12

Cuando la primera luz del atardecer acarició sus párpados, la muchacha dormida gimió y enterró su rostro en la negra blandura del olvido.

Sus sábanas y fundas de almohada habían sido de algodón blanco hasta la semana pasada, cuando las metió todas en la lavadora junto con el contenido de seis paquetes de tinte negro. Ahora eran de un color entre ébano y azul mate que manchaba su piel las noches de más calor. Se acurrucó buscando refugio entre las sábanas color tinta y extendió un brazo sobre el colchón. Espacio vacío… No había ningún calor u olor aparte de los suyos, no había ninguna carne tranquilizadoramente viva a la que pegarse. La cama vacía hizo que despertara con un sobresalto, y durante un momento sucumbió al pánico. Despertar a la soledad la había despojado de su marco de referencias, y apenas pudo recordar quién era.

Y un instante después vio la habitación a su alrededor, los pósters en las paredes, el caballete manchado de pintura y las prendas amontonadas sobre el suelo del enorme armario ropero. Volvió la mirada hacia el otro extremo de la habitación y se vio a sí misma reflejada en el espejo de su tocador, ojos redondos y asustados, un rostro pálido enmarcado por los mechones revueltos de su larga melena de un dorado rojizo. Volvió a reclinarse en la cama con un suspiro. Era Ann Bransby-Smith, y estaba en su habitación, perfectamente a salvo en su propia cama, y la sensación de vacío y mareo que seguía experimentando cada vez que despertaba y descubría que estaba sola podía irse al cuerno.

Rodó sobre sí misma y abrazó la almohada, y sólo entonces se dio cuenta de que no había estado pensando en despertar al lado de Eliot —a pesar de que había pasado casi toda la noche anterior con él— sino al lado de Steve.

Bastó con que pensara su nombre para sentir que le daba un vuelco el corazón. Después de todo lo que había ocurrido entre ellos, aún había momentos en los que Ann deseaba poder despertar a su lado, ver sus cabellos oscuros esparcidos sobre la almohada y sus facciones duras y muy marcadas un poco suavizadas por el sueño, alargar la mano y deslizar sus dedos a lo largo de los músculos de su espalda. Dios, siempre había sido tan agradable sentir su presencia junto a ella, encima de ella, dentro de ella…

Bueno, casi siempre.

Bueno, salvo cuando le hacía tanto daño.

Empezó a engañarle por la única razón de que quería realizar el acto sexual con alguien sin tener que despertar a la mañana siguiente con todo el cuerpo dolorido. Hubo un tiempo en el que amaba la fuerza y la seguridad en sí mismo con que la tocaba Steve, pero la bebida le había vuelto áspero y desconsiderado, y parecía estar haciendo que sus huesos se volvieran más duros y afilados. Ann despertaba con los pezones mordisqueados, la cadera llena de morados y un palpitar doloroso en su ingle que se convertía en una verdadera agonía cuando orinaba. Si sacaba a relucir el tema ante Steve sólo conseguía que discutieran ferozmente y Ann seguía deseando a Steve, por lo que pasado un tiempo aprendió a no hablar de ello.

Y cuando era sincera consigo misma se daba cuenta de que el sexo brutal no era lo único que la había ido alejando de él. También estaba la música, naturalmente. Steve ya había empezado a tocar la guitarra cuando se conocieron, y por aquel entonces le había gustado la idea de salir con un músico. Cuando las cosas empezaron a irle bien Ann se alegró porque quería lo mejor para él, y cuando él, Fantasma y R. J. decidieron formar un grupo se emocionó muchísimo. R. J. nunca había estado tan interesado en lo del grupo como los otros dos —siempre había sido un chico bastante serio, y Ann pensaba que la música era una vocación sencillamente demasiado frívola para él— y no había tardado en dejarlo, pero aún tocaba con ellos de vez en cuando.

Todo aquello había sido estupendo, pero cuando empezaron a tomárselo demasiado en serio —cuando empezó a tener la impresión de que Steve y Fantasma querían que ¿Almas Perdidas? fuese lo más importante de sus vidas— Ann empezó a tener serias dudas. No quería ser la esposa de un músico, no quería pasar meses sola mientras él iba de gira, no quería tener que preocuparse por el dinero durante los años de vacas flacas y por las fans cuando llegaran los años de vacas gordas. El que empezaran a grabar su cinta fue como la cuña final que desintegró su relación. Las sesiones que duraban toda la noche, las horas y más horas que Steve pasaba en el estudio casero de Terry hablando de niveles, pistas, filtraciones y otras muchas cosas incomprensibles que nunca se tomaba la molestia de explicar a la humilde paleta con la que salía… Ann estaba segura de que ella nunca había llegado a importarle tanto como la cinta.

Bueno, lo que sí estaba claro es que Ann supo que Eliot sería un amante más amable y delicado desde que le puso los ojos encima por primera vez.

Al principio Eliot le había parecido un poco exótico: veintinueve años contra los veintiuno de Ann, divorciado, con un auténtico trabajo como profesor de lengua y literatura inglesa y la mitad de una novela encima de su escritorio. Era cliente habitual del restaurante hispano donde Ann atendía las mesas. Siempre se sentaba en la zona de Ann, empezó a dejar propinas descomunales y acabó pidiéndole que salieran juntos. «Me inquietas —le había dicho—, pero también me intrigas».

Cuando Ann pensó en ella algún tiempo después, la frase anzuelo que había empleado Eliot le pareció francamente estúpida, pero a esas alturas ya se había acostado con él y había malinterpretado su vacilación y sus dudas tomándolas por ternura; y por lo menos cuando Eliot se colocaba encima de ella no tenía la sensación de que acabaría con el clítoris arrancado de cuajo a base de lametones y chupadas. Cuando el pene de Eliot (no pudo evitar darse cuenta de que era más delgado y mucho más puntiagudo que el pene al que se había acostumbrado últimamente) estaba dentro de ella, no tenía la sensación de que un puño golpeaba salvajemente el cuello de su matriz; y además Eliot tenía el detalle de esperar hasta que Ann estaba húmeda. Dados los tiempos que corrían, todo eso eran auténticos lujos.

Y además Eliot se había hecho la vasectomía. Estaba muy orgulloso de ello, y a veces lucía una chapita anaranjada en la que se leía ¡Me la han hecho! Si le hacías alguna pregunta al respecto, Eliot se embarcaba en un discurso cuyo tema central era que Ninguno de Nosotros Tiene Derecho a Traer Más Niños a Este Mundo Cruel y Superpoblado. Ann siempre había pensado que tanto la chapita como el discurso eran francamente ridículos, pero poder prescindir de la píldora resultaba muy agradable. Sus ciclos de sueño y sus pautas de depresión eran tan erráticas que se olvidaba de tomarla aproximadamente tantas veces cómo se acordaba de hacerlo.

Todo eso hizo que el que leyera la mitad de la novela y no se le ocurriera absolutamente nada que decir sobre ella pareciese no tener ninguna importancia. La novela era un estudio sobre una familia rural de Virginia. Era Dura y Salvaje, pero tenía Mucha Sensibilidad. El héroe resultaba ser el hijo más joven, Edward, quien iba a la universidad y acababa convirtiéndose en profesor de lengua y literatura inglesa. Edward también era el único personaje que no hablaba en dialecto virginiano, quizá porque Eliot había escrito su tesis doctoral sobre William Faulkner y estaba claro que nunca había llegado a digerirlo del todo. El que Eliot hablara en tono despectivo y burlón de «su novio el paleto» —al que nunca había visto y al que nunca vería— y pareciera sentir una perversa alegría cuando se enteró de que Steve había abandonado sus estudios universitarios sin terminarlos tampoco importaba. Nada importaba, ni siquiera importaba el hecho de que bajo toda la capa de justificación y creer que no estaba haciendo nada malo con la que se protegía Ann, se ocultara la convicción de que se estaba comportando como la más rastrera y mezquina de las perras. No, todo aquello no importaba en lo más mínimo.

Hasta que Steve se enteró de lo que estaba ocurriendo.

Fantasma lo supo antes, naturalmente. Siempre había sido capaz de ver lo que había dentro de la cabeza de Ann, de la misma forma que podía ver lo que había dentro de la cabeza de Steve y de prácticamente todo el mundo si quería hacerlo. Ann se había dado cuenta de que Fantasma la miraba de una forma extraña, y de que desviaba los ojos de repente cuando ella le devolvía la mirada. No la había interrogado y tampoco la había acusado de nada, pero Ann sabía que Fantasma lo sabía.

Un día entró en su casa mientras Steve estaba fuera trabajando. Se quedó inmóvil unos momentos en el umbral de la habitación de Fantasma contemplando cómo escribía algo en un cuaderno. Cuando Fantasma acabó alzando la mirada hacia ella, no pareció sorprendido de verla allí. Sus ojos azul claro estaban muy tranquilos, pero la observaron con una cierta cautela.

—¿Vas a decírselo? —preguntó Ann.

Durante un momento interminable Fantasma se limitó a mirarla, y Ann pensó que no respondería a la pregunta que acababa de hacerle. Después alzó un hombro en un encogimiento casi imperceptible y meneó la cabeza en un leve gesto de negativa, pero Ann pudo ver el dolor que le estaba causando ocultar un secreto tan horrible a su amigo Steve escrito en cada uno de aquellos pequeños movimientos. Fue como si toda la culpabilidad y la pena que había estado reprimiendo escaparan de repente en un torrente incontenible, y Ann se derrumbó sobre la cama de Fantasma, enterró la cara en el montón de mantas que olían a rosas un poco marchitas y le contó toda la sórdida historia entre sollozos desgarradores. Fantasma le dio palmaditas en la espalda y acarició sus cabellos empapados de sudor, y Ann fue consciente en todo momento de que le estaba contando cosas que Fantasma no quería oír…, pero la escuchó a pesar de ello, porque era Fantasma y porque era bueno.

Y, naturalmente, Steve acabó enterándose aunque Fantasma no le dijo nada. Ann nunca llegó a descubrir si había entrado a escondidas en su habitación y había encontrado el diario meticulosamente escondido que llevaba, o si la comunicación no oral que había entre él y Fantasma era tan intensa que había captado la verdad sin necesidad de que Fantasma tuviera que abrir la boca.

Todo ocurrió terriblemente deprisa. Steve se presentó una noche cuando el padre de Ann estaba fuera…, y lo sabía todo. Sí, lo sabía todo, pero no fue directamente al grano. Habló y habló trazando curvas por la periferia del asunto; y tan pronto se mostraba salvajemente alegre y parecía haber enloquecido de hilaridad, como callaba y fruncía el ceño. Ann pudo ver en sus ojos que la odiaba.

—¡Muy bien, de acuerdo! —chilló Ann por fin cuando no pudo seguir aguantándolo por más tiempo—. ¡He jodido con otro tío y me ha gustado! Es mucho mejor amante que tú. Es más inteligente que tú. No es un maldito borracho…

Ann estaba empezando a entusiasmarse con la discusión cuando la mano de Steve se movió a la velocidad del rayo y abofeteó su cara con una fuerza terrible.

El golpe fue lo bastante fuerte como para hacerla caer de espaldas sobre la cama. Ann se quedó inmóvil unos momentos con el corazón y la mente paralizados por el estupor. Steve nunca la había golpeado. Aparte de su padre, nadie la había golpeado en toda su vida. La mejilla y la mandíbula se le fueron entumeciendo, y después empezó a sentir un cosquilleo en toda esa zona. Ahora Steve suplicaría que le perdonase, ¿no? Pero Steve se limitó a contemplarla desde arriba, tan alto como una torre. Sus pupilas parecían arder, y cuando Ann intentó levantarse puso la suela de su bota sobre su ingle y empujó con fuerza. Una llamarada de dolor recorrió todo el cuerpo de Ann.

—Puta —dijo Steve en voz baja y carente de toda inflexión—. Sé cómo puedo asegurarme de que no vuelvas a joder con el primero que encuentres durante una temporada.

Y las manos de Steve se posaron sobre la hebilla de su cinturón.

Ann retrocedió hasta pegarse a la pared, y de repente Steve estaba en la cama con ella, inmovilizándola, dejándola atrapada e indefensa sobre las sábanas. Ann se debatió frenéticamente debajo de Steve, y sintió cómo se le empezaba a poner dura. Verle excitado por su terror la asustó todavía más, y el miedo hizo que sus músculos quedaran totalmente flácidos y relajados. Siguió intentando apartar a Steve, pero se había quedado sin fuerzas, y él era espantosamente fuerte.

Le subió la falda de un tirón y metió brutalmente dos dedos encallecidos por las cuerdas de la guitarra en su vagina. Los dedos estaban muy secos, y Ann pensó que iban a desgarrarla de arriba abajo. Steve le había inmovilizado las caderas con su peso, y se había bajado los tejanos hasta las rodillas. Su polla la embestía una y otra vez, golpeándola como un ariete. Ann sintió cómo se abría paso a través de la sequedad de su sexo hasta llegar al corazón de su útero aunque éste no estuviera dispuesto para recibirla, y casi todo lo que Ann llamaba «yo» no quería que estuviese allí…, pero era Steve, y siempre la había llenado tan condenadamente bien, y Ann empezó a correrse casi sin darse cuenta de lo que le estaba sucediendo. Se corrió contra su voluntad y se corrió sintiendo un dolor y una humillación casi insoportables, pero aun así se corrió y disfrutó haciéndolo.

Steve confundió las convulsiones del orgasmo con intentos de oponer resistencia, y le echó los brazos hacia atrás hundiéndolos en el colchón. Sus enormes y robustas manos eran como tenazas alrededor de sus muñecas. Ann sintió el rechinar de aquellos huesos tan delicados rozándose los unos a los otros, y hubo un momento en el que pensó que se iban a romper. Giró la cabeza a un lado y clavó los dientes en la yema de su pulgar hasta que sintió el sabor de la sangre.

Steve había empezado a embestirla con tal furia que no parecía notar el dolor…, pero un instante después su presa se aflojó un poco, y la violencia del orgasmo que por fin había alcanzado hizo temblar el cuerpo de Steve, y la violación llegó a su fin.

—Ya está —jadeó alzando la cabeza para contemplar su rostro perplejo y horrorizado—. Ya está… A ver si ahora sigue gustándote tanto ese jodido amiguito tuyo.

Después de que Steve hubiera salido de la casa dando un portazo y su coche se hubiera alejado rugiendo, Ann se preguntó por qué se sentía tan sucia.

Aquello había ocurrido hacía más de un mes, y Ann no había vuelto a ver a Steve desde entonces. Sabía que había intentado telefonearla un par de veces —o, por lo menos, sabía que alguien había telefoneado a las tres de la madrugada y había colgado el auricular cuando respondió—, pero no le importaba y no podía importarle.

Ann había convertido a Eliot en su refugio y su santuario. Eliot había sido tan bueno con ella que Ann acabó encontrándole pesado primero, y totalmente insoportable después; pero no podía poner fin a su relación. El espacio vacío que había surgido repentinamente en su vida la aterrorizaba. Temía ceder a la tentación de permitir que Steve volviera a llenarlo, y temía que eso pudiera acabar para siempre con su ya muy debilitado respeto hacia sí misma.

Se hundió en el nido de almohadas y jugueteó con la idea de volver a dormirse. Últimamente dormir catorce o quince horas seguidas se había convertido en algo normal para ella. Estaba empezando a adormilarse cuando sonó el timbre de la puerta. Ann intentó ignorarlo. El sonido pareció quedar flotando en sus oídos, y le aceleró el pulso.

—Vete —murmuró.

El timbre volvió a sonar. Ann lanzó una maldición, y el timbre sonó por tercera vez como respondiéndole. Sacó las piernas de la cama, luchó con el mareo momentáneo que hizo girar locamente toda la habitación a su alrededor, y fue de muy mala gana hacia la puerta para averiguar quién estaba llamando al timbre.

Los tablones del viejo porche de madera crujían y se combaban bajo los pies de Fantasma. La casa de los Bransby era una monstruosidad victoriana que había iniciado el lento proceso del desmoronamiento. La pintura se desprendía poco a poco, y los ángulos y las líneas parecían suavizarse. No había telefoneado antes de coger la bicicleta y venir hasta allí porque temía que Ann pudiera negarse a verle, pero sabía que se encontraba en casa porque su maltrecho cochecito estaba aparcado en el camino. También sabía que su padre estaba fuera, probablemente en una reunión de Alcohólicos Anónimos o en la biblioteca pública de Corinth, los únicos sitios conocidos a los que iba. Fantasma lo prefería así, porque Simón Bransby siempre le había dado un poco de miedo.

Intentaba decidir si debía marcharse o volver a llamar al timbre, cuando oyó pasos dentro de la casa. Los pies se movían despacio y se arrastraban como si no tuvieran ninguna prisa por llegar a la puerta. Fantasma acabó oyendo cómo Ann luchaba con la cadena de seguridad. Después los cilindros metálicos de la cerradura salieron de los huecos y Ann apareció en el umbral, un hombro apoyado en el quicio y el rostro medio oscurecido por la penumbra del vestíbulo.

En el primer momento Fantasma pensó que alguien le había dado un puñetazo en cada ojo, pero cuando Ann le miró y parpadeó vio que sólo era maquillaje. Parecía haberse esparcido incontroladamente alrededor de sus ojos, como si se hubiera acostado sin tomarse la molestia de quitárselo. De hecho, Ann tenía aspecto de recién levantada a pesar de que ya eran las dos de la tarde. Su larga melena color otoño estaba despeinada y revuelta, su vestido negro estaba lleno de arrugas y se lo había abotonado a toda prisa.

Ann contempló en silencio a Fantasma, la bicicleta pintada con los colores del arco iris que había dejado a su lado en el porche y las cintas de colores atadas al ala de su viejo sombrero de paja. Por su expresión parecía como si pudiera echarse a llorar de repente o cerrarle la puerta en las narices, pero acabó haciéndose a un lado.

—Entra —dijo.

Ann giró sobre sí misma sin decir ni una palabra más y se alejó por el pasillo precediéndole a bastante distancia. Fantasma cerró la puerta detrás de él y la siguió. A la izquierda estaba el salón lleno de polvo, con la provisión de periódicos de varias semanas esparcida por el suelo y gruesos cortinajes corridos para no dejar entrar el día. Fantasma se preguntó quién los habría corrido. ¿Habría sido Simón…, o había sido Ann, quien antes siempre mantenía la casa soleada y limpia?

A la derecha estaba la puerta entreabierta que daba acceso al laboratorio de Simón. Fantasma intentó no mirar, pero el débil resplandor de la luz del sol reflejándose en los cristales atrajo su mirada hacia los tubos de pruebas, los acuarios y los frasquitos llenos de líquidos extraños. Había estado allí un par de veces con Steve, aunque se suponía que los amigos de Ann no tenían que entrar en aquella habitación. El contenido de los acuarios era bastante inocente —sapos y ratones—, pero el laboratorio producía la impresión de ser un sitio consagrado al dolor y el sufrimiento; y también había una nevera muy grande cuya puerta estaba asegurada mediante una cadena y un candado. Ni siquiera Ann sabía lo que contenía.

Ann llegó a la mesa de la cocina, se apoyó en ella un momento y acabó dejándose caer sobre una silla.

—¿Te importa hacer un poco de café? —preguntó.

Su voz sonaba más enronquecida que de costumbre, casi átona. Ann puso los pies sobre el barrote de la silla y curvó los dedos alrededor del delgado cilindro de madera. El esmalte rojo de sus uñas estaba descascarillado y sin brillo, como si llevara semanas sin pintárselas.

Fantasma encontró el café en la nevera y empezó a prepararlo. En casa sólo utilizaba la vieja cafetera de goteo Corningware de su abuela, y ya había puesto agua a hervir cuando se dio cuenta de que la cocina de los Bransby contaba con una cafetera automática. Fantasma necesitó varios minutos para averiguar dónde había que poner el café y dónde había que echar el agua fría.

—No formas parte de la era de las máquinas, Fantasma —dijo Ann. Encendió un Camel y entrecerró los ojos para contemplarle a través del humo—. ¿Por qué has venido? —preguntó por fin.

—Sólo quería ver qué tal estabas.

—Oh… ¿Y qué tal estoy?

—Tienes mal aspecto.

Ann le miró fijamente.

—Gracias. Tú tampoco tienes muy buena cara.

—Ya sabes que no me refiero a eso… —Fantasma sacó el recipiente del café de debajo de la cafetera automática demasiado pronto, y un chorrito de café caliente cayó sobre el quemador con un siseo. Fantasma se apresuró a volver a poner el recipiente en su sitio—. Eres muy hermosa, Ann…, pero pareces triste. Nerviosa… Me recuerdas a esos chicos de los nos solíamos burlar en El Tejo Sagrado…, ropas negras, ojos negros, piel blanca y muerta. ¿Qué estás haciendo?

—Estoy de luto —dijo—. Estoy llorando la muerte de una relación.

Se puso en pie, apartó a Fantasma de la cafetera automática, sacó el recipiente con rápidos movimientos de experta y sirvió una taza para cada uno. Fantasma echó montones de leche y azúcar dentro de la suya. Ann tomó su café solo, lo cual quería decir que se estaba sometiendo a alguna clase de penitencia. Fantasma sabía que Ann odiaba el café solo.

—Steve me ha dicho que hace más de un mes que no te ve —dijo. Ann se encogió levemente al oír el nombre, pero Fantasma se obligó a seguir hablando—. Las cosas no deben ir muy bien con tu nuevo amigo si todavía sigues de luto.

Bien, ya lo había soltado. Fantasma acababa de entrar en el territorio conocido con el nombre oficial de No Es Asunto Tuyo.

—Oye, Fantasma, anoche estuve trabajando, ¿de acuerdo? —dijo Ann girando en su silla para quedar de cara a él—. Estuve en ese restaurante de mierda hasta la medianoche. Después fui en coche a Corinth para ver a Eliot…, o, si quieres que sea más exacta, para joder con Eliot. Estuvimos jodiendo hasta las cuatro de la madrugada porque eso es prácticamente lo único que somos capaces de hacer juntos. Después tuve que volver en coche aquí porque Simón suele despertarse sobre las seis, y se pone hecho una furia si no estoy en casa. Así pues, he pasado las últimas veinticuatro horas haciendo dos cosas sobre las que tú apenas sabes nada…, trabajar y joder. Estoy cansada, y ahora déjame en paz.

—De acuerdo —murmuró Fantasma. El ataque dirigido a sus áreas de ignorancia no le había afectado mucho, pero la referencia a haber jodido con Eliot sí porque sabía que Steve hubiese reaccionado subiéndose por las paredes—. Te dejaré en paz si eso es lo que quieres, pero te he traído una cosa.

Dejó una cassette sobre la mesa al lado de la taza de café de Ann. Las palabras ¿ALMAS PERDIDAS? estaban escritas con rotuladores de varios colores sobre la pegatina.

Ann contempló la cinta en silencio durante unos momentos y acabó alzando la mirada hacia Fantasma. Su fachada de dureza y compostura parecía estar a punto de agrietarse, y la expresión que tanto le había costado conseguir empezó a desmoronarse.

—Oh, Fantasma… —Cogió la cinta y se la llevó a los labios. Un par de lágrimas crearon senderos cristalinos al deslizarse sobre los manchones de maquillaje negro—. Te echo de menos. Incluso echo de menos a Steve…, pero no puedo volver.

—Lo sé.

Fantasma conocía una parte de lo que había ocurrido entre ellos, aunque no todo. Steve no se lo había contado todo, pero la mayor parte se le había ido escapando poco a poco con el paso del tiempo; y en cuanto al resto… Bueno, Fantasma pensó que ahora podía verlo claramente en la palidez de muerta del rostro de Ann, y en la mirada distante y torturada de sus ojos rodeados de rimmel corrido.

Ann y Steve siempre habían tenido una relación bastante apasionada. Steve había pasado toda su época de secundaria saliendo con montones de chicas y había echado muchos polvos, pero nunca había llegado a comprometerse a fondo con nadie. Tenía gustos muy amplios. Las únicas chicas a las que no podía soportar eran las que parecían decididas a seguir las pautas de algún molde de paletismo; las que usaban el peinado burbuja rubio oxigenado, la franja de colorete a través de las mejillas y la sombra de ojos de colores que jamás se habían visto en la naturaleza. Steve había tenido amigas o medio novias pertenecientes a todo el resto de variedades: hippies que disfrutaban flipándose en su compañía, preuniversitarias que le consideraban salvaje y ligeramente peligroso, chicas inteligentes que apreciaban su adicción compulsiva a la lectura…

Pero Ann era la primera de la que se había enamorado de verdad. A su manera Ann amaba a Steve tan apasionada e intensamente como amaba a su extraño padre, y Steve la deseaba más de lo que nunca había deseado nada desde que aprendió a tocar la guitarra; ya había empezado a roer el corazón de Fantasma. No lo consideró una premonición. A veces resultaba difícil captar la diferencia entre las premoniciones y sus sentimientos normales, pero cualquier amigo de Ann se preocuparía al verla en su estado actual. Si el gusano seguía royendo y royendo, Fantasma empezaría prestarle más atención.

Enfiló la rueda delantera de su bicicleta hacia el hogar. Cuando llegó allí, la imagen más horrible que había recogido de entre los pensamientos de Ann —Steve encima de ella incrustándola en el colchón— ya casi se había desvanecido de su mente.