4

Yendo de nuevo en dirección sur, alejándose de la frontera con Virginia para volver a casa, Steve metió el coche por una carretera secundaria y avanzó hacia la colina. El pueblo de Roxboro solía fascinar a Fantasma, y hacía que pegara el rostro al cristal de la ventanilla intentando ver todos los restaurantes de barbacoa y las barberías el túnel de lavado Orgullo del Sur cuyo letrero enviaba el misterioso mensaje: TAL COMO PENSAMOS, ASÍ SOMOS; su único y medio ruinoso club nocturno delante del que siempre había siluetas oscuras que acechaban fuera cual fuese la hora y la temperatura.

Pero aquella noche Fantasma había guardado silencio durante toda la travesía de Roxboro. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada vacua, y parecía seguir absorto en su historia. Steve quería alejarle de aquellos gemelos, aquellos gemelos del sueño que agonizaban o estaban muertos. Los espectros de los sueños de Fantasma se adueñaban de él con demasiada frecuencia, incluso después de que despertara, y reclamaban toda su atención y un pedacito de su alma.

Las visiones preocupaban a Steve tanto como le encantaban. Desde que se habían hecho amigos, Steve pensaba en sí mismo como el protector de Fantasma porque era un año mayor que él, y porque Fantasma tenía una excesiva tendencia a quedar suspendido en un precario equilibrio sobre el borde de la realidad. Fantasma vivía con un pie en el mundo de cerveza, guitarras y amigos de Steve, y mantenía el otro pie en la descolorida tierra de Nunca Jamás de sus visiones. La realidad solía ser demasiado para Fantasma. Podía dejarle perplejo, e incluso podía llegar a hacerle daño.

A veces parecía como si Fantasma consintiera en vivir en el mundo única y exclusivamente porque Steve estaba en él, y porque Fantasma no estaba dispuesto a dejarle solo. «Por favor, Dios o Quien seas —pensó Steve mientras cruzaba los dedos sobre la curva del volante—, por favor, no permitas que cambie de parecer respecto a eso…».

Fantasma era tan condenadamente importante, tan valioso… Cuando Fantasma estaba a su lado los acontecimientos ordinarios —una pizzería, un tramo recto de autopista— se volvían extraños, quizá amenazadores, quizá enloquecidos y muy hermosos. Fantasma era capaz de teñir la realidad, y Steve permitía que la realidad fuese teñida y veía cosas que de lo contrario jamás hubiese llegado a ver, cosas que no siempre creía o comprendía. Steve admitía ante sí mismo que Fantasma podía atribuirse el gran mérito de haber salvado su imaginación de la muerte-en-vida de la adolescencia.

«¿Y aquella otra vez que estabas conduciendo a altas horas de la noche? —pensó—. Era tarde, demasiado tarde, y estabas conduciendo con Fantasma sentado a tu lado, y se las arregló para convencerte de que habías metido el coche en el océano… Viste peces voladores y estrellas de mar, y viste una piscina llena de aire». Quizá se había quedado dormido detrás del volante; quizá él y Fantasma podían considerarse afortunados porque el T-bird no había acabado convertido en un lazo metálico alrededor de un árbol con los dos hechos papilla dentro de él. Quizá era eso lo que había ocurrido, pero básicamente Steve se limitaba a aceptar la ración de magia que el mundo le había entregado bajo la forma de Fantasma, y se engañaba a sí mismo diciéndose que él —el intrépido Steve Finn— era su protector. El protector… Oh, sí, claro.

Porque, pensándolo bien, ¿qué sería la vida sin Fantasma, y especialmente en aquellos momentos? Steve creía conocer la respuesta a esa pregunta: un montón de mierda, eso era lo que sería la vida; un montón de mierda y de dolor, un montón de vacío y soledad imposibles de soportar. Últimamente era Fantasma quien cuidaba de él y no al revés. Steve se había sorprendido en más de una ocasión pensando en la muerte a altas horas de la noche. «Basta con que vayas a Raleigh y consigas unas cuantas pastillas de barbitúricos, y luego sólo has de comprar un litro de whisky durante el trayecto de vuelta a casa. Después te lo tomas todo al mismo tiempo, porque ése es el único combinado que nunca te producirá resaca». Pero Steve era tan incapaz de engullir ese combinado como de echarlo a la fuerza por la garganta de Fantasma. Su amistad era lo único que le mantenía cuerdo en aquellos momentos, y Steve suponía que la deuda que había contraído con Fantasma no se limitaba a eso.

No sabía por qué, pero la última imagen del sueño de Fantasma —los gemelos acostados sobre su colchón sin sábanas, dos cuerpos achatados cuya belleza se había consumido— se había mezclado en su mente con el cadáver del chico muerto al lado de la carretera que habían visto cincuenta kilómetros más atrás. Las dos imágenes flotaban delante del rostro de Steve impidiéndole ver la carretera con claridad. Meneó la cabeza para expulsarlas de su cerebro. Cuando Fantasma se volvió a mirarle, Steve vio la muerte en los ojos de Fantasma, y la muerte era una sombra pálida de contornos borrosos.

—Vayamos hasta la colina —dijo Steve—. Seguro que se está muy bien allá arriba… Veremos las estrellas.

—Las estrellas nos están esperando —dijo Fantasma cuando el T-bird llegó al final de la carretera secundaria y salió de ella.

Estaban en un claro lleno de matorrales y de flores silvestres de finales del verano. Las latas y las botellas vacías brillaban con un débil resplandor entre los tallos de hierba, y no sólo no empañaban la extraña belleza de la colina sino que parecían reflejar las inmensas estrellas que ardían en el cielo.

La carretera se extendía detrás de ellos serpenteando en la lejanía hasta llegar a Missing Mile; ante ellos una alambrada marcaba el final de la colina, y los acres de pastizales se alejaban en una suave pendiente bajando poco a poco hasta llegar a la orilla del lago Hyco. A kilómetros de distancia —Steve creía que eran kilómetros, pero la atmósfera se hallaba tan limpia que no podía estar seguro de ello— se alzaba la masa luminosa de la central eléctrica, un coloso verde y blanco que dejaba escapar un tenue rugido y se reflejaba en las aguas del lago. Allí todo estaba muy verde, y todo parecía florecer incluso después del cálido verano de Carolina. La hierba crecía muy alta, los pastizales de las vacas se perdían a lo lejos y el roble inmenso extendía sus ramas sobre el claro.

Fantasma conocía todas las historias de aquel roble. Decía que en una ocasión un indio había trepado a él para escapar de un oso. Las marcas de las garras del oso seguían allí, a dos metros y medio tronco arriba, unas señales muy profundas que parecían retorcerse en la gruesa corteza. Fantasma decía que las garras habían hecho mucho daño al árbol, y que el roble había sangrado una savia casi transparente para llenar la herida y detener la llamarada de aquel dolor ciego. Ahora la cicatriz había quedado cubierta por un nudo invulnerable, y el árbol canturreaba al compás del zumbido de la central eléctrica que se alzaba junto al lago.

Fantasma clavó los ojos en el árbol, muy probablemente saludándolo en silencio. Steve permaneció inmóvil con una mano sobre el capó caliente del T-bird. Deslizó la otra mano a través de sus cabellos y se echó los mechones rebeldes detrás de las orejas intentando domarlos.

—¿Qué mató a ese chico? —preguntó por fin aunque no quería hacerlo.

Fantasma se encogió de hombros y empujó su flequillo hacia delante echándoselo sobre la frente.

—Algo malo…, algo realmente malo.

Steve abrió la boca para decir «No me jodas», pero se lo pensó mejor y no dijo nada. Cuando estabas con Fantasma había momentos en los que te resultaba imposible decirle según que cosas. Fueron hasta la alambrada y contemplaron los pastizales que se alejaban en dirección de la central eléctrica. Steve curvó los dedos sobre el alambre espinoso. Estaba frío, más frío que el aire de la noche…, tan frío como la carne muerta. Steve se estremeció.

—Un psicópata —dijo—. Un perro…, puede que ese doberman que tenía la señora. ¿Crees que aún puede quedar algún lobo por los alrededores?

Fantasma se echó los cabellos hacia atrás y meneó lentamente la cabeza.

—No fue ni un lobo ni un perro. ¿Cómo podrían haber dejado seco al chico de esa manera? Y si piensas que fue un psicópata, ¿cómo es que no te asusta estar aquí arriba a estas horas? Se habría largado, ¿no? Podría andar por cualquier parte…

—Probablemente ahora ya habrá cruzado la frontera de Virginia.

Steve volvió a ver la caverna de la garganta; la mano morena, pequeña y frágil con el polvo de la carretera incrustado en los surcos de su palma. Podía sentir el frío roce del aire en sus ojos, el contacto que los resecaba y los iba enfriando poco a poco. Entrecerró los párpados y volvió la cabeza hacia la central eléctrica haciendo que las luces se mezclaran en un borroso manchón, una masa de claridad que le deslumbraba…, y un instante después Ann volvió a adueñarse de sus pensamientos.

Se acordó de la última vez que había subido a la colina, hacía ya varios meses. Había venido con ella. Hicieron el amor sobre una manta desplegada encima del asiento trasero del T-bird, y hacía calor y sudaron mucho, pero el fresco aire nocturno de la colina había soplado sobre sus cuerpos, y las luces de la central eléctrica se habían confundido entre sí hasta formar una sola masa luminosa igual que hacía unos momentos.

Steve irguió los hombros y cruzó los brazos delante del pecho disponiéndose a decir «Venga, larguémonos de aquí», y un momento después vio que Fantasma le estaba ofreciendo una manzana verde. Para distraerle, claro, y el truco funcionó. Steve no tuvo más remedio que preguntarse de dónde demonios había salido aquella manzana. Le dio un buen bocado y se la devolvió mientras masticaba lentamente dejando que el zumo de sabor dorado se deslizara sobre su lengua. Suculenta, dulce…, el sabor hizo que se sintiera mejor.

—¿Te acuerdas del Garfio? —preguntó después de haber tragado el bocado de manzana—. Ya sabes, ese viejo cuento de miedo…

—Ajá —dijo Fantasma mientras se comía el corazón de la manzana.

Steve aguardó en silencio. Quería ver si Fantasma escupiría las semillas, y cuando no lo hizo volvió a hablar.

—Ya sabes, la historia de la parejita que había ido al Paseo de los Enamorados… Están jodiendo en el asiento trasero, y de repente en la radio empiezan a dar un boletín de noticias sobre un loco que se ha escapado del asilo que hay en las afueras de la ciudad…, un psicópata con un garfio en vez de una mano.

Steve miró a Fantasma. Fantasma estaba apoyado en uno de los postes de la alambrada y tenía la cabeza echada hacia atrás para contemplar el cielo. La luna se había ocultado detrás de una nube. El rostro de Fantasma estaba envuelto en las sombras, y Steve apenas podía verle los ojos. Quizá le estuviera escuchando, pero también cabía la posibilidad de que estuviera recibiendo mensajes de una civilización colectivista agraria de los alrededores de Alfa Centauro.

—Bueno, el caso es que se largaron a toda leche del Paseo de los Enamorados —siguió diciendo Steve, aunque no sabía si Fantasma le estaba escuchando—, y cuando llegaron a casa el chico salió del coche y fue a abrirle la puerta a la chica. ¿Y qué crees que encontró? ¡Un maldito garfio colgando de la manija de la puerta!

Steve se inclinó hacia adelante y pronunció las últimas palabras con los labios casi pegados a la oreja de Fantasma.

Fantasma dio un salto y estuvo a punto de caerse. Contempló a Steve en silencio durante varios segundos, y acabó sonriendo.

—¿Se largaron a toda leche del Paseo de los Enamorados? —preguntó.

Los dos volvieron la mirada hacia el T-bird aparcado en el claro. El coche parecía un enorme animal cubierto de polvo, y de vez en cuando su motor dejaba escapar algún que otro gemido metálico a medida que se iba enfriando.

—¿Cómo es posible que…? —empezó a decir Fantasma.

En cuanto le oyó hablar, Steve supo que Fantasma iba a exhibir de nuevo aquella lógica tan extraña e irritante que se adueñaba de él en algunas ocasiones. Iba a preguntarle por qué la parejita tenía la radio del coche encendida mientras follaban, o por qué el psicópata había intentado abrir la puerta del coche con el garfio cuando podría haber utilizado la mano; pero un instante después la luna emergió de detrás de la nube que la había ocultado e inundó la colina con una luz fría y blanca, y Fantasma tragó aire de repente haciendo mucho ruido, como si algo le hubiera asustado.

Steve siguió la dirección de la mirada de Fantasma hasta el roble y no vio nada, pero sabía que Fantasma estaba viendo algo allí…, y aunque no estaba muy seguro del porqué, eso resultaba mucho más aterrador que si Steve lo estuviera viendo con sus ojos.

Fantasma podía sentir cómo se movían sus pies. No les había ordenado que se movieran, y ni siquiera estaba seguro de si quería que se movieran. Dio varios pasos hacia el roble, y cuando estuvo lo bastante cerca de él los contornos de las ramas se volvieron más nítidos y sólidos.

Estaban sentados a horcajadas encima de una rama baja. Balanceaban las piernas de un lado a otro, y sus manos trepaban por el tronco moviéndose como delicados insectos blancos. Un poco más cerca, y Fantasma pudo oler el extraño y embriagador aroma a incienso perfumado con fresas, a cigarrillos de hierbas aromáticas, a vino y sangre y lluvia, y al sudor de la pasión que brotaba de ellos. Era el olor de todas las cosas que habían amado cuando estaban vivos, las cosas que habían ido tirando de ellos hasta las profundidades y que habían impulsado a cada uno a alimentarse con la esencia del otro hasta que los dos se habían quedado totalmente resecos y vacíos; pero en la medianoche de esta colina bañada por la pálida luz de la luna, los gemelos seguían siendo hermosos. Vestían sedas de muchos colores, sedas que capturaban la claridad de la luna y la devolvían convertida en mil tonalidades de iridiscencia; y cuando contempló sus rostros Fantasma no pudo ver en ellos ni rastro de la telaraña de la edad. Lo único que vio fueron sus labios oscuros, su sedosa cabellera frágil y quebradiza de un falso color amarillo limón y de un rojo cereza y sus ojos como perlas plateadas, ojos sin pupilas velados por una película finísima.

Pero los gemelos le estaban mirando, y Fantasma lo sabía, y cuando estuvo lo bastante cerca como para tocar el tronco del árbol, uno de ellos le habló. Sólo fue su nombre, murmurado a través de las ramas —«Fantasma»—, pero fue como si un viento repentino hubiera llegado soplando desde un mar extraño, como un roce invisible en una habitación vacía. Fantasma apoyó una mano sobre el tronco, cerca de aquella esbelta pierna envuelta en sedas, aquel miembro tan tangible que sintió el deseo de acariciarlo.

¿Por qué estaba viendo a aquellas criaturas de su sueño? Había pensado que eran dignas de compasión, pero ahora le asustaban. Fantasma se sorprendió preguntándose en qué se habrían convertido los gemelos después de su muerte, y qué clase de cambios habría producido la muerte en ellos. Si estaban vivos de alguna manera incluso ahora, ¿qué permitía que lo estuvieran? ¿Y, para empezar, por qué había soñado con ellos?

Fantasma estaba acostumbrado a hacerse aquel tipo de preguntas. Los muertos le habían visitado en sus sueños; había soñado con el futuro y lo había visto con tanta claridad como si fuese un cuento impreso en un libro; había sido capaz de captar los pensamientos y las emociones de las personas que estaban cerca de él —y de otras personas si se concentraba lo suficiente—, y eso era algo que le ocurría desde hacía mucho tiempo, tanto como el que podía abarcar su memoria…, pero nunca había recibido la visita de criaturas de uno de sus sueños mientras estaba despierto.

—¿Qué pasa? —gritó Steve desde el otro extremo del claro.

—Hola, Fantasma —dijo el gemelo de los cabellos carmesíes.

Inclinó la cabeza hacia Fantasma, y sus labios cubiertos de carmín se curvaron en una sonrisa. Aquellos labios resultaban demasiado oscuros en ese rostro tan pálido de rasgos afilados y angulosos, y en aquella sonrisa no había ni rastro de calor, tan sólo el espasmo de unos músculos olvidados hacía mucho tiempo. Aquella sonrisa era el recuerdo de una sonrisa, pero Fantasma alzó la mirada hacia aquellos ojos que parecían discos de plata, y no temió por su propia seguridad…, o al menos todavía no. Los gemelos llevaban mucho tiempo muertos, si es que en realidad habían vivido alguna vez fuera de su sueño.

—Pues claro que no hemos vivido nunca —dijo el primer gemelo, captando el pensamiento de Fantasma—. Somos tu sueño, nada más.

—Nosotros no vamos por ahí matando negritos en carreteras solitarias mucho después de la medianoche sólo para chupar sus vidas.

—¿Verdad que cuando murió tenía un sabor exquisito, amor? No, Fantasma, nosotros no chupamos la vida de ese chiquillo.

—Nooooo, no fuimos nosotros, no lo hicimos para poder seguir siendo hermosos. No somos más que tu sueño…

Estaba claro que no tenían ninguna intención de ser creídos. Fantasma captó una vaharada a podredumbre, un olor a seco y rancio medio oculto bajo el aroma exótico de los gemelos que tenía ribetes de un marrón claro. De repente su piel adquirió una apariencia quebradiza, como si bastara con el roce de una brisa para desprenderla del frágil marfil de los huesos. Fantasma sintió el deseo de preguntarles si pudrirse resultaba doloroso, y si se sentían solos dentro de su tumba. Quería saber si estaban enterrados juntos en un féretro lo bastante grande como para contener dos cuerpos, lo bastante grande para dos cuerpecitos resecos que sabían cómo encajar el uno con el otro igual que si fueran un rompecabezas de sangre y huesos, o si sus tumbas se encontraban la una al lado de la otra, y si tenían que abrirse paso a través de la tierra para estrecharse la mano.

Tenía que averiguar qué eran, tenía que descubrir si eran peligrosos. Extendió un brazo de mala gana e intentó entrar en contacto con sus mentes, y las encontró a regañadientes. Sus mentes eran como ecos, como habitaciones encantadas de las que había huido todo rastro de vida. El roce de sus pensamientos era un ligero revoloteo, un contacto tan frío y plateado como el de las lápidas de un cementerio y tan voraz como el de los animales que anhelan alimentarse. Los gemelos se llevaron a Fantasma a la tumba con ellos, y Fantasma contempló la oscuridad más oscura que jamás hubiera existido, aquellas tinieblas más oscuras que una noche sin estrellas sobre la montaña en la que había nacido, más oscuras que la oscuridad que iba subiendo poco a poco detrás de sus párpados cerrados cuando se acostaba en su cama por la noche, más oscura que la hora que precede al amanecer.

Yacía sobre un lecho de satén podrido, y podía sentir cómo sus tejidos se iban resecando y se marchitaban poco a poco dentro de él, y podía sentir el movimiento secreto y lleno de amor de las criaturas que compartían su sepulcro, los gusanos de cuerpos blanquecinos, los escarabajos relucientes con sus delicadas patitas negras, las criaturas sin forma ni nombre que eran demasiado diminutas para poder ser vistas, las cosas hambrientas que convertían su carne en una tierra nueva y fértil…

—¿Qué coño estás haciendo, Fantasma?

Las manos de Steve se posaron sobre él, grandes, fuertes e innegablemente reales, y los dedos huesudos de Steve se incrustaron en los hombros de Fantasma.

Fantasma se apoyó en Steve.

—No duele —dijo.

¿Con quién hablaba? ¿Con Steve, con los gemelos…? No lo sabía, y le daba igual.

—¿Qué es lo que no duele? ¿Con quién estás hablando?

—La muerte no duele —dijo uno de los gemelos, y una luz extraña ardió en sus ojos plateados—. La muerte es oscura, la muerte es dulce.

El otro gemelo siguió recitando la letanía.

—La muerte es todo lo que dura para siempre. La muerte es la belleza eterna.

—La muerte es un amante que tiene mil lenguas…

—Un millar de caricias de insecto…

—Morir es fácil.

—Morir es fácil.

—MORIR ES FÁCIL Y NO DUELE, MORIR ES FÁCIL Y NO DUELE, MORIR ES FÁCIL Y NODUELEMORIRES…

¡Callaros! —gritó Fantasma. El canturreo fue aumentando de volumen dentro de su cabeza, se convirtió en el ritmo de su corazón y fue atrayéndole hacia su interior—. ¡Basta! ¡Dejadme en paz!

Y un instante después los brazos de Steve estaban a su alrededor, y en vez del olor a especias podridas de los gemelos sólo había el olor de Steve, cerveza y cabellos sucios y miedo y amor, y Fantasma enterró el rostro en la negra blandura del algodón de la camiseta de Steve. Cuando volvió a abrir los ojos, los gemelos se habían esfumado. Fantasma sólo pudo oír el rugido distante de la central eléctrica que se alzaba al otro lado del agua, y sólo pudo ver las ramas del roble, el enredo de líneas retorcidas que se alzaba y subía estirándose como si quisiera llegar hasta el cielo despejado en el que brillaban las estrellas.

Fantasma no habló demasiado durante el trayecto de vuelta a Missing Mile. Se limitó a contar a Steve que los rostros de los gemelos eran de una belleza salvaje, que vestían sedas multicolores y que sus cuerpos te embrujaban con el olor de la muerte. Le dijo que no quería preguntarse qué clase de presagio podían haber sido aquellos gemelos…, o, peor aún que un presagio, si quizá habían sido reales. Prefirió terminarse el whisky, y se quedó dormido con la cabeza asomando por la ventanilla y la cabellera ondulando al viento, y Steve apartó la vista de la iridiscencia del asfalto para posarla en la colina que era la mejilla de Fantasma, la curva oscura de su ceja y la tira satinada de sus pestañas.

Steve volvió a preguntarse qué clase de criaturas vivían en el interior de aquella cabeza de piel tan pálida, de qué estaba hecho Fantasma y de qué sustancia serían sus visiones. Cuando estaban en lo alto de la colina, Steve no había oído nada aparte del viento y el lejano zumbido de la central eléctrica, y no había visto nada aparte del viejo roble de corteza llena de señales que recortaba el loco desorden de sus ramas contra el cielo; pero creía que Fantasma había visto a un par de gemelos muertos desde hacía mucho tiempo, los gemelos que habían muerto en su sueño y que habían vuelto a la vida durante sus horas de vigilia. Steve ya ni siquiera tomaba en consideración la posibilidad de no creer en las cosas que Fantasma veía y oía, las cosas que Fantasma sabía sin llegar a saber nada sobre lo que eran realmente.

La fe de Steve en los grandes dioses omniscientes de su infancia —Papá Noel, el Conejo de Pascua y una criatura altamente excéntrica que parecía haber sido diseñada especialmente para él, el Hada del Corte de Pelo— había sido demolida por amigos más mayores y más familiarizados con el gran mundo que le aconsejaron que procurara mantenerse despierto para averiguar si era su papá quien se llevaba el paquetito cuidadosamente envuelto que contenía los oscuros y rebeldes mechones de pelo cortado, y si era su madre la que ponía en su lugar todos aquellos regalos místicos. El chocolate de la mañana de Pascua nunca volvió a tener aquel sabor maravillosamente cremoso después de que Steve descubriera que no era preparado y moldeado bajo las raíces de un árbol oculto en las profundidades de un bosque encantado, en el vasto taller subterráneo de un conejo gigante que Steve siempre había imaginado como bastante parecido a Bugs Bunny, pero con el pelaje rosado.

Años después su tía y sus primos le llevaron a la iglesia, y Steve sospechó que aquello sólo era más paparruchada mágica remozada para el consumo de los adultos. Steve rezó con toda la cínica esperanza de que es capaz un niño de once años, y pidió que la máquina hiperespacial que él y su amigo R. J. estaban construyendo en el garaje de los Finn funcionara, pero los motores que habían recuperado de los secadores de pelo, las neveras y un tesoro en forma de motocicleta que ya no funcionaba acabaron dejándoles atrapados en el suelo, sin importar la cantidad de diales que giraran, el número de veces que R. J. se subiera las gafas sobre el puente de la nariz y repasara el cuadernillo de espiral de alambre comprado en un Walgreen que contenía sus cálculos, o la amargura con la que Steve maldijera y pateara el complicado amasijo de maquinaria.

Steve pensaba que su creencia en la magia quizá hubiese podido morir en aquel momento, aniquilada por las manos de un Dios al que le importaba un pimiento una máquina hiperespacial construida mediante el trabajo, la fe y los pequeños latrocinios de dos chicos flacos y sudorosos que habían mantenido intacta la esperanza de verla funcionar a lo largo de todo un cálido verano. Sí, la fe de Steve podía haber quedado destrozada hasta extremos irreparables, y podría haber llegado a morir allí mismo, expirando sobre el suelo de aquel garaje junto con los trocitos de alambre, las chapas metálicas y la broca rota que le había costado tener que aguantar una bronca terrible de su padre.

Quizá nunca hubiese vuelto a creer en la magia, pero unas cuantas semanas después —y Steve se dio cuenta de que había sido justo en aquella época del año, unos doce años antes más o menos— conoció a Fantasma, y todo cambió para siempre.

Faltaba poco para el final de su undécimo verano, el momento en el que la estación se disponía a cambiar y Steve se encontraba suspendido en el último tramo de la infancia. Las pasiones y las cosas que excitaban a los niños ya no le parecían tan embriagadoras. Tenía la vaga sensación de que había hecho el ridículo intentando construir una máquina hiperespacial y, en realidad, empezaba a convencerse de que cualquier acción que no estuviera dictada por el reino de lo práctico carecía de sentido. Steve se asustaba un poco cada vez que pensaba en lo distinto que hubiese podido llegar a ser. Si no hubiese conocido a Fantasma quizá nunca habría cogido una guitarra, y podría haber ido a la Universidad de Carolina del Norte para acabar obteniendo una licenciatura en publicidad o en cualquier otra especialidad igual de horrible.

Las cigarras seguían cantando en los árboles y en los matorrales que se alzaban junto a la carretera, pero su canción se había vuelto triste y melancólica y ya anunciaba el final de otro verano. La escuela ya había vuelto a abrir sus puertas. Los días serían implacablemente cálidos y pegajosos durante otro mes como mínimo, pero la nueva frescura que impregnaba el aire de la noche ya era una señal de que el manto dorado del otoño se iba aproximando. Había un chico nuevo, como ocurría al comienzo de cada año escolar. Este año el chico nuevo era pálido y de aspecto frágil, y llevaba el cabello un poco demasiado largo para lo que exigía la moda actual. Venía a la escuela llevando camisas limpias que siempre parecían quedarle demasiado grandes. Steve se sentaba detrás de él en clase, y pudo ver que la línea de sus omoplatos era tan nítida y bien definida como las articulaciones de las alas de un pájaro.

Las reglas de la escuela ordenaban que el nuevo fuese ignorado al principio, aunque su extraño nombre y sus orígenes de montañés provocaron algunos comentarios. Después su silencio y su aspecto, y el que no mostrara ningún deseo de tomar parte en los partidos de fútbol de sexto curso que se celebraban durante el recreo hicieron que fuese considerado un marica, por lo que a partir de entonces todos se burlaron de él. Todos sabían que debía de ser muy listo porque era un año más joven que el resto de la clase y llevaba un curso de adelanto. Casi todos los niños de Missing Mile tenían una rareza u otra en su historia personal: sus padres habían muerto en el gran incendio de la vieja hilatura de algodón, o sus madres se ganaban la vida desnudándose en un club nocturno de Raleigh, o vivían en Violin Road y los rumores afirmaban que eran tan pobres que se veían obligados a comer los animales atropellados en la carretera.

Esos niños aceptaron encantados la presencia de alguien a quien poder despreciar. Al nuevo no parecía importarle y, de hecho, ni siquiera parecía darse cuenta de que era despreciado. Cuando los chicos de sexto le lapidaron con piñas y guijarros, se limitó a mirar a su alrededor con una expresión tan perpleja como si los proyectiles hubieran caído del cielo. De la biblioteca de la escuela sacaba textos para adultos sobre el espacio, y pasaba los recreos en la franja de bosque que había a un extremo del patio.

Steve empezó a sentir curiosidad. Había oído comentar que el nuevo y sus padres venían de las montañas, y quería saber más cosas sobre las montañas. Él y sus padres las habían atravesado en coche una vez, y Steve había sacado la impresión de que eran un lugar de misterios oscuros y extraña exuberancia, de una belleza imponente que rozaba lo siniestro. En las montañas no necesitarías una máquina hiperespacial; en las montañas tenían tejones gigantes en vez de perros de patio.

Y un día Steve decidió no asistir al partido —de todas maneras era una diversión bastante estúpida donde la estricta observancia de las reglas del juego tenía mucha menos importancia que derribar al mayor número de chicos posible y restregarles la cara en el suelo—, y fue a dar un paseo por el bosque. Echó a caminar con las manos metidas en los bolsillos sintiéndose bastante incómodo y medio esperando no encontrarse con el nuevo, quien probablemente sólo quería estar a solas y seguramente pensaba que Steve no era más que otro paleto chiflado que no se diferenciaba en nada del resto de los chicos. El bosque estaba muy silencioso y el sol llenaba las hojas de puntitos luminosos, pero Steve no paraba de tropezarse con telarañas viejas que se le pegaban a la cara y le hacían imaginarse que una multitud de patitas bajaban corriendo por su espalda haciéndole cosquillas. Se disponía a rendirse y volver al patio para jugar al fútbol cuando oyó un «Eh» muy suave por encima de su cabeza.

Steve alzó la mirada, y se encontró con los ojos azules más tranquilos que había visto en toda su vida. No era de extrañar que a aquel chico le importaran tan poco los insultos o el que le arrojaran piñas. Aquellos ojos que brillaban en un rostro excesivamente delicado enmarcado por mechones de cabello tan incoloros como la lluvia estaban totalmente en paz consigo mismos, y Steve se preguntó qué se sentiría al tener unos ojos semejantes.

El chico estaba cómodamente instalado en un árbol con las piernas estiradas a lo largo de una rama baja y la espalda pegada al tronco. Alzó un brazo y señaló un punto del sendero que quedaba un poquito por delante de Steve.

Al principio Steve no vio nada, pero de repente todo se volvió muy nítido y claro, igual que ocurre cuando una ilusión óptica decide revelar lo que ha estado ocultando. Había una telaraña enorme y muy complicada que iba de un lado a otro del sendero, y en el centro de los círculos concéntricos que parecían de gasa colgaba una tejedora marrón particularmente grande y viscosa cuya cabeza apuntaba hacia el suelo. Otro par de pasos, y Steve se habría dado de narices con ella. Steve intentó reprimir el estremecimiento, y no lo consiguió del todo.

—Las arañas están tejiendo por todo el bosque —dijo el chico—. Eso significa que no tardará en hacer frío.

La afirmación iba en contra de la racionalidad que tanto amaba Steve, y sonaba terriblemente infantil. ¿Qué clase de relación podía haber entre las arañas y el clima?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Mi abuela sabe mucho de todas esas cosas.

Los ojos azules no estaban desafiando a Steve a que creyera aquellas palabras. El chico parecía envuelto en una aureola de tranquila seguridad. No había nada arrogante o presuntuoso en él, pero parecía saber que decía la verdad.

Steve no pudo evitar sentir un considerable interés y, de todas formas, seguramente un chico de las montañas tenía derecho a su pequeño tesoro particular de folklore extraño, ¿verdad?

—¿Sí? —preguntó—. ¿Y sobre qué otras cosas sabe tanto tu abuela?

—Sobre muchas. —El chico vaciló unos momentos antes de seguir hablando—. Si quieres conocerla podrías venir a visitarnos alguna vez. Vivimos en Burnt Church Road, justo al lado del callejón sin salida.

Ser el nuevo que no tenía ningún amigo digno de ese nombre tendría que haber hecho que le resultara muy difícil formular la invitación, pues no sabía si Steve se limitaría a reír y marcharse. Para Steve también tendría que haber resultado bastante difícil aceptarla, pero tanto el uno como el otro ya estaban experimentando una curiosa sensación de estar a gusto que iba más allá de cualquier palabra que hubiesen intercambiado. Mientras permanecía inmóvil en el sendero de aquel bosque tachonado por el sol de septiembre y alzaba la mirada hacia el flaco cuerpo del chico subido al árbol, Steve se sintió tan cómodo como si pudiera decir cualquier cosa que le viniera a la cabeza. No era exactamente déjà vu, y no era tan inquietante, pero resultaba curiosamente familiar. Cuando recordaba aquel momento, Steve pensaba que no se trataba tanto de que hubiera conocido a un nuevo amigo como de que había reconocido a un amigo de siempre.

Aflojó un poco la presión que sus dedos ejercían sobre el volante y clavó los ojos en la noche que centelleaba ante él. Cristo, qué tenso estaba…, primero había sido su mal humor y el whisky, y luego aquella gilipollez inexplicable y aterradora en lo alto de la colina. Tenía los nervios tan de punta que parecían vibrar con cada golpeteo de las ruedas que se movían sobre la carretera. Fantasma farfulló algo ininteligible, pero cuando Steve volvió la mirada hacia él vio que seguía durmiendo con los ojos cerrados y las manos placidamente apoyadas sobre el regazo. Estaba volviendo a soñar. Fantasma siempre soñaba, pero que sus sueños se convirtieran en realidad era algo que sólo ocurría de vez en cuando.

Estaban llegando a las afueras de Missing Mile, a la zona conocida como Violin Road donde las oscuras ramas de los pinos colgaban sobre la gravilla polvorienta; allí donde el suelo parecía haber sido ametrallado con trozos de metal oxidado, gallineros y cementerios familiares que brotaban de la hierba cansada como míseras cosechas de piedra. Siempre que iba por allí de día con el coche, Steve veía niños vestidos con ropas harapientas y ojos opacos que jugaban en maltrechas estructuras de hierro, excavaban agujeros en la tierra de los patios descuidados o permanecían inmóviles como si no tuvieran nada mejor que hacer, volviendo lentamente la cabeza para seguir al T-bird con la mirada cuando pasaba ante ellos. En una ocasión había visto a un grupito de niños acuclillados alrededor de una marmota muerta al lado de la carretera. Los niños la empujaban con los dedos y le daban vueltas con palos buscando gusanos. Era un día de agosto en que hacía más de cuarenta grados a la sombra, y cuando pasó junto a ellos las fosas nasales de Steve quedaron invadidas por una vaharada de olor a marmota ya muy descompuesta.

Pero ahora la fría luna de septiembre que dejaba caer su luz desde el cielo hacía que los remolques, los coches oxidados y los montones de basura pareciesen desvanecerse y perder poco a poco la sustancia. Sólo la hierba y los árboles de ramas bajas parecían brillar y estar realmente vivos. Steve se preguntó quién viviría allí, y qué personas intentarían hacerse un hueco en el que existir luchando con uñas y dientes para mantener a raya al kudzu y al inmenso vacío del cielo. ¿Serían granjeros que se habían arruinado intentando mendigar cosechas de aquel suelo que se había vuelto estéril hacía cincuenta años? ¿Serían hippies de campo, bohemios más viejos a cada día que pasaba, convencidos de que vivir de la tierra significaba un par de tomateras raquíticas y yogures Danone comprados en el 7-Eleven que había cinco kilómetros carretera arriba?

Steve echó un vistazo al indicador de la gasolina. Apenas quedaba, pero la calderilla obtenida de la máquina de Pepsi-Cola serviría para llenar el depósito mañana. Últimamente el T-bird parecía tener una sed increíble. «Maldito trasto de mierda…», pensó Steve con afecto.

Ya casi estaban en casa. Steve dormiría en la habitación-zona catastrófica que había sido tan alegre y acogedora en el pasado. Se envolvería en las sábanas sucias, e intentaría mantener alejadas a las pesadillas. Por la mañana Fantasma prepararía tortitas de plátano y cereales, y le traería una cerveza. La presencia de Fantasma borracho y soñando en la habitación contigua sería un consuelo. La noche había resultado muy larga.