25

En cuanto a los demás, todos tenían un coche que conducir o un montón de acompañantes que hacían mucho ruido o por lo menos —como en el caso de Christian— una radio a la que se podía mantener encendida durante toda la noche para que emitiera rock que explotaba de vez en cuando convirtiéndose en estallidos de estática o susurros de voces que casi llegaban a formar palabras.

El decrépito Datsun de Ann nunca conseguiría llegar hasta Nueva Orleans. No tenía coche, no tenía acompañante y había vendido su walkman a una chica del trabajo para poder asistir al concierto que R.E.M. había dado en la Universidad de Duke el mes pasado. Ni siquiera podía escuchar sus cintas de los Cocteau Twins durante el viaje que acabaría reuniéndola con su amado.

Cuando llegó a casa aquella noche ya sabía que iría a Nueva Orleans. Permanecer inmóvil en el patio del remolque hablando con aquel camarero tan alto y decirle que seguiría a Zillah fuera donde fuese había resultado bastante fácil, pero cuando llegó el momento de ponerse en movimiento… Bueno, eso era algo que debía ser meditado durante un buen rato.

Ann lo fue meditando en el trabajo mientras atendía las mesas en el restaurante hispano cuya moqueta roja y papel de pared con copos de oro pasaba por el colmo de la elegancia en los páramos de Carolina del Norte, y cuando se marchó ya había conseguido redactar una nota dirigida al encargado de la cocina en la que explicaba que un familiar suyo se había puesto enfermo de repente, ¿y tendrían la amabilidad de enviar su finiquito a Ann Bransby-Smith. Entregas Generales, Nueva Orleans, Louisiana? En realidad no esperaba llegar a ver nunca aquel dinero. Quizá cuando Zillah comprendiera que realmente le amaba se encargaría de atender a sus necesidades. Después de todo, el forro de seda púrpura de su capa indicaba riqueza, ¿no?

Ann había dado muchas vueltas al asunto, pero su decisión aún la asustaba un poco. ¿Marcharse de Missing Mile? Nunca lo había hecho, ni siquiera para estudiar en la universidad. Después de graduarse en la secundaria no había presentado ninguna solicitud de matrícula univesitaria porque se había dicho que iba a tomarse un año de descanso para concentrarse en su pintura. Steve y Fantasma irían a la Estatal, y si acababan opinando que la universidad merecía el desplazamiento Ann quizá decidiría imitarles; pero el año se convirtió en dos. Steve y Fantasma se desilusionaron y acabaron regresando a casa, y volvieron a sumergirse en sus sueños de llegar a ser estrellas del rock.

Ahora no podía hablar con Steve, y no creía que pudiera volver a hablar con él nunca más; pero aún estaba Eliot, a sólo quince kilómetros de carretera de allí, y Eliot no sabía nada sobre la noche que había pasado con Zillah delante de El Tejo Sagrado. Podía ir a verle cualquier día en cuanto hubiera salido de trabajar. Ann admitió ante sí misma que últimamente no había tenido muchos deseos de verle. Eliot se negaba a fumar hierba, parecía escandalizarle un poco que Ann lo hiciera e incluso había llegado al extremo de decirle que le gustaría que dejara de fumar sus Camel sin filtro. «Bueno, por lo menos podrías pasarte a alguna marca baja en nicotina y alquitrán, ¿no te parece?», le había dicho, y no había comprendido por qué Ann se había echado a reír. Eliot ni siquiera era capaz de beber más que ella. ¿Qué clase de hombre empezaba a tener sueño después de haberse bebido tres latas de Lite? Lo único que realmente le gustaba beber a Eliot eran esos repugnantes combinados de ginebra y Coca-Cola.

Ann no podía fingir que Eliot siguiera importándole. El fin de semana pasado había intentado ponerla celosa contándole que su exesposa iba a venir al pueblo. «No tiene ningún sitio donde alojarse —le había dicho haciéndose el inocente—. ¿Crees que debería ofrecerle mi casa?». Ann no se había quedado en Missing Mile por Eliot, y le importaba una mierda lo que hiciera o dejara de hacer. Tampoco se había quedado por Steve, claro, y sólo ella sabía que se había quedado por su padre. Las rarezas de Simón la habían mantenido allí, y habían conseguido preocuparla lo suficiente como para que fuese retrasando el momento de iniciar una vida independiente. Ahora esas rarezas se habían convertido en el último factor de todo el conjunto que la impulsaba a marcharse. Si su padre llegaba a descubrir que estaba embarazada…, bueno, entonces pensaría que era una estúpida, y Simón siempre había tenido muy poca paciencia con la estupidez.

Pero ahora ninguno de aquellos hombres importaba. Steve, Eliot, Simón…, no eran más que nombres que se alejaban a toda velocidad hacia el pasado, nombres que no poseían ni un átomo de la magia susurrante presente en Zillah. Ann murmuraba su nombre para sí misma continuamente. Era como el sabor de la nata batida, como un beso muy profundo dado con la lengua.

Fue hasta Violin Road, pero el remolque estaba a oscuras. La camioneta negra y el Bel Air plateado habían desaparecido, y un aura de vacío y abandono parecía flotar alrededor del remolque. Ya empezaba a tener el aspecto de que nadie había vivido en él desde hacía mucho tiempo. Bien, así que iban de camino a Nueva Orleans… Ann no tardaría en ir hacia allí.

Cuando llegó a casa vio que el coche de Simón tampoco estaba allí. Quería verle una vez más, pero tenía miedo de lo que podía ocurrir. Era como tenía que ser, ¿no? Empezó a hacer el equipaje. ¿Qué debía meter en la única bolsita de viaje que podría transportar consigo? Ann deseó poder llevarse la nueva serie de cuadros que había empezado. Todos estaban inacabados, y todos mostraban rostros con astutas sonrisas rosadas y verdes ojos iridiscentes. Pero los cuadros tendrían que quedarse allí. Cuando estuviera en Nueva Orleans no los necesitaría para nada. Ann cogió su ropa interior de encajes negros y dos pares de viejas bragas de algodón rosa. Después le llegó el turno a su cepillo de dientes, sus cigarrillos, su pequeña pipa de madera y su lata de película, que contenía tres pellizcos de maría que había obtenido de Terry después de mucho rogar. Quizá necesitaría relajarse con una fumadita a escondidas en algún lavabo de una estación de autobuses entre Missing Mile y Nueva Orleans, o en algún lugar de los pantanos.

Vio que aún quedaban unas cuantas hojas resecas y quebradizas en el fondo de su cuenco, así que decidió dar un par de caladas a la pipa. La hierba le sentó fatal. Ann se quedó inmóvil contemplando sus posesiones, y se sintió repentinamente incapaz de dejar nada atrás. Su sombrero de luto con el velito negro, su colección de discos… El póster de R.E.M. parecía observarla desde la pared, y los ojos de Stipe eran pura pérdida y dolor, y los de Peter Buck eran dos círculos de fuego oscuro. ¿Cómo podía abandonar sus pósters, sus ropas, sus lienzos y su caja de pinturas?

Agarró frenéticamente un chal de encaje negro y se lo anudó alrededor del cuello. Bueno, al menos eso iría con ella… Se puso un collar de cuentas de ébano, un suéter gris y una falda con el forro de seda desgarrado. Estaba inmóvil delante del espejo añadiendo carmín y sombra de ojos plateada a su maquillaje (dentro de unas dieciocho horas quizá volvería a ver a su único y verdadero amor, así que debía estar lo más hermosa posible), cuando oyó a Simón en la puerta principal. Se quitó la boina y empujó la bolsa de viaje con el canto del pie hasta dejarla escondida debajo de la cama.

Ann le oyó avanzar cautelosamente por entre el desorden de la sala, abriéndose paso poco a poco a través de los montones de libros y periódicos y enfatizando a cada momento lo descuidada que estaba la habitación. Era él quien sacaba los libros de los estantes y leía los periódicos, pero se suponía que Ann debía mantener la casa en un estado impecable. Ése era uno de sus deberes. Simón era un auténtico fanático de los deberes, y se los tomaba muy en serio. A veces Ann se preguntaba si no desparramaba sus cosas por todas partes para conseguir que la ausencia de botellas de licor resultara un poquito más obvia. Afirmaba no haber tomado un trago de alcohol desde hacía cinco años, seis meses y veinte días, y Simón nunca se equivocaba.

Y aquí estaba Simón por fin, una silueta bajita y delgada enmarcada en el umbral. Su cabellera llevaba días sin ser peinada y formaba una nube enloquecida alrededor de su cabeza. Tenía una abundante melena blanca como la nieve, y la penumbra del pasillo hacía que su piel pareciese casi fosforescente. Durante el verano Ann había estado bastante preocupada por la salud de su padre. Simón había venido de Dorchester hacía veinte años, pero los veranos cálidos y húmedos de la región aún conseguían afectarle mucho. Era como una planta ártica cuya frágil estructura necesitara la presencia continua de los cristales de hielo. Durante el verano su cabellera se volvía flácida, y hasta las bolsas oscuras que tenía debajo de los ojos transpiraban abundantemente; pero en invierno Simón exudaba una especie de vitalidad enloquecida.

De repente Ann estuvo segura de que su padre podía leer en su mente, o que era capaz de atravesar el colchón con la mirada y ver la bolsa de viaje que había debajo de la cama. Empezaría a discutir con ella de una forma muy calmada y razonable, pero sus argumentos serían escurridizos e incomprensibles. No habría ningún asidero al que Ann pudiera agarrarse para replicar, y diez minutos después de que Simón hubiera empezado a hablar, Ann se sentiría como si estuviera intentando desenterrar gusanos con una cuchara. Media hora después se sentiría como si estuviera intentando introducir un clavo en una gota de mercurio. Una hora, dos o tres más, y Simón habría conseguido convencerla de que olvidara aquella idea tan estúpida que se le había metido en la cabeza. Ann no iría a la estación Greyhound, no cogería el expreso nocturno a Nueva Orleans y nunca más volvería a ver a Zillah.

Simón había conseguido convencerla de que no hiciera tantas cosas…

Pero lo único que dijo al verla fue: «Buenas noches, hija».

Su forma de dirigirse a ella consiguió que Ann sintiera una mezcla de irritación y ternura hacia él, algo que le ocurría siempre.

—Hola, Simón —dijo.

—¿Has tenido un día…?

—Bastante asqueroso.

Simón asintió y permitió que sus labios esbozaran el comienzo de una sonrisa. Ann siempre hablaba con un ligero gangueo tan típico de Carolina como el que había impregnado la voz de su madre, pero Ann sabía que a su padre le divertía oírla imitar el acento de Simón.

—Igual que el mío. Hoy he diseccionado tres sapos. No había cambios en ninguno de ellos.

Al parecer hubo un tiempo en el que Simón daba clases en una de las Grandes Universidades del Mundo. Ann no estaba muy segura de en cuál, ya que Simón había hecho misteriosas alusiones a Francia, Alemania y el Reino Unido. Ya estaba retirado, y ahora pasaba los días en su estudio intentando cambiar la composición química de varios tipos de sangre. Hasta fechas muy recientes había utilizado la suya, y en algunas ocasiones la de ella; y una vez en que Steve estaba muy borracho le había ofrecido una muestra.

Pero últimamente Simón había empezado a trabajar con animales. Ann aún recordaba el ataque de nervios y de llanto que había sufrido el día en que sorprendió a su padre abriendo en canal los restos de Sarah Jane, una gatita blanca y negra a la que Ann llevaba una temporada dando de comer en los peldaños de atrás. Desde entonces y por lo que ella sabía, Simón se había limitado a utilizar ratones adquiridos en el Woolworth de Corinth y sapos que capturaba en el solar vacío de al lado de su casa. Inyectaba cantidades variables de su sangre en los sapos, y a veces también les inyectaba LSD líquido. Los sapos no parecían reaccionar de ninguna manera especial, dejando aparte el que saltaban como locos.

Simón la miró por encima del borde de sus gafas contemplándola con una expresión extraña.

—¿Estabas pensando en salir esta noche, Ann?

Ann lanzó una mirada involuntaria al espacio que había debajo de su cama. El faldón de la colcha ocultaba la bolsa de viaje, pero volvió a tener la seguridad de que su padre podía ver a través de una simple tela y de que conocía sus intenciones.

—Quizá vaya a El Tejo —dijo.

—No irás a ver a Steve, ¿verdad? Después de la forma en que te deshonró…

Ann sólo le había dicho que Steve la había abofeteado, y por una vez Simón había dado una de sus rarísimas muestras de sensibilidad y no le había hecho más preguntas al respecto.

—No, Simón —dijo—. No voy a ver a Steve.

—No irás a ver a ese amigo suyo tan peculiar, ¿verdad?

—Simón, Fantasma no es… —Ann se calló. Decir que Fantasma no era peculiar no serviría de nada, y de todas formas no era lo que le había pasado por la cabeza—. Fantasma nunca me ha hecho nada —dijo por fin.

—Desearía que no salieras esta noche, hija.

Ann le miró.

—¿Me lo estás pidiendo o me lo estás ordenando?

—Siempre pienso en lo que es mejor para ti —dijo Simón con voz gélida.

Ann se frotó las muñecas. Cuando tenía dieciséis años había vuelto totalmente borracha a casa una noche. Por aquel entonces Simón aún bebía, pero eso no había servido para que sintiera ninguna compasión hacia ella. Su padre la había atado a los postes de su cama con unos trozos de cuerda, y la había mantenido atada allí durante siete horas hasta que Ann se orinó encima y suplicó que le perdonara su estupidez. El recuerdo de la dolorosa rozadura de las cuerdas y la orina quemándole la piel nunca había llegado a esfumarse del todo.

—Así que se supone que no he de salir esta noche —dijo—. Se supone que debo quedarme en casa y cuidar de ti.

La sensación de derrota se iba acumulando poco a poco en su interior. Oh, ¿por qué Simón siempre tenía que salirse con la suya de una manera o de otra?

Quizá no tenía por qué ser así…

Ann volvió a alzar la vista hacia él, y esta vez intentó que sus ojos estuvieran llenos de sumisión y trató de eliminar el dolor helado que se había ido extendiendo por su rostro.

—Lo siento, papá. —Eso nunca fallaba—. He tenido un día muy duro en el trabajo… ¿Por qué no vas a leer el periódico o alguno de tus libros de la biblioteca pública? Prepararé una cafetera.

Simón se sintió conmovido y cruzo la habitación para darle un beso en la frente. Ann tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no encogerse y tratar de esquivarlo, porque estaba segura de que Simón lo averiguaría todo en cuanto sintiera el sabor salado del sudor que perlaba la línea del nacimiento de su pelo. Pero después de besarla su padre se irguió y la obsequió con otra sonrisa torcida.

—Puedes descansar —dijo—. Yo prepararé el café.

¡No, maldición! Así no conseguiría nada… Ann decidió utilizar su sonrisa más dulce y radiante. El sabor del vómito subió por su garganta.

—Deja que me encargue yo —dijo—. Sé que quieres echar un vistazo al periódico. Hay otro artículo sobre las desapariciones.

El cebo resultaba irresistible. Simón había seguido todas las noticias referentes a las desapariciones con una extraña avidez, sobre todo teniendo en cuenta que las víctimas no eran más que un par de vagabundos y un niño que había pasado toda su existencia entre la mugre de Violin Road. Quizá también las había estado diseccionando.

En cuanto Simón salió de la habitación, Ann hurgó en el primer cajón de la cómoda hasta que encontró una botellita de plástico. Desenroscó el tapón y sacudió la botellita hasta hacer caer su contenido sobre la palma de su mano. Contempló las píldoras diminutas delgadas como obleas y la V troquelada en el centro. El valium se remontaba a la última enfermedad nerviosa de su madre, y Ann había robado la botellita del botiquín hacía un año. Se había tomado casi todas las píldoras durante varias noches en las que no podía dormir, y ahora sólo quedaban aquellas. Ann esperaba que hubiera un poco de descafeinado en la nevera.

—Aquí tienes —dijo unos minutos después mientras colocaba un tazón amarillo sobre el brazo del sillón de Simón—. Me ha salido un poco fuerte, así que he echado montones de azúcar. Espero que no esté demasiado dulce.

—Estoy seguro de que sabrá estupendamente —dijo Simón.

Ann contuvo el aliento mientras su padre tomaba el primer sorbo del café, pero su rostro entrevisto a través de las nubéculas de vapor se limitó a mostrar cansancio y satisfacción. Podía haber sido cualquier padre permitiendo que su hija le trajera una taza de café después de un duro día de trabajo. Ann aún sentía una cierta tristeza.

Una hora después Ann depositó un beso casi imperceptible en sus labios y cerró la puerta principal detrás de ella. La respiración de Simón era un poco irregular, y Ann captó el sabor amargo del café y el tranquilizante en su boca, pero ya tendría tiempo de enviarle una plegaria y una maldición cuando estuviera a bordo del autobús. Ahora nadie podía impedir que fuera a reunirse con su verdadero amor.

El Greyhound la fue llevando hacia el sur mientras la congelaba hasta la médula de los huesos con el aire acondicionado ajustado para mediados de agosto, no para aquella noche del mes de noviembre. Cuando el autobús empezó a alejarse de la masa oscura de la estación, Ann se medio incorporó en su asiento con una mano sobre su bolsa de viaje y la otra mano levantada para pedir al conductor que detuviera el autobús. «Espere —estuvo a punto de decir—. Espere, creo que he perdido la cabeza durante un rato, déjeme bajar y devolveré mi billete y regresaré a mi casa, quizá Steve quiera volver a aceptarme, quizá mi padre me dé la bienvenida a casa…».

Pero el autobús tembló y se sacudió y la hizo caer sobre su asiento, y un instante después cruzaban dando tumbos las vías del ferrocarril que se alejaban de Missing Mile, y Ann vio un presagio, dos luces de señales del ferrocarril que brillaban en la noche, a mucha distancia vías abajo, indicando la presencia de otro cruce.

Las luces eran verdes.

De un verde muy brillante.

Tenían el mismo color que los ojos de su amante.