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Nada volvió a curvar las manos alrededor de la vela. Sintió la mordedura del calor en sus palmas, y el punto brillante que era la llama se incrustó en sus pupilas. Cuando desvió la mirada, chorros de luz amarilla brotaron de la oscuridad y se derritieron a lo largo de su campo visual. Nada se llevó los puños a los ojos y se los frotó con fuerza deslizando los nudillos de un lado a otro.

La palmatoria —un complejo artefacto de hierro negro tan lleno de curvas y volutas como el balcón de una ciudad exótica— volcó y empezó a derramar su contenido. Nada no comprendió que algo iba mal hasta que la cera caliente entró en contacto con su pie. La llama había empezado a lamer la colcha. Pequeñas lenguas de fuego salieron disparadas hacia el techo y ennegrecieron la tela de muchos colores, deslumbrando a Nada con su repentina brillantez. Nada contempló las llamas durante varios segundos, fascinado por su cálido hechizo, tan inmóvil como un niño drogado. Después fue alargando lentamente el brazo para tocarlas con la mano.

El dolor le sacó bruscamente de su trance. Cogió una camiseta sucia del suelo y la arrojó sobre las llamas, golpeándolas y extinguiéndolas con ella. Después alzó cautelosamente la camiseta y examinó el desastre. Había un gran agujero de contornos negros en la colcha, y la atmósfera de la habitación había quedado impregnada por la peste de la tela calcinada. El olor era muy parecido al de los malvaviscos quemados, pero Nada no podía decir que había estado asando malvaviscos en su habitación. Eso sería ir un poquito demasiado lejos.

—Joder —dijo en voz baja y sin mucha convicción.

Pagaría muy caro haber quemado la colcha, pero se sentía incapaz de conseguir que le importara. La ira impotente de su padre y los ojos asombrados de su madre no podían inspirarle miedo, apenas una vaga culpabilidad, una tristeza que Nada desdeñó inmediatamente etiquetándola como estúpida y carente de fundamento.

Si sus padres le miraban con perplejidad y un poco de miedo, si parecían alegrarse cuando Nada solicitaba no cenar con ellos y se encerraba en su habitación…, bueno, a Nada le parecía perfecto. Era un desconocido para sus padres, y le resultaban incomprensibles. Rechazaba su mundo. No había absolutamente nada en él que pudiera afectarle o importarle, nada que pudiera reclamar como suyo. A veces se preguntaba si habría algún lugar para él fuera del complicado amuleto en que había convertido su habitación, si habría alguien en el mundo que realmente le perteneciera y si llegaría el momento en que él pudiera pertenecer a alguien. ¿Quién podía llegar a necesitar su presencia? Sus padres no, desde luego. Nada nunca les había pertenecido. Nunca tendrían que haberle recogido del umbral de su casa aquel frío amanecer de hacía quince años.

Nada volvió a tirar de la colcha, se tapó con ella y empezó a manosear los bordes de la quemadura. Sus padres no sabían que él lo sabía, claro. Hacía mucho tiempo le dijeron que era adoptado y consiguieron que todo sonara muy correcto y respetable, y desde entonces habían estado vigilando a Nada al acecho de cualquier señal de trauma infantil. Quizá el saber que no era de su sangre aliviaba un poco su culpabilidad cuando se daban cuenta de que su hijo los miraba y comprendían que había captado la distancia presente en sus rostros. Quizá entonces eran capaces de justificar el anhelo de tener un hijo normal que mantendría su pelo bien peinado y fuera de los ojos, que sería elegido presidente del consejo estudiantil en vez de estar sentado en su extraño dormitorio leyendo libros extraños, que traería a casa amigas de rostros frescos y sanos vestidas con faldas limpias y blusas de color rosa. Quizá cuando miraban a Nada pensaban: «Esta criatura no está hecha de nuestra semilla, esta criatura no es nuestro error», y tenían toda la razón.

Nunca habían accedido a enseñarle los documentos de la adopción. Le dijeron que había sido dejado en el orfanato cuando no era más que un recién nacido, y que nadie tenía ni idea de quiénes eran sus verdaderos padres; pero cuando tenía doce años, un día de comienzos de junio Nada volvió a casa trayendo un informe de progresos de final de curso redactado en la escuela.

Jason es un niño muy inteligente. Sus logros en aquellas áreas en las que ha decidido emplearse a fondo, como por ejemplo el arte y la escritura creativa, son considerables; pero parece incapaz de establecer buenas relaciones con los otros niños. Su distanciamiento y su aparente determinación de ser «distinto» impiden que se convierta en un miembro funcional de la comunidad de la clase. Debido a esto y a pesar de que todas sus calificaciones están por encima del promedio, no puedo decir que su paso por el sexto curso haya resultado totalmente satisfactorio.

Les saluda atentamente,

Geraldine Clemmons

Dos o tres años después Nada podría haberse reído, pero durante todo su sexto curso no tuvo ningún amigo de verdad, nadie que viniera a su casa y jugara al escondite con él en el bosque, nadie que se ofreciera a intercambiar los bocadillos o que le invitara a una de las fiestas de chicos y chicas que estaban empezando a hacer furor. Nada podía ver cómo los pechos de las chicas iban cobrando forma poco a poco debajo de sus delgadas camisetas. Cuando se desnudaba para hacer gimnasia con los otros chicos, Nada intentaba observar sus cuerpos sin dar la impresión de que los estaba mirando, y en algunos de ellos descubrió los mismos pelitos temiblemente secretos que había empezado a encontrar sobre el suyo.

No podía reírse del estúpido informe de progresos redactado por la señora Clemmons porque había empezado a ser consciente de hasta qué punto estaba solo. Durante toda su infancia se había distraído a sí mismo sin llegar a pensar en ello. Leía, jugaba a solas o con los niños del barrio, y nunca se daba cuenta de que las historias que tanto le gustaba inventar hacían que se sintieran incómodos, o de que casi nunca volvían más de dos o tres veces.

Pero a los doce años Nada cobró conciencia de sí mismo, y el proceso resultó muy doloroso. Comprendió que no sabía quién era. Solía soñar con una familia extraña que siempre estaba riendo y gritando, que se mantenía pendiente en todo momento de sus necesidades y que nunca se separaba de él fuera adonde fuese. Descubrió cómo masturbarse, y al principio pensó que era algo totalmente nuevo, una invención exclusivamente suya. Después lo relacionó con cosas que había leído, y aprendió a convertir la masturbación en una experiencia altamente sensual, al principio mordiéndose con delicadeza y luego con más fuerza, pensando en otros chicos de su clase, imaginándose qué sentiría al abrazar sus cuerpos, saborearlos y sentir su carne entre sus dientes. Pensar en todas aquellas cosas no le parecía nada extraño.

Pero el día en que volvió a casa trayendo el informe de progresos comprendió que estaba solo, y que quizá pasaría mucho tiempo estando solo.

Sus padres estaban trabajando; su madre ocupándose de niños con problemas en un centro de asistencia infantil diurna, su padre haciendo algo vagamente relacionado con las finanzas. La casa estaba silenciosa y llena de sol, y Nada pasó toda la tarde investigando en los cajones de sus cómodas y escritorios, en sus archivos y en sus cajas, hurgando en ellos desesperadamente en busca de sus documentos de adopción. Tenía que saber quiénes eran sus verdaderos padres. Tenía que saber de dónde había venido, y si algún día conseguiría encontrar el camino de regreso.

Los papeles personales de sus padres eran notablemente aburridos. No había viejas cartas de amor perfumadas y atadas con cintas de color rosa, no había escándalos ni pañuelos de encaje manchados de sangre. No había documentos de adopción. Las sombras se fueron alargando dentro de la casa. Su búsqueda se fue haciendo cada vez más frenética, pues sabía con toda la terrible convicción de que puede ser capaz un niño de doce años que si era sorprendido hurgando en sus cosas, aquellos desconocidos llamados Rodger y Marilyn le matarían, y se alegrarían de que por fin les hubiera proporcionado una excusa para acabar con él. Pero cuando ya había perdido la esperanza de encontrar algo, abrió un último cajón de la cómoda de su dormitorio y la nota estaba debajo de las gafas de la abuela de su madre y los botones de fantasía. Nada llevaba tanto rato buscando que sudaba y respiraba de manera entrecortada. Cuando sacó la nota intentando no alterar el desorden del resto de objetos, vio que le temblaba la mano.

El papel de color crema era bastante grueso, y en la parte de arriba había dos agujeritos, como si hubiera estado sujeto a algo. Descifró lentamente la caligrafía de trazos tan delgados y complejos como los hilos de una telaraña: Se llama Nada. Cuiden de él y les traerá suerte.

Y de repente todas las piezas del rompecabezas de su historia quedaron encajadas a su alrededor. Un bebé metido en una cesta abandonado una noche en el umbral de la casa de dos desconocidos…, sí, eso había sido él. Aquella nota debía de haber estado sujeta a su manta, pero los desconocidos se habían quedado con él, le habían cambiado el nombre y habían intentado convertirle en uno de los suyos. Suponiendo que les hubiera traído alguna suerte, no cabía duda de que tenía que ser mala. Ah, qué claro estaba todo ahora; qué correcto y necesario le parecía todo…

Aquella noche durmió con la nota debajo de su almohada, y soñó con un lugar donde los edificios estaban adornados con rejas y balconadas de hierro forjado, donde las aguas oscuras del río fluían tranquilamente y las risas suaves podían oírse cada noche hasta que salía el sol. Vagó por las calles y los callejones y los patios, y durante el sueño sintió un sabor dulzón a cobre podrido en la lengua.

Al día siguiente volvió a guardar la nota en el cajón por si a su madre se le ocurría echarle un vistazo en alguna ocasión, pero siempre que se quedaba solo en la casa volvía a sacarla y la leía una y otra vez, y se acercaba el papel a la cara y se lo pegaba a la boca intentando capturar el perfume del lugar del que había venido, pues era allí donde había nacido. Cerraba los ojos e intentaba imaginar la mano que había dado forma a los frágiles y elegantes trazos negros de aquellas palabras, pues esa mano pertenecía a alguien que le conocía y que le había abrazado, y hacía todo eso porque su sangre quizá fluyera por las venas de esa mano.

Y dejó de ser Jason. Se convirtió en Nada, pues ése era el nombre que le había dado la nota. Seguía respondiendo cuando alguien le llamaba Jason, pero el nombre ya no era más que el eco de una vida medio olvidada. «Soy Nada —susurraba su mente—. Soy Nada…». Su nuevo nombre le gustaba mucho. No hacía que se sintiera rebajado o indigno; al contrario, empezó a pensar en sí mismo como una pizarra en blanco sobre la que se podía escribir cualquier cosa. En cuanto a cuáles serían las palabras que escribiría sobre su alma…, bueno, eso era asunto suyo.

Fue creciendo poco a poco, y una parte de la carne de la infancia se derritió y fue esfumándose de sus huesos. Ahora era realmente Nada, y lo sabía. Cuando por fin consiguió hacer amistades en la secundaria —no amistades que pudieran compartir su alma, pero por lo menos amistades que le comprendían un poquito mejor de lo que nadie lo había hecho hasta aquel momento, otros chicos flacos y pálidos, hippies y punks, chicos que llevaban camisetas negras y chaquetas de cuero y que se pintaban la cara con el maquillaje que robaban en la perfumería del centro comercial— les dijo que le llamaran por aquel nombre.

Aquella noche la casa estaba fría, y su habitación era la que estaba más fría de todas. Volvió a estremecerse, apartó la colcha y se puso unos pantalones de loneta gris y un viejo suéter negro con agujeros en los codos. El álbum de Tom Waits había llegado a su fin, y el tocadiscos se desconectó automáticamente. El siseo de los altavoces que se habían quedado vacíos de repente llenó la habitación, y la oscuridad hizo que sonara demasiado estridente y ruidoso.

Nada hurgó en su mochila y encontró la cassette que Julie le había regalado. Venía de un lugar que estaba muy lejos al sur, y sólo se habían grabado quinientas copias —la pegatina estaba numerada, 217 de 500—, pero sin que se supiera muy bien cómo una copia había conseguido acabar en una tienda de discos de Silver Spring, un pueblo cercano, donde Julie la había comprado.

Nada puso la cinta. La voz del cantante subió y bajó de tono entrelazándose con un gangoso acorde de guitarra, tan pronto perdiéndose en la música como tan fresca y potente que hacía pensar en la corriente verde y dorada de un arroyo de las montañas de Appalachia durante el verano.

¿Que tu camino no va a ninguna parte?

¿Que va a algún sitio que no puedes ver?

Si te limitas a seguirlo, puede que te

traiga aquí conmigo…

Nada se sentó en el borde de la cama y canturreó la letra en voz muy baja con la cabeza inclinada hacia atrás. Sus ojos contemplaban los planetas y las estrellas del techo. Pensó en Julie sacando la cinta de su bolso y entregándosela; pensó en Laine, chupándole la polla con inocente abandono.

Y en algún lugar de la música —quizá fuera de la ventana en la fría noche, quizá por encima de la melodía y bajo la luna—, los pequeños espectros solitarios volvieron a hablarle en susurros. «Tienes que salir de aquí —le dijeron—. Tienes que encontrar tu sitio, tu familia…, tienes que hacerlo antes de que te pudras y mueras».

—De acuerdo —dijo después de haber escuchado sus murmullos durante un rato—. De acuerdo…

Apenas lo hubo dicho comprendió de inmediato que tenía que marcharse. Era inevitable, y Nada se preguntó qué había estado esperado todo aquel tiempo, iría en dirección sur, buscaría lo que anhelaba y, mientras tanto, albergaría la esperanza de que sabría reconocerlo en cuanto lo encontrase. Quizá incluso acabaría conociendo a los tipos de ¿Almas Perdidas?… El nombre del pueblo en el que vivían era fascinante, y Nada se lo imaginó como una misteriosa encrucijada de caminos sureños, una minúscula aldea donde lo ordinario se convertía en exótico. Lo había localizado en un mapa de Carolina del Norte, un puntito entre las montañas y el mar, un pueblo cuyas calles se imaginaba como polvorientas y extrañas, donde las tiendas estarían repletas de oscuros tesoros de segunda mano, cuyos cementerios estarían encantados y donde la luna llena de color miel se alzaría poco a poco tras el telón de encajes de los pinares.

Pronunció el nombre para sí y se estremeció. Missing Mile[3]

Nada atravesó las tinieblas de su habitación y salió al pasillo. Sus padres estaban fuera, en algún sitio —un grupo de mejoramiento del nivel de conciencia, una clase de salud holística, una cena cara con gente como ellos—, y la puerta de su dormitorio estaba entreabierta. La habitación olía a jabón perfumado y loción para después del afeitado. Los olores agredieron su nariz de una forma tan hiriente como si fuesen productos químicos. Y luego eran capaces de decir que la habitación de Nada olía mal…

Sus dedos buscaron en el fondo del cajón de la cómoda, ya muy familiar a esas alturas, y encontraron la nota de inmediato. Su presencia en su mano resultaba reconfortante. La tinta se había ido volviendo borrosa, y los bordes se habían ablandado y estaban llenos de pequeños desgarrones debido a las muchas veces que la había sostenido en sus manos durante los tres últimos años. Nada se la metió en el bolsillo. Después contempló la colección de cristales que había encima de la cómoda y acabó cogiendo el que le gustaba más, un trozo de cuarzo rosa. Curvó los dedos a su alrededor, pero acabó decidiendo no llevárselo. Estaba demasiado impregnado por el contacto con su madre, y había sido excesivamente contaminado por su antimagia. Unos minutos de investigación le permitieron localizar el dinero para emergencias que su madre tenía escondido en el joyero, y Nada cogió el dinero en vez del cristal. Había cien dólares. No le durarían hasta que llegara al sitio al que iba, pero serían una ayuda. En cuanto se hubieran acabado… «Bueno, en cuanto se hayan acabado ya encontraré más dinero», pensó.

Después utilizó el teléfono. Jack no estaba en casa, pero Nada hizo varias llamadas y acabó localizándole en Skittle’s, la pizzería del sur de la ciudad que sus amigos solían frecuentar por la noche.

—¿Puedes llevarme hasta Columbia? —le preguntó.

—La gasolina no es gratis, chico.

Jack tenía dieciocho años y un carnet de identidad falso que le permitía comprar en la licorería, y se consideraba como el dueño y señor del mundillo adolescente local.

—Puedo pagarte. He de coger un autobús… Me voy a largar de aquí lo más deprisa posible.

—Los viejos te han estado haciendo tragar demasiada mierda, ¿eh? —Jack no esperó una respuesta—. De acuerdo, puedo llevarte esta noche. Cinco pavos para la gasolina si los tienes. Reúnete aquí conmigo a medianoche.

¿Hasta dónde podías llegar en un autobús Greyhound con noventa y cinco dólares? Bueno, lo suficientemente lejos para empezar.

—Gracias, Jack —dijo Nada—. Te veré a medianoche.

—Eh, Laine quiere hablar contigo —dijo Jack, pero Nada ya estaba colgando el auricular.

Volvió a su habitación y se acurrucó debajo de la colcha. Sólo eran las nueve. Podía dormir un par de horas antes de ir a la ciudad para reunirse con Jack y los otros, pero en cuanto intentó dormir descubrió que su mente se negaba a desconectarse. Sus ojos no querían permanecer cerrados. Ni siquiera el whisky podía ayudarle, y Nada se dio cuenta de que estaba irritantemente sobrio.

Rodó sobre sí mismo, se rodeó con los brazos y metió una mano debajo del colchón buscando a tientas hasta que encontró una navaja de afeitar. Después deslizó el filo sobre su muñeca moviéndolo con tierna delicadeza. Una delgadísima línea carmesí fue surgiendo de la piel, se llenó de gotitas y acabó fluyendo, nuevo rojo brillante sobre el trazado blanquecino de las viejas cicatrices. Nada permaneció inmóvil por última vez bajo su colcha chamuscada en el refugio de su habitación, y chupó su propia sangre porque eso le servía de consuelo, y porque era lo que había hecho siempre cuando se sentía demasiado solo y el anhelo de algo que no conocía se hacía demasiado fuerte. Se quedó muy quieto con la boca pegada a su muñeca, y rezó al amuleto de su habitación. «Ven conmigo —suplicó—. Quédate a mi lado en el camino hasta que encuentre lo que estoy buscando, porque ahora estaré más solo que nunca».

Y por fin, cuando sus labios estuvieron manchados de rojo y un hilillo rosado de sangre y saliva se deslizó de la comisura de sus labios, Nada logró conciliar el sueño.