1
El viento nocturno acariciaba el cabello de Steve, y la sensación resultaba maravillosa.
El Thunderbird era enorme. Conducirlo siempre te hacía pensar que estabas luchando con un jodido monstruo, pero aquella noche Steve tenía la sensación de estar pilotando un inmenso barco de vapor que bajaba por un río mágico, un río de asfalto iridiscente flanqueado por los pinares y las llanuras donde crecían desordenadamente los matorrales de kudzu. Estaban en algún lugar a bastante distancia de Missing Mile, en algún punto de la autopista que llevaba hasta la central eléctrica de Roxboro y, más allá, hasta la frontera que separaba Carolina del Norte de Virginia.
Fantasma estaba dormido a su lado con la cabeza asomando un poco por la ventanilla del asiento derecho. El viento agitaba su cabellera rubia, y la luz de la luna bañaba su rostro. La botella de whisky estaba atrapada entre las piernas de Fantasma, tres cuartos vacía, y corría peligro de caerse a pesar de la flácida mano que se curvaba a su alrededor.
Steve se inclinó sobre Fantasma, cogió la botella y tomó un buen trago de ella.
—El T-bird ha estado bebiendo —le cantó al viento—, sí, el T-bird ha estado bebiendo…, pero yo no.
—Ah… —dijo Fantasma—. ¿Qué? ¿Qué?
—Olvídalo —dijo Steve—. Vuelve a dormirte. Toma otro trago.
Aceleró un poco. Despertaría a Fantasma durante el trayecto de vuelta a casa para que le hiciese compañía. Ahora quería que Fantasma siguiera durmiendo durante un rato. Tenía cosas que hacer y podían resultar peligrosas, o por lo menos a Steve le gustaba pensar que podían llegar a serlo. Fantasma cogió la botella y contempló la etiqueta intentando enfocarla con la mirada. Sus ojos azul claro se movieron de un lado a otro. Después entrecerró los párpados y sus pupilas recobraron un poco de viveza.
—White Horse —dijo—. Mira, Steve, es whisky White Horse… ¿Sabes que la noche en que murió Dylan Thomas estuvo bebiendo en un pub que se llamaba igual?
—Ya me lo habías dicho. Por eso compramos la botella.
Steve cruzó los dedos y concentró toda su voluntad en la idea de dormir a Fantasma.
—Se tomó dieciocho whiskys uno detrás de otro —dijo Fantasma en un tono de respeto impresionado.
—Tú te has tomado dieciocho whiskys.
—No me extraña que mi cerebro esté navegando con la luna… Cántame, Steve. Cántame algo para que me duerma.
En ese momento pasaron por un puente que pareció inclinarse bajo el peso del viejo T-bird marrón, y Steve vio la luz de la luna cabrilleando sobre la negrura de las aguas, y alzó la voz para cantar la primera canción que le vino a la cabeza.
—Luna plateada del sur… durante diez años pensé que era hijo tuyo… Luna plateada, algún día volveré…
—No es así. Eh, lo sé porque yo la escribí… —La voz de Fantasma se iba debilitando poco a poco—. Oh, luna plateada del sur… cuéntame tus dulces mentiras, y deja que me ahogue en tus ojos…
—Algún díiiiiiia —canturreó Steve.
Él y el whisky cantaron para que Fantasma volviera a dormirse; el whisky con su soñolienta canción ambarina, Steve con una voz que se quebraba cada vez que intentaba llegar hasta las notas más altas. El río desfilaba en silencio detrás de ellos. Las ramas más bajas rozaban el agua, y las hojas se pudrían en el barro de las orillas. La luna se desparramaba sobre la negrura del río como si fuese mantequilla y Fantasma cerró los ojos. La protuberancia que había entre los asientos le sirvió de almohada, y Fantasma empezó a soñar con la cabeza apoyada en ella.
Pasaron a cierta distancia de Roxboro, pero Steve pudo ver la central eléctrica que se alzaba junto al lago Hyco, un edificio enorme que brillaba con blancos y verdes resplandecientes como si fuese un extraño pastel de cumpleaños mientras su millón de cañerías, cables aisladores de cristal y cachivaches metálicos se reflejaba en el lago. Durante el trayecto de vuelta y si Fantasma estaba despierto, irían hasta una colina cercana en la que Steve ya había estado otras veces, y contemplarían los pastos, el lago y toda la extensión luminosa de la Vía Láctea. Lo normal era que Fantasma sólo necesitara una hora de sueño para poder volver a funcionar con el entusiasmo de siempre. Sus sueños le daban nuevas fuerzas, o le hacían llorar o reír, y a veces le aterrorizaban.
Steve puso una mano sobre la cabeza de Fantasma y la movió hacia atrás apartando mechones de pelo de los ojos que se movían velozmente bajo los párpados cerrados. Se preguntó qué se estaría desplegando debajo de su mano, debajo de la delgadez del hueso, dentro del orbe de marfil que protegía el extraño cerebro de Fantasma. ¿Quién había nacido, resucitado y sido asesinado en el interior de aquel cráneo? ¿Qué caminaba detrás de los párpados de Fantasma, que esbeltos y ágiles espectros secretos daban palmaditas sobre el hombro de Fantasma y hacían nacer gemidos guturales en lo más profundo de su garganta?
Fantasma solía soñar cosas que acababan ocurriendo, o cosas que ya habían ocurrido sobre las que era imposible que supiese algo. Esas premoniciones también podían llegar cuando estaba despierto, pero las que acudían a él en sueños parecían ser las más potentes, y normalmente también eran las más crípticas. Fantasma supo cuándo moriría su abuela, pero ella también lo había sabido. El conocimiento tenía que haber resultado muy doloroso para los dos, pero les había proporcionado el tiempo que necesitaban para despedirse.
Para despedirse durante un tiempo, por lo menos… Fantasma había heredado la casa de su abuela en Missing Mile, donde él y Steve vivían ahora. Durante su infancia Steve había pasado mucho tiempo en esa casa viendo cómo la señora Deliverance mezclaba hierbas o recortaba las galletas con sus tijeras en forma de corazón. Había construido fuertes en el patio trasero, y se había quedado a dormir muchas noches en la habitación de Fantasma. Incluso ahora, cuando ya habían pasado cinco años de su muerte, había momentos en los que Steve creía sentir la presencia familiar de la señora Deliverance en una habitación, o al otro lado de la esquina. Steve suponía que a Fantasma aquello debía parecerle de lo más normal.
La idea de que podía llegar a rozar los sueños de Fantasma hizo que se sintiera repentinamente nervioso, y Steve volvió a poner la mano sobre el volante.
Dejaron atrás un cementerio lleno de monumentos y flores que se pudrían poco a poco, una estación ferroviaria abandonada, un cobertizo de barbacoas cuyo letrero anunciaba GRAN MENÚ NOCHES VIERNES Y SÁBADOS. Un conejo cruzó el asfalto como una flecha. Steve frenó, y la cabeza de Fantasma osciló hacia atrás y hacia adelante sobre su delgado cuello…, tan frágil, tan frágil. Últimamente Steve sentía una preocupación casi paranoica ante la posibilidad de que le ocurriera algo a Fantasma. Fantasma era un poco raro, desde luego, pero sabía cuidar de sí mismo. Aun así, Steve no podía evitar el estar continuamente pendiente de él, sobre todo ahora que Fantasma era la única persona con la que le apetecía pasar el tiempo.
Tenían otros amigos, por supuesto, pero eran tipos que sólo querían ir de copas, fumar hierba y hablar de qué tal le iba al Wolfpack en la liga de fútbol de la universidad estatal de Raleigh. Todo eso estaba muy bien —incluso lo del Wolfpack, al que casi siempre le iba fatal—, pero Fantasma era distinto. A Fantasma le importaba un carajo el fútbol, Fantasma era capaz de beber y beber hasta dejar tumbado debajo de la mesa a cualquiera sin volverse ni un pelo más extraño por eso, y Fantasma comprendía toda la mierda que había caído del cielo durante los últimos meses. Ah, la muralla de mierda que se había interpuesto entre Steve y Ann… Fantasma nunca había preguntado a Steve por qué no se olvidaba de Ann y se buscaba una nueva novia; Fantasma comprendía el porqué Steve no quería ver a Ann ni a ninguna otra chica y por qué se había mantenido alejado de las mujeres durante meses, y por qué a veces pensaba que quizá se mantendría alejado de ellas para siempre.
Por lo menos hasta que pudiera volver a confiar en sí mismo… En aquellos momentos Steve no merecía la compañía de una mujer. No importaba lo solitario o lo cachondo que pudiera llegar a sentirse, se lo tenía bien merecido por lo que le había hecho a Ann.
Steve jugueteó con los mechones de cabello de Fantasma mientras seguía conduciendo. Los enredó alrededor de sus dedos, y se maravilló ante lo finos que eran y el brillo entre plateado y dorado que los envolvía. Deslizó la mano por su áspera cabellera sólo para sentir la diferencia. Steve tenía el cabello del mismo color que el ala de un cuervo, y su cabellera se alzaba en todas direcciones formando una salvaje confusión de flequillos y puntas. Tenía el cabello sucio, y se dio cuenta de que el de Fantasma también estaba muy sucio. Steve no había estado cuidando de sí mismo —había pasado días y días sin ducharse y más de un mes sin lavarse la ropa; la semana pasada había llegado tres veces tarde a su trabajo en la tienda de discos; liquidaba doce latas de Bud al día—, pero esperaba no estárselo contagiando a Fantasma. Se preguntó si se podía llegar a padecer de exceso de empatía. La mano se le había quedado un poco grasienta, y Steve se la limpió en la camiseta.
Habían llegado. Steve no tenía ni idea de dónde estaban, pero vio lo que andaba buscando. La débil luz de una vieja máquina de Pepsi-Cola colocada en el porche de una tienda de artículos de caza y pesca proyectaba vagas sombras azules y rojas sobre la tierra apisonada del aparcamiento. Steve metió el T-bird en el aparcamiento y apagó el motor. La cabeza de Fantasma había ido resbalando hasta quedar apoyada en la rodilla de Steve, y Steve se echó lentamente a un lado hasta liberarla. Se miró la rodillera del tejano y vio una manchita oscura. La saliva de Fantasma, la saliva que había escapado de la boca de Fantasma mientras dormía la borrachera… Steve frotó la tela con un dedo y se lo llevó distraídamente a la boca. Un sabor casi imperceptible a whisky y melaza…, ¿y qué demonios estaba haciendo, por qué se chupaba un dedo mojado por la saliva de otro? No importaba. Fantasma estaba perdido en sus sueños. Hora de trabajar.
Steve se volvió hacia el asiento trasero. Había montones de estuches de cassette —ah, así que ahí era donde había ido a parar la maldita cinta de los Cocteau Twins de Ann. Bueno, de todas maneras Steve siempre había odiado esa cinta, la voz femenina suave como el roce de una pluma que se suponía era tan angelical, y la muralla etérea de sonido con su nostalgia del mar—, bolsas de comida vacías y un auténtico océano de latas de cerveza. Steve hurgó en la confusión y acabó extrayendo de ella su herramienta especial, un trozo de colgador de alambre doblado hasta formar un gancho en un extremo. Steve se preguntó si debía acercar el T-bird hasta que tapara la máquina de Pepsi-Cola. Acabó decidiendo que sería mejor no hacerlo. «Si alguien pasa por aquí a estas horas de la noche, probablemente tendrá tanto que ocultar como yo», pensó.
Echó un último vistazo a Steve, se arrodilló, metió el alambre en la ranura de devolución de monedas de la máquina y lo fue moviendo hasta que oyó un chasquido. Tiró con mucha delicadeza, y unos segundos después fue bendecido con un diluvio de plata. Steve recogió las monedas de cinco, diez y veinticinco centavos que habían caído al suelo, se las metió en los bolsillos, volvió corriendo al coche y se largó del aparcamiento.
Cincuenta kilómetros recorridos a toda velocidad después, Steve sintonizó la radio en una emisora de rock mientras Fantasma intentaba decidir si volvía al mundo de los vivos.
—¿Seguimos estando en Carolina del Norte?
—Ajá.
Steve bajó el volumen de la canción de Led Zeppelin y esperó a que llegaran las historias. Fantasma siempre le contaba sus sueños, y los sueños a veces eran coherentes, a veces hermosos y totalmente ilógicos, y casi siempre daban un poco de miedo. Fantasma se irguió y se desperezó tensando los músculos para eliminar la rigidez del sueño. Steve tuvo un fugaz atisbo de su estómago cuando la camiseta de Fantasma se separó de sus tejanos blanqueados con lejía. Piel pálida, unos cuantos mechones de rubio vello rizado. Fantasma clavó la mirada en la ventanilla durante unos cuantos kilómetros. Tenía el ceño fruncido, y una expresión entre distante y perpleja. Eso quería decir que estaba recordando. Steve aguardó en silencio hasta que Fantasma empezó a hablar con voz vacilante y entrecortada.
—Cuando eran jóvenes…, entonces el mundo estaba enamorado de ellos. La opinión del mundo lo significaba todo para ellos a pesar de que intentaban fingir que no les importaba en lo más mínimo.
Cuando saltaban y hacían piruetas en las calles después de medianoche, su pueblo se volvía todavía más gris y embarrado, y los tejados se inclinaban para besar sus cabelleras teñidas. Vagabundeaban por las tiendas rozando los cristales y la porcelana con las delicadas yemas de sus dedos, acariciando cualquier cosa dulce o de colores vivos, sujetando cautelosamente los objetos entre el pulgar y el índice como si coger el pueblo con las dos manos hubiera podido ensuciar su piel. Como si hubiera podido contaminar su piel… —Fantasma hizo rodar la palabra «contaminar» a lo largo de su lengua paladeándola como si fuese vino de bayas, y su fuerte acento de Carolina hizo que la palabra adquiriese un sabor oscuro y suculento—. Contaminar su piel… Los matones de su escuela les gritaban insultos, insultos oscuros y sucios que apestaban a garabatos en las paredes del retrete y tazas manchadas; pero esos chicos nunca se peleaban con ellos porque sabían que los gemelos tenían magia. Todo el mundo sabía que algún día se irían a la ciudad, donde podrían recoger abalorios multicolores de entre las colillas de cigarrillos amontonadas en la cuneta, donde la luz de la luna sería tan dolorosamente penetrante como un queso de neón ardiendo en un cielo de terciopelo azul… Y eso hicieron. Se fueron a Nueva Orleans.
Fantasma se calló, y sus ojos se movieron recorriendo la vía de tren que estaban cruzando. Lucecitas de colores brillaban muy a lo lejos parpadeando sobre los raíles, luces de las hadas, luces de Navidad aunque sólo estaban a mediados de septiembre.
Steve cerró los ojos, se acordó de que estaba conduciendo y volvió a abrirlos.
—Sigue —dijo—. ¿Qué les ocurrió en la ciudad?
—Los artistas se los disputaron para sus películas. Eran gemelos, y la gente sofisticada adoraba esa perversidad. Su pornografía de la variedad imagen-en-un-espejo era arte. Eran dos David de Donatello, flacos y hermosos, no robustos y pesados como el de Miguel Ángel…, criaturitas andróginas que se resaltaban los huesos el uno al otro con lápiz de labios. Permitieron que disfrutaran todos los tipos de arte, lujuria y perversión que conocía la ciudad, y se lo permitieron porque sus labios eran demasiado rojos, porque tenían ojos de ramera y poesía en las manos.
»Acabaron hastiados de todo, pero cuando estaban acostados sobre su colchón seguían siendo insaciables. Vivieron y vivieron, y vieron cómo iban apareciendo las primeras arrugas alrededor de sus ojos. Vieron cómo los años de licor, cigarrillos caros, drogas y pasiones se iban dibujando a sí mismos sobre sus rostros de estrellas del cine. Contemplaron los espejos tal como habrían contemplado la película de su muerte rodada en azogue, y se abrazaron el uno al otro sintiendo el calor helado de la fascinación y el horror. Se mordieron la garganta el uno al otro por pura desesperación, pensando que la sangre les permitiría recuperar la belleza. Querían beber el pulso de la vida. Pero su sangre se había vuelto granulosa y había perdido el viejo espesor, y se había mezclado con otras sustancias…, ya no era el rico manantial púrpura que habían saboreado en el pasado. Cada vez salían menos, y pasaban días enteros acostados sobre el colchón como dos palos resecos colocados el uno al lado del otro. Se olvidaban de que debían comer, y contemplaban cómo la telaraña de grietas del techo de escayola se iba haciendo más grande y profunda y se extendía poco a poco igual que se iba extendiendo el trazado de las arrugas sobre sus rostros. Y…
El alarido estúpido de una sirena hendió la noche. La voz de Fantasma se fue desvaneciendo poco a poco. Una luz azul palpitó en el espejo retrovisor empalideciendo el rostro de Fantasma, y el montón de latas de cerveza pareció girar y bailar con sus reflejos.
—Mierda —dijo Steve.
Intentó decidir si debía detenerse. Su mente parecía girar con el movimiento incesante de la luz azul. ¡La tienda y la máquina de Pepsi-Cola habían quedado unos ochenta jodidos kilómetros atrás! Nadie le había visto forzar la máquina…, nadie. ¿Iría a la cárcel? ¿Y Fantasma? ¿Iría también a la cárcel como cómplice en un crimen del que no se había enterado porque estaba durmiendo? Fantasma mentiría, diría que él lo había planeado todo e intentaría que Steve no cargara con todas las culpas. Fantasma sólo tenía veintidós años, y Steve era un año mayor que él. Tenían toda la vida por delante y una botella de whisky abierta en las manos… ¡Mierda, mierda, mierda! La mente de Steve funcionaba a toda velocidad, y la radio cada vez chillaba más, y la sirena desgarraba la noche, y Steve podía oír a Jimmy Page gimoteando acompañado por su guitarra, y después oyó la voz de Fantasma.
—Para, Steve —decía, y no parecía estar asustado—. ¡Para de una vez, so capullo!
Steve hizo girar el volante hacia la derecha, pisó el pedal del freno con todas sus fuerzas y el coche patinó sobre la oscura superficie de la carretera y la velocidad se fue reduciendo…, reduciendo…, hasta que el coche se detuvo con una última rociada de gravilla lanzada por los neumáticos después de haber dejado un trazo de goma negra detrás. Pero estaban enteros, y el coche también estaba entero, y lo mejor de todo y lo más maravilloso era que el coche patrulla estaba pasando a su lado, alejándose con la sirena aullando y la luz girando sobre él como un frío derviche azul.
—Cristo bendito —dijo Steve.
Dejó que sus manos cayeran del volante, y su cabeza se fue inclinando hacia atrás hasta chocar con el respaldo del asiento. Fue consciente de que Fantasma alargaba el brazo para apagar el motor, y de que ponía una mano sobre el hombro de Steve y se acercaba un poco más a él. Nada de preguntas «¿A qué viene tanta paranoia policial esta noche, Steve, es sólo un par de porros o es que has vuelto a hacer cosas feas con una máquina de Pepsi-Cola, o es que has escondido el cadáver violado y descuartizado de tu exchica en el maletero?», nada de acusaciones «¡Podríamos haber MUERTO!», sólo el delicado consuelo sin palabras de la mano de Fantasma sobre su nuca y los pensamientos de Fantasma dentro de su cabeza.
Steve aceptó aquel consuelo con anhelante gratitud durante unos momentos. Después se acordó de quién era (¡Steve Finn no necesita nada de nadie! ¡De nadie en absoluto! O, por lo menos, no necesita gran cosa, no, le basta con muy poco…), se irguió y se removió apartando la mano de Fantasma. Fantasma se echó a un lado. Comprendía a la perfección lo que pasaba por la cabeza de Steve…, sí, lo comprendía demasiado bien, y eso era lo que más le cabreaba. Steve sintió un repentino deseo de herirle y hacerle daño. Quería detener las oleadas de simpatía complaciente que brotaban del asiento derecho, pero se sentía incapaz de encontrar las palabras que herirían a Fantasma, y aun suponiendo que hubiese logrado encontrarlas no habría podido llegar a utilizarlas.
—No me llames capullo —dijo al fin, porque era lo único que se le había ocurrido después de mucho pensarlo.
—De acuerdo —dijo Fantasma en voz tan baja que Steve apenas pudo oírle.
Delante de ellos había una confusa agitación de luces y movimientos. Luces rojas, luces azules, alguien de pie en el centro de la carretera moviendo una banderita para indicar al T-bird que se detuviera. Steve detuvo el coche, y el tipo de la banderita volvió a moverla indicándole que avanzara. «Despacio», ordenó la banderita. Una ambulancia, dos coches de policía, un agente hablando con una mujer de aspecto campesino que parecía muy cansada. La mujer llevaba puesto un albornoz desgarrado y tenía la cabeza llena de rizadores, y sus manos sujetaban el collar de un doberman. El perro gruñó al policía, e intentó lanzarse sobre el T-bird cuando el coche pasó a su lado moviéndose a diez kilómetros por hora. Steve vio un rancho de ladrillos que se alzaba muy cerca de la carretera, su patio lleno de matojos, juguetes rotos y piezas de coche; la familia de la mujer estaba en el porche, un hombre conteniendo a cuatro pequeños, al parecer diciéndoles que no mirasen. El hombre tenía el rostro enrojecido, y era bajito y tan flaco como el cuello de una gallina. Los niños estiraban el cuello, señalaban con las manos y se morían de curiosidad.
Había algo más en el patio, muy cerca de la carretera, algo que había puesto muy nervioso al perro, algo que los niños estaban intentando ver. Algo desnudo, reseco, marchito…, un chico. Pero ¿qué podía haber dejado su cuerpo en ese estado, qué podía haberle chupado la vida hasta convertirlo en un cascarón arrugado? Steve vio una mochila caída a su lado de la que se había desparramado la vida del chico. Ropa, dos robots de juguete. ¿Transformers? Sí, Steve los había visto en los anuncios de la televisión el sábado por la mañana. El chico debía haberse escapado de su casa. Partículas de gravilla se habían incrustado en la suave piel de su cara; su cabeza se inclinaba hacia atrás, medio cercenada, y la caverna de su garganta relucía con un oscuro resplandor rojizo…, pero había tan poca sangre, y los tejidos del interior parecían resecos y apergaminados. Alguien había colocado una manta gris sobre los planos y ángulos del cuerpo. Una delgada manita marrón, a la que se había pegado un poco de suciedad de la cuneta, asomaba por debajo de la manta.
Steve bajó el cristal de la ventanilla y enseñó su licencia de conducir a uno de los policías, y mientras tanto Fantasma volvió la cabeza y clavó la mirada en la manta y en el cuerpo que había debajo de ella. Sus pupilas se desenfocaron, y los ojos se fueron cerrando poco a poco. Fantasma vio a través de la manta y a través de la muerte. Vio qué aspecto había tenido el chico cuando estaba vivo, cuando sus jóvenes ojos estaban llenos de curiosidad y de inteligencia. El nombre surgió en su mente tan claramente como un recuerdo: Robert. Sintió la furia que había impulsado a Robert a salir por la ventana de su cuarto, a huir de la casa y de los padres que utilizaban a su hijo como receptáculo para su amor excesivamente protector. Había algo que no le habían permitido hacer…, ir a un partido de béisbol o pasar la noche en casa de un amigo. Fantasma casi consiguió atrapar el conocimiento, pero se le escurrió entre los dedos. No importaba. Lo importante era que el chico no tenía por qué haber muerto. Fantasma sintió el miedo que había experimentado Robert al encontrarse solo bajo aquellos árboles inmensos y el cielo ilimitado de la medianoche, el gigantesco rostro impasible del cielo tachonado de luces. Supo que el chico había estado a punto de dar la vuelta, que había faltado muy poco para que se salvase…, pero el orgullo herido de la adolescencia no se lo había permitido.
Fantasma sintió cómo había ido aumentando el terror de Robert a medida que captaba los sonidos —suspiros insidiosos, risitas suaves—, los sonidos que no pertenecían a la noche y a sus fantasmas habituales, sino a algo más oscuro y extraño, más decidido y mucho, mucho más mortífero; y después sintió el contacto de las manos que habían agarrado a Robert por detrás, cuatro manos muy fuertes de dedos afilados, y las bocas hambrientas que se habían paseado por todo su cuerpo y que le habían chupado la fuerza y la vida. Al final sólo hubo el dolor que subía y subía en una espiral interminable y que se iba estirando hasta convertirse en un hilo imposiblemente delgado, un dolor exquisito, un dolor que borraba el pensamiento, la memoria y la identidad. Conocer un dolor semejante era perder tu yo, convertirse en el dolor, morir y ser arrastrado flotando sobre la marea del dolor mientras escuchabas su canción estridente, el aullido sin melodía que se adueñaba de tus oídos. Eso era lo que le había ocurrido a Robert.
Fantasma permaneció totalmente inmóvil, y conoció la soledad insensata de un cadáver caído junto a la carretera que se va enfriando poco a poco, el sabor de la sangre que se va disipando de la lengua, los ojos que se van velando, la imposibilidad absoluta y eterna de que vuelva a haber un contacto humano o de que alguien vuelva a consolarte. Fantasma intentó tragar saliva, pero su garganta se negaba a funcionar, y acabó emitiendo una especie de jadeo ahogado, y de repente la manaza de Steve estuvo sobre la suya y le apretó los dedos, rodeándolos y volviendo a insuflar la vida en ellos.
—Olvídalo, Fantasma —dijo Steve—. No puedes cargar con todo el dolor del mundo. Venga, tío, olvídalo…
Fantasma se estremeció y empezó a volver poco a poco al interior de su cuerpo. Calor, la sangre allí donde tenía que estar, en sus venas, y el fluir seguro y cuerdo dentro de ellas. La ambulancia, los coches de la policía, la cosa reseca, muerta y solitaria debajo de la manta…, todo había quedado muy lejos, todo estaba detrás de ellos.
—¿Qué fue de esos gemelos? —preguntó Steve mientras se alejaban—. Me refiero a los de tu sueño…
Fantasma se concentró y recordó, y descubrió de repente que no quería volver a pensar en esos gemelos.
Pero Steve quería oír el resto de la historia. Fantasma esperaba que no fuese más que una historia, que fuera sólo un sueño. Al principio nunca podía estar seguro de ello.
—Se fueron debilitando poco a poco —dijo—. Al final tuvieron que vivir días alternos. Uno de ellos cuidaba del otro y vigilaba el pecho inmóvil, los ojos nublados, la boca reseca… Cuando llegaba la primera luz del amanecer el gemelo muerto empezaba a moverse, y el gemelo vivo se acostaba y se estiraba sobre el colchón, y su piel ya había empezado a agrietarse sobre los huesos, y su cabello se esparcía como hierba sobre la desnudez de sus hombros huecos. Un día… Un día… Un día los dos tenían los ojos abiertos, pero ninguno se movió.
Fantasma acabó de hablar en un chorro de palabras atropellado que olía a whisky, aire rancio y a la fetidez de miedo, y sintió que estaba a punto de perder el control de nuevo. Steve le cogió la mano.
Los dedos de Fantasma temblaban espasmódicamente.
—Cristo, Fantasma —dijo Steve—. Criiiisto, Fantasma…