Quién eres? —El hombre le agarró por los hombros y tiró débilmente de él—. ¿Quién eres, niño?
Nada sintió un vago deseo de caer en los brazos de Wallace y confesarle toda aquella historia extraña e incomprensible entre sollozos ahogados. Después de todo, aquel hombre era su abuelo, ¿no? Casi había matado a Christian, pero por aquel entonces no conocía la verdad. Creía que Christian había atraído a Jessy hacia su muerte, y Nada podía explicarle la verdad.
Pero un instante después comprendió que no podía hacerlo. Aunque Nada fuese el único nieto de Wallace, aunque Nada se pareciese tanto a Jessy, su queridísima hija muerta…, no podía hacerlo. No podía hacerlo porque si Wallace oía toda la historia de sus labios, sabría quién había sido el verdadero asesino de su hija.
Zillah. Zillah había causado la muerte de Jessy, ¿verdad? «No pretendía hacerlo, fue culpa mía…, yo la hice pedazos por dentro cuando ni siquiera había nacido», pensó histéricamente Nada. Pero Wallace no le echaría la culpa de lo ocurrido a él. Wallace le amaría porque era el descendiente de Jessy, y porque ahora tenía justo la edad que había tenido Jessy cuando Wallace la había perdido para siempre, y Wallace querría alejarle de Zillah, querría alejarle de su familia…
Y además Wallace padecía dolores terribles, y estaba sufriendo.
Nada quizá aún podría tener compasión de su abuelo y hacerle un pequeño favor.
—Mi madre se llamaba Jessy —dijo.
La duda parpadeó en los ojos de Wallace iluminándolos con un chispazo más brillante que las débiles luces del dolor y el cansancio. Si Nada quería que Wallace confiara en él, tendría que ocurrírsele alguna clase de prueba, y la idea surgió en su mente un instante después.
—Desapareció hace quince años durante el carnaval —le dijo a Wallace—. Fue entonces cuando conoció a mi padre…
Nada no comprendió que acababa de cometer un error hasta que las palabras hubieron surgido de su boca para quedar flotando en el aire frío e inmóvil del crepúsculo.
—Entonces tú también eres una de las criaturas sin Dios —murmuró Wallace—. La ciudad está infestada de ellas… —Arrancó el crucifijo de su cuello con un movimiento convulsivo y lo enarboló ante el rostro de Nada intentando empujarle hacia el extremo del callejón—. Arrepiéntete mientras sigues siendo joven…, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, arranca la lujuria de la sangre de tu corazón…
Nada se sintió incapaz de reír. Agarró la mano de Wallace y le quitó el crucifijo.
—Lo siento, abuelo —dijo—. Eso no funciona con todos nosotros.
—Entonces es una suerte que el Señor me ordenara que llevase encima otra clase de protección —dijo Wallace.
Un movimiento espasmódico de su mano extrajo una pistolita de debajo de la cinturilla de sus pantalones y apuntó el cañón hacia la frente de Nada.
—Bendito seas, nieto mío —dijo—. Cuando contemples el rostro del Señor me darás las gracias…
Nada nunca estuvo seguro de cuánto tiempo permaneció inmóvil con los ojos clavados en el círculo negro del cañón del arma, mientras se preguntaba si vería el destello del fogonazo o escucharía la explosión antes de que la bala se incrustara en su rostro. «El cerebro o el corazón», le había dicho Christian. Tuvo tiempo suficiente para pensar en todo lo que había descubierto, todo lo que estaba a punto de perder y todos los kilómetros que nunca llegaría a recorrer.
Una neblina pareció rodear la cabeza de Wallace e inundó su rostro con un débil resplandor. Nada vio cómo el dedo de Wallace se tensaba sobre el gatillo, llegó a ver eso con toda claridad.
Y un instante después algo se precipitó sobre ellos. Nada vio cómo la silueta oscura chocaba con Wallace, y cómo el cuerpo de Wallace temblaba y salía disparado hacia adelante y su brazo subía bruscamente. El disparo no dio en el blanco, y un ladrillo se desmoronó muy por encima de sus cabezas.
Zillah estaba agazapado sobre el cuerpo caído de Wallace. Debía de haberse lanzado desde la ventana del segundo piso, pero ni siquiera jadeaba. El cuerpo del anciano había detenido su caída.
Wallace yacía sobre el pavimento encima de los cristales rotos. Su mano se movió lentamente buscando a tientas la pistola. Zillah dejó caer el pie sobre la mano de Wallace, y Nada oyó un sonido como el que podría producir un manojo de spaghettis crudos al partirse. Wallace gritó una vez, un alarido estridente lleno de desesperación. Después empezó a farfullar en voz baja. Nada comprendió que estaba rezando. ¿Seguía pensando que su Dios iba a sacarle con bien de aquello?
—Siempre te metes en unos líos soberbios —dijo Zillah—. ¿Qué hubiese ocurrido si no llego a verte desde arriba? —Sus ojos ardían, y la furia había empurpurado sus labios—. Pequeño estúpido… —La afilada puntera de su zapato chocó con el pómulo de Wallace, y un chorro de sangre negra brotó del punto de impacto—. ¿Acaso crees que eres demasiado listo para morir? ¿Piensas que siempre podré estar cuidando de ti?
Zillah se arrodilló sobre Wallace, alzó la cabeza de Wallace tirando de un puñado de cabellos grises manchados de sangre y estrelló el rostro de Wallace contra el pavimento. El sonido hizo que Nada pensara en huevos arrojados sobre un montón de cristales rotos. La sangre empezó a acumularse debajo de la cabeza de Wallace.
—No voy a perderte ahora. Nada. —Zillah hizo rodar a Wallace hasta dejarle boca arriba y empezó a abofetearle la cara una y otra vez sin apartar los ojos de Nada—. ¿Es que no sabes… —bofetón— que te amo? —Bofetón—. TE… —bofetón— AMO.
Las largas uñas de Zillah se hundieron en la flácida carne del rostro de Wallace. Zillah tiró de la cabeza de Wallace echándola hacia atrás hasta revelar su garganta, y lo más increíble de todo era que Wallace seguía rezando.
—… la carne del Hijo —le oyó farfullar Nada.
Durante un momento Zillah pareció dispuesto a enterrar sus uñas en la garganta del viejo; pero después se limitó a estrellar de nuevo el rostro de Wallace contra el pavimento, se apartó de un salto y fue hacia Nada. Agarró a Nada por las solapas de su impermeable con tanta fuerza que casi le estranguló, y curvó su otra mano bajo el mentón de Nada. El gesto hubiese resultado casi tierno de no ser porque Zillah hundió sus largas uñas en la carne de las mejillas de Nada. Zillah le estaba haciendo daño a propósito. Nada sintió que una furia helada y límpida empezaba a surgir dentro de él.
—Quítame las manos de encima —dijo.
La llama que ardía en los ojos de Zillah se hizo un poco más brillante.
—¿Qué?
—He dicho que me quites las manos de encima.
Nada apartó las manos de Zillah de su rostro y se retorció librándose de su presa, y los dos se quedaron inmóviles enfrentándose el uno al otro en la oscuridad del callejón. El corazón de Nada latía a tal velocidad que le dolía, pero le complació darse cuenta de que no estaba temblando.
—Oye, lamento mucho el que siempre me esté metiendo en líos estúpidos, ¿de acuerdo? No llevo mucho tiempo haciendo esto, y no tengo ni idea de lo que está bien y de lo que está mal. Nadie me cuenta nunca nada salvo Christian… —Cada palabra que salía de sus labios hacía que su ira aumentara un poco más—. No me tratas como a tu hijo…, me tratas como si fuera mitad esclavo sexual y mitad perro faldero. Cuando soy bueno me das una palmadita en la cabeza y cuando la cago me gritas y me haces daño, pero nunca me explicas nada. ¿Y de todas maneras qué clase de padre eres tú?
Nada jadeó intentando recuperar el aliento. Sólo podía ver dos puntitos verdes que brillaban en la oscuridad.
—Lo único que tengo que decirte es esto: no vuelvas a hacerme daño nunca más —añadió—. Te amo, y quiero seguir a tu lado…, pero no me hagas daño. No soy Molochai o Twig. No lo aguantaré, y estoy harto de que me hagas daño…
Zillah le estaba mirando fijamente. La llama de sus ojos se fue apagando poco a poco, y el resplandor verde se volvió frío y evaluador.
—No te muevas de aquí —dijo.
Después Zillah hizo algo muy extraño. Volvió a arrodillarse junto a Wallace y tiró de las perneras de sus pantalones bajándoselas hasta los tobillos. Cuando Zillah llevó su mano hacia el forro de seda púrpura de su chaqueta, Nada comprendió lo que iba a hacer y sintió el impulso de desviar la mirada; pero no lo hizo, y contempló impotente cómo Zillah abría su navaja de afeitar de cachas de madreperla y hundía la hoja en la parte posterior de cada tobillo sajando lenta y meticulosamente la carne. Zillah deslizó la hoja a través de los gastados calcetines del viejo, a través de la delgada piel y a través del grueso tendón con tanta facilidad como si todo eso fuera mantequilla. Nada vio temblar la navaja cuando el filo rechinó sobre el hueso. Ahora Wallace ya había perdido la capacidad de emitir sonidos, y su única reacción fue un prolongado estremecimiento que recorrió todo su cuerpo.
—No te muevas de aquí —repitió Zillah.
Nada medio esperaba ver cómo trepaba velozmente por la pared de ladrillos y volvía a entrar por la ventana, pero Zillah se limitó a ir hasta la entrada del callejón, lanzó una rápida mirada por encima del hombro a Nada y después se desvió hacia la escalera de caracol que subía hasta la habitación.
Nada no podía mirar a Wallace. Clavó la vista en el suelo, en los cristales rotos y el montón de basura. Algo brillaba cerca de su pie: el crucifijo. Nada lo contempló durante un momento que pareció interminable, y después lo cogió y se lo guardó en el bolsillo. A Zillah no le haría ninguna gracia que se lo quedara.
Lástima.
Zillah apareció unos minutos después acompañado por Molochai y Twig. Le dijeron que habían dejado a Christian durmiendo arriba. Ya le contarían lo de Wallace luego. Sería una sorpresa. Nada sospechó que sencillamente no querían compartirlo.
Wallace ya estaba sangrando por varios sitios. Las heridas de sus tobillos palpitaban al compás de los latidos de su corazón. Molochai y Twig se pegaron a ellas. Nada se imaginó que las grandes venas de las piernas debían de ser como pajas para sorber batidos.
Zillah cogió una de las nacidas manos de Wallace, la que había pisoteado. La palma estaba manchada de sangre allí donde había sido aplastada contra los cristales rotos y la rugosa superficie de los ladrillos. Zillah la rajó con la navajas de afeitar, y la carne de la palma se separó limpiamente. Una lámina de sangre mezclada con saliva bajó por el mentón de Zillah cuando empezó a chupar la herida.
El estómago de Nada gruñó.
Se arrastró hacia adelante y se arrodilló al lado de Wallace. La mejilla de su abuelo reposaba sobre un trozo de botella. Tenía los ojos abiertos, aún conscientes, y sus pupilas rebosaban rabia y dolor. «Al menos puedo poner fin a tu dolor», pensó Nada. Colocó la boca sobre el lento palpitar de la garganta de Wallace. La piel de esa zona era suave y seca, y tenía el roce peculiarmente gastado de las cosas muy viejas. Nada ahogó un sollozo, y hundió sus nuevos dientes limados en la carne.
La sangre de su abuelo era amarga.
Pero Nada y su familia se bebieron hasta la última gota.