21
Noche.
Noche espesa y verde, ramas de pino que se inclinaban para rozar la gravilla del camino, la hierba agonizante, la basura amontonada en las cunetas; una noche cautelosa y rastrera como una serpiente en la que se agazapaba la tumultuosa confusión del último kudzu de octubre. Dentro de un mes el kudzu estaría muerto, como una reseca manta marrón arrojada sobre los árboles y las cunetas; pero ahora todavía seguía retorciéndose bajo la luna, suculento, verde, siempre cambiante y en continuo movimiento.
Noche verde.
Violin Road.
Un remolque sostenido por bloques de cemento, un Bel Air plateado y una sucia camioneta negra aparcados en el descuidado patio de tierra apisonada, y detrás del remolque un enredo de rosales silvestres que entrarían en el mes de noviembre cargados con flores enormes que parecían hechas de encajes. Las rosas habían enloquecido.
Nada sabía que si volvía la cabeza podría mirar por la ventana del dormitorio y vería el delicado trazado de espinos y tallos que el rosal dibujaba al recortarse contra el cielo nocturno, pero en realidad no sentía el más mínimo deseo de volver la cabeza. Lo que hizo fue quedarse muy quieto y seguir acostado de espaldas sobre la cama de Christian. Sus manos se deslizaron entre la reluciente cabellera negra de Christian y acariciaron la larga curva de la espalda de Christian.
Christian suspiró y se acercó un poco más hasta que su cabeza anidó debajo del pecho de Nada, y Nada sintió un minúsculo y delicioso fogonazo de dolor cuando un diente de Christian se hundió un poquito más bajo la piel de su garganta.
Sabía que Christian estaba siendo muy cuidadoso. Sabía que Christian no le haría daño, y que se limitaría a probar su sangre. Aquello no era alimentarse, aquello era hacer el amor. ¿Acaso los largos dedos de Christian no se estaban moviendo sobre su cuerpo trazando perezosos dibujos encima de sus costillas y sus muslos, pareciendo adorar la textura de su piel? Pero Nada había visto aquellos dientes. Eran muy hermosos, y los envidiaba y deseó haber podido nacer miles de años antes, cuando las adaptaciones de la vida entre los humanos aún no se habían extendido por su raza…, pero tener que mantenerse sobrio todas las noches de su vida era un precio demasiado grande, incluso para unos colmillos que se curvaban hacia abajo sobre los labios como garfios de marfil.
Al principio los dientes se habían limitado a pinchar el labio inferior de Christian. Se fueron alargando muy despacio, de una manera imperceptible. Nada había examinado el interior de la boca de Christian, pero no había conseguido ver cómo se desarrollaba el proceso. Los dientes sencillamente se habían vuelto más largos de repente, y ahora eran como relucientes agujas ganchudas de un blanco plateado. Nada sintió la presión de aquellos dientes sobre sus labios cuando Christian le besó, y cuando se apartó de él pudo saborear la sangre.
Christian mordió la garganta de Nada tan delicadamente como un yonqui introduce la hipodérmica en una vena maltratada por demasiados pinchazos, pero aun así Nada contuvo el aliento, y aquel dolor tan frío y exquisito hizo que se estremeciera. Un instante después la lengua de Christian ya estaba allí para lamer la sangre. Christian le acarició, y su contacto era distinto al de Zillah: más lento, más suave, menos seguro de sí mismo… Sus cuerpos se tensaron buscándose el uno al otro.
La boca de Christian acabó apartándose de la garganta de Nada, y la sangre fluyó entre ellos y se deslizó sobre el pecho de Nada manchando un poco más las sábanas. Nada se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento todo el rato, y lo dejó escapar en una ruidosa exhalación. ¿Qué había estado temiendo? Christian nunca le haría daño. Nada pertenecía a la raza de Christian.
Pero aun así no había querido volver la cabeza.
—Nada… —gimió Christian, y pronunció su nombre en un hálito de éxtasis que se iba desvaneciendo poco a poco y que flotaba sobre el olor de la sangre—. Oh, Nada… Me gustaría tanto desgarrarte la garganta…
—Muchas gracias —dijo Nada. Sabía que era un cumplido—. Vuelve a hablarme de Jessy —dijo un instante después.
Christian suspiró.
—Se parecía mucho a ti. Los mismos enormes ojos oscuros, el mismo mentón puntiagudo, el mismo silencio que siempre se mantiene a la escucha…
—Tú…, eh…, tú te la tiraste.
Un silencio.
—Sí —dijo Christian por fin—. Me la tiré muchas veces a lo largo de un cálido verano de Nueva Orleans.
—Tenía dieciséis años —dijo Nada con voz pensativa.
—Algo así.
—Un año más que yo.
—Sí.
—¿Cuántos años tenías tú?
Un breve silencio.
—Trescientos sesenta y ocho.
Nada quiso reír, pero no pudo hacerlo. Pensar en todos aquellos años almacenados dentro del ser que yacía a su lado, el vientre calentado por su sangre, la boca resbaladiza con su saliva…, no, no podía reír. Sólo el peso de aquellos años ya bastaba para abrumarle, y se preguntó qué sentiría Christian. Trescientos sesenta y ocho años eran pura y simplemente insoportables, ¿no? Nada se preguntó si Christian habría dejado de sentir. ¿Y si se limitaba a contemplar el mundo manteniéndose en una eterna actitud de vigilancia, impidiendo el paso a la alegría para tener a raya el dolor de todos esos años?
Nada hundió el rostro en la almohada. Tenía los ojos ardientes y húmedos. Besó a Christian en la garganta y en la boca. Ahora volvía a ser meramente una boca, una boca más bien fría con un sabor oscuro y un poco dulzón en la lengua. Dos de los dientes delanteros de la mandíbula superior eran desusadamente largos…, pero Christian no sonreía mucho, y lo más probable era que nadie se hubiera fijado nunca en aquellos dientes.
—¿Viviré tanto tiempo? —preguntó Nada.
—Quizá. Si eres más listo que Molochai y Twig, y más cauteloso que Zillah. —Christian le acarició la cabeza—. Puedo ver el verdadero color de tu pelo en las raíces. Dorado marrón… Cuando eras un bebé ya lo tenías de ese color.
—He de volver a teñírmelos. —Nada enroscó distraídamente un mechón de sus cabellos y se lo metió en la boca. Después tragó una honda bocanada de aire—. ¿Qué se siente al vivir mucho tiempo? —preguntó.
Christian no contestó.
—Tengo que irme —dijo volviendo la vista hacia la ventana—. He de estar en el club a las once.
Nada quería abrazar a Christian, mantener a distancia todos aquellos años, hacer algo por él.
—Podría venir contigo —dijo.
—Gracias, pero es mejor que no lo hagas. Si continúo sirviéndote copas a escondidas acabaré perdiendo mi empleo. Quédate aquí con los demás… Cuando se despierten querrán salir a dar una vuelta.
Christian se puso unos pantalones negros imposiblemente largos y se abotonó una camisa negra que le llegaba hasta el mentón. Giró sobre sí mismo para irse, pero se detuvo en la puerta del dormitorio.
—¿Christian? —murmuró Nada.
—No se lo deseo a nadie —dijo Christian.
Desapareció en las oscuras profundidades del remolque. Un instante después Nada oyó cerrarse la puerta principal, y el Bel Air se alejó por el camino con un rechinar de gravilla yendo por Violin Road en dirección al pueblo.
Nada se quedó inmóvil entre el enredo de sábanas frías, y contempló las hilachas de niebla que desfilaban flotando por delante de la ventana y medio ocultaban los rosales. Jugueteó durante un rato con su húmedo vello púbico desrizando mechones, tirando suavemente de ellos y dejando que volvieran a enroscarse sobre sí mismos. Tener una cama para él solo ya no era algo que le ocurriese con demasiada frecuencia. Normalmente dormía en un nudo sudoroso de mantas, pelos y miembros. Despertaba para descubrir los dedos de Molochai dentro de su boca o a Twig babeando sobre su almohada, y también era bastante habitual que despertara oyendo las perversas y a veces escatológicas sugerencias que a Zillah tanto le gustaba murmurar en su oído; por lo que ahora disfrutaba al máximo de cualquier momento de intimidad. Nada permaneció inmóvil y dejó que sus pensamientos vagaran por donde más les apeteciera.
¿Qué edad tenía Christian ahora? Nada hizo algunos cálculos, y acabó obteniendo la cifra de trescientos ochenta y tres años. Su mente intentó asustarse ante tal cantidad de años, pero Nada no se lo permitió. «No —se dijo—. Puede que algún día llegues a ser igual de viejo, así que piensa en ello».
Era tanto, tanto tiempo… A menos que encontraras a otros de tu especie, otros que vivieran tanto como tú, estabas condenado a pasar una gran parte de ese tiempo en soledad. Los demás —«los humanos», se obligó a pensar Nada— se te morirían enseguida. Steve y Fantasma morirían, y Nada seguiría siendo joven y lleno de vida…, pero no iba a pensar en Steve y Fantasma.
Y de todas formas tenía a Zillah, su padre, su amante; y también tenía a Molochai, a Twig y a Christian. Estarían allí con él, y seguirían vivos; pero tenía que haber otros de su raza que vivían en la soledad. Christian había vivido solo durante mucho tiempo. Quizá ésa era la razón por la que Christian parecía tan reservado y, aun así, se lanzaba con un apetito tan desesperado sobre el amor cuando alguien se lo ofrecía. El que te acostumbraras a estar solo no quería decir que tuviera que gustarte.
El tiempo quizá transcurriese de una manera distinta en Nueva Orleans. Allí quizá existiera una especie de tiempo del sueño, un tiempo que podía estirar un solo día o comprimir trescientos ochenta y tres años. Nada había sido concebido por el semen resplandeciente de Zillah en Nueva Orleans, y Christian le había hecho el amor a Jessy en Nueva Orleans. Su madre, aquella chica delgada de cabellos oscuros que tenía dieciséis años, aquella chica que había muerto dándole a luz entre chorros de sangre…
Nada intentó imaginarse aquel verano en Nueva Orleans. Los días interminables y sofocantes encima del bar, las largas manos huesudas de Christian moviéndose sobre los pechos pegajosos de Jessy y sobre su vientre distendido, el vientre que contenía y acunaba a Nada cuando aún no había nacido… Deseó poder ser las manos de Christian. Deseó poder sentir el peso de Jessy sobre él, su piel tan resbaladiza como si estuviera untada de aceite. Se imaginó a Christian embistiéndola con su miembro, hendiendo su útero y rozando el feto alojado dentro de él con la punta de su sexo. «Rozándome», pensó. ¿Habría sido bañado por el semen de Christian cuando estaba dentro del útero, había sido su alimento junto con la sangre de Jessy?
Y allí en el útero, a medio formar, ¿había algo en él que sabía de quién era hijo incluso entonces? ¿Había anhelado ser alimentado por el semen de Zillah en vez de por el de Christian? ¿Había una diminuta parte de su ser que deseaba a su padre? ¿Era ésa la razón por la que Nada había pasado los primeros quince años de su existencia solo, siempre solo, siempre a la búsqueda de un sitio en el que pudiera echar raíces…, a la búsqueda de un amor perfecto?
Bueno, ahora ya lo tenía. Cuerpo y alma, y todo el reino intermedio.
Se acordó de aquella noche delante de El Tejo Sagrado —ya había transcurrido un mes— y de todo lo que había ocurrido sobre aquella fría acera. La noche del castigo y de la revelación… Nada había despertado al día siguiente cuando el crepúsculo ya había quedado atrás, quizá porque entonces ya estaba empezando a acostumbrarse a los horarios de su nueva familia y dormía casi todo el día y se divertía salvajemente toda la noche. Despertó en el remolque, en la cama de Christian. Zillah yacía a su lado con la cabeza un poco vuelta hacia un lado, y su cabellera creaba un dibujo de franjas de colores sobre la almohada. Durante el sueño el rostro de Zillah resultaba casi inocente. Cuando no podías ver sus ojos…
«Padre», pensó Nada.
Se había levantado de la cama sin hacer ruido porque no quería despertar a Zillah. Después se había contemplado en el espejo del cuarto de baño, y había descubierto que aún no era capaz de mirarse a los ojos. «Llevas una semana jodiendo con tu padre —se había dicho—. Su lengua ha estado dentro de tu boca más veces de las que puedes contar. Le has chupado la polla hasta que se ha corrido…, ¡has tragado algo que podría haber llegado a convertirse en tus hermanos y hermanas!».
Pero no podía sentir repugnancia de sí mismo. Hiciera lo que hiciese, no podía sentir vergüenza de sus actos. Sabía que ésos eran los sentimientos que se suponía debería estar experimentando, lo que el mundo diurno y racional esperaría que sintiera; pero Nada no podía obligarse a sentir nada de todo aquello. ¿Qué importancia podían tener aquellas reglas descoloridas e insignificantes en un mundo de sangre y noche?
Nada no estaba muy seguro de que hubiera podido llegar a sentir esas emociones ni siquiera cuando era una parte involuntaria más del mundo normal. Su moral nunca había sido la suya; las baratijas de posición y rango que ofrecía nunca habían conseguido hipnotizarle con sus falsos oropeles. Intentó imaginarse a sus amistades del pueblo haciendo el amor con sus padres: Julie tirándose a su insoportable padre abogado; Laine chupándosela a su viejo, un claro caso de reversión a los tiempos del hippismo que cultivaba plantas raquíticas en macetas dentro de su estudio, y que se suponía era un genio en todo lo referente a los lenguajes de ordenador… La idea no le resultó ofensiva. Era un poquito repugnante, sí, porque Nada opinaba que la inmensa mayoría de los padres no pertenecían al tipo de personas que te ponen cachondo o cachonda en cuanto les echas la vista encima, pero no podía etiquetarla usando palabras como «mala» o «perversa», y Nada se preguntó si había llegado a entender alguna vez el significado de ese tipo de términos. ¿Sería posible que los miembros de su raza nacieran provistos de un instinto amoral que servía como protección contra la culpabilidad generada por el hecho de estar obligado a matar para mantenerse con vida? Si Nada no hubiese nacido con un instinto así, ¿habría podido dar ese primer mordisco a la garganta de Laine?
Nada intentó imaginarse la cadena de circunstancias susceptible de llevar, por pura coincidencia, al resultado final de que un mestizo de vampiro abandonara su hogar, hiciera autoestop durante más de trescientos kilómetros y acabara siendo recogido por el mismísimo miembro de su raza que le había engendrado quince años antes. No lo consiguió. Aquello no era una coincidencia, sino algo que tenía que ocurrir. Había un mapa de su vida en algún sitio, y Nada había pasado mucho tiempo irremisiblemente perdido vagabundeando por sus fronteras. Ahora por fin había descubierto la pauta general. Que toda la superficie del mapa estuviera salpicada con la leyenda Aquí hay monstruos no le molestaba en lo más mínimo.
Su lazo con Zillah también era el lazo que le unía a aquel mundo de sangre y de noche. Ahora sabía que Zillah no le dejaría y que no le abandonaría nunca. Se había enfrentado con Zillah en una ocasión y había salido triunfante, y podía volver a hacerlo; y por extraño que resultara, el que Nada fuera capaz de hacer eso parecía ser uno de los motivos por los que Zillah se sentía más orgulloso de él.
Zillah le había deseado desde el principio. Debía de existir algún tirón biológico entre ellos…, la semilla que volvía al sembrador. Pero Zillah no había sabido por qué deseaba tanto a Nada, y a esas alturas el sentimiento quizá aún fuese revocable. El tirón podría haberse debilitado, e incluso podría haber llegado a disolverse cuando se vaciara la próxima botella de vino barato; pero cuando Christian pronunció aquellas palabras delante del club —esas palabras mágicas y aterradoras, «Eres el hijo de Zillah»—, el lazo se había hecho carne.
No, no meramente carne…, sangre. Los lazos estaban forjados en sangre, naturalmente, tanto el que existía entre Nada y Zillah como el que unía a Nada con Jessy, de cuyas entrañas había salido. Nada era de la sangre de Zillah, y Zillah no le abandonaría ni ahora ni dentro de un millar de años. Quizá llegaran a vivir ese tiempo, quizá vivieran mil años o más, y aun así seguirían estando juntos.
Nada recorrería las autopistas con Molochai, Twig y Zillah, y ahora Christian, durante toda la eternidad. Beberían, harían el amor apasionadamente y no envejecerían nunca…, y nunca más tendría que volver a estar solo.
Alzó los ojos hacia el techo y sonrió. No lo sabía, pero en su sonrisa había una salvaje lubricidad que un mes antes no estaba allí.
Una pisada casi inaudible hizo que volviera la mirada hacia la puerta del dormitorio. Había una silueta inmóvil en el umbral, una sombra negra aureolada por una delgadísima línea de luz plateada. Cabellera larga y ondulada, hombros erguidos…, una silueta esbelta y no muy alta que se alzaba con el mismo porte masivo y regio que si hubiera medido tres metros de estatura: Zillah.
—Ven aquí —dijo Nada.
Zillah fue hacia él y se deslizó bajo las frías sábanas acostándose a su lado.
—Papi… —se oyó decir Nada cuando los brazos de Zillah se tensaron a su alrededor.
Zillah besó sus párpados, su frente, sus labios.
—Sí. Es maravilloso… Llámame así.
—Papi… —susurró Nada mientras Zillah desenredaba el amasijo de sábanas y besaba su garganta, su pecho y la tira de piel inmensamente suave que se combaba debajo de sus costillas.
—Mi bebé —dijo Zillah, y le mordió con gran delicadeza.
Nada sintió cómo los últimos y maltrechos retazos de su vida anterior —el pueblo, la multitud desesperadamente apática que se congregaba en Skittle’s, los dos idiotas llenos de buenas intenciones que habían fingido ser sus padres— se desprendían de su cuerpo y se alejaban a la deriva flotando sobre el río caliente de la lengua de Zillah, perdiéndose sobre el olor a sangre, hierbas y altares.
Era una noche para reflexionar.
Era una noche para pensar en asuntos que normalmente no eran abordados, y a los que se permitía permanecer ocultos y medio enterrados en los cenagales del subconsciente. Hay noches que parecen haber sido moldeadas por una oscura mano invisible. Hay noches que parecen haber sido concebidas para permanecer despierto mientras tus ojos van resiguiendo las grietas y las manchitas del techo, o las hojas muertas y las flores adheridas a él, o las estrellas pintadas. Hay noches que parecen haber sido hechas para avanzar lentamente y hundirse en el barro de la mente examinando objetos hinchados y corrompidos a los que luego darás la vuelta implacablemente para contemplarlos cara a cara.
Hay noches hechas para la tortura, o para la meditación, o para saborear la soledad.
Zillah yacía envolviendo el cuerpo de Nada. Si alguien hubiera levantado el delgado techo del remolque y hubiera contemplado las dos siluetas enredadas en las sábanas, la posición de Zillah le habría parecido tan protectora como posesiva. Estaba inmóvil con la mejilla apoyada en la cabellera de Nada, y su mente divagaba perezosamente. «Mío —pensaba—. Mío más que cualquiera de las cosas que haya tenido hasta ahora, más de lo que cualquier cosa será mía en el futuro…, sí, esto es mío. Mi semilla, mi sangre, mi alma…».
En el pueblo, un grupo de country y música vaquera bastante malo subió al escenario de El Tejo Sagrado. Christian limpió la barra con un trapo e intentó no escuchar los compases gemebundos que brotaban de la guitarra Rickenbacker, e intentó cerrar sus oídos a letras como «Este corazón fue hecho para beber, no para pensar». Sus pensamientos se volvieron hacia Zillah y Nada, hacia la obsesiva pasión incestuosa que cada uno sentía por el otro. «Bueno, ¿y en qué puede cambiar eso las cosas? —se preguntó a sí mismo—. ¿A quién puede hacer daño? Somos tan pocos… Y si eso impide que dos almas conozcan la soledad, ¿dónde está el daño?».
Christian se sentía un poco preocupado por Nada porque sabía que Zillah estaba loco, todavía más loco de lo que ya estaba quince años antes cuando le conoció durante el carnaval. La luz verde de sus ojos se había vuelto más salvajemente intensa, y su pasión por la violencia y el dolor resultaba más evidente; pero quizá toda la raza estuviera loca de una manera o de otra. Sí, años y más años de vivir en los márgenes del mundo tenían que bastar para que cualquiera acabase enloqueciendo… En el caso de Zillah y los otros, su locura era que hubiesen llegado a amar la existencia de nómadas, forajidos y asesinos. Su locura hacía que se sintieran felices, y en cuanto a Nada… Bueno, ser amado por aquel hermoso padre que estaba loco quizá fuese mejor que estar solo.
En otra zona del pueblo —allí donde las verdes y pesadas copas de los pinos siempre daban sombra al suelo, donde los colores de octubre de los otros árboles llameaban oscuramente en la noche, donde el kudzu indicaba el trazado de la carretera—, Fantasma yacía sobre su cama hecho un ovillo. Era consciente de la presencia de Steve en la habitación contigua, y sabía que estaba sumido en ese sopor empapado de alcohol que carece de sueños. Últimamente Steve ya no estaba bebiendo tanta cerveza, y para sustituirla había empezado a darle al Jim Beam. Aquella noche había iniciado la borrachera bebiendo el whisky con agua del grifo, y había acabado tomando tragos directamente de la botella; y cuando Fantasma le ayudó a llegar tambaleándose hasta la cama ya llevaba medio litro de Jim Beam dentro del estómago.
Steve hablaba y hablaba repartiendo las culpas a diestro y a siniestro. «Esa puta —decía—, esa asquerosa puta traicionera… Y ese cabrón de los ojos verdes, me pregunto qué tal se le daría el sonreír si alguien le cortase las pelotas…».
Fantasma le había escuchado diciendo «Sí» y «Ajá» en los momentos adecuados. Pero ¿de qué servía repartir culpas? Zillah había embrujado a Ann. Fantasma sabía por su abuela que los hechizos de amor no funcionan con la gente que no está dispuesta a sucumbir a ellos, y que son los hechizos que resultan más difíciles de deshacer después de que hayan surtido efecto. Y en cuanto a Nada…
Bueno, después de todo Nada había conseguido volver a casa, ¿no? La sangre llama a la sangre. Si Nada quería pasar todas las noches durmiendo en los brazos de su padre, entonces Fantasma suponía que eso era precisamente lo que debía hacer.
Rodeó la almohada con los brazos. «¿Qué saldrá de todo esto? —se preguntó—. ¿Dónde acabarán todas estas almas perdidas?». Pero ésa no era la pregunta a la que realmente quería responder, pues sabía que lo que tuviera que ocurrir llegaría más tarde o más temprano. Fantasma desplegó su mente, y encontró a Ann en algún lugar de la oscuridad vagando a solas, buscando algo que de ser encontrado sólo podría hacerle mucho daño. Embrujada… Ann no podía sentir el roce de la mente de Fantasma en la suya, y se negó a responderle. Fantasma cerró los ojos e intentó conciliar el sueño por pura fuerza de voluntad. Últimamente lloraba mucho, pero no quería llorar a solas en la oscuridad.
Y cuando Fantasma empezaba a soñar, los moradores del remolque de Violin Road se estaban congregando en la diminuta cocina para saludar a la nueva noche bebiendo vino en vasos de plástico. En El Tejo Sagrado, Christian no apartaba la mirada del reloj del bar y contaba las horas que faltaban para cerrar.
Noche.