11
Unas horas después de que Nada bajara los escalones de un autobús Greyhound en Maryland, Christian abrió los ojos y vio cómo la pálida aurora se desangraba sobre el cielo de Nueva Orleans. Al principio no consiguió recordar por qué estaba acostado sobre la orilla del río y por qué tenía las ropas empapadas de neblina y los miembros tan envarados y fríos. Era incapaz de comprender por qué le parecía tan extraño estar viendo otro amanecer y por qué había supuesto que nunca volvería a abrir los ojos.
Y entonces toda la noche volvió de repente, y Christian no pudo contener un estremecimiento y permitió que el alivio y la furia se fueran adueñando de él. Sintió alivio porque no había querido morir a manos de alguien como Wallace, un anciano tan torpe que estaba tan terriblemente vacío de pasión; y sintió furia porque Wallace, el anciano de los ojos viejos y cansados, nunca debería haber sido capaz de derrotarle. Ahora el estómago de Christian tendría que contener el peso caliente de la sangre de Wallace, y Wallace tendría que estar flotando lentamente a la deriva sobre el fondo del río mientras el agua llenaba sus ojos y las criaturas del barro empezaban a mordisquear sus manos.
Christian se irguió y se examinó. Había un agujerito en la tela de su elegante camisa negra, un orificio perfectamente redondo de bordes chamuscados. Christian se desabrochó los dos botones de arriba. La bala había destrozado el tercero. En el centro de su pecho había una reluciente cicatriz rosada. La piel estaba tensa y formaba una ligera ondulación. No habría ninguna cicatriz que hiciese juego en su espalda. La bala de Wallace seguía dentro de Christian, y allí se quedaría. No era la primera.
Había sangrado muy poco. Una costra de sangre seca formaba un círculo sobre su piel alrededor de la cicatriz, y el suelo sobre el que había yacido durante toda la noche estaba manchado por el rojo oscuro de la sangre; pero la mancha era muy pequeña, y apenas llamaba la atención. «El muy estúpido… —pensó Christian, y el pensamiento estaba teñido por una sombra de incredulidad—. Tenía que destruir mi cerebro o mi corazón, y tuvo la oportunidad de destruir el uno y el otro…, y el viejo imbécil no me dio en el corazón por un par de centímetros». Christian deseó que Molochai, Twig y Zillah estuvieran allí, y el deseo fue formulado con una apasionada intensidad de la que ya no se había creído capaz. Molochai, Twig y Zillah habrían arrancado el crucifijo de plata de entre los dedos de Wallace y lo habrían arrojado al río, y después habrían desgarrado la garganta del viejo sin dejar de reír y bromear ni un instante.
Pero la furia se desvaneció casi antes de que hubiera tenido tiempo de captar su presencia, y Christian permaneció inmóvil durante varios minutos bajo la débil luz del amanecer con la cabeza apoyada sobre las rodillas levantadas. Se sentía incapaz de identificar aquella nueva emoción. Cuando se puso en pie y se envolvió en los pliegues de su capa comprendió qué era y en qué había consistido su reacción al despertar curado, vivo y todavía solo. Era decepción.
La basura de la noche anterior yacía intacta en la cuneta cuando emprendió el regreso a casa. La punta de su bota entró en contacto con un vaso de plástico y lo envió a lo lejos dando tumbos sobre el pavimento. El ruido sonó inesperada y excesivamente estrepitoso en el silencio de primera hora de la mañana. Christian captó el olor de las gotas pegajosas que habían quedado olvidadas en el fondo del vaso: ron y frutos de la pasión, un combinado que empezaba a volverse amargo y desprendía un olor rosado a rancio. El vaso de plástico pasó rodando bajo el arco de entrada a un patio en el que la luz verde y dorada empezaba a filtrarse a través de las ramas de las mimosas. El olor de las flores llegó hasta él, un delicado perfume rosáceo tan límpido como el olor del agua.
El Barrio Francés estaba sumido en un silencio casi total. Christian fue deslizando la mano a lo largo de las paredes, a lo largo de las verjas de hierro forjado incrustadas entre los pilares de ladrillo y piedra adornados con molduras y resaltes, a lo largo de las puertas y ventanas de las tiendas llenas de tinieblas y de los bares dormidos. Pasó por delante de un restaurante abierto toda la noche y captó el potaje de los olores del desayuno: el sabroso olor grasiento de las salchichas, los huevos y el café para los que empezaban a trabajar a primera hora de la mañana, las ostras recién fritas, las rebanadas de jamón cocido y la acre punzada avinagrada de los pepinillos para los que se habían pasado toda la noche bebiendo y que no tardarían en regresar a las habitaciones de hoteles baratos y pensiones miserables para pasar el día sumidos en un sopor empapado de alcohol… Christian sintió que se le revolvía el estómago, y la náusea de la noche anterior alzó su cabeza, giró sobre sí misma y volvió a caer en un sueño intranquilo.
El cielo se estaba iluminando cada vez más deprisa. Christian salió de Bienville para torcer en dirección este por Chartres y la claridad del sol naciente le dio de lleno en la cara. El dolor volvió a surgir de la nada para arder en sus ojos y calcinar su cerebro. Christian alzó un brazo y se derrumbó contra la pared. Su piel sintió el frescor atrapado en la áspera superficie de ladrillos. Christian pegó su rostro a ellos y descansó durante unos momentos. Era como si tuviera los ojos chamuscados. Cuando tenía que moverse bajo la luz del sol siempre llevaba gafas oscuras, un sombrero negro de ala ancha, guantes y prendas oscuras muy holgadas dentro de las que podía acurrucarse. Aquella mañana sólo disponía de la capa para envolverse en ella. El nuevo día ya estaba empezando a cegarle, y además estaba terriblemente cansado. La acera parecía alargarse ante él, una interminable cinta iridiscente que se cocía bajo los rayos del sol.
Su bar tenía que estar muy cerca. Siguió avanzando con la mano pegada a la pared. Tenía que confiar en su sentido del olfato, pero la mezcla de olores había empezado a confundirle. No sabía dónde se encontraba. ¿Dónde estaba el bar, en este bloque o en el siguiente? Aún no podía haber cruzado la calle Conti, ¿verdad? «Idiota —se dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí? ¿Cuántas noches has caminado por esta calle? Tendrías que llevar un mapa de olores dentro de tu cabeza, tendrías que habértelo grabado en tu mismísima esencia…».
Se obligó a concentrarse en la labor de separar los distintos olores e identificarlos. Aquí estaba el viscoso olor marino de los cubos de basura escondidos detrás de una ostrería, allí el olor marrón y gaseoso a cloacas, más allá el taller de curtidores, pieles negras y cromo y la mareante mordedura química del nitrato de butilo, y eso significaba que su bar estaba unas cuantas puertas más abajo.
Buscó a tientas hasta encontrar la puerta y entró. Había una entrada separada por la calle que llevaba directamente hasta los apartamentos, pero normalmente Christian siempre entraba por el bar porque así sabía que no encontraría a nadie en la escalera. Permaneció inmóvil durante un buen rato en la penumbra que se iba disipando poco a poco, y respiró el polvo oscuro del bar, y los fantasmas del licor y la cerveza y de todos los bebedores que habían estado allí. Si hacía inspiraciones lo suficientemente profundas le parecía que aún podía captar el olor de Wallace Creech, aquella débil pestilencia a enfermedad reseca.
Wallace… Pobre Wallace, convencido de que había matado a su némesis, a la entidad sobrenatural que había mancillado a su hija. ¿Qué haría cuando descubriese que no había conseguido acabar con ella?
Christian cerró los ojos. No, no pensaría en Wallace ahora. No haría planes. Sus ojos recorrieron el local y se posaron en la madera oscura de la barra, las botellas que emitían destellos apagados formando hileras sobre los estantes y la luz multicolor que entraba por el ventanal intacto. Aquí dentro la luz no podía hacerle daño.
Pero sus ojos estaban doloridos y agotados. Subió lentamente la escalera hasta llegar a su habitación y se refugió en la cama, enterrándose en su olor reconfortante y familiar como si fuese una madriguera. Piel fría y seca, especias antiguas y una sospecha casi imperceptible de algo más oscuro, algo grueso y rojizo y levemente podrido… Era el olor que brotaba de las profundidades de Christian, allí donde la sangre nunca llegaba a estar totalmente limpia. Christian se dejó llevar a la deriva sobre el río del olor, y no tardó en dormirse.
Cuando despertó, la luz que se filtraba por entre las tablillas de la persiana era una difusa claridad lechosa que había dejado de ser brillante y cegadora. Fuera, en la calle, el crepúsculo debía de estar a punto de convertirse en noche. Las farolas no tardarían en encenderse con un parpadeo e iluminarían cada rincón con un suave resplandor que se filtraría a través de los paneles de cristal esmerilado, y todos los niños del Barrio Francés saldrían a jugar.
Christian yacía sobre la espalda envuelto en sábanas que no eran mucho más blancas que su piel. Estiró unos cuantos zarcillos de cabello deslizándolos sobre su hombro, y los fue retorciendo lentamente mientras soñaba despierto y contemplaba el delicado dibujo marrón y malva de las señales dejadas por el agua que se habían ido extendiendo por el techo a lo largo de los años, una pauta tan borrosa e imperceptible que apenas podía ser vista con esa luz que se iba debilitando por momentos. No estaba haciendo planes y no se preocupaba, y en realidad ni siquiera podía decirse que estuviera pensando. Christian se limitaba a esperar la llegada de la noche en toda su plenitud, pues sabía que había llegado el momento de volver a irse.
Aquello ya le había ocurrido muchas veces con anterioridad. Podía vivir en un sitio durante cinco años o durante cincuenta antes de que alguien empezara a sospechar de él, pero al final siempre había alguien que empezaba a sospechar de Christian, y Christian siempre acababa marchándose. Resultaba más cómodo que tratar de ocultarse de ellos, y menos doloroso y agobiante que enfrentarse a ellos. Cuando era joven, Christian se había enfrentado a ellos y nunca había perdido una batalla…, pero siempre había tenido que matar a muchos. Acabó comprendiendo que odiaba matar cuando no mataba para saciar el anhelo y el hambre. Interrumpir de repente el frágil discurrir de sus cuarenta, cincuenta u ochenta años de vida hacía que Christian se sintiera envilecido y cruel. Podía vivir muchos más años que ellos, y podía volver mucho tiempo después de que se hubieran convertido en polvo y huesos.
Y seguir estando un poquito asustado y mantener el secreto era lo más importante de todo, por supuesto; pues aun suponiendo que acabara con todos, desgarrando sus gargantas una por una, siempre habría más y más. Christian sabía que esa verdad era la única cosa que Molochai, Twig y Zillah nunca querrían admitir. No importaba lo invulnerables que creyeran ser los miembros de su raza, pues eran pocos y los otros eran muchísimos.
En cuanto hubiera sido descubierto caerían sobre él como un diluvio del cielo. Aullarían pidiendo su sangre a cambio de la sangre que Christian había tomado, y la obtendrían fuera cual fuese el precio que tuvieran que pagar por ella.
Wallace quizá no fuera tan peligroso, al menos no en sí mismo. Era viejo y estaba solo, y quizá no tuviera ningún amigo al que contar lo ocurrido; pero Wallace tenía de su parte a Dios y a los que creían en Dios. Pertenecía a una iglesia. Christian conocía muy bien el entusiasmo con que las personas religiosas están dispuestas a creer en el mal, y el apetito insaciable con que desean aplastarlo. Querían hacer algo tangible a cambio de la recompensa intangible en cuya espera consumían sus vidas. Wallace por sí solo quizá no fuese tan peligroso, pero su fe podía llegar a resultar letal.
Y, por lo tanto, había llegado el momento de marcharse de nuevo. Resultaba más cómodo que permanecer en guardia continuamente, más cómodo que arrancar cien crucifijos de un centenar de manos, más cómodo que hacer pedazos un centenar de rostros aterrorizados. Que Wallace muriese creyendo que había vengado a su hija.
Christian llenó una bolsa de viaje muy pequeña. Había muy poco equipaje que recoger. Ya hacía mucho tiempo que las posesiones personales le parecían molestas y pesadas, y la habitación de Christian estaba casi vacía. Cogió sus ropas de día, su sombrero, sus guantes y sus gafas, y el dinero que había ido ahorrando de los ingresos del bar. Guardaba el dinero en una caja debajo de la cama, pero no había mucho. Nadie más habría podido permitirse pagar el alquiler y costear el mantenimiento del local —el bar estaba demasiado cerca del final de la calle Chartres, y nunca había clientes antes de las diez—, pero Christian no tenía ninguno de los gastos de una vida humana corriente. No necesitaba comida, no salía a tomar copas. Sus placeres eran más exóticos, y llevaban implícito un precio potencialmente mucho más elevado. Gastaría aquel dinero en gasolina a lo largo del trayecto. Siempre había empleos disponibles para un buen camarero, así que podría conseguir más dinero cuando lo necesitara. Christian guardó tres botellas de chartreuse en la bolsa de viaje, y al hacerlo se permitió sentir un débil destello de esperanza. Nunca se puede saber con quién te encontrarás yendo de viaje, ¿verdad?
Había empezado a llover, y la calle estaba desierta. Era una lluvia fría y sucia que caía lentamente del cielo, una sucesión de gotas que bajaban flotando como telarañas rotas y bailaban sobre el capó del coche de Christian como si estuvieran poseídas por la alegría sin mente de un elemental. Los conos de claridad dorada que se extendían debajo de las farolas temblaban como espíritus iridiscentes. La lluvia se alzaba de las aceras en forma de neblina y volvía a subir hacia el cielo. Las nubes plomizas colgaban a muy poca altura sobre la ciudad y reflejaban la luz del Barrio Francés devolviéndola convertida en una luminosidad púrpura, como la luz vista a través de un grueso vaso de cristal muy sucio.
Christian torció por la calle Bourbon. La lluvia no había conseguido impedir que se celebrara el carnaval de esta noche. Había multitudes apelotonadas en las aceras, y algunas personas hacían ocasionales incursiones temerarias al otro lado de la calle, como peces que iban y venían entre las dos orillas de un río brillantemente iluminado. La calle era una confusión de luces. Había relucientes cintas doradas, vasos de martini color rosa y verde y un rape gigante de neón rojo. Christian dejó atrás la Vieja Casa de la Absenta de Jean Lafitte, y se acordó de cuándo el establecimiento había empezado a servir por primera vez aquel licor tan amargo. El cartel proclamaba Desde 1807, y a Christian no le quedaba más remedio que confiar en él. Tenía buena memoria, pero por aquel entonces su temperamento era más inquieto y dado a los viajes, y había estado ausente varias veces de la ciudad durante aquellos años; pero aun así había tenido ocasión de ver a Lafitte, un hombre apuesto y sensual capaz de hablar sobre cualquier cosa y atraer a un público tanto si sabía mucho sobre el tema del que hablaba como si no tenía ni idea de él. La mirada de Christian se había encontrado con la de Lafitte una noche después de atravesar toda la extensión de un bar abarrotado, y Lafitte le había dirigido una sonrisa amenazadora y llena de dientes, y luego le había guiñado el ojo.
El pirata había estado ebrio de absenta, un licor que produce visiones. Molochai, Twig y Zillah se habrían enamorado de la absenta en su verdadera forma, antes de que el ajenjo venenoso fuera eliminado de la receta original; pero la absenta había sido prohibida en Estados Unidos el año 1912, y por aquel entonces Molochai, Twig y Zillah no eran más que bebés llorones.
Las lentejuelas giraban y destellaban dentro de los locales de strip-tease. Christian detuvo el coche para permitir que una multitud atravesara la calzada. Soldados, turistas, músicos callejeros…, y los omnipresentes niños vestidos de negro. Christian ya había visto aquellos rostros pálidos adornados con manchones negros antes, en los clubs, en sus brazos…, pero no, aquellos eran otros rostros.
Casi todo el mundo estaba borracho. Unas cuantas personas se volvieron hacia el coche y saludaron a Christian, y Christian alzó una mano enguantada y devolvió el saludo con una media sonrisa. Lo que había en su rostro no podían ser lágrimas, ¿verdad? Hacía demasiados años que no lloraba. Christian ya no podía recordar qué se sentía al llorar. No, aquella humedad no era más que un poco de lluvia que goteaba de su cabello y se iba acumulando lentamente dentro de sus ojos.
Christian movió la mano despidiéndose de la multitud del Barrio Francés y se limpió la lluvia de las mejillas. Después giró hacia el norte y salió de la ciudad.