26

—Es la mejor comida que he probado en toda mi vida —dijo Steve mientras hundía la cuchara en su tercer cuenco de gumbo.

Durante su estancia en la carretera no habían tenido gran cosa que comer.

—¿Mejor que la que cocino yo? —preguntó Fantasma poniendo cara de sentirse herido.

—Mierda, Fantasma… No puedes estar comiendo tofu y brotes de soja germinada todo el tiempo.

—Son cosas muy buenas para el organismo —replicó Fantasma.

Pero justo entonces la camarera puso otro cuenco de gumbo delante de él, y Fantasma se inclinó sobre el cuenco y aspiró el suculento vapor que desprendía mientras sus párpados aleteaban de puro placer. Después lo removió y se llevó una cucharada a la boca. Los distintos sabores se confundieron sobre su lengua. Paladeó la delicada carnosidad del cangrejo y la gamba, el sabor verde y un poco picante a sasafrás del filé y la blanda suavidad del okra.

—Esto podría ser incluso más sano que el guisado de soja y hongos —admitió cuando hubo tragado la cucharada.

Steve y Fantasma salieron del restaurante con el estómago agradablemente lleno de gumbo y café muy fuerte, esquivaron a los turistas que iban y venían por la calle Bourbon, y bajaron por una calle lateral con bastante sombra cuyos balcones de hierro forjado estaban festoneados por lujuriantes helechos verdes, que colgaban sobre la acera, y por miles de abalorios multicolores del carnaval. La calle no tardó en convertirse en un callejón bastante angosto, y Fantasma pensó que se habían perdido; pero de repente se encontraron en la cacofonía de la plaza Jackson, con las torres plateadas de la Catedral de San Luis alzándose detrás de ellos y todo un panorama de pintores de retratos y músicos callejeros desplegándose ante sus ojos. En el centro de todo aquello, un Andrew Jackson salpicado de cagaditas de paloma se erguía sobre su caballo con expresión malhumorada y desafiaba a las magnolias gigantes que rodeaban la plaza.

Fantasma no recordaba haber visto nunca un mapa de Nueva Orleans, pero sabía que el río Mississippi se curvaba alrededor de la ciudad trazando un gigantesco creciente lunar, como una mano inmensa que la protegiera. Podía oler el agua y sentir su corriente palpitante deslizándose por sus nervios, pero también conocía la existencia de las miasmas que podían llegar a cernirse en ciertas ocasiones sobre una masa de agua tan colosal, especialmente en un clima tan húmedo y agobiante. Era como si el vapor de agua creara una sensación de desespero tan intensa que resultaba casi palpable. Su abuela le había hablado de un hombre al que había conocido que se encontraba en un lugar de Inglaterra inmóvil delante del mar, cuando de repente había oído una voz que le apremiaba a saltar hasta su muerte en las rocas que se extendían a treinta metros por debajo de él. Después el hombre se enteró de que se habían producido varios suicidios en aquel mismo punto de la costa. Considerando el estado en que se encontraban Fantasma y Steve después de haber conducido toda la noche, si veían una masa de agua lo suficientemente grande quizá sentirían la tentación de nadar un rato en ella.

Cruzaron la plaza, y no tardaron en volver a internarse en las profundidades del Barrio Francés. La calle lateral en la que se encontraban no parecía tan frecuentada como algunas de las otras. Los enormes postigos que había a cada lado de los portales estaban un poco torcidos y su pintura chillona estaba perdiendo el color, y algunos de los adoquines de la acera habían sido convertidos en gravilla hacía mucho tiempo. Cuando pasaron por delante de un bar pequeño y oscuro, Steve se detuvo y contempló con expresión melancólica y anhelante las hileras de botellas que se reflejaban en el espejo.

—Bien, ¿qué hacemos ahora? —le preguntó a Fantasma—. ¿Crees que ya estarán aquí?

Fantasma cerró los ojos e intentó enviar su mente por el éter. Intentó encontrar algo familiar, algo joven y solitario, algo aterrador que tenía los ojos verdes; pero acabó abriendo los ojos y meneó la cabeza.

—No lo sé. Hay demasiada magia en este lugar… Todo está demasiado encantado. No consigo separar una cosa de la otra.

Steve se estiró del pelo.

—¡Bueno, pues a la mierda entonces! ¡Volvamos a ese bar! Cristo, pensaba que sabías lo que teníamos que hacer en cuanto hubiéramos llegado aquí…

—Cálmate —dijo Fantasma—. Estoy trabajando en ello, ¿de acuerdo? Para empezar, supongo que necesitamos un sitio donde alojarnos. —«Bien», pensó, «si las cosas están así, así es como están las cosas, ¿no? Steve está cansado y enfadado, y no le culpo por ello; y cuando la encontremos, Ann quizá nos envíe al cuerno…, pero todavía no estoy dispuesto a rendirme»—. Vamos —dijo—. Preguntaremos por ahí a ver si encontramos un alojamiento barato, y después quizá podamos tomar un trago o dos y decidir qué vamos a hacer a continuación.

Preguntaron en varios hoteles y pensiones, empezando con los establecimientos más modestos y bajando por la escala poco a poco hasta llegar a lugares que tenían bastante mal aspecto. No había nada disponible por debajo de cincuenta dólares la noche, lo cual consumiría prácticamente todo el dinero del que disponían.

—¿Por qué no pasamos la noche levantados tomando copas? —sugirió Steve.

Fantasma ya casi estaba dispuesto a acceder cuando vio un pequeño letrero de madera colocado sobre la entrada de un callejón en el que se leía LA TIENDA DE LAS MAGIAS, y debajo y en letras más pequeñas estaba escrito Arkady Raventon, propietario.

¿Habría encontrado el camino que llevaba hasta allí a propósito? ¿Sería posible que aquellos lugares fuesen como un imán que atraía a su mente? Fantasma estaba demasiado cansado para pensar en esos enigmas o para preocuparse por ellos, y decidió que valía la pena preguntar allí. Siempre se sentía muy a gusto entre los que tenían contactos con lo oculto, quizá porque había crecido entre esa clase de personas. Arkady Raventon, propietario, quizá conocería algún establecimiento barato en el que pudieran alojarse.

La tienda estaba al otro extremo del callejón y su puerta quedaba escondida entre las sombras y los cubos de la basura.

—Este sitio da escalofríos —dijo Steve.

—Nunca se sabe —replicó Fantasma—. Quizá aquí encontremos a alguien que pueda ayudarnos. ¿Tienes una idea mejor?

El callejón estaba sumido en la penumbra, y el interior de la tienda parecía estar dominado por la negrura más absoluta. Steve y Fantasma se quedaron pegados a la puerta durante unos momentos esperando a que sus ojos se acostumbraran a la repentina ausencia de luz, y poco a poco unos puntitos brillantes fueron apareciendo entre la oscuridad. Fantasma comprendió que eran velas, velas votivas de cera perfumada, y que eran la única fuente de luz disponible en la tienda. Olía a canela, a flores de naranjo y a nuez moscada; y por debajo del perfume de las velas, Fantasma captó un olor que le recordó al del cuarto trasero de la tienda de la señora Catlin. Especias y polvo muy antiguo, hierbas y medicinas, óxido y madera y huesos… Fantasma tragó una honda bocanada de aire y aspiró aquel olor. Sintió un repentino cosquilleo en la nariz y estornudó una vez, dos, tres.

—Jesús —dijo una voz desde la oscuridad—. Si tu alma se ha escapado de tu cuerpo, te prometo que no intentaré capturarla.

La oscuridad que llenaba la tienda no empezó a disiparse hasta ese momento. Fantasma distinguió una silueta inmóvil detrás de un mostrador de cristal muy largo, una figura bajita y flaca vestida con una túnica blanca: el propietario. Fantasma vio pómulos protuberantes y ojos hundidos en las cuencas, una rala cabellera negra y manos delgadas como patas de araña que reposaban sobre el cristal con los dedos huesudos extendidos en todas direcciones.

—Acabamos de llegar a la ciudad —dijo—. Andamos buscando un sitio en el que alojarnos durante unos días.

Dio un paso hacia adelante. Tenía la sensación de que sus pies se habían vuelto demasiado grandes, y sus brazos parecían más largos y pesados que de costumbre. La tienda daba la impresión de estar demasiado llena de cosas, y las paredes parecían inclinarse hacia el centro del local. Había estantes repletos de cajas y botellitas minúsculas. Había libros, y un solo vistazo le permitió ver el I Ching, títulos de Aleister Crowley y Robert Anton Wilson, y folletos toscamente impresos que prometían hechizos de amor, de venganza y de buena suerte. Vio una hilera de dagas de metal adornadas con joyas, jarras llenas de hierbas, velas y varillas de incienso. En la parte de atrás de la tienda colgaba una cortina de abalorios de plástico multicolor, y detrás de ella había más negrura.

—Soy Arkady Raventon —dijo el propietario.

Fantasma ya podía ver su rostro con más claridad, pero no logró discernir ninguna pista sobre su edad. La piel era lisa y suave, y los ojos eran un par de charcos oscuros que parecían no tener fondo. Tomó la mano que le ofrecía Arkady, una mano cuyos huesos seguramente quedarían pulverizados si Fantasma la estrechaba con demasiada fuerza, una mano con huesos tan frágiles y pequeños como los huesos de los lagartos. La mano estaba fría y seca, y el apretón era sorprendentemente fuerte. Fantasma abrió la boca para presentarse y presentar a Steve, quien se había quedado cerca de la puerta y lo contemplaba todo sin tratar de disimular su escepticismo.

—Tú debes de ser el hijo de la señora Deliverance…, ¿o eres su nieto? —dijo Arkady antes de que Fantasma pudiera hablar—. Sí, seguramente eres su nieto…, el nieto de la señora Deliverance.

Fantasma oyó con toda claridad el ruido que hizo Steve al tragar aire, y sus ojos se encontraron con la límpida mirada oscura de Arkady.

—¿Cómo lo ha sabido?

Arkady sonrió. ¿Era una sonrisa juvenil, franca y abierta; o se trataba de la sonrisa sabia y desprovista de humor de un hombre muy, muy viejo?

—Todo el mundo conoce a la señora Deliverance —dijo—. Por lo menos todos los que tienen algo que ver con las magias… Quizá seas demasiado joven para saberlo, muchacho, pero tu abuela es toda una leyenda desde aquí hasta las montañas del oeste de Virginia.

—Lo sabía —dijo Steve—. Era una bruja.

—Una bruja blanca —dijo Arkady volviéndose hacia él—, una conjuradora benigna…, y en su juventud también fue una belleza legendaria. Mi madre me contaba historias sobre sus cabellos rubios tan finos que parecían de cristal, sus labios que se curvaban como los del Cristo Infante y sus límpidos ojos azules que nunca mentían… En una ocasión vi un viejo daguerrotipo de la señora Deliverance tomado cuando tenía más o menos tu edad. Sí, era una auténtica belleza…, y tú eres igual que ella, Fantasma. Eres su vivo retrato.

—No le he dicho cómo me llamo —murmuró Fantasma.

Arkady volvió a sonreír.

—¡Pobre niño! Vamos, ¿es que tu abuela te dejó creer que eras el único sensitivo que había en todo el mundo? He estado al otro lado, Fantasma. Yo también sé ciertas cosas…, sé quién eres y lo que eres.

Steve dio un paso hacia adelante y se plantó al lado de Fantasma colocándose de tal manera que podía protegerle un poco con su cuerpo.

—Un momento, un momento… ¿De qué coño está hablando? ¿Qué quiere decir con eso de que ha estado al otro lado?

—Que volví de entre los muertos sin ayuda de nadie —dijo Arkady Raventon.

Cruzaron la estancia principal de la tienda de Arkady avanzando a través de la penumbra y el olor a polvo, telarañas y hierbas. Después recorrieron el cuarto de atrás donde las flores, los santos de yeso y los huesos (Fantasma pensó que eran huesos de gallina, aunque Steve los observó con bastante recelo) estaban colocados sobre un pequeño altar recubierto con un lienzo de terciopelo. A cada lado del altar ardían velas de color negro y rosa.

Arkady apartó a un lado un grueso cortinaje de terciopelo creando un torrente de polvo, y empezó a subir por una angosta escalera de caracol con Fantasma y Steve detrás. Subieron y subieron, y acabaron doblando una esquina. La escalera se fue volviendo todavía más oscura. Fantasma tenía que buscar los peldaños a tientas colocando su playera con mucho cuidado cada vez. Se llevó una mano a la cara y movió los dedos. Cinco palitos blanquecinos bailotearon delante de sus ojos, pero podían haber sido un truco de la oscuridad o una imagen residual de la luz que estaban dejando atrás. Arkady siguió llevándoles más y más arriba.

Doblaron otra esquina y Fantasma pudo ver un tenue rectángulo de luz muy por encima de ellos. Acabaron deteniéndose ante otro cortinaje de terciopelo, y más allá de éste había luz de día. Arkady apartó el cortinaje. Al final de la escalera había un cómodo conjunto de habitaciones con limpias paredes blancas, grandes ventanales que dejaban entrar la claridad cegadora del sol y suelos de madera que relucían con un resplandor dorado.

Arkady les fue enseñando todas las habitaciones una detrás de otra.

—Ésa es mía. La pequeña pertenece a dos amigos de mi hermano. Y ésta… —la señaló con un ampuloso barrido del brazo—, ésta es la habitación en la que podéis alojaros. Jamás se me pasaría por la cabeza la idea de echar al nieto de la señora Deliverance después de que hubiese llamado a mi puerta.

La habitación era sencilla —un colchón limpio y una ventana situada bastante arriba en la pared de atrás— y de forma cuadrada. Cuatro paredes de la misma longitud, cuatro paredes sólidas y dignas de confianza que contendrían los pensamientos de Fantasma, manteniendo a distancia a los espectros de ojos verdes y a las voces que de lo contrario quizá habrían podido invadir su mente durante la noche… La habitación era un lugar en el que Fantasma y Steve podrían pasar las noches hablando en susurros, y dormir luego unas cuantas horas sumidos en un sopor inquieto para salir de ella y hacer lo que fuera que habían venido a hacer a Nueva Orleans.

—Por mí está bien —dijo, y esperó oír de un momento a otro las protestas de Steve.

Steve no querría quedarse en una habitación encima de una tienda vudú, un alojamiento con el que eran obsequiados a cambio de nada por un propietario bajito y un poco inquietante que afirmaba haber conocido a la abuela de Fantasma o haber oído hablar de ella. Steve sentiría suspicacia o empezaría a ponerse cínico, y probablemente estaría asustado, aunque no querría admitir esa última emoción; pero quizá Steve estaba agotado después de tanto viajar por la carretera o quizá anhelaba tan desesperadamente tomar un trago que se hallaba dispuesto a conformarse con cualquier tipo de alojamiento, o quizá fuera sencillamente que ya todo le daba igual.

Fuera por lo que fuese, Steve se limitó a suspirar y permitió que su larga silueta se fuera inclinando hacia atrás hasta quedar apoyada en el quicio de la puerta.

—Como tú digas —murmuró—. Nos quedamos.

—Ha dicho que volvió de entre los muertos por sus propios medios —le recordó Fantasma a Arkady mientras acababan de bajar la escalera.

Fantasma oyó que Steve murmuraba algo a su espalda, pero no le prestó ninguna atención.

Arkady se irguió cuanto le permitía su escasa estatura.

—Quizá he hablado demasiado pronto.

El borde de su túnica blanca rozó el suelo con un susurro casi imperceptible y levantó una nube de polvo alrededor de sus huesudos tobillos.

—No, señor Raventon. Me gustaría mucho que me lo contara, se lo aseguro…

—Arkady —dijo Arkady distraídamente.

Sus ojos habían adquirido una expresión distante. Les precedió hasta la habitación de atrás, se quedó inmóvil junto al altar y empezó a acariciar lentamente una esquina.

La mirada de Fantasma vagabundeó sobre el marco de madera y el lienzo de terciopelo color zafiro oscuro. Vio cosas en las que no se había fijado antes: amuletos de esmalte llenos de curvas y adornos, rollitos de pergamino, una cruz invertida erizada de clavos…

La voz seca y levemente impregnada de acento extranjero de Arkady hizo que volviera a centrar su atención en él.

—Hacía mucho frío en París aquel invierno… La ciudad estaba tan fría como la luna, tan fría como la soledad…, tan fría como el beso que me mató.

Sus ojos se posaron durante un momento en Fantasma y pasaron velozmente a Steve. Fantasma tenía los ojos muy abiertos, y había un poco de miedo visible en ellos. Estaba recibiendo un fuego graneado de sentimientos procedentes de Arkady —pena, miedo y dolor—, pero por encima de todos ellos había el placer despreocupado que surge sin esfuerzo en un actor muy dotado que está interpretando uno de sus papeles favoritos. Fantasma no sabía qué conclusiones debía sacar de todo aquello. Steve había entrecerrado los ojos, y su expresión un poco recelosa indicaba que estaba esperando oír un montón de mentiras.

—Sí, mis jóvenes amigos, mis pobres y jóvenes amigos con vuestros rostros hermosos y vuestros sueños inocentes… Creéis que el amor es dulce y que nunca puede hacer daño; pero no fueron el frío parisino o la caricia del viento infiltrándose en mis huesos o el hielo que escarchó poco a poco mi corazón los que me mataron, sino el beso de una amante.

—¿El beso?

La voz de Steve rezumaba cinismo.

—Bueno, quizá fuese algo más que el beso…, pero debéis permitirme mi pequeña ración de romanticismo.

El sarcasmo hizo que la voz de Arkady sonara más seca y cortante, y Fantasma se apresuró a lanzar una mirada de advertencia a Steve. Steve clavó los ojos en el altar.

—Bien —siguió diciendo Arkady—, ese…, ah…, ese beso estaba cargado de una muerte madura y lista para dar su fruto, al igual que lo estaba el resto del cuerpo de mi amante. ¿Alguno de vosotros dos ha hundido los dientes alguna vez en un melocotón podrido? ¿Una ciruela, un melón quizá…? Hay un momento de dulzura tan absoluta y deliciosa como la bendición del cielo antes de que el sabor de la podredumbre empiece a extenderse sobre tu lengua, y así ocurrió con mi amante. Y después la enfermedad fue pudriendo a mi amante hasta consumirla, y para aquel entonces yo ya estaba enfermo y me encontraba solo. En París, durante el invierno… Estaba solo.

Una débil sonrisa bailoteó en los labios de Arkady.

—¿He mencionado a mi hermano Ashley? ¿No? Ashley era mi hermano menor. La belleza de los Raventon… —Arkady rió con un sonido como el del viento moviéndose entre trocitos de cristal—. Cuando fui a París, él se quedó aquí y yo juré que volvería. Tenía que ser su maestro, ¿comprendéis? Tenía que revelarle todo cuanto sabía sobre las magias, la muerte, el amor y el dolor… Ashley iba a ser mi aprendiz. Y me fui a París, y la enfermedad se adueñó de mí, pero yo había jurado a Ashley que regresaría. Le había dado mi palabra, y no estaba dispuesto a quebrantar esa clase de juramento.

Los dedos de Arkady fueron hacia el altar y juguetearon con el lienzo de terciopelo.

—Y me preparé antes de morir. Disponía del tiempo justo para encontrar todas las cosas que necesitaba. Hice traer polvos de Haití y pociones de Guatemala. Conseguí la sangre de un anciano en la Rué des Fers. y los huesos de un niño en las catacumbas de Montmartre.

»Pero llegó un momento en el que ya no pude seguir buscando. La enfermedad llegó y me sonrió con su última y oscura sonrisa, la más dulce de todas, y mi sangre se fue secando dentro de mis venas. Una mañana antes del amanecer bebí el brebaje que había preparado, y permití que la enfermedad se me llevara. Sentí sus labios sobre los míos, y el roce de su lengua lamiendo la última gota de saliva rancia de mi boca. Sentí cómo mi vida me abandonaba y sentí que mi yo se alejaba poco a poco, y hubo un instante en el que pensé: “Dios mío, ahora estoy muerto…”.

»Y un instante después estaba muerto. Desperté en el depósito de cadáveres de un hospital de París, y cuando me estiré sobre la losa y sonreí, uno de los ayudantes del depósito sufrió un ataque cardíaco. Afortunadamente, el ataque no resultó fatal.

La nueva carcajada de Arkady hacía pensar en el golpe seco con el que se cierra una puerta muy gruesa y pesada, una puerta de piedra o de acero, una puerta que no volvería a abrirse durante mucho tiempo.

—Después volví a Nueva Orleans para ser fiel al juramento que había hecho a mi hermano Ashley; pero tal como debería terminar cualquier historia triste, cuando llegué descubrí que Ashley también había muerto y que no había regresado. Nunca sería mi aprendiz, nunca llegaría a conocer ninguno de mis secretos…

Fantasma se lamió nerviosamente los labios. Tenía la lengua tan reseca como debía de haberlo estado la de Arkady durante todo aquel largo invierno en París.

—¿Y qué fue de Ashley? —preguntó.

Arkady se arrodilló y echó a un lado el lienzo de terciopelo. Sus manos desaparecieron en la negrura que había debajo del altar. Las sombras lamieron sus nudillos y sus muñecas, y un instante después Arkady sacó las manos de ellas.

Steve lanzó una maldición ahogada y retrocedió un paso. Fantasma abrió mucho los ojos. Arkady sostenía en sus manos una calavera humana no muy grande y de formas perfectas, una masa de hueso liso a la que el paso del tiempo había ido haciendo adquirir el color blanco dorado del marfil viejo.

—Fantasma y Steve, os presento a mi hermano Ashley —dijo Arkady.

Después Steve pensaría que si no hubiera conocido tan bien a Fantasma, habría sospechado que todo lo que hizo en aquellos momentos tenía como objetivo tratar de congraciarse con Arkady Raventon; pero naturalmente Fantasma era Fantasma, la menos calculadora de todas las personas que había sobre la faz del planeta, y lo que hizo a continuación fue pura y simplemente comportarse de acuerdo con su naturaleza y obedecer aquella química tan pura como enloquecida que fluía entre su cerebro, su corazón y su alma. El que los ojos de Arkady Raventon parecieran derretirse cuando Fantasma extendió las manos hacia la calavera de Ashley y preguntó si podía sostenerla no tenía nada que ver con aquello.

Arkady depositó la calavera en las manos de Fantasma, y Fantasma la sostuvo con inmensa cautela. La superficie parecía estar curiosamente desprovista de temperatura, y no se encontraba ni caliente ni fría. Fantasma contempló las cuencas de los ojos. Era la única calavera que había visto en toda su vida que no producía la impresión de estar sonriendo. Aquella calavera se limitaba a mirar, y el arco de sus dientes estaba impasible y quizá un poco triste. Fantasma esperaba que a Steve no se le ocurriría soltar ningún chiste (¿Por qué Ashley Raventon ya no puede ir nunca a las fiestas? Porque se dejó olvidado el cuerpo en la última a la que asistió).

Fantasma era muy consciente de que hubo un tiempo en el que aquella calavera había alojado un cerebro, una mente y una identidad. ¿Y un alma, quizá…? La cuna de una vida había estado allí, en aquel algo que dependía de él para que no lo dejara caer. Si la dejaba caer la calavera seguramente se agrietaría, e incluso podía hacerse añicos; por lo que Fantasma la sostuvo con mucho cuidado en sus manos…, y un instante después los sentimientos empezaron a brotar de la calavera tal como Fantasma había sabido que ocurriría. La esencia de Ashley bañó a Fantasma envolviendo todo su ser, y Fantasma se perdió en las profundidades de los ojos vacíos de la calavera y permitió que las impresiones acudieran a su mente.

Lo primero que captó fue una gran soledad. Soledad porque Arkady no estaba allí, el anhelo de su presencia, el afán de poseer su arrogancia y su seguridad en sí mismo; el temor y los malos presentimientos a pesar del deseo de confiar, y luego la convicción de que Arkady no volvería nunca de París… Después había un vacío, y un diluvio de cosas con las que llenar ese vacío —alcohol y opio, amantes y botas de cuero nuevas—, pero a pesar de ello las noches en vela seguían llegando, y Arkady no volvía nunca, nunca, nunca…

Después dos rostros familiares aparecieron ante él, dos pares de ojos plateados y una melena revuelta amarilla y carmesí. Estaban sonriendo a Fantasma tal como habían hecho la última vez que los había visto, sentados a horcajadas sobre la rama del viejo roble del claro en aquella primera noche de la extrañeza; pero esta vez sus labios carnosos y sensuales estaban manchados de sangre y otros líquidos, y adornados con hilachas de tejido.

Fantasma sintió deseos de vomitar, y un pánico estúpido se agolpó en su garganta; pero consiguió volver a dejar la calavera en las manos de Arkady.

—Su hermano era muy apuesto, ¿verdad? —preguntó.

—No era apuesto…, era hermoso. ¿No he mencionado antes que Ashley era la belleza de los Raventon? —Arkady puso los labios sobre la parte superior de la calavera de marfil y los mantuvo allí durante unos momentos antes de seguir hablando—. Su cabello era del color del borgoña, y lo llevaba tan largo que le caía por la espalda, y cuando caminaba bajo la lluvia centelleaba y relucía. Sus pómulos eran como navajas…, siempre pensé que podía llegar a cortarme el dedo con uno de ellos, pero nunca lo hice. —Arkady rozó delicadamente la calavera con la yema de un índice—. Y esos ojos… Yo solía decirle: «Oh, Ashley, esos ojos, esos ojos…». Cuando alzaba la mirada hacia mí parecían tan oscuros y perdidos…, como agujeros abiertos en el tiempo. —Su dedo resiguió la curva de una de las órbitas vacías—. Esos ojos… Ah, cómo podían llegar a herirme y torturarme…

»Pero murió. Sí. Regresé a casa y había muerto. Mi Ashley, mi hermano… Y ahora estoy solo.

—Un momento. —La voz de Fantasma sonaba débil y entrecortada, pero en ella no había duda, sólo perplejidad—. Regresó a casa. Estaba aquí. ¿Por qué no hizo que Ashley volviera también de entre los muertos?

Arkady siguió sosteniendo la calavera entre sus dedos durante unos momentos. Después se arrodilló y volvió a ocultarla debajo del altar. Invirtió algún tiempo en colocar el lienzo de terciopelo y ordenar los pliegues, quitar el polvo y recoger unas cuantas plumas negras que habían caído de la superficie del altar al suelo. Cuando se puso en pie las articulaciones de sus rodillas crujieron, y el ruido resonó con la ensordecedora intensidad de un disparo en el silencio de la habitación.

Sus ojos se encontraron con los de Fantasma, y cuando habló lo hizo en voz baja e impasible.

—Ashley no quería volver —dijo.

—Entonces ¿los vampiros mataron a su hermano? —le preguntó Fantasma a Arkady un rato después.

Suponía que tratar de averiguar qué eran los gemelos no podía ser perjudicial; y había pensado que si se admitía la existencia de una especie de vampiro, parecía lógico admitir que pudieran existir otras especies cuyo sustento no era la sangre. La existencia de la primera variedad de vampiros le asustaba, pero en realidad no le sorprendía demasiado. Fantasma llevaba toda su existencia aceptando como normales cosas en las que la inmensa mayoría de personas ni siquiera creía.

Estaban sentados en la estancia principal conversando alrededor de un botellón de cristal tallado lleno de jerez que Arkady había sacado de algún rincón de la tienda. Por lo menos, Fantasma esperaba que el botellón contuviera jerez, pues el líquido oscuro tenía un sabor extraño, mohoso y un poquito rancio, aunque de momento Steve se lo estaba bebiendo sin ningún problema. Fantasma tomó un sorbo de su primer vaso mientras Arkady llenaba el de Steve por tercera vez.

—¿Vampiros? —La mano de Arkady tembló y estuvo a punto de dejar caer el botellón de jerez. Después se persignó dos veces, la primera de arriba abajo y la segunda de derecha a izquierda—. Cielo santo, niño… ¿Por qué quieres saber cosas sobre los vampiros?

—Cristo, Fantasma… —murmuró Steve.

Fantasma le miró, pero Steve estaba inclinado sobre el mostrador de cristal examinando los objetos que contenía. Había viejos frascos de canicas llenos de esferitas descoloridas y vagamente gomosas sobre las etiquetas de cuyas tapas estaba escrito ojos de gato y corazones de sapo con una florida caligrafía ya bastante borrosa que debía ser la de Arkady; joyas de plata en forma de tentáculos, ankhs y diminutas cuchillas de afeitar; un cuenco repleto de minúsculas calaveras de barro meticulosamente modeladas entre las que se alzaba un letrero indicando que costaban 50 centavos cada una…

—Bueno, es mera curiosidad —balbuceó Fantasma sin ocurrírsele ninguna respuesta mejor.

Arkady le miró fijamente.

—Fantasma, niño mío… Imaginarte sintiendo «mera curiosidad» hacia lo que sea resulta increíblemente difícil. —Cogió la mano de Fantasma entre las suyas, y Fantasma tuvo que reprimir el impulso de liberar su mano sacándola de los confines de la prisión formada por aquella piel fría y reseca y todos aquellos huesecillos que crujían—. Eres un sensitivo mucho más poderoso de lo que yo jamás podré llegar a ser. Yo capto pequeños fragmentos, y puedo oír los pensamientos cuando son tan puros y lúcidos como los tuyos…, y no puedo hacer mucho más aparte de eso. Pero tú…, tú tienes un ojo en el corazón. Fantasma, un ojo que brilla, un ojo capaz de ver y sentir…

—¿De qué coño está hablando? —preguntó Steve con voz pastosa.

«Soy la única persona en esta habitación que no está medio borracha como mínimo», pensó Fantasma. Se obligó a tomar otro sorbo de su jerez, a pesar de que el sabor a rancio parecía irse depositando sobre su lengua como una vieja manta mohosa. Aquel jerez parecía empeorar con cada trago que bebías.

—Nunca, nunca querré perder tu favor y tu benevolencia —ronroneó Arkady. Su mano se había movido hasta posarse sobre la rodilla de Fantasma. Sus dedos rozaron la piel a través de un agujero en los pantalones de Fantasma, y el contacto reseco hizo que Fantasma se estremeciera—. Pero los vampiros, Fantasma…, ¡los vampiros! No son algo de lo que se deba hablar a la ligera, no como se hace en las novelas baratas y en las leyendas de Hollywood. Tú crees que los vampiros son los No Muertos, los hijos de la noche. Crees que salen de sus tumbas cuando la luna cuelga en el cielo para chupar la sangre de las vírgenes, que se derriten convirtiéndose en espectros nebulosos cuando asoma el sol, que pueden transformarse en murciélagos y alejarse volando…

—No creo que se conviertan en murciélagos —dijo Fantasma, y Steve le sorprendió murmurando «Yo tampoco lo creo».

Arkady ignoró las palabras de ambos.

—Verás, Fantasma, niño mío, los mitos se equivocan, y es precisamente el que los mitos se equivoquen lo que hace que esas criaturas resulten todavía más peligrosas. Los vampiros no son no muertos. Nunca han muerto. Algunos de ellos nunca mueren, o tardan centenares y más centenares de años en morir. Son una raza separada…, o varias razas. Están los que chupan sangre, los que chupan almas, los que se alimentan del dolor de los demás… Algunos de ellos pueden caminar entre nosotros y moverse con toda libertad bajo la luz del sol. Algunos de ellos son capaces de vivir como seres humanos de un día a otro, de un año a otro… Tienen que ir de un lado para otro como si fuesen nómadas, naturalmente, pues nunca envejecen hasta más allá de cierto punto. Son hermosos, y siguen siendo hermosos… Y nadie debe darse cuenta de ello, y por eso van de un lado a otro y viven entre nosotros, y entonces un día…

—Un día…, ¡BUUUUUM! —exclamó Steve.

Arkady y Fantasma se volvieron hacia él y le miraron fijamente. Steve les sonrió sin el más mínimo buen humor, y volvió a llenar su vaso derramando un poco de jerez sobre el mostrador.

—Y entonces un día —siguió diciendo Arkady sin inmutarse— descubren su propia variedad del hambre. Algunos pueden llegar a vivir durante diez, veinte o incluso treinta años sin que el anhelo irresistible se haga presente dentro de ellos. Algunos sólo son capaces de digerir la sangre, y deben ser alimentados con ella desde el momento en el que nacen. Pero el hambre siempre acaba surgiendo…

—¿Cómo es que sabe tantas cosas sobre ellos? —se atrevió a preguntar tímidamente Fantasma.

—He conocido a vampiros de todas clases —dijo Arkady—. Durante mi primera visita a París conocí a una vampira encantadora…, una bebedora de sangre. Era elegante, culta y tenía unos modales soberbios. Casi todos ellos son así.

Fantasma pensó en los ocupantes de la camioneta negra, las criaturas que se atracaban de vino y pastelitos Twinkie; e intentó forzar su imaginación hasta el extremo de ver a Molochai y Twig como dos caballeros elegantes, cultos o de modales soberbios. Después meneó la cabeza. O aquellos dos eran aberraciones, o Arkady Raventon no sabía tanto sobre los vampiros como creía.

—Nunca llegamos a ser amantes —siguió diciendo Arkady—, aunque yo la deseé con un anhelo desesperado. Richelle… Tenía los ojos de color violeta, pero siempre llevaba gafas oscuras incluso durante la noche. Su cabello era tan negro como un millar de medias noches, como órbitas sin ojos…, y llevaba las puntas de los mechones teñidas de fucsia y blanco. Había vivido doscientos años o más, y sabía dónde estaban todos los clubs y cabarets subterráneos de París. Nunca podré contar las noches que pasamos bailando sobre suelos oscuros envueltos en humo por debajo del nivel de la calle…

—¿Y cómo es que no se la llegó a tirar? —le interrumpió Steve.

Arkady entrecerró los párpados y le lanzó una mirada gélida por entre ellos. Steve se la devolvió. Arkady se sirvió más jerez, y también llenó hasta el borde el vaso de Fantasma a pesar de que todavía estaba medio lleno. Cuando hubo terminado. Fantasma contempló el vaso con expresión abatida.

—Richelle era célibe. Le aterrorizaba la posibilidad de quedarse embarazada, e insistía en que no había precauciones que fueran lo suficientemente dignas de confianza. Me dijo que si llegaba a concebir, eso significaría su fin.

»Nos distraíamos de otras maneras. Pasábamos noches enteras enloqueciéndonos el uno al otro. Richelle tenía un sabor maravilloso, caliente y suculento, y siempre con una sombra de sangre. En una ocasión…, en una sola ocasión, me llevó con ella cuando salió a buscar una presa. Encontró un niño que mendigaba monedas para comprar un poco de leche en algún callejón alejado de las luces de la ciudad, se inclinó sobre él como si quisiera murmurarle algo y hundió sus dientes en aquel suave rostro infantil. Cuando hubo bebido me desnudó y esparció la sangre del niño por todo mi cuerpo. Me cubrió con su sangre. Y luego…, luego su lengua exquisita me lamió hasta dejarme limpio…

—Espere un momento —dijo Fantasma. Temía que Arkady no tardaría en empezar a jadear y a sobarse frenéticamente—. ¿Por qué tenía tanto miedo a quedar embarazada? ¿Qué hubiese ocurrido en ese caso?

—Lo que ocurrió… —replicó Arkady—. Pobre Richelle. Su peor temor se convirtió en realidad. Una noche fue a su club favorito, el Café Zeitgeist. No iba conmigo y conoció a un chico…, me dijo que no era más que un chico. Tendría unos quince o dieciséis años, no más. Se lo llevó a un callejón que había detrás del club. No sé si pretendía alimentarse con él o si únicamente deseaba practicar su variedad habitual del amor. Necesitaba sangre, pero en un caso de apuro podía conformarse con el semen.

»Como aperitivo, podría decirse…

»Bien, el caso es que el chico era bastante apasionado y la belleza de Richelle acabó excitándole demasiado. Quizá fuese por el olor a deseo de sangre que exudaba, no lo sé… Richelle tendría que haber sido capaz de imponerse a él por la fuerza. Era muy fuerte, pero había bebido demasiado vodka…, eso era algo que resultaba muy fácil en el Café Zeitgeist, donde sazonaban el vodka con esencia de agua de rosas. El chico desgarró el vestido de Richelle de arriba abajo… y la tomó contra su voluntad.

—Qué cabrón —dijo Steve, y dejó que su cabeza cayera sobre el mostrador de cristal golpeándolo con bastante fuerza—. Pero hay chicas a las que no hace falta violar, ¿verdad, Fantasma? Hay chicas a las que basta con…

Farfulló algo ininteligible y se quedó callado e inmóvil.

—¿Qué ocurriría si llegaba a quedar embarazada? —preguntó Fantasma.

—El bebé se habría abierto paso a través de ella devorándola por dentro para salir —le explicó Arkady con evidente placer—. Era medio vampiro… Ya son asesinos incluso cuando están dentro del útero. «Nuestros bebés nacen sin dientes —me dijo Richelle—, pero aun así consiguen salir royendo lo que se interpone en su camino… Quizá tengan un juego de dientes uterinos, quizá se abran paso desgarrando los obstáculos con sus deditos minúsculos… Pero matan, siempre matan. Igual que yo hice pedazos a mi madre…».

»Supliqué a Richelle que fuese a ver a uno de los cirujanos que operaban en los callejones de los barrios bajos para que extirpara al bebé igual que se extirpa un cáncer, pero se negó a hacerlo. A esas alturas ya estaba medio loca de miedo. “El bebé se enteraría”, insistía una y otra vez. “Ya es demasiado tarde. Ya ha empezado a devorarme por dentro… Puedo sentir cómo se agita y da vueltas en mi interior, cómo me va haciendo trizas el útero…”.

»Y Richelle cogió un pequeño estilete que llevaba dentro de su bota en algunas ocasiones…, para abrir las venas de sus amantes, naturalmente, aunque cuando lo deseaba podía utilizar sus dientes para ello. Tenía unos dientes muy afilados, unos dientes que podían proporcionar placer al igual que dolor.

»Intentó sacarse el bebé de las entrañas. Lo encontré entre los restos destrozados de su vientre, medio escondido detrás de los anillos de intestinos. Estaba encogido y marchito, cubierto de sangre, muerto desde hacía mucho tiempo… Aún era minúsculo, no más grande que un frijol. Pero di con él porque los dedos de Richelle estaban curvados a su alrededor. Había estado intentando sacárselo por la fuerza. No quería morir con el bebé dentro de ella…

La mente de Fantasma se estaba moviendo a una velocidad cegadora en demasiadas direcciones a la vez y rebotaba contra las paredes de su cráneo. «Espera un momento, espera un momento —estaba diciendo una voz dentro de su cabeza—. Quizá deberíamos pensar un poco más en todo este asunto de los bebés vampiro asesinos que salen del útero de sus madres devorándolas por dentro. Quizá deberíamos pensar MUCHO sobre este asunto…». Aquella voz aún era bastante débil, pero se estaba haciendo más potente a cada momento que transcurría.

Fantasma por fin había acabado medio borracho de jerez. Al parecer y siempre que consiguieses retenerlo dentro de tu estómago, aquel líquido oscuro y dulzón tenía la graduación suficiente para hacer su trabajo con mucha eficiencia; y el estar medio embriagado le permitió hablar con voz firme y tranquila cuando volvió a abrir la boca.

—No lo entiendo —dijo—. Richelle era su amiga. ¿Por qué tiene tanto miedo de ellos ahora?

Arkady bajó los párpados.

—Supongo que podría decirse que ahora tengo una cuenta pendiente con ellos. Tu suposición era correcta, Fantasma. Los amantes de Ashley eran vampiros…, de una especie distinta. Esos vampiros saben apreciar el sabor de la sangre, pero no la necesitan. Se alimentan con las almas que están dispuestas a dejarse devorar. Entran en tus sueños e intentan encontrar un nicho en tu cerebro, pero son reales, y si permites que entren dentro de ti acabarán destruyéndote de una forma tan irremisible como lo haría cualquier chupador de sangre. Así eran los amantes de Ashley…, los amantes que mataron a mi hermano.

—¿Y dónde están ahora? —preguntó Fantasma.

—Lo que le robaron a Ashley no fue la sangre, sino algo igual de vital —siguió diciendo Arkady, quien al parecer no le había oído—. Le chuparon la juventud y la belleza. Viven de eso…, sólo se alimentan de las personas hermosas. Cuando acabaron con él, se había convertido en un cascarón vacío. Ashley jamás habría podido seguir viviendo sin su belleza. Los nervios de su piel estaban conectados a su alma…

Arkady se calló, suspiró y meneó la cabeza.

—También son hermosos —dijo—. Se quedaron con toda la belleza de Ashley, y su propia belleza perdura. La rejuvenecen muy a menudo, y no puedo decirte por qué permito que vivan en el piso de arriba. Quizá albergo la esperanza de que algún día tendré la oportunidad de vengarme… Quizá sencillamente les tengo tanto miedo que no soy capaz de negarles nada.

Los pensamientos de Fantasma seguían moviéndose y rebotando locamente. Tenía la sensación de que su cráneo se había vuelto repentinamente demasiado frágil y de que su mente podía reventar en cualquier momento. Se llevó una mano a la frente, y cuando la retiró vio que tenía la palma empapada de sudor. Era por culpa del jerez, de la atmósfera caliente y opresiva de la habitación; pero más que nada era por culpa de las historias que Arkady les había contado. Un amor terrible que chupaba la belleza y que era capaz de invadir tus sueños; bebés que sólo podían nacer entre la sangre y la agonía…

«¿Qué podemos hacer? —quiso preguntarle a Arkady—. ¿Cómo podemos ayudar a nuestra amiga ahora, antes de que los vampiros la hagan pedazos desde dentro y salgan a la luz?».

Pero Fantasma no podía decir eso, no delante de Steve.

Y estaba casi seguro de que ya conocía la respuesta.