10

Nada cruzó a toda prisa el círculo de claridad creado por una farola y volvió a entrar en la oscuridad desierta. Se envolvió en los pliegues de su impermeable (¡oh sensual seda negra, tan erótica como el roce con la piel de otra persona!), y se subió un poco más la pesada mochila que llevaba a la espalda.

Su avance quedaba oculto por los frondosos setos y las sombras que proyectaban sobre las cuidadas extensiones de césped, por los esbeltos y veloces coches aparcados en la acera. Aunque sus padres le echaran de menos, ahora nunca conseguirían dar con él. Nada se los imaginó de repente recorriendo las oscuras calles en el Volvo de su madre, gritando su nombre y agitando una botella del mejor whisky para atraerle de vuelta al hogar.

Se estaba obligando a no hacer ni el más mínimo ruido, y procuraba convertir el moverse silenciosamente en un juego para no tener que pensar demasiado en lo que había dejado atrás. Su habitación y todas las cosas que había en ella…, casi todas sus cintas, casi todos sus libros, todos sus discos y sus juguetes viejos y las estrellas en el techo. Pensó en las estrellas que seguían brillando allí, solitarios puntitos de luz que ardían sobre su cama vacía, y se preguntó si volvería a dormir alguna vez bajo un cielo lleno de estrellas amarillas pintadas a mano. Las lágrimas se agolparon contra el fondo de sus ojos. Nada se mordió el labio inferior, se rodeó con los brazos y apretó con fuerza mientras esperaba a que la repentina oleada de soledad que le había invadido se fuera desvaneciendo poco a poco. Aun no estaba a dos bloques de distancia y ya sentía nostalgia… Mañana a esa misma hora cuando estuviera solo en un autobús Greyhound que atravesaba la noche, quizá empezaría a desmoronarse.

Abrió la cremallera de su mochila y hurgó en su interior. Había traído consigo únicamente lo más esencial: su antología de poemas de Dylan Thomas, su cuaderno de anotaciones, la nota robada del cajón de la cómoda de su madre que revelaría a su familia quién era cuando diese con ellos, su walkman y todas las cintas que había conseguido meter dentro de la mochila. Sabría tratarla con los honores que se merecía, y pensó que la mochila nunca más tendría que volver a cargar con un montón de textos escolares.

Sus dedos encontraron el walkman y el canto de una cinta. Le daba igual cuál fuese. Sólo quería escuchar algo, algo que le transportara lejos de allí, algo que se interpusiera entre él y sus pensamientos durante un rato. Nada sabía que en realidad no tenía que preocuparse por la posibilidad de que sus padres le estuvieran buscando. Nunca le echarían de menos. Había oído cómo entraban en la casa en algún momento después de las diez, llenos de comida francesa y un poco borrachos de vino caro, y había oído como discutían sobre él. «Quieres que lo deje todo para dedicarse a cualquier capricho estúpido que le pase por la cabeza», había dicho él. «Tiene que encontrarse a sí mismo», había replicado ella. Después se habían metido en el dormitorio y habían cerrado la puerta. Nada siguió tumbado sobre la cama y pensó en irse al sur, a un lugar en el que pudiera dejarlo todo para dedicarse únicamente a sus caprichos tanto si eran estúpidos como si no, a un sitio en el que nadie tuviera que volver a discutir por lo que Nada hacía o dejaba de hacer.

Puso la cinta de ¿Almas Perdidas? La música era suave y un poco quejumbrosa, y la voz del cantante tiró de él atrayéndole hacia el sur, le llevó por las rutas que recorrían los trenes y le fue haciendo bajar hacia aquella tierra verde. Nada se preguntó si aquellos músicos serían su familia, los hermanos a los que había perdido hacía tanto tiempo. Volvió a pensar en el pueblo de nombre extraño y fantasmagórico en el que vivían. Quizá iría allí.

«Qué infiernos…», se dijo por fin, y encendió un cigarrillo. El brillo de luciérnaga roja de la punta le delataría en la oscuridad si había alguien buscándole, pero no había nadie buscándole. Nada estaba totalmente seguro de ello. Aun suponiendo que sus padres se dieran cuenta de su ausencia, supondrían que había salido de casa sin decir nada para ir a una fiesta con sus amigos. «Cancelaremos su asignación durante una semana», dirían, y luego se darían la vuelta para caer en su sopor desprovisto de sueños. Cuando no volviera a casa al día siguiente, llamarían a la policía e iniciarían una búsqueda no demasiado entusiástica, pero quizá sentirían un inmenso alivio secreto. Ahora podrían vivir sus existencias cómodas y agradables sin ningún hijo extraño que los contemplase juzgándoles en silencio. Ya no tendrían que preguntarse qué habían criado, por qué su niño había acabado dándoles tantos disgustos y desilusiones, y si podrían haber sido más felices si hubieran dejado el bebé en la entrada de su casa aquella fría mañana. Nada se había marchado. Fumaría Lucky Strikes, vagabundearía de un lado a otro y encontraría su hogar. Ya había emprendido el camino hacia él.

Cuando entró en Skittle’s, Nada vio que el local estaba casi vacío. Las perneras de sus tejanos habían quedado humedecidas por el rocío nocturno. La herida reciente de su muñeca palpitaba al compás de los latidos de su corazón. Vio a Jack en un reservado de un rincón con otros cuatro conocidos, dos chicos y dos chicas. Uno de los chicos era Laine. La mesa estaba repleta de vasos de cartón encerado vacíos y pizzas a medio comer, y el cenicero desbordaba colillas.

Nada miró a Jack.

—¿Sigues pudiendo llevarme a Columbia?

—Dije que lo haría, chaval. ¿Desde cuando falto a mi palabra cuando la he dado? Oye, si los tienes necesito los cinco dólares.

Nada le pasó un billete, y Jack lo guardó dentro de su paquete de Marlboro.

—He de estar en la estación de autobuses a la una —dijo secamente Nada—. El autobús sale a esa hora.

Jack dejó escapar un prolongado y ruidoso suspiro.

—De acuerdo, de acuerdo… Salgamos de aquí.

Se puso en pie y las cadenas de sus botas tintinearon.

Los otros también se pusieron en pie. Laine salió del reservado y se pegó a Nada. Su aliento endulzado por los cigarrillos de hierbas aromáticas rozó la oreja de Nada y le hizo cosquillas.

—¿Dónde vas?

—No sé…, al sur.

—¿Y como es que no me habías dicho nada?

—No lo he sabido hasta esta noche.

Laine cogió la mano de Nada entre las suyas, y entrelazó sus dedos con los de Nada.

—Tendrías que haberme avisado. Habría ido contigo… Yo también odio todo esto.

Nada miró a Laine. Los labios de Laine estaban recubiertos de carmín negro, y los mechones de aquella cabellera entre blanca y rubia tan suave como las plumas de un pájaro casi le tapaban los ojos. Nada sintió el deseo de apartarlos, pero no podía hacerlo. Sacó la mano de entre las de Laine y la metió en el bolsillo de sus tejanos.

—Creía que estabas saliendo con Julie —dijo.

Laine se encogió de hombros en un gesto despreocupado y lleno de muda elocuencia.

—Hemos roto. Siempre está fingiendo.

—No es mala chica —dijo Nada—. Me regaló su cinta de ¿Almas Perdidas?

—Sí, ya… Bueno, de todas maneras no la escuchaba nunca. Sólo escucha grupos ingleses de moda —dijo Laine con voz burlona.

Nada se preguntó si Julie había roto con Laine aquella tarde o, posiblemente, a primera hora de la noche. Las heridas parecían estar muy frescas.

Pero si Laine quería que Nada se las lamiese había escogido un mal momento para ello. Laine no iba a recibir una invitación para venir al sur con él…, ni soñarlo, amigo. Nada iba a dejarlo todo atrás esa misma noche —la escuela, los padres y aquella maldita pizzería donde los chicos se sentaban a fumar y hablar de lo maravillosas que serían sus existencias si estuvieran viviendo en cualquier otro lugar— y no volvería jamás.

Jack y los otros ya iban hacia el aparcamiento. Laine cogió a Nada de la mano y tiró de él.

—No querrás que te dejen tirado, ¿verdad? ¡Venga, recuerda que te largas de aquí!

La voz de Laine sonaba exaltada y llena de envidia.

El trayecto hasta Columbia pareció casi instantáneo. Protectores de autopista, viaductos, farolas anaranjadas de sodio que no funcionaban…, todo pasó a su lado deslizándose a velocidades inmensas. Jack tenía puesta una cinta de Skinny Puppy con el sonido tan alto que las notas quedaban mutiladas hasta el extremo de resultar irreconocibles. Alguien hizo circular una petaca llena de vodka barato, y Jack se la bebió casi toda de un larguísimo trago gorgoteante. Al igual que el chófer irlandés de un cuento que Nada había leído, Jack sólo podía conducir si estaba completamente pedo.

Nada estaba apretujado en el asiento trasero entre Laine y una chica pelirroja muy bajita que dijo llamarse Sioux. Sioux sacó una navajita de su bota y se la pasó a Laine.

—¿Has visto lo que me dio Verónica a cambio de ese póster de los Cramps? ¡Está jodidamente afilada!

Laine acarició el filo de la navajita y soltó un chillido cuando la hoja le atravesó la piel.

—¡Desde luego! Eh, eso duele…

Un puntito de sangre brilló en la yema del dedo de Laine, una manchita de humedad que parecía negra bajo las luces anaranjadas de la autopista. Nada se inclinó, se metió el dedo de Laine en la boca y quitó la sangre a lametones. Laine se echó hacia atrás y sonrió. Nada deslizó su lengua sobre la heridita buscando más sangre, pero Laine puso la otra mano debajo del mentón de Nada, le alzó la cara y le besó con un beso profundo y muy húmedo mientras atraía su cuerpo hacia él.

—Te echaré de menos —dijo Laine hablando casi dentro de la boca de Nada.

Después volvió a empujarle contra el respaldo del asiento y le besó de nuevo.

Y luego Sioux se inclinó sobre él y empezó a lamer la garganta de Nada, y las manos de Laine se enredaron en su pelo, y las manos de Sioux se posaron sobre sus muslos y se le metieron debajo de la camiseta. Nada cerró los ojos y sonrió en la oscuridad. Sus amigos le habían desilusionado en todos los demás aspectos, pero no cabía duda de que sabían hacer buenos regalos de despedida.

Los otros esperaron en la estación de autobuses con él mientras Jack metía una moneda de veinticinco centavos en la máquina de chicles y la pateaba al ver que no salía ningún chicle. Después el viejo que vendía los billetes les dijo que se fueran de allí, y Nada se quedó solo en la penumbra de la sala de espera y se entretuvo contemplando el falso techo ennegrecido que se alzaba muy por encima de él, la reluciente calva rosada en la coronilla del viejo y la forma en que su cabellera color marfil se enmarañaba sobre la hebilla que sujetaba su mugrienta visera.

Nada sacó su libro de Dylan Thomas de la mochila, pero no había luz suficiente para leer. Puso las manos sobre el regazo y las estudió. Dos semanas antes se había pintado las uñas con el esmalte negro de Laine, pero a esas alturas casi todo el esmalte había desaparecido. Examinó los puntitos y escamitas que seguían pegados a las uñas. Parecían formas en un mapa, como estados minúsculos.

Quizá se parecieran a los sitios que iba a visitar. Se tapó el rostro con las manos. Sus manos olían a humo y a vodka, a Laine y a Sioux. Sintió que se le iban cerrando los ojos.

La voz quejumbrosa del viejo le despertó unos minutos después.

—Embarque para el autobús de Silver Springs, Fairfax, Washington DC, Fredericksburg…

Nada buscó a tientas su mochila hasta encontrarla y se puso en pie. Ya podía empezar su viaje.

El interior del autobús olía a cigarrillos, tapicería pringosa y algún poderoso desinfectante de aroma dulzón. Nada decidió que le gustaba el olor. Unas cuantas cabezas se alzaron para lanzarle miradas vacuas y legañosas, y después volvieron a inclinarse poco a poco hasta acabar pegadas a las ventanillas. Nada ocupó un asiento en la parte de atrás y encendió un cigarrillo. El autobús se estremeció, dejó escapar un suspiro y se alejó de la estación.

Nada contempló su reflejo en la ventanilla y sonrió. Se había puesto en marcha. Su viaje acababa de empezar. Ya estaba un poco más cerca del hogar.