24
Después de haber abandonado la fiesta de Halloween, Fantasma fue a la casa de Ann. Su Datsun no estaba aparcado en el camino, pero el Buick rojo de su padre sí estaba allí. Fantasma no quería hablar con Simón Bransby —no aquella noche, y no sobre el tema que le había traído hasta allí—, y pudo ver que la habitación de Ann estaba a oscuras.
Fantasma dejó atrás la estación de autobuses Greyhound que se alzaba junto al Colmado del Granjero. El coche de Ann estaba en el aparcamiento, pero ya parecía abandonado. La estación de autobuses estaba a oscuras, y no había nadie sentado en el único banco de atrás. El autobús nocturno que iba en dirección sur pasaba por Missing Mile cada noche a las diez y cinco, y ya se había ido hacía mucho rato.
Fantasma volvió a Burnt Church Road, cogió sus cepillos de dientes y la bolsa de maría de Steve, y metió el coche por el camino que acabaría llevándoles fuera del pueblo. No se le ocurría nada mejor que hacer. Nueva Orleans, había dicho Steve, y probablemente Ann también iría allí.
Steve se había derrumbado sobre la puerta, y su respiración profunda y ronca indicaba lo agotado que estaba. No se hallaba en condiciones de responder preguntas, así que Fantasma fue en dirección sur por la carretera 42 de Carolina del Norte hasta salir de Missing Mile sin mirar ni una sola vez por encima del hombro. Sabía que volvería. Él y Steve podían ir a cualquier sitio, pero siempre acabarían volviendo a Missing Mile.
La carretera le ponía tan nervioso como la pista del hipódromo a un caballo de carreras. No se le daba bien el conducir, a diferencia de lo que le ocurría a Steve. Su amigo llevaba el conducir en la sangre, pero la cinta de asfalto ondulaba y se retorcía ante los ojos de Fantasma. Las estrellas brillaban en el espejo retrovisor, y la luna esquivaba hilachas de nubes blanquecinas. La noche era oscura, luego se iluminaba y después volvía a ser oscura.
La noche de Halloween…, un mal momento para viajar. ¿Qué podía estar corriendo a la misma velocidad que el T-bird para mantenerse a su altura? ¿Qué ojos extraños podían estar observando el paso del coche? Fantasma mantuvo las ventanillas cerradas y las fosas nasales dilatadas para oler mejor la proximidad de los problemas.
Cuando pasó por delante de la casa de la señora Catlin, Fantasma vio una vela solitaria parpadeando en la ventana. La señora Catlin era lo suficientemente inteligente como para pasar aquella noche en casa, con su pequeña llama calentando a los buenos espíritus y manteniendo alejados a los malos.
Fantasma deseó estar durmiendo entre las sábanas almidonadas y descoloridas a fuerza de lavados de la cama del cuarto de invitados de la señora Catlin, y el anhelo era tan intenso que recorrió sus huesos con una punzada dolorosa. Había pasado muchas noches de infancia en aquella cama, adormilándose, despertando y removiéndose, deslizando los dedos por entre su pelo mientras trataba de escuchar las conversaciones en voz baja que la señora Catlin y su abuela mantenían en la habitación de al lado. A veces hablaban de cosas que Fantasma no podía comprender, cosas que le asustaban, nombres que nunca podía recordar cuando la límpida luz del sol entraba a chorros por la ventana la mañana del día siguiente. Astaroth… Fantasma creía recordar aquel nombre. ¿O era asafétida? A veces las dos hablaban de recetas y de niños que ya habían crecido y de esposos que se habían marchado de casa o que estaban enterrados, tal como hacen de vez en cuando todas las ancianas; pero Fantasma las escuchaba fascinado incluso cuando hablaban de esas cosas, y daba vueltas a cada palabra que lograba oír, y después la guardaba en algún lugar de su mente como si fuese un guijarro con los colores de una joya o los fragmentos de la cascara de un huevo de petirrojo.
Y a veces…, a veces hablaban de él; y en aquellas ocasiones sus oídos hacían un esfuerzo tan grande para captar lo que decían que Fantasma tenía la impresión de que sus orejas acabarían desprendiéndose de su cabeza y se alejarían volando.
—Nunca tendrá una vida fácil, Deliverance. El don de ese chico es demasiado condenadamente fuerte…
Era la señora Catlin, y se refería a él, a Fantasma. El don era las cosas que sabía o que sentía sin que hubiera forma alguna de que pudiera saberlas; las cosas de las que no podía hablar a cualquiera y que su abuela siempre comprendía.
—Ya lo sé, Catlin. Nadie que haya poseído el don ha tenido jamás una vida fácil, sobre todo cuando tiene el corazón tan bueno y generoso como mi Fantasma… Cuando ese chico intenta soltar una mentira, es como si su frente se volviese de cristal. —Ésa era su abuela. Su voz siempre parecía un poco más suave y débil que la de la señora Catlin, y las palabras también resultaban más suaves y difíciles de oír—. Pero confío en él para que lo utilice bien. Nunca hará daño a nadie con su don. —Entonces bajó todavía más la voz—. Lo único que me preocupa es que su don pueda hacerle daño a él… Pasará toda su vida sintiendo el dolor de los demás, y hace falta mucho aguante para no tumbarse en el suelo y dejar que ese peso te vaya aplastando poco a poco.
Fantasma despertó con un sobresalto y meneó la cabeza. Estaba siendo atraído hacia el sueño por voces procedentes del pasado, por la carretera y la noche, por los espíritus que flotaban entre la medianoche y el amanecer. Cuando pasó al lado del cementerio que había en las afueras de Corinth, Fantasma pudo ver el débil resplandor que brotaba de las piedras acurrucadas sobre el suelo y los harapos de niebla que brotaban de la tierra helada.
Sintió cómo el vello de su nuca intentaba erizarse. «Baja y quédate pegado a la piel», le ordenó. Aquellas tumbas no eran peligrosas. Aunque hubiera espíritus vagando en el cementerio, no eran más que personas. Esos espíritus quizá estuvieran asustados porque sus cuerpos se estaban pudriendo y se iban resecando poco a poco convirtiéndose en polvo, y quizá estuvieran enfadados además de asustados; pero aun así seguían siendo personas. No podían hacerle daño, y tampoco podían hacer daño a Steve…, pero había otras cosas que sí podían hacerles daño. Algunos de los monstruos estaban vivos.
Fantasma pensó en Miles Hummingbird. ¿Estaría vagando Miles aquella noche por el mundo, flotaría su espíritu sobre los vientos nocturnos como el rugido del océano; y tendría que volver a su tumba al amanecer arrastrado de nuevo a ella por el canto de algún gallo, el silbato de algún tren que sonaba a lo lejos en la fría mañana? Fantasma intentó enviar su mente hacia la noche, allí donde Miles o la señora Deliverance pudieran oírle. «Ayudadme, mis muertos queridos —pensó—. Ayudadme a seguir despierto. Ayudad a Steve para que despierte sin tener una resaca realmente horrible. Dejad que quiera conducir, porque no sé durante cuánto tiempo más podré mantener este barco de vapor en la carretera… Ayudadme si podéis».
No funcionó, o por lo menos no en aquel mismo instante; pero una hora después Steve se desperezó en el asiento cuando la Autopista 1 estaba llevándoles hacia abajo en dirección a Carolina del Sur y dejó escapar un gemido.
—¿Qué coño haces conduciendo mi coche? —preguntó.
«Gracias —pensó Fantasma mientras se iba quedando dormido con la cabeza apoyada sobre el cristal de la ventanilla y los ojos por fin cerrados—. Gracias, y buenas noches».
Mientras corría como si quisiera alejarse de la medianoche, Steve se sentía bien. Se sentía bien porque habían encontrado un café de camioneros en el que cuatro tazas de café solo y amargo habían enviado su resaca al paraíso de los dolores de cabeza, y se sentía bien porque había sintonizado una emisora de frecuencia modulada que programaba rock clásico durante toda la noche. Steve acompañó a los grupos canturreando todos los viejos temas en voz lo suficientemente alta para mantenerse despierto, y lo bastante baja para que Fantasma pudiera seguir durmiendo.
Pero lo que le hacía sentirse mejor era que volvían a estar en la carretera. No estaba pensando en Ann ni en Zillah, el de los ojos verdes («Ese cabroncete de mierda», le subtituló automáticamente una parte del cerebro de Steve), y ni siquiera pensaba en Nueva Orleans. No estaba deprimiéndose analizando la forma en que los últimos meses se habían convertido en mierda. No, Steve no estaba pensando en nada. Se limitaba a canturrear acompañando a la radio, mientras dejaba que el viento frío azotara su cabello haciéndolo bailotear delante de sus ojos y permitía que la carretera lavara su alma hasta limpiarla del todo. La pesadez se iba esfumando con cada kilómetro que dejaba atrás, y Steve tenía la sensación de no pesar nada. Dios, podía seguir viajando así eternamente. Steve sabía lo que le aguardaba al final del trayecto: más horrores con Ann, más furia, más dolor…, pero la carretera era el hogar.
Pasado un rato algo empezó a roer su felicidad. «Llevo encima puede que treinta y cinco dólares —pensó—. El último cheque de mi paga en el Disco Giratorio, menos el dinero de la cerveza…, y Fantasma siempre tiene los bolsillos vacíos. Vamos a necesitar dinero muy pronto».
De acuerdo, pero había una manera de resolver aquel problema. Era peligrosa, y jodidamente fuera de la ley, pero si Steve no perdía la calma y evitaba meter la pata también era una manera jodidamente sencilla de resolver el problema.
Empezó a examinar lo que había al lado de la carretera. Vendedores de coches usados, luces de sodio anaranjadas que brillaban sobre hileras y más hileras de cacharros acicalados dándoles el aspecto de coches en una vieja película en blanco y negro. Un enlace ferroviario, vías que se intersectaban y se alejaban las unas de las otras como un incomprensible rompecabezas de madera y de hierro donde los vagones proyectaban largas sombras cuadradas. Allí, un poco más adelante…, eso era lo que quería encontrar: una gasolinera pequeña y de aspecto miserable cerrada durante la noche, y enfrente de ella el débil resplandor de una máquina de Coca-Cola del modelo más antiguo, ése del que podías sacar el dinero sin ningún problema… Steve detuvo el T-bird delante de la gasolinera y apagó los faros.
—No lo hagas —dijo Fantasma con voz pastosa.
—Vuelve a dormirte —replicó Steve—. Servirá para pagarnos las cervezas en el Barrio Francés.
Hurgó entre la confusión de objetos que se amontonaba en el asiento trasero y encontró su fiel colgador de alambre, se arrodilló y metió el extremo por la ranura de devolución de monedas. Faltaba muy poco para que hiciera contacto…, sí, allí estaba…, podía sentir cómo rozaba el punto justo. Si la máquina de Coca-Cola hubiera sido una chica, Steve habría estado a un paso de conseguir que lanzase alaridos de puro placer.
—Eso es, pequeña —murmuró.
Y de repente algo muy duro y pesado se estrelló en su espalda. El dolor atravesó la carne hasta llegar a los riñones. Steve perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la tierra apisonada del aparcamiento.
—Vaya, así que quieres llevarte todos los caramelos y echarnos una maldición, ¿eh?[8]
Steve giró rápidamente sobre sí mismo, y se encontró con los dos pares de ojillos más vacuos y malévolos que había contemplado en toda su vida. Aquellos dos tipos conseguían que los matones amigos de Zillah parecieran genios o, por lo menos, subgenios. Tenían la frente muy pequeña y curvada, y tatuajes que se enroscaban bajando por brazos llenos de músculos tan gruesos como cables para acabar desplegando zarcillos oscuros sobre los dorsos de sus manos mugrientas. Uno de ellos era un hombretón de pecho de barril con rasgos que parecían demasiado grandes y sensuales para su cara, una especie de Dioniso en versión paleta. El otro era flacucho; su cabellera casi incolora caía en una fina y lacia melena desde debajo de una gorra de béisbol adornada con el logotipo de la cerveza Coors, el indicador más seguro de que estás ante un gilipollas profundo que se ha inventado jamás. Un puño nudoso sostenía un martillo.
El tipo del martillo sonrió a Steve mostrando unos dientecillos bastante torcidos.
—¿Tenemos algo que dar a los niños que vienen a pedir caramelos la noche de Halloween, Willy?
Willy se rió. El sonido compensaba sobradamente con malicia lo que le faltaba en humor.
—Mierda, pues no me he acordado de comprar golosinas… ¿Tienes alguna golosina, Charlie?
—Sí. —Charlie movió el martillo en un arco que pasó silbando a escasos centímetros de la cabeza de Steve—. Tengo un caramelo de acero preparado para regalar.
—Iros a la mierda —dijo Steve poniéndose de rodillas—. Esto no es asunto vuestro.
Su voz había sonado débil y asustada, y Steve la maldijo por haberle fallado.
—Vaya, vaya, ¿has oído eso? —El rostro de Willy se convirtió en la viva imagen de la inocencia sorprendida—. Este gilipollas estaba intentando llevarse el dinero de la máquina de Coca-Cola de mi papá en el aparcamiento de la gasolinera de mi papá, y ahora resulta que cree que deberíamos irnos a la mierda y dejarle que siga con lo suyo. ¿Qué opinas, Charlie?
—Ajá. —Charlie dejó escapar una risita estridente—. Creo que será mejor que le demos una buena paliza.
La gasolinera no era del padre de Willy. Steve estaba seguro de ello, y la convicción llegó acompañada por una repentina oleada de furia impotente. Pero si llevaban un martillo encima, por el amor de Cristo… ¿Qué razón podías tener para ir con un martillo en la mano a esas horas de la noche en una gasolinera cerrada donde no había ni un alma? ¿Reventar el cráneo de un capullo de la ciudad al que habías sorprendido intentando robar la máquina de Coca-Cola, quizá? No parecía muy probable. ¿Romper una ventana? ¿Hacer puré la caja registradora y dejarla vacía? «Bingo —se felicitó Steve—. Has ganado el gran premio. Willy te va a regalar el Billete Dorado». Y de repente se echó a reír. Las carcajadas llegaron sin ningún aviso previo, y eran tan histéricas como incontrolables. Se apoyó en la máquina de Coca-Cola e intentó recuperar el aliento, pero no podía evitar que las carcajadas siguieran brotando de su boca. Willy le iba a regalar el Billete Dorado y, bang-bang, el martillo de plata de Charlie caería sobre su cabeza, y después quizá se las arreglarían para conseguir que Steve chillara como un cerdito degollado.
Steve sabía que lo mejor que podía hacer era dejar de reír, y sabía que si continuaba riendo las cosas podían ponerse realmente muy desagradables para él; pero no podía parar, y no paró de reír hasta que el puño de Charlie chocó con su mejilla y la suela de la bota de Willy cayó sobre sus costillas, o quizá fuese Willy el que le dio un puñetazo en la cara y Charlie el que le pateó las costillas, y en realidad daba igual quién hubiera hecho qué.
Agarró un robusto tobillo recubierto por un lejano y tiró de él. Charlie se derrumbó. El martillo salió despedido de su mano y cayó con un thunk ahogado sobre la tierra y el polvo a dos metros de distancia. Steve olió a mierda. El olor quedaba enmascarado por las vaharadas a cerveza barata y sudor de paleto, pero no cabía duda de que olía a mierda. Pensó en qué ocurriría si decía: «Disculpadme, pero ¿cuál de los dos ha pisado un cagarro?», y soltó un nuevo resoplido de risa, una risa enloquecida que se abrió paso a través del dolor que sentía en la cara y en las costillas.
Willy volvía a por él. Steve alzó las piernas y hundió los dos tacones de sus botas en la grasienta ingle de los tejanos de Willy. Willy se dobló sobre sí mismo dejando escapar un aparatoso gruñido, lo que parecía indicar que era más hombre que Charlie: pero aquí estaba de nuevo el bueno de Charlie y había recuperado su martillo de plata, era como para gritar amén y aleluya, y lo estaba levantando por encima de su cabeza. Steve se preguntó si aún acabaría viendo cómo le salvaban el alma después de todo.
Y entonces Fantasma se unió a la pelea gritando como un loco y haciendo girar su propio martillo, el que Steve siempre guardaba debajo del asiento delantero del coche. El martillo de Fantasma entró en contacto con el codo de Charlie, y Steve oyó que algo crujía. Logró apartarse justo a tiempo de la trayectoria del martillo de Charlie cuando éste lo dejó caer para aullar y agarrarse el codo.
Steve agarró el martillo, rodó sobre sí mismo y se incorporó. Ahora tanto él como Fantasma tenían un martillo cada uno, y se enfrentaron a los paletos cubriéndose el uno al otro.
Los paletos ya no parecían ser una gran amenaza, y habían retrocedido hasta quedar pegados a la pared de la gasolinera. Las manos de Willy seguían curvadas sobre su ingle protegiéndola con una inmensa ternura. El brazo derecho de Charlie colgaba inservible a su lado, y su rostro se había vuelto del color de un queso podrido. Willy y Charlie contemplaron a Steve y a Fantasma con la fijeza vidriosa de dos marmotas acorraladas, como si fuesen dos animales demasiado estúpidos para llegar a tener miedo de verdad que se conformaran con sentir un poco de cautela y recelo.
—Tendríamos que aplastaros la cabeza para que dejarais de ir haciendo el gilipollas por ahí —dijo Steve.
—Pero no vamos a hacerlo —se apresuró a decir Fantasma—. Nos limitaremos a volver a nuestro coche y nos largaremos. No hagáis ningún movimiento raro, ¿de acuerdo? —añadió alzando su martillo y amenazándoles con él.
Steve también agitó el suyo, pero estaba empezando a tener la sensación de que había perdido el control de la situación. Pasó por delante del coche y abrió la puerta izquierda, y vio por el rabillo del ojo que Fantasma hacía lo mismo en su lado. Se lanzaron al interior, y las dos puertas se cerraron en el mismo instante. Steve hundió el seguro con el pulgar.
—Deprisa, deprisa, salgamos de aquí cagando leches antes de que nos revienten el trasero a patadas… —le imploraba Fantasma a gritos.
El motor se puso en marcha al primer intento. Steve aceleró a través del aparcamiento y tuvo la satisfacción de ver cómo Willy y Charlie tenían que apartarse de su camino con la torpe rapidez de un par de cangrejos sumergidos en agua hirviendo. Pensó que quizá había rozado a uno de ellos y deseó haberlo hecho. Un instante después la gasolinera se estaba encogiendo a toda velocidad en el brillo rojizo de los pilotos traseros. Miró a Fantasma, quien había vuelto a recostarse en su asiento y sonreía levemente. Creyó poder ver el corazón de Fantasma palpitando a través de la delgada tela de su camiseta.
—Acabas de salvarme el trasero —le dijo Steve. Fue uno de los raros momentos de incomodidad entre ellos—. Estoy en deuda contigo.
—Espera hasta que lleguemos a Nueva Orleans —dijo Fantasma—. Cuando estemos allí podrás comprarme una botella de tinto barato.
Su mano se deslizó sobre el asiento, encontró la de Steve y la apretó con mucha fuerza. Steve tuvo la impresión de que podía captar un mensaje que fluía hacia su cuerpo a través de los dedos delgados y muy calientes de Fantasma. «Si consigues que te maten se acabó todo, Steve —decía el mensaje—. Yo también quedaría fuera de la partida, ¿entiendes? Sabes que estás hecho un lío y que chapoteas en la mierda, y crees que no hay otra persona en todo el mundo en la que puedas confiar, pero yo también te necesito. Intenta conservar el trasero intacto y en su sitio, ¿de acuerdo? Yo también te necesito…».
En algún momento más cercano al amanecer —pero no demasiado cercano, no peligrosamente cercano—, un maltrecho coche plateado pasó por el mismo tramo de carretera que Steve y Fantasma habían dejado atrás hacía una hora. El coche era un Bel Air. Zillah no había querido esperar a que Christian llenara el depósito de gasolina de su coche y comunicara a Kinsey Hummingbird que dejaba el empleo, así que habían quedado de acuerdo en reunirse en el Barrio Francés la noche siguiente.
Christian no se había acordado de encender los faros. Para él la carretera ya estaba lo suficientemente bien iluminada por los rayos de la luna y el débil resplandor de las estrellas, y a una hora tan avanzada de la noche no había ningún coche aparte del suyo.
Por lo menos no había visto ninguno hasta el momento, pero cuando llegó al final de una curva bastante cerrada, una camioneta salió chirriando de un camino secundario y se metió en la carretera detrás de él. Sus faros incrustaron una cegadora barra de luz en el espejo retrovisor del Bel Air. Su bocina sonó estruendosamente cuando el conductor de la camioneta vio el coche de Christian un segundo demasiado tarde, y frenó con demasiada brusquedad. Un instante después la camioneta estaba patinando sin control hasta salirse de la carretera, y caía a toda velocidad por una corta pendiente dando vueltas de campana hasta que acabó inmovilizándose contra el tronco de un pino enorme. El parabrisas quedó resquebrajado y manchado de sangre.
Christian salió de la carretera, aparcó el coche en la cuneta y bajó por la pendiente moviéndose despacio y con mucha cautela. Los pasajeros de la camioneta estaban muertos o a punto de morir. Christian podía olerlo. No había ningún aroma picante a gasolina, y no olía a calor; así que la camioneta no se incendiaría. Sólo había el pesado olor de la sangre espesa y suculenta sazonada con alcohol.
Christian sabía que el accidente había ocurrido por su culpa. Después de todo, no llevaba encendidos los faros; pero no había tenido intención de matar a nadie, y además la camioneta iba demasiado deprisa.
Y él tenía hambre.
El pasajero de la camioneta debía de haber muerto al instante. Sus rasgos habían quedado esparcidos sobre su cara en un manchón borroso de sangre y huesos salpicados de cristales rotos. El conductor aún estaba vivo. Su cuerpo yacía retorcido sobre el asiento y sus flacas piernas habían quedado atrapadas en algún lugar debajo del salpicadero, pero se encontraba consciente. La sangre rezumaba por debajo de su gorra de béisbol, y se acumulaba sobre su cabellera incolora adornándola con un rosario de abalorios rojos. Cuando vio a Christian dejó escapar un gemido, y cuando Christian se inclinó sobre su garganta desgarrada intentó gritar; pero no podía abrir la boca. Su mandíbula había chocado con el volante en un impacto devastador, y los huesos habían quedado pulverizados e incrustados los unos en los otros.
Christian lamió la sangre que había manchado los labios, el mentón y la garganta de Charlie durante los últimos instantes de su agonía, y Willy no pudo hacer nada aparte de mirar.