22
(Crujido)
(¡Pop!)
Una explosión anaranjada en la oscuridad. Steve encendió un porro muy grueso que había sido liado con parte del Popocatepétl Púrpura que le había dado Terry. Un diluvio de chispas cayó del porro, ardió como un sinfín de diminutos soles nocturnos entre las húmedas agujas de pino y acabó muriendo.
Era la noche de Halloween, y estaban sentados en el diminuto cementerio de la Guerra de Secesión que había en el bosque detrás de su casa. A Fantasma le gustaba ir allí para fumar, para estar entre los árboles y acostarse sobre la gruesa alfombra de agujas de pino. Le encantaban aquellas lápidas que parecían brotar como setas del suelo del bosque, las cruces de madera y granito maltratadas por la intemperie, los corderos blancos y esas calaveras aladas tan desgastadas que bien podrían haber sido afloramientos naturales.
Cuando Steve dio una calada al retorcido cigarrillo de fabricación casera, su luz convirtió sus ojos en dos profundos lagos de oscuridad y afiló todavía más los ángulos de su nariz y su mentón resaltándolos en un fantasmagórico relieve de sombras. Fantasma cogió el porro y dio una profunda calada. Contuvo el aliento durante el máximo de tiempo posible, suspiró dejando escapar una gran humareda y se recostó sobre su lápida favorita, la de Miles Hummingbird, 1846-1865, el tataratío de Kinsey, un soldado del ejército confederado al que habían matado de un tiro en algún lugar de los bosques de Virginia un día de lluvia cuando faltaba poco para que acabase la guerra y al que habían traído a su hogar de Carolina del Norte en una carreta para enterrarlo en el barro de la primavera. La lápida de Miles era gris y rugosa y parecía estarse desintegrando, y los huesos de Miles se iban convirtiendo en polvo poco a poco debajo de ella. Su cuerpo ya casi impalpable alojaba una concha cuyo interior era de un rosa cremoso, una concha que había traído a casa después de que la familia hiciera su único viaje al mar cuando Miles tenía doce años, una concha que su hermana había colocado en sus manos sobre su pecho desgarrado y dentro de la cual había lágrimas secas que tenían ciento veinte años de antigüedad.
Fantasma apoyó la mejilla sobre el frescor del granito. «¿Hace frío dentro de la concha esta noche. Miles?», pensó, y la voz un poco chirriante de Miles le llegó desde muy lejos con su ya casi imperceptible acento de Carolina. «Hace calor, Fantasma —respondió Miles—. Hace calor y está amarillo como la arena, y el océano es del mismo color que tenían los ojos de mi hermana hace mucho tiempo…».
—¿Verde azulado? —preguntó Fantasma—. ¿Como el océano tranquilo, o azul grisáceo como antes de una tormenta?
No se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que vio que Steve le estaba mirando fijamente.
—Mierda. Menuda forma de pasar la noche de Halloween…, en el cementerio oyendo cómo hablas con los espectros. Tendría que estar en la fiesta de R. J. con cinco o seis copas en el estómago y otra preparándose para reunirse con ellas, y no en el jodido cementerio emporrándome.
Steve se acostó sobre las agujas de pino con las manos detrás de la nuca, y contempló las estrellas de un brillo lechoso y todavía un poco difuso que empezaban a aparecer. A juzgar por la cara que ponía, le habría encantado poder apagarlas una por una.
—No necesitas beber cerveza —dijo Fantasma—. Has estado bebiendo demasiado… La hierba te limpia el cerebro.
—¿Crees que Ann estará en esa fiesta?
—No si se ha imaginado que tú ibas a asistir.
—No, supongo que no… Supongo que seguirá rondando alrededor de ese remolque de Violin Road, aquel al que se mudaron esos chiflados. —Steve guardó silencio durante un momento—. ¿Sabes que nunca la han dejado entrar en él? Pasé por allí un día y la vi en su patio. Pensé que quizá se le había averiado el coche, así que apagué el motor y le pregunté si quería que la llevase al pueblo, pero me dijo que me largase. Me dijo que estaba esperando a su verdadero amor… —Chupó el porro—. Espero que le dijeran que se fuese a la mierda.
Fantasma se acostó al lado de Steve.
—¿Y qué hiciste?
—Sembrar grava por todas partes y quemar los neumáticos para salir de allí a toda leche. Pensé que si me quedaba acabaría matando a Ann o a ese cabroncete de los ojos verdes.
Fantasma oyó crujir los nudillos de Steve.
—Te aconsejo que te mantengas apartado de ellos —dijo.
—Sí, recuerdo lo que me dijiste… Su cara estaba totalmente curada, y eso quiere decir que debe de ser el conde Drácula o alguien por el estilo. No me acuerdo de cómo tenía la cara, Fantasma…, se me ha borrado de la memoria.
—Bueno, pues entonces confía en mí.
—Sí, supongo que será mejor que lo haga… ¿En quién más puedo confiar si no?
Ahora ya no había ira en la voz de Steve, sólo tristeza y un inmenso cansancio. Era la voz de un hombre que quería dejar de pensar.
Fantasma habría hecho cualquier cosa con tal de conseguir que Steve se sintiera un poco más feliz. Pero ¿qué podía hacer? ¿Desembrujar a Ann? ¿Decir a Zillah y sus chicos que se largaran del pueblo antes de que saliera el sol? Se irguió apoyándose en los codos y meneó la cabeza para desprender unas cuantas agujas de pino que se le habían pegado al pelo. El olor anaranjado y dulzón de la pulpa de calabaza chamuscada llegaba flotando desde las casas más cercanas al bosque.
Fantasma se preguntó si la linterna con un solo ojo que había fabricado con una calabaza seguiría encendida en su porche, y sintió una desesperada necesidad de hablar de algo, de cualquier otra cosa.
—Esta noche las almas perdidas saldrán a dar una vuelta.
—¿Eh? ¿Te refieres a nosotros?
El porro se había apagado. Steve volvió a encenderlo.
—Ajá. —Fantasma aspiró una bocanada de humo picante, y sintió que sus pulmones se expandían y que su cerebro empezaba a girar—. Todas las cosas oscuras, todas las cosas que sufren y las mentes que se han quedado sin cuerpo, las mentes que aún no saben que están muertas, las que no tienen ningún sitio al que ir… —Sintió que sus pupilas se dilataban intentando ver algo en la oscuridad—. Y las cosas malignas también.
—Vaya, estás intentando ponerme la piel de gallina, ¿eh? Bueno, yo también puedo jugar a ese juego. ¿Quieres que te vuelva a contar la historia del Garfio? ¿Qué me dices? —El porro había seguido consumiéndose, y ya sólo quedaban unos tres centímetros escasos. Steve lo apagó, lo dejó caer sobre las agujas de pino y empezó a toser—. Bah, a la mierda con eso… Quiero una cerveza. Vamos a la fiesta de R. J.
—Shhh.
Fantasma alzó la cabeza. El cabello le cayó sobre los ojos, y se lo apartó de un manotazo. Un segundo después Steve se irguió y también clavó la mirada en el bosque. Algo luminoso parpadeaba entre los pinos y el kudzu, un manchón anaranjado que destacaba en la noche…, Fantasma supuso que sería una linterna hecha con una calabaza que ardía en el porche de alguien, pero creyó oír un roce ahogado, un sonido que era ligeramente demasiado fuerte para haber sido producido por una ardilla o un ave nocturna…, sí, un crujido.
Pisadas, pisadas cautelosas y ágiles que se acercaban a través del bosque.
—Ahí fuera hay algo —le murmuró a Steve.
Steve abrió la boca y volvió a cerrarla. Fantasma supuso que iba a decir algo sobre los peligros de fumar demasiada hierba, pero que se lo había pensado mejor. Bien por él.
—De acuerdo —consiguió susurrar Steve—. ¿Y qué hacemos ahora?
—Levantarnos sin hacer ruido. Quédate detrás de mí.
Steve agarró a Fantasma por el brazo, y Fantasma sintió el chisporroteante destello blanco y puro de la electricidad fluyendo del uno al otro.
—Y una mierda. No voy a permitir que tú…
—Quédate detrás de mí —repitió Fantasma, y clavó la mirada en el bosque intentando captar la esencia de lo que venía hacia ellos y averiguar qué era.
Y un instante después las ramas se rompieron, y las hojas muertas cayeron al suelo crujiendo como un montón reseco de huesos marrones, y algo redondo que parecía arder avanzó velozmente hacia ellos. Steve se tiró al suelo arrastrando a Fantasma con él. Fantasma se desplomó tan flacidamente como una muñeca de trapo, y el círculo de llamas estalló al chocar contra la lápida de Miles. Un diluvio de pulpa anaranjada muy madura cayó sobre ellos.
Fantasma se protegió el rostro con una mano y buscó frenéticamente a Steve con la otra, pero se quedó quieto cuando oyó una voz muy joven que protestaba quejumbrosamente.
—Mierda… He tropezado… Se me desató un cordón y…
Fantasma alzó la cabeza.
—¿Nada?
El suelo estaba lleno de trozos de pulpa viscosa y piel de calabaza que la luz de la luna convertía en un negro mosaico reluciente. El chico se puso de rodillas en el centro de aquel estropicio e intentó limpiarse el impermeable sin conseguirlo. Su mirada se negaba a encontrarse con la de Fantasma.
—¡Mierda! Pisé el maldito cordón y me caí… Lo siento.
—Está bien, deja de preocuparte por eso.
Fantasma se arrastró hacia adelante y puso la mano sobre el hombro de Nada. El rostro de Nada se alzó hacia el de Fantasma. Sus ojos quedaban ocultos por las sombras, sus labios estaban tensos sobre los dientes, y los huesos de sus pómulos parecían un poco más prominentes que cuando habían estado delante de El Tejo Sagrado hacía un mes. No había ninguna razón concreta para ello, pero de repente Fantasma pensó en ciertos acontecimientos extraños que habían tenido lugar últimamente en Missing Mile. Los cuerpos mutilados y ya bastante podridos de dos vagabundos del ferrocarril que habían sido encontrados medio enterrados entre los tallos de kudzu resecos junto a las vías del tren; la desaparición de un niño en Violin Road… Pero no era el momento más adecuado para pensar en aquellas cosas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mirando fijamente a Nada—. Supongo que no te habrán echado a patadas, ¿verdad?
La mera idea bastó para que el rostro de Nada se contrajera como si acabase de ser rozado por un viento helado, y todo su cuerpo se estremeció.
—No. Oh, no… Christian me dio la linterna de calabaza. Iba a traérosla. Vine hasta aquí…
—¿Has venido andando desde Violin Road? —le interrumpió Steve—. Mierda, chaval, pero si hay seis o siete kilómetros…
—Sí —dijo Nada—. No quería que los otros se enteraran de que venía aquí. Les dije que iba a…, a dar un paseo. No estabais en casa, pero oí vuestras voces por aquí, y te vi encender algunas cerillas.
—Bueno, ¿qué quieres? —preguntó Steve. Parecía haber recordado de repente que Nada estaba en el bando equivocado—. ¿Es que tu amiguito de los ojos verdes quiere que le envíe a Fantasma? Ya se ha llevado a mi chica, así que supongo que da igual que se quede con mi mejor amigo como propina. —Fantasma le dio un codazo, pero Steve siguió hablando. Le temblaba la voz—. Quizá quiere mi coche, o mi bolsa de maría… Iré a casa ahora mismo y lo envolveré todo para regalo.
Nada clavó la mirada en el suelo.
—No. Yo sólo… He venido a deciros que nos vamos. Todos nosotros…, esta noche. Nos vamos a Nueva Orleans.
—¿Incluso Christian? —preguntó Fantasma—. Es de Nueva Orleans. ¿Vuelve a su casa?
—¿El camarero nuevo? —exclamó Steve—. ¿Cómo cono te has enterado de eso?
—Sí —dijo Nada—. Le da miedo volver porque hay alguien en Nueva Orleans que anda detrás de él, pero no puede permitir que nos vayamos sin él…, y yo nací en Nueva Orleans, así que esta vez realmente puede decirse que vuelvo a casa.
—Supongo que me alegro por ti.
Fantasma se sorprendió al descubrir que echaría de menos a Nada. No había visto al chico desde aquella noche en el club —aquella noche horrible—, pero en aquel momento comprendió que había estado albergando la esperanza de que Nada aparecería algún día en el umbral de su casa porque había abandonado su familia o porque había sido abandonado por ella, y cualquiera de las dos cosas habría significado la salvación para el chico.
Pero eso era imposible. La sangre llama a la sangre. Nada tenía que volver a casa.
—Un momento, un momento… —dijo Steve—. ¿Y por qué has recorrido toda esa distancia sólo para decirnos que os vais? Supongo que esto no tendrá nada que ver con Ann, ¿verdad?
Nada volvió a clavar la mirada en el suelo durante unos momentos y removió las agujas de pino con la punta de su playera.
—Bueno, esperaba que lo supierais… Me temo que intentará seguirnos. Ayer vino y le dijo a Christian… —Nada tragó saliva, miró a Steve y parpadeó varias veces. La penumbra hacía que sus ojos parecieran inmensos—. Olvidadlo —dijo por fin—. Básicamente he venido a despedirme de vosotros. Siento que las cosas ocurrieran de esa manera y me gustaría que todo hubiera sido distinto…, pero ahora estoy con mi familia.
Deslizó los brazos alrededor del cuello de Fantasma, y sus labios agrietados por el frío depositaron un rápido beso sobre su mejilla. Después giró sobre sí mismo.
—¡Espera!
Fantasma extendió una mano y aferró el delgado brazo envuelto en tela negra. Nada volvió la cabeza y le lanzó una mirada recelosa con el rostro medio oculto por las sombras.
—Me asusta, Nada. —Fantasma se echó los cabellos delante de la cara—. Pero necesito saberlo… ¿Qué son? ¿Qué eres?
—Creía que lo sabías.
Nada dio un paso hacia atrás y les obsequió con una gran sonrisa. En cualquier otro rostro tan joven como el suyo habría sido una sonrisa radiante y angelical, pero en el rostro de Nada encajaba tan terriblemente mal que al principio Fantasma no comprendió por qué…, y de repente lo supo. Casi todos los dientes delanteros de Nada habían sido limados hasta dejar las puntas muy afiladas.
—¿Qué le dijo Ann a Christian? —murmuró Fantasma.
—No quiero decíroslo —replicó Nada—. Va a tener un bebé. Dice que es de Zillah.
Fantasma no pudo hablar, y pasado un momento no le quedó más remedio que cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, Nada ya se había esfumado dentro del bosque. Sin el resplandor de la linterna de calabaza para indicar su movimiento, la silueta desapareció tan rápidamente como un espectro negro, y se fundió con las sombras que se acumulaban debajo de los árboles.
Fantasma se volvió hacia Steve. Steve había arrancado una planta del suelo, y estaba utilizando sus hojas para limpiarse la pulpa de calabaza que le había caído sobre la cara.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Fantasma.
—¿Eh? Sí… ¿Por qué no iba a estar bien? —Steve contempló las hojas con las que se había estado limpiando la cara, y las alzó bajo los rayos de la luna—. Matarrobles… Lógico, ¿no? Mierda.
—No eres un roble, así que no lo pillarás —dijo Fantasma.
—¿Cómo lo…? —Steve se golpeó las rodillas con las palmas de las manos—. De acuerdo. De acuerdo, no soy un roble y no pillaré nada feo… ¿Tenemos que esperar aquí hasta que alguien nos lance un cadáver putrefacto a la cara o ya nos podemos ir a la fiesta de R. J.?
—Claro que podemos ir a la fiesta de R. J.
Si Steve quería fingir que no había oído las últimas palabras de Nada y se había negado a ver aquella boca llena de dientes limados, Fantasma no pensaba obligarle a admitir la realidad. Tarde o temprano el peso de lo ocurrido caería sobre Steve, y entonces se armaría un jaleo de mil demonios.
Las luces de la fiesta se veían desde muy lejos. Terry Buckett les abrió la puerta. Llevaba unos calzoncillos largos con signos psicodélicos de la paz pintados encima. Terry echó un rápido vistazo a Steve y señaló por encima del hombro.
—El barril de cerveza está por ahí.
Lo encontraron en el porche trasero metido dentro de un cubo de la basura lleno de hielo. R. J. se reunió con ellos mientras Fantasma manejaba la palanca. Su maquillaje de Drácula estaba bastante corrido en la nariz porque no paraba de subirse las gafas con un dedo.
—Estamos celebrando un festival de películas de vampiros —explicó mientras se agarraba a un poste del porche para no perder el equilibrio—. Ahora está terminando Los viajeros de la noche. Ésa sí que es realmente demasiado para el cuerpo… Ah, y os habéis perdido Jóvenes ocultos.
—Joder, qué pena —dijo Steve con voz hosca, y engulló de un trago la mitad de su primera cerveza.
R. J. puso un vaso goteante en la mano de Fantasma. Tomó un sorbo y captó el sabor cosquilleante de la espuma, la sombra de la cebada y algo que sabía a metal, un sabor rojizo y metálico… No. La cerveza era un líquido puro y limpio de color blanco y oro. Fantasma se apresuró a tragar el sorbo que tenía en la boca, y después apuró el resto del vaso.
Fantasma se sentó en el suelo y se bebió dos vasos más de cerveza. En el festival de películas le había tocado el turno a Vamp. Todos los vampiros parecían ser viejísimos, los restos de una raza gloriosa reducida a dirigir un club nocturno de mala muerte. Intentó hablar con Monica cuando pasó a su lado, pero iba disfrazada de Cuervo de Poe y se negaba a decir nada que no fuese «Nunca más».
Fantasma se disponía a ir en busca de un poco de zumo de frutas cuando Steve apareció delante de él oscilando ligeramente de un lado a otro. Apestaba a cerveza, y su camiseta estaba llena de manchas de cerveza. Steve le agarró por las manos y tiró de él hasta incorporarle.
—Nos vamos.
Fueron tambaleándose hasta el T-bird con Steve descargando la mayor parte de su peso sobre Fantasma. Steve intentó instalarse detrás del volante, pero Fantasma se lo impidió.
—Nanay —dijo—. Esta noche conduzco yo.
Steve dejó caer las llaves del coche en su mano sin discutir. Fantasma se deslizó en el asiento y puso en marcha el motor. Steve se había sentado junto a él y se apoyaba en la puerta. Tenía los ojos entrecerrados y la cabeza alzada hacia el cielo nocturno.
Fantasma extendió el brazo y le rozó el hombro con la mano.
—Steve… Eh, Steve. ¿Adónde vamos?
—A Nueva Orleans —dijo Steve sin apartar la mirada de las estrellas—. Venga, conduce.