18

Unos aguaceros muy intensos llegaron a Missing Mile durante la noche y enfriaron el clima dejando el cielo nublado y de un color gris plomo. Los últimos brotes de vara de oro se marchitaron y murieron bajo una capa de escarcha, y los habitantes del pueblo cogieron las palas para quitar la ceniza del año pasado de sus chimeneas. A partir de entonces seguiría haciendo frío.

En algún momento de aquella tarde grisácea y nublada, Fantasma dejó sobre la mesa el mapa que estaba dibujando con rotuladores.

—Voy a ir al pueblo —dijo. Tenía sueño, y estaba harto del silencio—. Quiero un poco de vino.

Steve alzó la mirada de su libro.

—Mierda, Fantasma, pero si hace un frío que pela… He de ir a trabajar dentro de media hora. Te llevaré.

—No necesito que me lleven al pueblo. Me he puesto ropa de abrigo. —Fantasma tiró de las varias capas de prendas viejas que cubrían su cuerpo—. Me gusta sentir el viento en los ojos.

—Como quieras. —Steve se levantó del sofá en el que había estado medio hundido, fue hacia Fantasma y tiró del sombrero de paja calándolo con un poco más de firmeza sobre su cráneo—. Si se te forman carámbanos en las pelotas, telefonéame e iré a recogerte.

Mientras Fantasma iba en bicicleta el viento se deslizaba sobre su cara congelando las lágrimas del invierno en sus pestañas, y silbaba a través de los radios de las ruedas de su bicicleta como si entonara una canción melancólica. Sus cabellos flotaban alrededor de su rostro pálido y helado.

La iluminación del colmado resultaba casi insoportablemente intensa después de haber estado viajando bajo la penumbra del día nublado. Fantasma vagabundeó por entre los estantes examinando las golosinas y las revistas, y acabó escogiendo una botella de tinto californiano. La compra consumió casi todo el cambio que llevaba en el bolsillo —Fantasma odiaba llevar dinero encima, y de hecho odiaba comprar cosas fueran las que fuesen—, pero el vino tenía un montón de grados y parecía capaz de poner en órbita con sólo un par de tragos. Era un vino para vagabundos y alcohólicos, y Fantasma siempre lo tomaba de esa clase a pesar de que Steve se ponía hecho una furia cada vez que veía una de aquellas botellas.

Metió la botella en su alforja, y caminó lentamente al lado de su bicicleta por la calle Firehouse contemplando los escaparates polvorientos de las tiendas y pasando por encima de las grietas de la acera sin pisarlas. Se detuvo delante de la ferretería para hablar con los viejos que se congregaban allí y jugaban a las damas con tapones de botellas de zumo de naranja y de uva Nehi y un maltrecho tablero. Los viejos estaban tan resecos y duros como nueces, y se negaban a trasladar el juego al interior de la ferretería a menos que estuviera nevando. Aquel día el equipo de la uva estaba ganando.

Fantasma saludó a los viejos por su nombre.

—Hola, señor Galvin, señor Berry, señor Joe…

—Hola, Fantasma. ¿Cómo estás?

—Presiento que vienen malos tiempos —dijo Fantasma.

Esperaba que uno de ellos sabría algo sobre lo que temía iba a ocurrir, pero los viejos se limitaron a reírse.

—¿Qué ocurre, Fantasma? ¿Es que tú y tu amigo el melenudo habéis estado fumando droga en tu casa?

—No… Fantasma es nieto de la señora Deliverance, y si dice que vienen malos tiempos, entonces es que vienen malos tiempos. Bueno, a lo mejor ya estamos muertos cuando lleguen aquí…

El más viejo y arrugado del grupo escupió un chorro de saliva marrón sobre la cuneta.

—Caga fuego y ahorrarás en cerillas.

Fantasma inició el largo trayecto de vuelta a casa. Estaba anocheciendo, y las calles de Missing Mile se encontraban desiertas. Las colinas ya habían quedado salpicadas por los cuadrados de luz amarilla de las casas lejanas. A esas alturas Steve ya habría ido a trabajar, pero Fantasma albergaba la esperanza de que hubiera dejado una luz encendida. Dejó atrás el cartel indicador de los límites del pueblo. Los campos que se extendían a cada lado de la carretera estaban desnudos y resecos, y ya habían sido despojados de las cosechas. Una ventana brillaba en la oscuridad al otro lado de los surcos.

Pensó en los gemelos que había visto en lo alto de la colina, los gemelos que tendrían que haber estado encogiéndose dentro de sus tumbas, pero que estaban llenos de vida y exuberancia. Fantasma esperaba que los malos tiempos que se acercaban no tuvieran nada que ver con ellos. Estaba casi totalmente seguro de que los gemelos sólo eran sombras, cosas que sólo él podía ver y que quizá incluso habían vuelto a la vida únicamente gracias a que Fantasma había soñado con ellos; pero sin que supiera por qué su encuentro con ellos le había dejado aterrorizado, y además los gemelos parecían saberlo todo sobre aquel chico muerto al lado de la carretera, e incluso habían sugerido —a la astuta y escurridiza manera típica de los espíritus— que habían matado al chico.

Una silueta muy alta y encorvada estaba sentada detrás de un letrero en el que había pintado ROSAS en la encrucijada donde Burnt Church Road se encontraba con la carretera. Era el vendedor de flores…, el mismo al que había visto cuando volvieron de casa de la señora Catlin. Fantasma estaba seguro de ello. Unos cuantos ramos enormes de rosas que parecían hechas de espuma roja temblaban agitados por el viento, y alrededor del puesto había amontonadas unas cuantas calabazas raquíticas y algunos odres.

Fantasma intentó pasar de largo sin dar la impresión de que se había fijado en el vendedor de flores, pero cuando estuvo un poco más cerca la silueta se puso en pie y extendió los brazos…, los extendió más y más y más, separándolos hasta que sus manos abarcaron una distancia imposible. Las mangas de su larga capa negra se hincharon y aletearon al viento. Fantasma aminoró la velocidad. Todo su ser gritaba peligro, pero siempre se había negado a dar la espalda a las cosas que le asustaban y nunca había huido de ellas. Hablaría con aquella persona, e intentaría averiguar de dónde salían la preocupación y las sensaciones tan extrañas que estaba experimentando últimamente.

—¿Rosas? —preguntó el vendedor de flores—. ¿O una calabaza para hacer una linterna que ilumine su camino?

Fantasma tiró de su flequillo esparciéndolo sobre su cara. Había visto a personas que tenían un aspecto un poco parecido, gente cuya pálida delgadez y holgadas ropas negras resultaban vagamente similares. Esas personas habían visitado de vez en cuando a su abuela para traerle polvos y aceites misteriosos en botellas de cristal oscuro o para comprarle hierbas. Fantasma siempre había tenido miedo de ellas. A veces veía los cráneos debajo de sus caras, y podía distinguir las órbitas abiertas en la palidez de la calavera o los huesos de sus manos tan bien definidos y tan visibles como si estuviera contemplando una radiografía; y a veces había tenido la sensación de que sus pensamientos se centraban en él durante un momento examinándole con un parpadeo de gélido interés, como una llama en un túnel oscuro y lleno de viento. Pero ninguna de aquellas personas había llevado gafas de sol y guantes en el cálido clima de septiembre; y ninguna había vendido rosas y calabazas en un puesto al lado de la carretera, y ninguna tenía los ojos tan helados… o tan llenos de una tristeza solitaria y desolada.

—No tengo dinero, o si no le compraría una calabaza —dijo—. Pero tendría que ir recogiendo el puesto… Hace demasiado frío para estar aquí, y pronto será noche cerrada.

Mientras hablaba el viento nocturno pareció surgir de la nada y empezó a cobrar fuerza, y las ráfagas de aire trajeron consigo el aroma rojo dorado del otoño procedente de los campos.

—¿Compasión? Puedes llevarte una rosa por haberme compadecido, y ya estaba recogiéndolo todo.

La silueta dio un paso hacia él y colocó un capullo de rosa muy rojo en la solapa de la chaqueta del ejército que llevaba Fantasma. Una de aquellas manos de dedos largos y delgados rozó el triángulo desnudo de piel en la base de su garganta, y Fantasma se estremeció. A pesar de los guantes, los dedos del vendedor de flores estaban tan fríos como el hueso o como la soledad. Fantasma alzó la mirada hacia el rostro del vendedor de flores, contempló los ojos helados que brillaban en las profundidades de las cuencas llenas de sombras y se apresuró a bajar la vista hacia sus playeras blancas llenas de mugre y agujeros.

Pero ya era demasiado tarde, pues acababa de captar un chorro de imágenes, y había percibido no palabras sino sentimientos. Lo primero que había inundado su mente era la impresión de edad y de una sabiduría oscura que se hallaba más allá de su capacidad de comprensión o medida; y lo segundo había sido una soledad tan terrible como resignada, un anhelo por alguien que quizá no apareciese nunca. La mente del vendedor de flores era como un vacío consciente, algo más frío que la noche, un vacío tan terrible que nunca podría llegar a inspirar pena.

—Cuando sus amigos lleguen aquí no tendrá frío —murmuró Fantasma sin pensar en lo que decía.

El rostro de piel muy pálida se alzó velozmente hacia él.

—¿Qué amigos? ¿Tienes noticias de Zillah?

Fantasma retrocedió tambaleándose.

—No, quiero decir que… Bueno, sólo sé que pronto vendrá alguien… Quiero decir que alguien tiene que venir a recogerle, o supongo que vive cerca de aquí y…

Fantasma cerró la boca antes de que las palabras pudieran volverse todavía más confusas e incoherentes. Casi nunca tenía que pedir excusas por saber algo. «No todo el mundo quiere que vean lo que hay dentro de su corazón —le había dicho en una ocasión su abuela cuando Fantasma era muy joven—. Si tienes que hacerlo, mira…, pero aprende a mantener cerrada la boca después». Su abuela llevaba seis años muerta, y desde entonces Fantasma sólo hablaba de aquellas cosas con Steve, y a veces ni siquiera con él; pero había momentos en los que las cosas se limitaban a materializarse dentro de su cabeza y Fantasma las decía en voz alta sin poder evitarlo. En cuanto hubo captado el vacío que irradiaba el vendedor de flores había sabido que sus amigos se aproximaban, que ya venían hacia él; y a pesar de que no se atrevía a preguntarse qué clase de amigos podían ser —¿los gemelos resucitados, o algo todavía peor?—, no había tenido más remedio que decirlo. Unas palabras alentadoras quizá trajeran algo de calor a esos ojos helados.

Pero el destello anhelante que iluminó los ojos del vendedor de flores hizo que Fantasma sintiera un pánico tan estúpido e irracional como el de la polilla que se estrella una y otra vez contra el cristal de una ventana, un pánico que le hizo sentir un deseo incontenible de ocultar todo lo que pudiera saber, y de ocultar incluso su propia cabeza. «Son los malos tiempos que se acercan —comprendió de repente—, o por lo menos es el comienzo de los malos tiempos…».

—No les conoces —dijo el vendedor de flores con voz átona.

Fantasma ya no tenía miedo, y ahora sólo sentía una terrible empatía de soledad, como si se hubiese convertido en un odre reseco y estuviera igual de vacío. «¿Y si no existiese nadie en todo el mundo que te quisiese? ¿Y si estuvieras totalmente solo?».

—Lo siento, lo siento… —balbuceó.

El vendedor de flores se inclinó sobre su puesto de madera. Sus ojos se encontraron con los de Fantasma, y su lengua asomó de la boca y se movió velozmente entre los pálidos labios. Las manos largas y delgadas estaban temblando. Después aquella mirada helada se alzó hacia la luna, y el vendedor de flores se irguió y entrelazó los dedos.

—Vete de aquí —dijo.

—¿Qué…?

—Vete. —Ahora había una luz de desesperación en aquellos ojos hundidos en las órbitas, y la desesperación parecía estar mezclada con un hambre terrible—. Vete ahora mismo si quieres seguir viviendo.

La última luz del día desapareció del cielo. El rostro del vendedor de flores quedó parcialmente oculto por la creciente oscuridad, y adquirió un aspecto tan anguloso y feroz como el de una bestia salvaje. Dejó escapar un sonido entre desesperado y anhelante que brotó de lo más profundo de su garganta, y pareció disponerse a saltar por encima del puesto; pero Fantasma ya había montado sobre su bicicleta mientras su pie doblaba el soporte de una patada, y un instante después se alejaba pedaleando con todas sus fuerzas y una mano sobre la cabeza para sujetarse el sombrero. Unos minutos después se detuvo y miró por encima de su hombro; pero suponiendo que siguiesen allí, tanto el puesto de flores como la silueta solitaria habían sido engullidos por las sombras.

La casa estaba a oscuras, pero cuando entró por el sendero Fantasma vio que el T-bird seguía aparcado en el sitio de antes. Apoyó la bicicleta en la pared de la casa, justo allí donde la pintura estaba empezando a descascarillarse. Estaba tan oscuro que apenas se podía ver nada, aunque una débil claridad lunar ribeteaba los bordes de las nubes. Fantasma entró en el porche y estuvo a punto de caer al tropezar con una caja de botellas de cerveza que Steve había sacado de la casa. Después abrió la puerta, entró en la casa, pasó el pestillo y empezó a encender las lámparas. Tenía que haber luz, luz para impedirle pensar en el vendedor de flores inmóvil en algún lugar de la noche que se iba haciendo cada vez más oscura.

Steve yacía sobre el sofá, con varias botellas de cerveza vacías esparcidas por el suelo a su alrededor. La repentina claridad que inundó la habitación hizo que se frotara los ojos. Había estado utilizando un montón de camisetas sucias como almohada, y su rostro aún mostraba la huella de las costuras y las arrugas. Fantasma sintió algo debajo de su pie, y cuando bajó la mirada vio que el anillo de las llaves de Steve estaba al lado de la puerta como si Steve lo hubiera arrojado al otro extremo de la habitación. Lo cogió, deslizó la yema del pulgar sobre la placa de plástico en la que estaba troquelado Budweiser y lo sostuvo en la mano. Las llaves tintinearon débilmente al chocar unas con otras. La llave de la casa; las llaves del T-bird y la tienda de discos Disco Giratorio donde trabajaba Steve; otras llaves obsoletas que ya no servían de nada, pero que eran demasiado venerables para ser arrojadas al fondo de un cajón… El anillo de llaves estaba impregnado de una atmósfera casi impalpable, una especie de aura del objeto formada por las emociones que Steve había estado sintiendo cuando lo tocó por última vez. El asco y las náuseas habían hecho que el metal pareciera enfriarse y volverse levemente viscoso.

—¿Has llamado diciendo que estabas enfermo? —preguntó Fantasma.

Steve asintió.

—Me iba a tomar una cerveza antes de ir a trabajar, y cuando volví a mirar hacia abajo vi que había vaciado cuatro botellas, así que seguí bebiendo… Para lo que hago ahí, tanto da que vaya o que llame diciendo que estoy enfermo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Me quedé dormido y tuve un sueño…, soñé con Ann. Soñé que tenía toda la cara ensangrentada y que le faltaban unos cuantos dientes. Alargué la mano para acariciarla, y entonces vi que mi mano también estaba ensangrentada. Era yo quien se lo había hecho, ¿entiendes? ¿Sabes lo que le hice en realidad? ¿Lo sabes, Fantasma?

Fantasma clavó la mirada en el suelo.

—Supongo que la violaste.

—Sí. yo también supongo que la violé. Supongo que no le importó. Supongo que lo pasó bastante bien.

—Vamos, Steve… ¿Cómo puedes decir algo semejante? No le gustó, y no lo pasó nada bien.

—¿Del lado de quién estás?

—Del tuyo.

—¿Y cómo sabes que no le gustó? ¿Has leído los pensamientos de esa mente de putilla suya o qué?

—No. El otro día fui a hacerle una visita.

Un instante después Steve se había levantado de un salto del sofá, y sus manos tiraban de la camiseta de Fantasma acercando su rostro al de Steve hasta que sus narices casi se rozaron.

—¿Qué coño quieres decir con eso de que fuiste a hacerle una visita? ¿Fuiste allí sin decírmelo?

—Quería ver qué tal estaba.

Steve clavó la mirada en el plácido rostro de Fantasma. Sabía que no estaba consiguiendo asustarle. No, no le estaba asustando en lo más mínimo, y lo único que lograba con todo aquello era quedar como un imbécil; pero el alcohol que impregnaba su cerebro se negaba a dejarle cerrar la boca.

—Mantente alejado de esa puta mentirosa —gruñó—, o de lo contrario decide de una vez de quién eres realmente amigo.

Los grandes ojos azules de Fantasma se encontraron con los de Steve, y le lanzaron una mirada que estaba llena de perdón pero que se negaba a ceder. Esta vez Fantasma no estaba dispuesto a consolar a Steve, y no pensaba capitular. ¿Y qué coño sabía Fantasma? Fantasma no había tenido que extraviarse en los laberintos mentales de Ann, y no había sido traicionado por ella; pero ahí estaba delante de él, contemplándole con esa expresión de santurronería y condenada seguridad en sí mismo… Borrar a bofetadas aquella obstinación del rostro de Fantasma y sacudir ese cuerpo delgado hasta sacarle todas las visiones que llevaba dentro resultaría lo más sencillo del mundo.

Pero ¿qué estaba pensando? ¿Pegar a Fantasma? ¿En qué infiernos se estaba convirtiendo?

—Cristo —murmuró—. Cristo bendito…

—Ha salido a dar una vuelta —dijo Fantasma con voz seca y átona—. ¿Me vas a atizar?

—No, mierda, claro que no —dijo Steve. Tiró de Fantasma hasta hacer que se sentara en el sofá a su lado y le abrazó con todas sus fuerzas—. Lo siento… Lo siento muchísimo, no puedes ni imaginar cómo lo siento… No me odies.

Fantasma no dijo nada, pero sus manos encontraron el rostro de Steve, acariciaron sus sienes doloridas y se movieron lentamente echando hacia atrás su desordenada cabellera negra. Steve permitió que su cabeza se fuera inclinando hasta quedar apoyada sobre el hombro de Fantasma. Abrazar a cualquier otro tipo de aquella manera habría hecho que se sintiera como un marica, pero con Fantasma aquello no era un problema a considerar y nunca había parecido tener ni la más mínima importancia.

Pasados unos cuantos minutos intentó hablar. Las palabras salieron tan despacio como gotas de sangre de una herida muy profunda.

—Yo… He intentado telefonearla un par de veces. Colgué en cuanto contestó…, al viejo estilo, ya sabes. Después hablé con Simón, y se negó a permitir que hablara con ella. Supongo que Ann le pidió que contestara al teléfono para evitar llamadas inoportunas. Supongo que la he cagado a fondo, ¿no?

—Lo sé —dijo Fantasma—. Sé cómo estaban las cosas…

«Sí, probablemente lo sabes —pensó Steve—. Es muy probable que estés al corriente de todo lo que nos ha llegado a ocurrir, las noches calientes y la textura a seda húmeda del interior de su sexo, las semanas en que todo empezó a torcerse poco a poco, el éter de la traición, la expresión que había en su rostro, y el momento de sorpresa e incredulidad absolutas, como precipitarse a un abismo lleno de agua helada, cuando comprendí que…, sí, que realmente la había violado, por el amor de Cristo…».

Se apartó de Fantasma. Sintió que su rostro se contorsionaba, pero no iba a llorar. No, no iba a llorar.

Permanecieron inmóviles el uno al lado del otro durante bastante tiempo, sumidos en un silencio de amistad y comprensión que no necesitaba ser roto. Steve empezó a sentir que el nivel de su furiosa embriaguez inicial iba bajando poco a poco para convertirse en un leve zumbido interior bastante agradable, y Fantasma descorchó su botella de tinto californiano para ponerse a su altura. La noche siguiente tenían que actuar en El Tejo Sagrado, y Steve sacó su guitarra del armario y repasaron su número sin poner demasiado interés y sabiendo que no importaba. Habían tocado centenares de veces en El Tejo. Quizá volverían a tocar allí un centenar de veces más, y su grupito de fans acudiría para beber y bailar, y nada importaría salvo la exuberancia con la que se entregaran.

—Vamos a escuchar la cinta —sugirió Steve.

Pensó que debería recordarse a sí mismo cómo sonaban realmente las canciones. Fantasma fue tambaleándose hacia el estéreo, y la música de ¿Almas Perdidas? no tardó en llenar la casita con la guitarra cortante y gloriosamente enloquecida, con su anhelo visionario y las letras agridulces de Fantasma. «Necesitamos las raíces, pero no puedes sacar el árbol de la tierra… —cantaba Fantasma acompañando a la cinta, acompañando a su propia voz de oro que siempre parecía estar a punto de quebrarse—. Ven conmigo por los caminos de la montaña y bebe un poco de agua limpia…».

Steve también cantaba mientras rasgueaba las cuerdas de la guitarra. Eran las palabras de un visionario, ¿no? Eran las palabras de alguien que recordaba lo que era la magia. Aún quedaba magia en el mundo. Sí, tenía que quedar un poco de magia en el mundo… Steve siguió pulsando las cuerdas y oyó una melodía por debajo del ruido, un tintineo delicado y extrañamente poderoso al mismo tiempo.

Fantasma alzó la cabeza y cantó con más entusiasmo. Su voz subió y subió, y se abrió paso a través de las grietas de las ventanas y las paredes para salir a la noche centelleante y alejarse por el camino que llevaba hasta la casa.

La voz de Fantasma hizo que un viejo vagabundo que pasaba por allí alzara la cabeza y se acordara de una vía de tren a lo largo de la que había caminado yendo a Georgia hacía ya treinta años, una vía de tren flanqueada por los matorrales de kudzu y los pinos que se alzaban hacia el cielo sobre la que flotaba el aroma irresistible de la madreselva, una vía de tren capaz de conseguir que una botella de vino que había costado dos centavos supiera a néctar y sombras frescas. El vagabundo —que se llamaba Rudy— alzó el rostro hacia el frío cielo nocturno lleno de nubes. Un kilómetro y medio camino abajo acabaría encontrándose entre los brazos de Christian, cuya hambre había crecido hasta ser capaz de imponerse a su preferencia por los niños delgados vestidos de negro; pero los últimos minutos de la existencia de Rudy estuvieron llenos de recuerdos maravillosos.

Y en la casa Steve dejó de tocar, y se dio una palmada en la frente.

—Se me había olvidado… Ha llegado correo para ti. Supongo que es la primera carta de un fan que recibimos.

Steve hurgó entre el desorden de objetos, periódicos y papeles que se amontonaba sobre el suelo, y acabó extrayendo una postal arrugada con los bordes doblados cuyos colores habían sido difuminados por la mugre de todas las estafetas de correos de los pueblecitos por los que había pasado.

Fantasma leyó la postal. «No me conocéis, pero el nueve de noviembre de 1953 Dylan Thomas se bebió dieciocho whiskys seguidos, y ahora yo me estoy bebiendo uno por vosotros». Alzó la mirada hacia Steve.

—Está firmada «Nada».

—¿Por qué?

—¿Quién sabe?

—Bueno, ¿qué te parece si la pones sobre tu frente y lo averiguas? Adelante, dime que me vaya a la mierda…

—Chúpame el aura —dijo Fantasma, y apuró las últimas gotas de vino.