13
Nada estaba acariciando las burbujas de cristal de muchos colores que había en la mampara que separaba los dos reservados tapizados en vinilo marrón lleno de desgarrones. El Greyhound le había llevado a través de todo Maryland y los suburbios del norte de Virginia, y había avanzado a lo largo de autopistas anónimas flanqueadas por plantas de procesado químico, fábricas de cigarrillos, urbanizaciones y las paredes de aluminio mate pintado de verde y azul que se suponía debían protegerlas del ruido y los olores de la autopista.
Al principio el paisaje era aburrido y opresivo, e hizo que Nada se preguntara si no estaría internándose más y más en el mundo muerto habitado por sus padres y los profesores y las amistades tristes y dominadas por la desesperación a las que había dejado atrás. Aquellos no podían ser los caminos que llevaban al hogar, ¿verdad?
Pero ahora estaba en el interior de Virginia, y los panoramas que contemplaba eran verdes y fértiles incluso a mediados de septiembre. Estaba sentado en un restaurante para camioneros en algún lugar al sur de ninguna parte viendo desvanecerse la luz del atardecer, contemplando el vinilo surcado por los desgarrones, las mesas grasientas y el enorme y aparatoso tocadiscos accionado por monedas que no tenía la decencia de emitir las notas verdes y melancólicas de la música country y se conformaba con repetir los Veinte Primeros una y otra vez. Nada tenía la mochila pegada al cuerpo. El local apestaba a grasa de hamburguesa y café con sabor a cartón, pero las burbujas de cristal de la mampara divisoria eran tan hermosas como cualquiera de las maravillas que había en su habitación. Nada deseó que hubiera alguna forma de robar una de ellas. A esas alturas de su viaje, ya estaba deseando haber podido meter toda su habitación dentro de la mochila y habérsela llevado consigo.
Volvió la cabeza hacia la ventana para echar un vistazo a la estación de autobuses que se alzaba al otro lado del aparcamiento, encendió un Lucky, lo golpeó suavemente con una uña y esparció distraídamente la ceniza sobre la delgada tela de sus tejanos llenos de rajas y agujeros. El suave contacto de los tejanos adornados mediante remolinos hechos con bolígrafo negro, una cadenilla de imperdibles y desgarrones artísticos resultaba muy reconfortante. Las playeras con protector para el tobillo que calzaba se rozaban la una a la otra crujiendo y rechinando, se golpeaban impacientemente debajo de la mesa y esperaban que llegara el momento de volver a ponerse en marcha. Una de ellas tenía un agujero justo encima del dedo pequeño.
Encontró la cinta de ¿Almas Perdidas? en el bolsillo de su impermeable, abrió el estuche de plástico y sacó la hoja de papel de los créditos. Era una fotocopia granulosa con una foto de una vieja lápida moteada por la sombra y los rayos del sol, a cuyo alrededor había agujas de pino y tallos de kudzu que se entrelazaban locamente. Las palabras ¿ALMAS PERDIDAS? estaban escritas sobre la lápida con rotulador arco iris. Se suponía que el grupo había rotulado personalmente las quinientas copias. Nada se imaginó al guitarrista, una silueta muy alta incómodamente encorvada sobre el suelo que apretaba demasiado al escribir y terminaba rompiendo las puntas de todos los rotuladores, maldecía y acababa poniendo todo el proyecto en manos del cantante. El cantante tenía que haberse encargado del color amarillo, y sus dedos habrían tocado aquella hoja de papel y habrían girado elegantemente para dibujar los dos signos de interrogación que impedían que el nombre del grupo resultara ridículo.
Nada dio la vuelta a la hoja de los créditos y contempló la foto de los dos músicos. Steve Finn, sentado con su guitarra entre las rodillas, sonriendo con una especie de cinismo tranquilo y despreocupado, su enmarañada cabellera oscura contenida detrás de las orejas y una lata de cerveza Budweiser no del todo escondida por la afilada puntera de su bota izquierda; y el otro, el que desviaba la mirada de la cámara, el que tenía las muñecas nudosas cruzadas sobre el regazo, el tipo vestido con prendas llenas de parches y remiendos que le quedaban demasiado grandes, y cuya cabellera caía por debajo de su sombrero de paja en una cortina tan carente de color como hebras de lluvia enredadas que casi ocultaban su rostro y lo dejaban en la penumbra.
Todo lo que Nada sabía sobre el dúo había sido extraído de aquella foto y de las crípticas observaciones impresas en la hoja de créditos («Me gusta beber el agua de mis acuarelas»), ese tipo de cosas, y de aquella música que hacía pensar en el silbato de un tren que nunca llegaba a extinguirse del todo, y de las letras melancólicas y un poco aterradoras de las canciones; pero Nada había imaginado personalidades para ellos, y tenía la sensación de que conocía muy bien a los dos músicos. ¿Almas Perdidas? pertenecía a la multitud de espíritus que vivía dentro de su cabeza, aquellos entre los que le habría gustado estar apretujado las noches de sábado cuando el coche de Jack tomaba una curva demasiado deprisa y los otros exigían a gritos escuchar otra cinta de música industrial. Sus viejas amistades —las de las chaquetas de cuero y las pipas de agua en forma de cráneo, los Marlboro en cajetilla de cartón y los sueños frustrados— no eran más que adolescentes. Nada sabía que era o un niño o un alma muy vieja, pero nunca había estado seguro de cuál de las dos cosas era en realidad.
Tiró de la gota de ónice y la diminuta cuchilla de afeitar de plata que colgaban de su lóbulo. Metió la mano en el bolsillo y acarició el bolígrafo que había dentro. Después abrió la cremallera de su mochila, buscó su cuaderno de anotaciones y sacó una postal de entre las páginas chamuscadas y llenas de garabatos cuyos bordes estaban delicadamente maltratados por los miles de veces que las había pasado. Era la postal que había escrito mientras estaba bebiendo el whisky de sus padres, pero aún no la había echado al correo. La hoja de oro capturó la luz en cuanto la puso sobre la mesa.
FANTASMA, había escrito en el casillero de las señas, A LA ATENCIÓN DE ¿ALMAS PERDIDAS?, BURNT CHURCH ROAD 14, MISSING MILE, CAROLINA DEL NORTE. No consignó ningún código postal…, no habían incluido ninguno en la hoja de créditos. Missing Mile quizá fuera demasiado pequeño para tener un código postal. Sin embargo —Nada dirigió una plegaria de agradecimiento a los dioses que velaban por él, fueran cuales fuesen esas deidades—, por suerte se había acordado de pegar un sello. Ahora difícilmente podía permitirse el lujo de comprar uno.
Acabó su cigarrillo, encendió otro, intentó distinguir la hora a través de la capa de grasa que cubría el reloj de la pared y volvió a echar otro vistazo a la estación de autobuses aunque el hacerlo no le sirviese de nada. No podía volver en un autobús ni aun suponiendo que quisiera hacerlo. El dinero que su madre guardaba en el joyero se había agotado hacía dos pueblos. Le dolía el estómago, y Nada había pensado gastar el único dólar que le quedaba en una hamburguesa o unas cuantas tortitas. Pero ¿qué ocurriría si era el último dólar al que lograba echar mano en todo el resto de su existencia? Tenía que reservarlo para algo que deseara de verdad: un nuevo cuaderno de anotaciones, una taza de café caro, un sombrero negro de una tienda de empeños de algún lugar… Los cigarrillos siempre se podían robar. Tenías que gastar tu último dólar en algo realmente importante.
Tendría que empezar a hacer autoestop. Nunca lo había hecho antes. Nada había intentado utilizar ese medio de transporte para ir a Skittle’s o para volver a casa después de haber estado en la tienda de discos, pero las jóvenes matronas del pueblo pisaban el acelerador en cuanto habían echado un vistazo a su larguísimo impermeable y su lacia cabellera negra. Y hacer autoestop en la autopista, con la enorme llanura del cielo extendiéndose sobre su cabeza hasta allí donde llegaba la vista y los gigantescos camiones que parecían dragones pasando junto a él con un aullido estridente…, bueno, eso era algo muy distinto. El vehículo que se parase podía estar conducido por cualquiera, y en una autopista podía ocurrir cualquier cosa.
Besó la postal y la dejó caer dentro de un buzón cerca de la estación de autobuses. Después cruzó el aparcamiento y subió por una pendiente cubierta de césped hasta llegar a la autopista. Nada encontró un hueso bastante largo tan seco y limpio como un fósil entre el mosaico de gravilla sucia y cristales rotos que cubría la cuneta. Probablemente sería un hueso de pollo que alguien había arrojado por la ventanilla de un coche, pero también podía haber pertenecido a un tejón o a un gato o incluso… —Nada sintió un estremecimiento muy agradable—, incluso podía ser un hueso humano. Alguien podía haber salido despedido por los aires en un accidente automovilístico, o quizá algún autostopista que había ido allí con el mismo propósito que Nada había sido atropellado y muerto, y a los policías que habían limpiado el estropicio se les habían pasado por alto un par de dedos. Nada metió el hueso en un bolsillo de su impermeable y cerró la mano a su alrededor. El hueso quedó depositado allí, y pareció hacerse un lugar al lado de la cinta de ¿Almas Perdidas?
Una horda de coches pasó junto a él, vehículos veloces e imposibles de distinguir los unos de los otros con las ventanillas subidas para protegerse de la inminente llegada de la noche. Los colores se derretían y se confundían en el cielo; el sol sufrió su sangrienta muerte del ocaso. Al aire libre, lejos de las luces del restaurante para camioneros y la estación de autobuses, el cielo era de un color violeta perforado por los múltiples alfilerazos de las estrellas que resplandecían como otros tantos trocitos de hielo. El viento nocturno se estaba volviendo cada vez más fresco, y Nada empezó a temblar. Ya casi había decidido volver y tratar de dormir en la estación de autobuses cuando el Lincoln Continental se detuvo a su lado con un chirriar de neumáticos.
El coche era un trasto enorme que parecía muy difícil de maniobrar, y la carrocería rosa salmón estaba salpicada por enormes manchas de óxido que parecían heridas. Una cuerda con el extremo deshilachado manchado por una sustancia oscura colgaba del parachoques trasero. El interior del coche quizá hubiera sido blanco en tiempos lejanos, y ahora apestaba a algo rancio.
Cuando entró, Nada vio el Jesucristo de plástico verde colocado sobre el salpicadero, pero antes de que pudiera cambiar de parecer el conductor se inclinó sobre él y tiró de la puerta hasta cerrarla. Nada comprendió de repente qué era aquel olor a rancio. «Leche agria», pensó, y el olor hizo que se acordara de los recipientes de plástico para la basura que había detrás de la cafetería de la escuela cuando llevaban algún tiempo sin ser vaciados.
—¿Adónde vas…? —preguntó el conductor, y después de unos momentos de vacilación añadió—: ¿Hijo?
El Jesucristo de plástico verde brillaba tenuemente en la penumbra. Nada apartó los ojos de él y clavó la mirada en el rostro del conductor, pero no antes de haberse dado cuenta de que los ojos del Jesucristo de plástico estaban pintados de rojo.
—Voy a Missing Mile —dijo. Fue el único sitio que se le pasó por la cabeza disponiendo de sólo un segundo para responder—. Carolina del Norte.
El hombre asintió y volvió a concentrar su atención en la autopista.
—He oído hablar de ese lugar. Una gusanera del pecado, bares y clubs nocturnos, mujeres sin principios ni moral…
Clavó los ojos en la cinta de asfalto y frunció el ceño.
Nada examinó con más atención al conductor. Parecía tener la piel muy blanca. Su rostro no tenía arrugas, estaba muy pálido y poseía una belleza entre enloquecida y exaltada; pero la cabellera que colgaba a su alrededor tenía el mismo color que una lámina de hielo muy apretado y denso. Las manos del hombre eran tan flacas que hacían pensar en dos arañas blancas posadas sobre el volante, y las pálidas muñecas desaparecían entre pliegues de tela tan blanca como la leche. ¿Llevaría puesta una túnica?
Las blancas manos del conductor se deslizaron sobre el volante.
—¿Has sido salvado?
—Mierda —murmuró Nada.
—¿Qué has dicho?
Nada volvió la cabeza hacia la ventanilla y contempló el paisaje qué se iba tiñendo de gris. Los renacidos en Cristo siempre le impulsaban a hacerse el chulo.
—Sí, fui salvado en una ocasión…, recuerdo que fue en una fiesta. Estaba casi sobrio, y mi amigo me dio otra copa.
Una mano salió disparada apartándose del volante. Nada se encogió sobre sí mismo pensando que iba a ser abofeteado, pero la mano se limitó a reptar por entre la confusión de objetos amontonados sobre el asiento delantero, y acabó alzándose con un panfleto bastante mal impreso en tinta púrpura aferrado en los dedos. Salvado por la Sangre del Cordero.
El hombre dejó caer el panfleto sobre el regazo de Nada. Un dedo muy largo y muy blanco acarició el muslo de Nada a través de un desgarrón de sus tejanos.
—Lee eso —dijo el hombre.
—Sí, claro… Lo leeré.
Nada empezó a meter el panfleto dentro de su mochila.
—Ahora. —El tono era tan cortante y gélido como un carámbano. Nada pensó en leche congelada y en cristales que se hacían añicos—. Léeme las palabras ahora. Cántalas con voz potente y límpida.
—Ni soñarlo. A la mierda con eso… —Nada se pegó a la puerta—. Déjame bajar.
—Me di cuenta de que eras un pecador en cuanto subiste al coche. Jesucristo me los muestra, y yo tengo el deber de salvar a los pecadores. He de hacerlo. He de hacerlo. —La voz del conductor sonaba casi asustada—. Tienes que leerlo…, tengo el deber de hacer que lo leas.
La aguja del velocímetro temblaba y subía poco a poco. Cien kilómetros. Ciento veinte. El Lincoln patinó sobre la cuneta, proyectó un chorro de gravilla y volvió a enderezarse.
Nada desdobló el panfleto. El último rayo de sol color rojo llama estaba deslizándose por debajo de los pinares. Las diminutas letras violeta bailotearon y se volvieron borrosas ante sus ojos.
—No puedo leerlo —dijo—. Está demasiado oscuro.
El conductor pulsó un botón y una débil claridad inundó el interior del coche. El hombre le lanzó una mirada de soslayo, y Nada vio que los iris de sus ojos eran rojos…, no, no eran rojos sino rosa, de un rosa tan chillón como el de un pendiente de bisutería. Nada se sintió tan intrigado que se le olvidó el tener miedo.
—¿Puedes ver? —preguntó.
Una especie de irradiación indefinible se extendió por el rostro del hombre e iluminó aquella belleza horrible y enloquecida haciéndola resplandecer.
—Es mi padecimiento —dijo—. Me llaman albino. Yo digo que es la mano de Jesucristo posada sobre mí. He sido fulminado por el rayo del Señor, y camino a Su lado.
—Son muy bonitos —dijo Nada—. No me importaría nada tener los ojos rosados.
La irradiación desapareció. La aguja del velocímetro siguió temblando y subió hasta los ciento cincuenta kilómetros por hora.
—El padecimiento que da el Señor no es bonito. Vamos, tienes que leerlo.
Nada volvió a coger el panfleto. Se removió en el asiento, y su pie aplastó algo que había en el suelo. Nada pudo ver de dónde venía aquel olor a rancio: el suelo del coche estaba recubierto por docenas de cartones de leche, algunos recientes, otros tan antiguos que apenas se podía distinguir lo que había estado impreso en ellos. Niños desaparecidos alzaron la mirada hacia Nada contemplándole con sus sonrisas radiantes, negándose a admitir que ahora probablemente sólo fuesen un montón de huesos esparcidos por un barranco perdido en algún lugar del país[4].
Nada tragó una honda bocanada de aire, abrió el panfleto y sintió el roce resbaladizo del papel barato entre los dedos.
—«¿Qué es la vida eterna…?» —empezó a leer.
—Sigue —dijo el conductor.
Se le había empezado a acelerar la respiración.
Una hora después la oscuridad se amontonaba al otro lado de los cristales polvorientos de las ventanillas. El Lincoln avanzaba a ciento veinte kilómetros por hora. El albino le había hecho leer cuatro panfletos más, y entre eso y el olor a leche rancia Nada empezaba a tener la sensación de que alguien le había echado arena caliente por la garganta.
—«No permitas que Satanás te engañe, pues miente. SER SALVADO ES EL ÚNICO CAMINO QUE LLEVA AL CIELO…».
Nada se calló. Tenía la voz tan enronquecida como si se acabara de fumar un paquete entero de Luckies. Si el albino iba a matarle y arrojar su cuerpo en cualquier cuneta, quizá sería mejor que lo hiciera de una vez y acabaran con aquella estupidez. Si dejaba de leer el panfleto ahora mismo, quizá seguiría siendo capaz de gritar cuando llegara el momento.
—No puedo seguir —dijo.
No se atrevía a volver la cabeza hacia el albino, así que clavó los ojos en la ventanilla. El paisaje estaba muy oscuro. La lluvia había empezado a manchar el parabrisas, y los hilillos de agua se deslizaban hacia el capó abriéndose paso a través de la pátina de polvo y mugre de la autopista. No había luz en ningún sitio, ni a los lados de la autopista ni en el horizonte. Espesas capas de nubes ocultaban la luna.
El único faro del Lincoln que funcionaba iluminó una hilera de conos anaranjados colocada a un lado de la autopista. Estaban haciendo reparaciones en el pavimento. Los conos fueron desfilando más despacio junto a ellos…, cada vez más despacio. La gravilla crujía debajo de los neumáticos. El coche acabó deteniéndose.
El albino apagó el motor y se volvió hacia Nada. La única luz procedía del Jesucristo de plástico verde que brillaba sobre el salpicadero emitiendo una débil claridad fantasmagórica y fosforescente. Los ojos pintados destacaban como agujeros en el diminuto rostro de expresión melancólica. El albino contempló a Nada. Su rostro estaba envuelto en sombras, y sus ojos despedían débiles reflejos. Cuando no había luz suficiente para poder ver la locura que impregnaba sus rasgos, el albino parecía un niño enfermo. Una araña blanca rozó la pierna de Nada.
Nada volvió la mirada hacia la puerta. El botón del seguro estaba presionado. La puerta estaba cerrada. ¿Conseguiría abrirla y bajar de un salto antes de que el conductor cayera sobre él? Era más alto que Nada, aunque el cuerpo oculto bajo la túnica blanca parecía flaco y extrañamente desarticulado, como si las articulaciones estuvieran fuera de sus lugares habituales. Nada miró hacia fuera intentando ver algo entre las franjas de polvo y los manchones de límpida negrura de la noche. ¿Qué había en el exterior? Si corría hacia ello, fuera lo que fuese, ¿encontraría a alguien que le ayudara o acabaría siendo atrapado por el albino? Contempló los cartones de leche y volvió a ver los ojos de los niños desaparecidos, manchitas minúsculas perdidas y totalmente impotentes en un mar de rojo y blanco.
La araña blanca estaba trepando por su muslo y empezaba a apretarlo.
—Ahora vamos a repasar lo que has aprendido —repitió el hombre.
Nada dejó de tener miedo tan de repente como había empezado a tenerlo. Aquella situación le resultaba familiar.
—¿Por qué no te limitaste a decirme lo que querías en vez de hacerme leer toda esa basura?
—Es mi deber —dijo el hombre, pero le temblaba la voz.
Sus dedos se tensaron sobre el muslo de Nada.
A Nada le importaba un comino lo que tuviera que hacer. Fuera lo que fuese, valdría la pena con tal de salir de aquel coche que olía a rancio y poder alejarse de esas sonrisas solitarias impresas sobre el cartón. Los ojos rosados del albino se cerraron en cuanto Nada se inclinó sobre su regazo y apartó los pliegues de la túnica. Era una magia no muy sofisticada, pero resultaba sencillísima. Nada la había aprendido en un centenar de asientos traseros en noches de borrachera, en el dormitorio de Laine durante tardes de lánguida inmovilidad en las que se habían saltado las clases. A veces, hombres ya maduros que conducían coches caros pasaban por delante del patio de la escuela y aparcaban junto a la acera detrás de los recipientes de basura de la cafetería. Cuando estaban ahorrando para comprar una guitarra o deseaban desesperadamente una bolsita de maría, algunos chicos iban allí y se la chupaban a cambio de veinte dólares. Eso era lo que le recordaba el olor a leche rancia. Nada lo había hecho un par de veces, y supuso que podía volver a hacerlo ahora.
El albino tenía una enorme erección roja y palpitante que destacaba aparatosamente sobre toda aquella blancura. Incluso su vello púbico era tan blanco como hilachas de algodón enredado y áspero. Nada tuvo que abrir la boca forzando las mandíbulas hasta que creyó que se le iban a desencajar. Las arañas blancas se enredaron en los mechones de la cabellera de Nada, y acariciaron su garganta y sus hombros con meticulosa ternura psicopática.
—He de hacerlo —repitió el albino una y otra vez mientras se corría—. He de hacerlo…
Su semen era como agua lechosa, y Nada sintió que al bajar le quemaba la garganta, irritada de tanto hablar; pero nunca le había importado tragárselo cuando se corrían. El semen tenía una cualidad indefinible que le calmaba el estómago y le hacía sentirse bien.
El albino le dio cinco dólares —«¡Sólo cinco asquerosos dólares!», corrigió Nada en silencio—; pero en cuanto empujó la pesada puerta del Lincoln, el aire nocturno enseguida empezó a reanimarle.
Nada salió del coche a toda prisa antes de que el hombre pudiera decidir que aún no había sido salvado, y que otra ronda de lectura de panfletos seguida por una mamada quizá asegurarían su salvación definitiva. El Continental color rosa salmón se alejó lentamente con la cuerda manchada colgando de su parachoques trasero, y Nada no tardó en quedarse solo en la cuneta. El albino no se había acordado de volver a encender su único faro, pero cuando el Lincoln coronó una colina y desapareció detrás de ella, Nada pudo distinguir una manchita minúscula de fosforescencia verde a través de la luneta trasera. Era el Jesucristo de plástico de los ojos rojos que iluminaba el camino a través de la noche.
Nada se lamió los labios. El áspero sabor del semen del hombre todavía estaba fresco en su boca, y le recordó algo que Laine le había dicho en una ocasión. «¿Sabías que la composición química del semen es casi idéntica a la de la sangre humana?», le había preguntado Laine con inocente lascivia.
Se encontraba en una zona de campos y montañitas empapadas, y todo estaba sumido en la negrura más absoluta. Nada se hirió el dorso de la mano en una alambrada de espino. Las lágrimas de dolor hicieron brillar sus ojos mientras se chupaba la sangre. «Bueno, ahora sí que estoy totalmente solo —pensó—. En todo el mundo no hay nadie que sepa donde estoy…». Sus playeras estaban impregnadas de lluvia fría, y los dedos de los pies le dolían con un dolor sordo que llegaba hasta el hueso. Largos tallos de hierba resbaladiza crujían bajo sus pies. Nada acabó encontrando un granero abandonado y entró tambaleándose en él. Formas enormes llenas de ángulos y protuberancias puntiagudas se alzaban a su alrededor: maquinaria agrícola abandonada cubierta de óxido. Las masas oscuras podían caer sobre él durante la noche, dejarle atrapado sobre el suelo que olía a moho, y entonces Nada se debatiría durante un tiempo y acabaría muriendo a solas…, pero le daba igual.
La lluvia agitaba la atmósfera llenando el granero de polvo y una mezcla de telarañas y motitas de paja reseca. Nada estornudó una vez, dos, tres, sufriendo espasmos desgarradores que le cortaban la respiración y le obligaban a doblarse sobre sí mismo. El tercer estornudo acabó convirtiéndose en un prolongado sollozo. Nada se enroscó debajo del altillo del heno y chupó la sangre que brotaba de su mano. Sus lágrimas fueron empapando el sucio suelo de madera.
Durante la noche una arañita se abrió paso delicadamente por entre su húmeda cabellera negra mientras Nada soñaba sueños inquietos. Se deslizó bajando por la suave piel de la curva de su mandíbula, se quedó inmóvil durante unos momentos sobre sus labios, y después se alejó velozmente por los dedos húmedos y manchados de rojo que Nada mantenía pegados a los labios para que su lengua pudiera asomar de vez en cuando y lamer la sangre mientras dormía.