20
La camioneta negra estuvo recorriendo Missing Mile durante una hora. El pueblo era tan pequeño que pasaron cuatro o cinco veces por delante de los mismos sitios. Nada permanecía inmóvil con el rostro pegado al cristal de la ventanilla. Zillah seguía bastante aturdido a causa de los golpes recibidos, y estuvo acostado sobre el colchón durante un buen rato.
Nada pensaba en cómo se había lanzado a través de la habitación y había impulsado a Zillah contra la pared y en lo mucho que debía de haberle dolido, y se sentía terriblemente culpable. Ni siquiera había pensado en lo que iba a hacer. Había visto el bate de béisbol en las manos de Zillah disponiéndose a caer sobre el cráneo de Fantasma; y había sabido que si no hacía algo y deprisa, la muerte de Fantasma quedaría incrustada para siempre en su corazón.
Ahora Zillah quizá decidiría abandonarle en algún lugar de la autopista, o quizá le matarían entre los tres y sus lenguas y sus dientes se enterrarían en las partes más blandas y delicadas de su cuerpo tal como él había hecho con Laine. Nada descubrió que apenas le importaba lo que pudiera ocurrir. La había cagado. Había intentado conseguir todo lo que deseaba en un instante, y ahora todo eso se estaba esfumando desagüe abajo como un remolino de agua sucia.
Zillah acabó irguiéndose y contempló con expresión lúgubre las tiendas polvorientas, la gasolinera con sus surtidores anticuados y su fachada de madera y el molinillo de viento psicodélico de color rojo y azul que se movía incesantemente en el escaparate del Disco Giratorio. La cabeza de Zillah no tardó en inclinarse hacia adelante hasta quedar apoyada en las rodillas, y cuando Nada intentó abrazarle Zillah se apartó de él.
Nada había visto en más de una ocasión como sus antiguas amistades utilizaban ese tipo de conducta entre ellas. Cuando uno de los primeros novios de Julie le regaló entradas de la fila veinte para un concierto de The Cure con ocasión de su cumpleaños en vez de las entradas de la fila diez que ella quería, Julie pareció sufrir un proceso de aflicción y congoja de proporciones casi cósmicas. Se encerró en su habitación y se dedicó a leer los poemas de Sylvia Plath y Anne Sexton. Su ya flaco cuerpo perdió cinco kilos más. Cuando alguien intentaba hablar con ella en la secundaria, Julie guardaba un silencio melodramático que duraba varios segundos y acababa meneando lentamente la cabeza antes de dar la vuelta y marcharse sin haber abierto la boca. En resumen, que Julie estuvo de morros durante una semana.
Ahora Zillah estaba haciendo exactamente lo mismo. Ser manipulado de aquella manera no irritaba demasiado a Nada —sabía que se lo merecía porque era el culpable de que Zillah hubiese salido tan malparado—, pero lo que más le irritaba era que el truco funcionase. Nada era responsable del palio de tristeza y negrura que había caído sobre el día. El hermoso rostro de Zillah estaba casi totalmente destrozado, y eso por sí solo bastaba para que Nada tuviera la sensación de haber orinado sobre la Mona Lisa o algo por el estilo. Nadie estaba flipado, y hasta el momento nadie había empezado a beber. La atmósfera de festividad ambulante habitual en la camioneta había desaparecido, y el estado anímico que la había sustituido no podía resultar más deprimente. Nada se preguntó por primera vez cuántos años tendrían los demás. Al principio había pensado que eran más viejos y sofisticados que él, pero en aquellos momentos se estaban comportando como una pandilla de adolescentes que están cabreados los unos con los otros, pero que no tienen muy claro el porqué de su cabreo.
Cuando pasaron por tercera vez delante de la tienda de discos, Twig redujo la velocidad y señaló un cartel sujeto con cinta adhesiva al escaparate.
—Eh, chaval, mira eso.
Nada volvió la cabeza hacia el escaparate. El cartel era una fotocopia granulosa muy parecida a la que mostraba la lápida en la cinta de ¿Almas Perdidas?; sólo que en vez de lápida había la foto de un ángel de piedra con las alas desplegadas, una mano levantada en un gesto de advertencia o de bendición y la mirada de idiota clavada en el suelo. Escrito encima de la foto en grandes letras llenas de curvas y adornos se leía ¿ALMAS PERDIDAS? ESTA NOCHE EN EL TEJO SAGRADO.
—¿Dónde está el tejo sagrado? —quiso saber Molochai—. ¿En el cementerio?
—Debe de ser un club —dijo Nada, y de repente comprendió que acababa de tomar una decisión. Zillah quizá se alegraría al ver que se había librado de él; y si no…, bueno, siempre podían matarle allí mismo, en pleno centro de Missing Mile—. Déjame donde quieras —dijo volviéndose hacia Twig—. Voy a asistir a ese concierto.
Twig redujo la velocidad.
—¿Te largas? ¿Justo cuando las cosas empezaban a ponerse realmente interesantes?
—Bueno, por lo menos tendríamos que comérnoslo crudo antes, ¿no? —dijo Molochai con un murmullo casi ensordecedor.
Zillah pareció despertar. Alzó la cabeza y miró a Nada. Nada le devolvió la mirada durante un momento interminable mientras intentaba comprender lo que estaba viendo. La piel desgarrada de la boca de Zillah estaba curándose a sí misma, y su aspecto ya se encontraba mucho más cerca del rosa liso del tejido cicatricial recién formado que de una herida abierta. El cartílago aplastado de su nariz se enderezaba y se reconstruía a sí mismo, y sus encías seguían sangrando…, pero no a causa de los dientes que había perdido. Sangraban porque dientes nuevos estaban asomando de ellas, y las puntas, de un blanco reluciente, ya habían empezado a abrirse paso a través de la blandura rosada de la carne nueva.
—Esto es condenadamente jodido —dijo Zillah.
Nada bajó la vista.
—Lo sé.
—Cada segundo de regeneración es una auténtica agonía. Puedo sentir cómo cada célula se estira intentando llegar hasta la célula que tiene más cerca, y cada terminación nerviosa aúlla de dolor. Ah, ¿y sabes cuándo me tuvieron que sacar a rastras de un sitio por última vez? ¿LO SABES?
—¿Cuándo fue eso?
—En 1910. Tenía más o menos tu edad… Un oficial de artillería muy guapo y muy joven se había encaprichado de mí en Savannah, Georgia. Bueno, hice que me llevara a una fiesta de su compañía fingiendo ser su hermano pequeño, y una vez allí sirvieron un ponche tan potente que habrías podido utilizarlo para embalsamar cadáveres. Estaba hecho con vino, ron, ginebra, coñac, whisky, champán…
Nada pensó en un brebaje que él y Laine habían preparado, dentro de una jarra de cristal con cierre hermético para guardar conservas, cuando estaban aprendiendo a beber. La receta era muy sencilla: un par de centímetros de cada botella que hubiera dentro del armarito de las bebidas de sus padres. Después tuvieron náuseas durante días, pero ya no les quedaba absolutamente nada dentro del estómago para vomitarlo.
—Perdí el control de mí mismo. Le rompí el brazo a una dama encantadora, le atravesé el pezón izquierdo con los dientes y le arranqué un ojo. Hicieron falta cinco hombres para dejarme sin sentido y sacarme de allí. Me ahorcaron de un roble, y cuando se fueron tuve que arreglármelas yo solo para bajar de allí. Y desde entonces no me había ocurrido nada semejante, ¿comprendes? ¡NO HABÍA VUELTO A OCURRIRME NADA PARECIDO HASTA EL DÍA DE HOY!
El rostro de Zillah se había movido hasta quedar a un centímetro escaso del de Nada; y Nada pudo ver cómo las partículas de piel nueva se iban formando en el labio de Zillah, extendiéndose poco a poco en forma de telaraña que se iba espesando hasta recrear el labio.
—Comprendo —dijo—. Bien, me voy.
Zillah le miró fijamente.
—No —murmuró—. No, no debes hacerlo. —Una extraña sonrisa aleteó sobre sus rasgos a medio curar—. Tus amigos no han sufrido ningún daño, ¿verdad? Y tú has aprendido la lección… ¿Por qué no nos quedamos y vamos a la actuación contigo?
Y después Zillah, por fin, extendió sus manos hacia él. Las palmas estaban vueltas hacia arriba, y los dedos temblaban levemente. Nada estaba casi seguro de que el temblor era auténtico…, casi. Cogió las manos de Zillah entre sus dedos y las besó.
Steve se sintió muy inquieto durante todo el resto de la tarde. Fantasma observó cómo se entregaba a lo que en Steve Finn era el equivalente a ir y venir de un lado a otro. Steve empezó doblando su largo cuerpo en el sofá obligándole a adoptar cien posiciones distintas. Después se cubrió con una colcha llena de agujeros e intentó leer. Cogió primero su guitarra y luego su banjo, pero acabó dejándolos en el suelo sin haber pulsado una sola cuerda. Sacó del armario una vieja caja de zapatos llena de todo el material escrito que le había ido enviando Ann, cartas y notas y postales con mensajes tan breves como extraños. Steve empezó a deslizar un dedo sobre un sobre y arañó el sello con la uña desprendiéndolo lentamente del papel. Después hizo lo mismo con un segundo sello. Cuando empezó a repetir la operación con un tercero, Fantasma se puso en pie y salió de la habitación.
Se quitó la ropa y se enroscó en la cama. Permaneció inmóvil durante una hora escuchando las voces de almíbar oscuro de la emisora evangélica que brotaban de la radio mientras intentaba no pensar en los desconocidos que habían irrumpido en su casa. Estaba seguro de que había soñado con Nada. Para Fantasma tener un sueño sobre algo que iba a hacer en el futuro o sobre alguien con quien se iba a encontrar dentro de poco, era tan normal como recibir una llamada telefónica de un amigo.
Un recuerdo volvió a su mente, algo relacionado con el nombre Zillah. El vendedor de flores había mencionado aquel nombre, y su pálido rostro se había alzado hacia Fantasma con una expresión anhelante cuando lo pronunció. «¿Tienes noticias de Zillah?», había dicho. Sí, ésa era la conexión… Pero Fantasma seguía sin saber quiénes eran o por qué habían venido a Missing Mile, y tres de los visitantes de hoy tenían un aspecto que le había hecho pensar en los gemelos de la colina. Aquella especie de extraño brillo lustroso, la apariencia de estar bien alimentados y, sin embargo y al mismo tiempo, de padecer algún indefinible problema de salud…
Nada no tenía ese aspecto o, por lo menos, todavía no; pero estaba claro que los otros eran veteranos especializados con mucha experiencia en la variedad de dolor y muerte que podían suministrar a sus clientes, fuera cual fuese esa variedad. Fantasma sólo sabía que no le habían parecido totalmente humanos, aunque a juzgar por las señales de mordiscos recientes en la mano de Steve y los morados que habían aparecido en las muñecas y las piernas de Fantasma allí donde Molochai y Twig le habían sujetado para mantenerle inmovilizado, eran mucho más corpóreos que los gemelos de la colina.
Bueno, de momento el no pensar en ellos se le estaba dando realmente bien. A última hora de la tarde Steve asomó la cabeza por el hueco de la puerta, y Fantasma se alegró de verle.
—Vamos a hacer la prueba de sonido —dijo—. Podemos bebernos un par de latas de cerveza antes de la actuación.
Fantasma se vistió a toda velocidad con un par de tejanos llenos de desgarrones que sacó del armario, una camiseta muy holgada, un suéter y su chaqueta del ejército, y completó el conjunto con su sombrero de paja adornado por cintas de colores. Cuando salió, Steve estaba inmóvil junto a la puerta principal haciendo sonar el picaporte, con el estuche de la guitarra colgando de la mano, y lanzaba rápidas miradas a la ventana cada cuatro o cinco segundos. Fantasma decidió no hablar de los visitantes…, al menos todavía no. Steve ya sacaría a relucir el tema si lo deseaba.
Fantasma sintió un gran alivio al entrar en el T-bird y poder reclinarse en el asiento dejando que la carretera fría y desierta desfilara velozmente; y permitió que Steve desahogara su frustración con el volante, el pedal del acelerador y la radio cuyo dial giraba salvajemente de un lado a otro como si estuviera vengándose de la música. Las carreteras estaban prácticamente vacías aquella noche. Fantasma vio una camioneta azul llena de manchas de óxido con la plataforma trasera ocupada por un montón de calabazas que reflejaban la pálida luz anaranjada de la luna. Vio un autobús Greyhound que avanzaba en dirección norte. El nerviosismo de Steve estaba empezando a tensar la atmósfera en el interior del T-bird, y Fantasma sabía que aquella noche Steve pillaría una borrachera de las que hacían época.
Bueno, qué infiernos… Él haría lo mismo. Quizá.
Pero esperaría a que hubieran acabado de tocar.
Llegaron a El Tejo Sagrado e hicieron la prueba de sonido. Fantasma se sentó al borde del escenario y balanceó las piernas hacia adelante y hacia atrás mientras oía cómo Steve maldecía el pésimo sistema de megafonía del local y, de vez en cuando, acercaba los labios al micrófono para canturrear unas cuantas estrofas. Cuando la prueba hubo terminado, Steve fue en línea recta hacia el bar, una sala independiente que estaba en la parte de atrás del local. Fantasma le siguió deslizando los dedos sobre el mural creado con rotulador, Magic Marker y huellas de manos que cubría la pared. Fantasma había dibujado una parte de ese mural. Kinsey tenía rotuladores y pinturas detrás de la barra, y cualquier persona que quisiera aportar algo al mural podía hacerlo.
Fantasma conocía cada rincón de El Tejo, cada una de las baldosas de adorno color oro viejo que Kinsey había adherido a las paredes y al techo y cada inscripción de los lavabos. Cuando tocabas en un club cuarenta semanas al año, el local tenía que acabar convirtiéndose en tu hogar.
Steve le entregó una lata de Budweiser en cuanto Fantasma entró en el bar. Kinsey Hummingbird se estaba ocupando de la barra, y les sonrió con esa sonrisa de afabilidad un poco inexperta tan típica de él mientras colocaba una segunda cerveza delante de Steve, quien empezó a tomar tragos de ella en cuanto se hubo terminado la primera.
Fantasma se limitó a tomar un sorbito —no la necesitaba, ya que esa noche bebería música— y se dedicó observar a los chicos que iban entrando en el club. Había estudiantes universitarios de Raleigh, tipos raros y medio colgados como Steve y Fantasma; estudiantes de la secundaria de Windy Hill, la comuna de los hippies-cuáqueros, pero casi ninguno de la escuela del condado, donde todos los estudiantes eran devotos del heavy. También había chicos más jóvenes: chicos de los primeros años de la secundaria que fumaban Marlboro y Camel, chicos que intentaban fingir que estaban de vuelta de todo y sólo conseguían dar la impresión de que se estaban aburriendo horrores; chicos con rostros de expresiones abiertas e inocentes y sonrisas fáciles, chicos de larga melena oscura y ojos ribeteados de rimmel, chicos con cicatrices de navaja de afeitar en las muñecas, chicos que ya estaban hartos de la vida, chicos que disfrutaban la maravillosa experiencia de estar vivos y un poco borrachos y ser más jóvenes de lo que volverían a sentirse jamás…
Mientras permanecía inmóvil entre ellos captando su dolor y su exuberancia y dejaba que su estupidez, su terror y su belleza rozaran su mente, Fantasma pensó que eran increíblemente jóvenes. Ah, sí, eran muy jóvenes y lucían sus joyas baratas compradas en las tiendas de empeños, sus tejanos desgarrados y sus ropas negras como si fueran las insignias indicadoras de que eran miembros de un club oscuro y esotérico, un club que exigía como requisito ineludible para tener acceso a él emborracharse de lo que fuese —licor barato, medianoches lluviosas, poesía o sexo—, un club que te obligaba a enamorarte de grupos desconocidos y a aprender el arte de estar despierto a las cuatro de la madrugada, con la mente llena a reventar de terrores y esos sueños imposibles que sólo llegan durante la vigilia.
Ninguno de aquellos chicos era Nada. Fantasma buscó el impermeable de seda, la lacia cabellera negra y las tres siluetas acechantes que rodearían al chico; pero Nada no estaba allí aunque muchos de aquellos chicos tenían su mismo aspecto, los mismos ojos enormes con ribetes negros y la expresión de superviviente de un bombardeo, y las mismas manos pálidas que no paraban de moverse nerviosamente en todas direcciones. Fantasma esperaba que Nada no viniera al club, al menos no en compañía de aquellos tres tipos…, pero sabía que estarían allí.
Una parte de su ser anhelaba la presencia de aquel chico, y deseaba desesperadamente la tristeza de su rostro y esos ojos que sólo pedían seguir siendo jóvenes. Fantasma sintió el deseo de agarrar a Nada por las solapas y alejarlo de sus compañeros, de decirle que algunas veces todo podía estar bien y seguir así, que el dolor no tenía por qué acompañar necesariamente a la magia y que no había ninguna razón por la que la infancia debiera terminar algún día; pero incluso mientras experimentaba aquel deseo casi irresistible, se preguntó si Nada no sabría ya todo eso cuando había hecho su elección, fuera cual fuese ésta.
Saber cuál era la elección correcta no siempre resultaba fácil, pero aun así Nada tenía que escoger. Cuando despertó, Fantasma había sentido cómo Nada hacía esa elección allí mismo, en el dormitorio, y se había dado cuenta de que el chico había envejecido un poco al escoger. Había sido algo muy difícil de explicar con palabras, como si su mente se debatiera intentando abarcar algo que nunca podría entender del todo; la sensación había resultado muy extraña y no había mucho sobre lo que Fantasma pudiera utilizar su capacidad de empatía. Después se recordó a sí mismo que no había llegado a intentarlo en serio y que, de hecho, no había querido intentarlo.
Y de repente Steve le cogió del brazo y tiró de él arrastrándole por entre el gentío en dirección al escenario. Fantasma sintió el estremecimiento casi imperceptible de algo parecido al viejo pánico a salir a escena y algo parecido a la euforia fruto de una intoxicación salvaje e incontrolable, ese fugaz momento en el que todo gira alrededor de tus ojos y eres incapaz de mantenerte erguido o de confiar en tus ojos.
Manos surgidas de la nada tiraron de las ropas de Fantasma y de las cintas multicolores de su sombrero de paja, y fue saludado por una multitud de voces jóvenes. Sintió el roce de sus dedos y de sus mentes; y respiró el humo que brotaba de sus cigarrillos, y un instante después ya estaban entrando atropelladamente en el escenario, Steve y Fantasma. ¿Almas Perdidas? disponiéndose a tocar de nuevo.
Steve arañó su guitarra y dejó en libertad al primer grito tintineante y melodioso de la noche. Fantasma echó un vistazo a la lista de temas a interpretar sujeta al suelo con cinta adhesiva que había sido garabateada por la caligrafía casi ilegible de Steve, y las palabras de la primera canción brotaron aleteando del vacío hasta posarse en sus labios. Fantasma fue hacia el micrófono y lo agarró con las dos manos.
—No vayas a la playa… —murmuró—. Fíjate, los leones acaban de llegar…
El roce de su voz hizo que el público se balanceara de un lado a otro como un solo ser. Fantasma contempló aquellos rostros tan jóvenes, bañados por la tenue claridad de las luces del escenario, que se alzaban hacia él, los rostros todavía frescos y sin arrugas, los rostros muy pálidos de huesos huecos cuyos ojos estaban enmarcados por líneas negras.
Y en el centro de la multitud estaba Nada, no balanceándose de un lado a otro sino totalmente inmóvil, el rostro alzado hacia arriba al igual que los demás, los ojos muy grandes y llenos de sombras. Sus tres amigos también estaban allí, inmóviles a su alrededor y muy cerca de él. Zillah tenía la vista clavada en el suelo, y su rostro quedaba envuelto en la oscuridad. Uno de los dos más corpulentos dio un codazo a Nada y le gritó algo al oído, pero Nada se limitó a menear la cabeza y siguió con los ojos fijos en Fantasma.
Cuando la primera canción llegó a su fin, Zillah alzó la mirada hacia el escenario. Fantasma tenía las luces delante y se encontraba a cinco metros de distancia, pero incluso así pudo ver que el rostro de Zillah volvía a ser tan perfecto como una máscara. Su nariz estaba recta, sus labios sensuales y lustrosos. No había morados, no había hinchazón.
Zillah se dio cuenta de que Fantasma le estaba mirando y sonrió.
Y la sonrisa mostró toda una dentadura de dientes afilados y relucientes.
Fantasma se sobresaltó tanto que olvidó la letra de la siguiente canción. Steve estaba intentando darle el pie, pero Fantasma no podía mirarle, no podía apartar la cabeza de aquella boca llena de dientes perfectos. ¿A qué se estaban enfrentando? ¿Qué infiernos había decidido visitar Missing Mile?
El momento de silencio se fue estirando más y más hasta que se volvió insoportable. Steve había ido al fondo del escenario, y estaba toqueteando el equipo en un intento de cubrir a Fantasma. Dos de las canciones que interpretaban exigían una pista de bajo y batería pregrabada, y Steve estaba girando diales que no necesitaban ser girados y ajustaba niveles de sonido que ya habían sido ajustados previamente. Pero ¿durante cuánto tiempo podría seguir fingiendo? ¿Dónde estaban las palabras de Fantasma?
Fantasma acabó logrando apartar la mirada de la sonrisa resplandeciente de Zillah y volvió a contemplar el mar de rostros, y el hechizo quedó roto. Así que Zillah tenía unos dientes nuevos y una piel nueva, ¿no? Bueno, ¿y qué? Fantasma y Steve tenían que ofrecer una actuación. Aquellos rostros tan frágiles no podían ser desviados, y la llama de aquellos corazones ardientes no podía ser extinguida por la desilusión. Fantasma sintió que la ira se iba adueñando de él, y pensó que tenía todo el derecho del mundo a enfurecerse. ¿Hipnotizado por una sonrisa? ¡Vamos, si era el truco más viejo del manual…! Pero ahora ya no podía volver caer en la trampa. Tenía que cantar.
Steve le estaba mirando fijamente, medio cabreado y medio asustado. Fantasma golpeó el suelo tres veces con el pie y movió la cabeza indicando a Steve que ya podían empezar, y cuando Fantasma volvió a cantar las palabras brotaron de él como un río de oro.
Interpretaron Cielo de mandragora, una canción con una extraña melodía de campanas y carillones, la primera que Fantasma había compuesto más o menos por sí solo; y después interpretaron algunas de sus canciones más antiguas, todas ellas temas rockeros. Fantasma empezó a embriagarse con la música. Cuando se dio cuenta de que estaba oscilando lentamente a un lado y a otro se agarró con más fuerza al micrófono.
El público era un mar. La música tenía un tirón tan potente como el de la corriente del río Mississippi, y Fantasma podía ser arrastrado y podía acabar ahogándose en ella; pero ahogarse quizá fuese una experiencia maravillosamente dulce. La voz era como vino espeso en su garganta. Las manos pálidas la agarraron y fueron elevándola poco a poco sobre la nube de humo perfumado que brotaba de los cigarrillos de hierbas aromáticas. Fantasma cantó todavía con más entusiasmo para y por aquellos niños, y permitió que su voz remontara el vuelo, la forzó haciendo que sonara ronca y a punto de quebrarse, y la estiró en un aullido que era como un cable de oro resplandeciente.
La electricidad chisporroteaba entre él y Steve. Fantasma tensó las manos ante él y alzó el rostro hacia las baldosas doradas del techo. Steve meneaba la cabeza tan frenéticamente como si se hubiera vuelto loco, y su cabellera parecía una nube negra garabateada alrededor del cráneo. Gotas de sudor que parecían centellear siseaban al caer sobre su guitarra, y llovían sobre el público y sobre el rostro de Fantasma. Fantasma se lamió el sudor de los labios e intentó respirar. Ya no le quedaba aliento, el público se lo había llevado todo. Lo único que había en su interior era la canción que crecía y crecía interminablemente, y si no permitía que se escapara, su corazón acabaría estallando.
Fantasma se había olvidado por completo del nuevo rostro perfecto de Zillah.
Al final Steve se reunió con Fantasma delante del micrófono para hacer de voz de fondo en la última canción. Era Mundo, la canción con la que siempre terminaban sus actuaciones. Los dedos de Steve acariciaban las cuerdas y se demoraban sobre ellas haciendo que tintinearan. «Mundo sin equilibrio…», cantó Fantasma, y Steve entonó el estribillo de acompañamiento, «Mundo sin fin…», cantándolo con su voz de tenor un poco incontrolada de siempre; pero aquella noche Steve cantó mejor de lo que jamás había cantado antes. Seguía cantando bastante mal, pero su voz parecía haber adquirido una pureza nueva, una ronquera nacida de la cerveza y la pena. El público se puso de puntillas. «NO TENEMOS MIEDO —cantó Fantasma echando los hombros hacia atrás y obligando a su voz a que hiciera un esfuerzo todavía mayor—. NO TENEMOS MIEDO», y Steve cantó a su espalda, «Que venga la noche, que venga la noche». La humedad que había en su cara no era más que sudor, o eso afirmaría él luego; y Fantasma no se atrevería a tratar de llevarle la contraria por nada del mundo. «No tenemos miedo», susurró, y el público respondió en otro susurro. «Que venga la noche…».
Steve guardó la guitarra en el estuche, lo cerró y fue hacia el bar. Ya estaba medio borracho, y no se dio cuenta de que Kinsey Hummingbird no estaba atendiendo la barra hasta que recibió la cerveza que acababa de pedir. Aquel camarero era todavía más alto y más pálido, y tenía un aspecto muchísimo más raro, pero Steve no recordaba haberle visto antes. Una impresión muy vaga de gafas de sol y un sombrero negro cruzó velozmente por su cabeza. No significaba nada para él y la olvidó enseguida.
Fantasma se había perdido entre el gentío. Steve volvió la mirada hacia el bar, y vio una cabellera rizada envuelta en un pañuelo teñido. Era Terry Buckett, el propietario de Disco Giratorio —la tienda de discos donde trabajaba Steve—, quien había tocado la batería en su cinta pregrabada de acompañamiento y asistía de vez en cuando a sus actuaciones. Terry había estado fuera de la ciudad recientemente, y cuando vio a Steve hizo una seña al camarero y pidió que les sirviera dos cervezas más. El camarero sacó dos botellas de National Bohemian de la nevera. Terry siempre las llamaba Natty Bohos. Steve opinaba que sabían a meados de marmota, pero Terry invitaba y tenía derecho a escoger.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Steve después de haber tomado un buen trago de cerveza.
—He estado viajando durante dos semanas, tío. Eh, hablo en serio…, he estado viajando en moto. ¿Sabes que he estado en Nueva Orleans? —Steve lo sabía, y de hecho había hablado de ello con Terry en el trabajo, pero Terry hablaba con tanta gente que solía olvidar quién estaba al corriente de las novedades y quién no—. Verás, en el Barrio Francés hay un bar… —El recuerdo casi le estaba haciendo babear— donde sirven jarras de cerveza de barril a veinticinco centavos cada noche de martes. Y además ponen los mismos dos álbums de Tom Waits una y otra vez durante toda la noche, Blue Valentine y Heart Attack and Vine…
Steve se imaginó el local. El suelo estaría bastante sucio y pegajoso, y la claridad azulada de un viejo neón que anunciaba cerveza bañaría las paredes. Los discos crujirían un poco más cada nueva noche de martes, como si Tom sufriese un cáncer progresivo de laringe. Steve deseó estar allí sorbiendo la espuma de su quinta o sexta jarra mientras olvidaba todo lo que tuviera alguna relación con Missing Mile o El Tejo Sagrado. («Ésas no son las cosas que realmente quieres olvidar», dijo la vocecilla de un demonio dentro su cabeza. La vocecilla era lo suficientemente débil como para que Steve pudiera ignorarla, pero de todas maneras un par de cervezas más la ahogarían del todo). El bar de Terry parecía un sitio estupendo, desde luego, y Steve pensó que él y Fantasma quizá podrían coger el T-bird y visitarlo algún día.
—Sí, tío, en el Barrio Francés se pueden encontrar cosas realmente increíbles…, fuertes de verdad —dijo Terry. El nuevo camarero se había dado la vuelta y estaba muy ocupado llenando vasos de plástico, pero toda su espalda parecía escuchar—. Conseguí un cuarto de kilo de algo llamado Popocatepétl Púrpura. Un par de dosis de eso fumadas en pipa de agua te ponen la mente a cien, créeme…
—¿Alguien ha hablado de colocarse fumando una pipa de agua?
R. J. Miller se encaramó a un taburete al otro lado de Terry. El chaval flacucho constructor de máquinas hiperespaciales había crecido y se había convertido en un joven flacucho capaz de conseguir que un bajo sonara como el trueno de Dios, pero en aquellos momentos R. J. estaba haciendo un pulso con la cerveza y parecía ir perdiendo. Se tambaleó junto a la barra, y acabó logrando recuperar el equilibrio apoyándose en ella con los codos. Tenía las gafas torcidas, y se las subió por el puente de la nariz empujándolas con el índice.
—Eh, Steve… Una actuación impresionante, tío.
Terry le miró fijamente.
—¿Cuántas cervezas te has bebido?
—Tres —replicó R. J., y se echó a reír—. Venga, chicos, en serio… ¿Qué me decís de una fumadita en esa pipa de agua? ¿Queréis salir o qué?
—No eres lo suficientemente mayor para fumar —dijo Terry.
Su rodilla se movió por debajo de la barra y rozó a Steve. Steve miró hacia abajo. Terry tenía un paquete de Camels en la mano, y el grueso extremo retorcido de un porro asomaba del paquete. Steve cogió el porro y lo guardó en un bolsillo de los tejanos.
—Popocatetepétl Púrpura —dijo Terry en voz baja—. A juzgar por tu cara, creo que te sentaría bien algo fuerte.
Steve sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, lo cual era absurdo. Sus amigos le querían. Las chicas podían llegar a joderte la vida, pero siempre podías contar con tus amigos.
—He de encontrar a Fantasma —le dijo a Terry—. Quiero fumarme esto con él.
—Claro —dijo Terry—. Disfrutadlo, ¿de acuerdo?
Se volvió hacia R. J. y empezó a hablar de los clubs de strip-tease de la calle Bourbon. R. J. se había quedado dormido sobre la barra con la cabeza apoyada en los brazos, y su rostro parecía tan inocente y carente de edad como el de un bebé. Su cuarta Natty Boho estaba intacta delante de él.
Steve se abrió paso a través del gentío con la botella de cerveza medio llena en la mano y buscó el faro adornado con cintas que era el sombrero de Fantasma. El aire olía a humo de clavo y especias y al almizcle polvoriento de las tiendas de ropa de segunda mano, y Steve vio boinas negras, cabelleras teñidas de muchos colores y la palidez del cuero cabelludo claramente visible debajo de los cortes paramilitares hechos con maquinilla eléctrica, pero Fantasma parecía haber desaparecido.
—Bueno, a la mierda —murmuró Steve por fin.
Fue hacia el lavabo de hombres. No podía llevar el porro encima durante toda la noche, y supuso que tendría que fumárselo entero sin ayuda. Ah, la vida era realmente dura…
Cerró la puerta detrás de él y hurgó en su bolsillo buscando cerillas. ¡TERMINE LA SECUNDARIA POR SÓLO 50 DÓLARES!, le exhortó la tapa del librito de cerillas. La primera calada llenó los pulmones de Steve con una deliciosa humareda acre.
Cuando llevaba fumado medio porro, Steve llegó a la conclusión de que necesitaba urgente y desesperadamente un tatuaje. El tatuaje consistiría en una calavera sonriente con alas negras de murciélago recorridas por venas color rojo sangre, y la calavera apretaría una rosa entre sus dientes, y en el centro de los pétalos estaría escrito ANN con letras llameantes. La próxima vez que Steve se tropezara con aquella perra asquerosa le enseñaría el tatuaje; y entonces Ann sabría qué sentía Steve realmente por ella, y se moriría de puro remordimiento y culpabilidad.
Quizá aún tuviese tiempo de coger el coche e ir a Fayetteville aquella misma noche. Los salones de tatuaje estaban en Fayetteville, ¿no? Steve se guardó el porro en el bolsillo y se dispuso a salir del lavabo de hombres. Se llevó la botella de cerveza a la boca y sus ojos recorrieron a la multitud en busca de Fantasma, totalmente decidido a recoger el equipo, meterlo en el coche y salir disparado hacia Fayetteville; pero en vez de encontrar a Fantasma sus ojos se posaron en una chica que estaba hablando con Terry en el bar, una chica con una larga melena rubio rojiza bajo su sombrero de luto cosecha años 40. El rostro de la chica era enérgico y muy hermoso, y daba forma a las palabras con sus manos, y las manos estaban manchadas de pintura y eran delicadamente feas, y un cigarrillo Camel ardía entre el dedo índice y el dedo medio de la mano derecha.
En el tercer dedo de esa misma mano había un anillo, y los ojos de Steve lo vieron brillar. Estaba demasiado lejos de la chica para distinguir la forma del anillo, pero sabía muy bien cómo era: un par de corazones de plata y turquesa entrelazados. Él le había regalado aquel anillo, y Ann todavía lo llevaba.
Ann había venido para verle actuar aquella noche.
Steve empezó a retroceder hacia el lavabo de hombres por si se daba la vuelta, pero entonces Ann levantó el brazo en un gesto que Steve recordaba muy bien y su abundante melena quedó separada de su nuca durante un momento. La solapa de su chaqueta negra se dobló hacia atrás. Debajo llevaba un top de encaje, también negro. Steve vio la curva de su pecho, y el mechón rojo oscuro de vello de su axila.
Eso le había sorprendido cuando empezó a salir con ella durante su último año en la secundaria, cuando Ann era meramente Ann Bransby-Smith, aquella pelirroja tan mona de la clase de psicología. Steve nunca se había acostado con una chica que tuviera vello en las axilas. Resultaba un poco extraño, pero parecía encajar con los suéters negros de cuello de cisne que llevaba y la boina que se calaba hasta las orejas de vez en cuando.
«Las chavalas con inclinaciones artísticas que pintan no pueden afeitarse las axilas», le había dicho aquella noche. Steve se había limitado a alzar la mirada hacia ella. Estaban en el sofá y Ann había montado a horcajadas sobre la cintura de Steve. Seguía llevando los tejanos, pero se había quitado la camisa y la cabellera colgaba alrededor de su rostro. Steve no estaba muy seguro de si bromeaba o hablaba en serio, y no tenía mucho interés en averiguarlo ya que su mano acababa de deslizarse entre su pecho y la delgada copa de encaje del sostén de Ann, y había descubierto que el pezón se ponía tan duro como una piedra debajo de sus dedos. Unos minutos después Steve descubrió que Ann se perfumaba el vello de las axilas, y a partir de aquel momento esos mechones nunca le habían molestado en lo más mínimo.
Hasta ahora. Aquel fugaz atisbo de su axila hizo que Steve se sintiera invadido por una oleada de deseo y soledad tan insoportables que faltó poco para que escupiera la cerveza que tenía en la boca. Pensó en lo horrible que le había parecido el mes anterior sin ella. Tocar ya no resultaba divertido porque Ann se las arreglaba para infiltrarse en todas las canciones, e incluso el beber había dejado de ser divertido. Steve solía despertar de las borracheras medio hundido en un pantano de autocompasión, maldecía el nombre de Ann, lloraba a moco tendido sobre su cerveza o arrojaba las cosas que ella le había dado contra las paredes de su habitación. Estaba harto de trabajar en el Disco Giratorio, harto de leer, harto de sus sueños. Lo único que parecía ayudarle un poco era pasar el máximo de tiempo posible con Fantasma, pero ni siquiera Fantasma podía estar continuamente a su lado; aunque cuando eran las dos de la madrugada y Steve no podía dormir, Fantasma solía entrar en su habitación moviéndose silenciosamente sobre sus pies descalzos y se quedaba junto a él en la oscuridad. Sí, Fantasma hacía eso, pero no podía hacerlo todo. No podía ser Ann, con su olor a pintura y a perfume de rosas de té y humo de Camel, con aquel cuerpo que siempre parecía darle la bienvenida.
Steve trazó un círculo alrededor del bar y se fue aproximando a Ann desde atrás. («Desde atrás —dijo malévolamente el demonio que vivía dentro de su cabeza—. Sí, me acuerdo muy bien de esa postura, pero había muchas más». Steve le dijo que cerrase la boca). Ann le estaba diciendo algo a Terry, quien asintió con expresión muy seria mientras su mirada iba más allá de Ann y se posaba en Steve. Terry arqueó una ceja en un enarcamiento interrogativo. Steve se encogió de hombros y alargó la mano para tocar el hombro de Ann.
Y en ese mismo instante R. J. alzó la cabeza y sus ojos les contemplaron con vidrioso buen humor.
—¡Eh, Ann! —exclamó—. ¡Eh, Steve! ¿Vais a volver a salir juntos o qué?
La espalda de Ann se envaró de repente. Su cabeza giró velozmente, y un mechón rubio rojizo cruzó el rostro de Steve como un latigazo. Sus ojos se encontraron con los de Steve y la muralla de las pupilas pareció agrietarse un poco, y la línea de falla geológica dejó escapar todas las noches que habían pasado juntos. Las noches salvajes y resbaladizas de sudor cuando lo único que podía saciar su apetito era devorarse el uno al otro; las noches tranquilas bebiendo cerveza en el porche de la casa con Fantasma sentado a su lado, sabiendo siempre cuándo había que quedarse levantado hablando hasta después de la medianoche y cuando había que acostarse temprano; las noches yaciendo sobre la cama de Steve en la semioscuridad de la ventana detrás de la que brillaba la luna antes de que el desplegable de Penthouse fuera colocado en su sitio actual, viendo pasar la vida sin ninguna necesidad de perseguirla porque estaban juntos y con eso era suficiente…
Aquellas noches, y las noches psicóticosangrientas en las que se dijeron cosas que no podían ser olvidadas, esas noches en las que les daba absolutamente igual lo que pudieran llegar a decirse el uno al otro. «No puedo competir con el alcohol, ¿verdad?», le había preguntado ella una noche llena de amargura, y él había respondido: «No, joder…, no eres tan buena».
Pero eso no era nada.
Eso no era nada comparado con la noche, la que Steve no podía soportar traer a su memoria, la que no podía evitar recordar con cada horrible detalle.
Cuando arrojó a Ann sobre la cama y se bajó los pantalones, Steve había dejado de ser Steve Finn. Quizá fuese una excusa fácil, pero era justo lo que había sentido. La consciencia de ser él mismo le había abandonado. El contacto del cuerpo de Ann debajo de él, retorciéndose y luchando contra él, había sido tan distante como una silueta sobre la pantalla de un cine. De hecho, todo lo ocurrido había sido curiosamente parecido a una película, y ver una película de asesinatos que se suponían eran reales y estaban pésimamente fingidos quizá le hubiera hecho sentir la misma clase de leve disgusto ante algo que no tenía ninguna relación con él que Steve había experimentado en aquellos momentos.
La vergüenza y el horror ante lo que había hecho no llegaron hasta el momento en el que había contemplado su mano sobre el volante mientras volvía a casa y había visto la marca dejada por los dientes de Ann. La huella formaba un círculo alrededor de la base de su pulgar, y unas minúsculas gotas de sangre empezaban a brotar de ella. ¿Qué podía haber hecho para que Ann le hubiese mordido la mano con tanta fuerza?
«Vuelve a casa —había canturreado su mente—. Vuelve a casa, vuelve con Fantasma… Basta con que vuelvas allí y todo irá bien». Steve había vuelto. Apenas habían hablado, pero Fantasma no se apartó de su lado hasta que Steve logró conciliar el sueño.
Las semanas siguientes habían transcurrido con tanta lentitud como si se arrastraran. Steve echaba de menos a Ann y la deseaba con un anhelo tan intenso que resultaba físicamente doloroso; la odiaba; se la imaginaba haciendo apasionada y salvajemente el amor con su amiguito el profesor. La telefoneó dos veces, y por dos veces colgó el auricular. Después volvió a telefonear y su padre respondió, y Steve logró reunir el valor suficiente y pidió hablar con Ann. Después de todo, Ann no podía haber contado lo ocurrido a su padre, ¿verdad? Pero Simón se limitó a informarle con una voz todavía más seca y cortante de lo habitual en él de que Steve no debía hacer ningún intento de ver a Ann, telefonearla o establecer ninguna clase de comunicación con ella. Simón también le dijo que era la única advertencia que se le hacía. Un segundo intento por parte de Steve haría que se adoptaran medidas muy severas para eliminar el problema que suponía.
Discutir con Simón Bransby era como fumarse un gigantesco porro de hierba de la mejor calidad y tratar de enfrentarse a un examen de filosofía nietzscheana o de química orgánica inmediatamente después. No había manera de distinguir entre lo que tenía sentido y lo que era pura gilipollez. Simón te bombardeaba con palabras más deprisa de lo que tú podías clasificarlas y comprenderlas. Steve había vuelto a colgar el auricular.
Desde entonces no había visto a Ann…, hasta ahora. Estaba bastante flipado y más que medio bebido, y Ann estaba delante de él porque había venido a El Tejo Sagrado para verles actuar a él y a Fantasma, y unos minutos antes Steve había estado pensando seriamente en tatuarse su nombre en el brazo.
La grieta de sus ojos se cerró, y Ann le sonrió con la que Steve reconoció como su sonrisa más herméticamente defensiva.
—Eh, Steve —dijo—. ¿Qué tal te ha ido últimamente?
Steve quería lanzarse sobre ella y abrazarla, enterrar el rostro entre sus pechos y sollozar por todas aquellas noches perdidas, incluso por las que habían acabado desgarrándoles el alma a los dos. Quería borrar el brillo de aquella sonrisa falsa de su rostro. No podía soportar ver aquella sonrisa en los labios que conocía tan bien, los labios que había abierto separándolos con su lengua, los labios que le habían llevado a la zona prohibida que se extiende entre el placer y la locura…, los labios traidores. ¿Estarían marcados con los besos del profesor de Corinth? Steve los quería para él solo, y deseaba reclamarlos de nuevo.
Pero no podía hacerlo, ni siquiera estando tan borracho como ahora. Hacer eso exigiría que mostrara su desesperación. Tendría que pedir disculpas, llorar, hacer algo por el estilo; y la capacidad de abrirse de una forma tan clara —con la posibilidad de ser despreciado que llevaba implícita— era algo que no estaba dentro de Steve. Fantasma podía hacerlo, pero los oscuros ojos de Steve ocultaban su alma de una forma que nunca estaría al alcance de las pupilas claras de Fantasma. Steve se limitó a devolver la sonrisa lo mejor que pudo, y le ofreció su botella de cerveza medio llena.
—¿Te apetece un trago? —preguntó.
—Natty Boho, ¿eh?
Steve se encogió un poco —a Ann sólo le gustaba la Rolling Rock, y él lo sabía—, pero su voz era la misma de siempre, esa voz tan tierna con la leve aspereza que le habían dado demasiados Camel, con esa débil ronquera oculta en el centro que te hacía pensar en una uña deslizándose sobre un trocito de estaño.
—Eh…, sí —dijo.
Cristo, qué réplica tan brillante.
—Oh. bueno. —Ann tomó un sorbo de cerveza y consiguió no torcer el gesto—. Fantasma me trajo una copia de la cinta. Oh, espera… ¿Te dijo que vino a verme?
Sus manos juguetearon nerviosamente con el maltrecho velo del sombrero. Estaba muy claro que Ann no quería meter en líos a Fantasma.
—Sí, me lo dijo.
«Y no pasó nada, no te creas que me puse hecho una furia y que estuve a punto de incrustarle en el suelo o algo por el estilo…».
—Después de oír la cinta sentí el deseo de volver a veros tocar. Me alegra haber venido… Ha sido una actuación condenadamente buena, Steve. Estáis empezando a ser demasiado buenos para este pueblo.
Terry se deslizó ágilmente de su taburete al suelo y bajó a R. J. del suyo sujetándole por el cuello de la camiseta. R. J. hizo una prueba de equilibrio, y consiguió mantenerse en una vertical bastante precaria.
—Ya nos veremos luego, tío —dijo Terry—. Eh, oye… ¿Os apetecen?
Puso una botella de cerveza recién abierta en la mano de Steve y otra en la de Ann, una Rolling Rock y una Bud. Antes de que Steve tuviera ocasión de darle las gracias, Terry ya había empezado a abrirse paso por entre la multitud remolcando a R. J.
—¿Crees que somos demasiado buenos para Missing Mile? —preguntó Steve.
Otra réplica deslumbrante. Jeeeeeeesús.
—Sí. Quiero decir que… Bueno, Kinsey es un gran tipo, pero ¿hasta dónde podéis llegar si continuáis tocando en El Tejo Sagrado? Tendríais que salir de aquí. Podríais llegar a ser un grupo tan importante como R.E.M. o cualquier otro por el estilo. Podríais viajar. Podríais llegar a ser famosos.
Steve contempló la cerveza que sostenía en su mano, se la llevó a la boca y engulló una tercera parte de un solo trago. Después abrió los labios para responder a Ann, y nunca supo de dónde habían salido las palabras que brotaron de ellos.
—Tienes muchas ganas de que me largue del pueblo, ¿eh? Supongo que tu amiguito de Corinth aún consigue ponerte a cien…
OH, CRISTO. No había querido decir eso. Era el demonio quien había hablado, no él. Tendría que haber seguido dando muestras de ingenio chispeante con réplicas como «Sí» y «Ajá».
Pero ya era demasiado tarde. El rostro de Ann se había tensado de repente volviendo a alzar la muralla, y sus ojos se endurecieron.
—Bastardo —dijo—. No podías esperar, ni siquiera podías hablarme…
—Ann, escucha…
—¡Cállate! Tenías que restregármelo por las narices nada más verme, ¿verdad? Como si fueras el que debería estar cabreado conmigo… ¡Como si hubiera sido yo quien te violó, y no al revés!
—Maldita sea, cállate un momento y…
—¿Que me calle? ¿Qué pasa, quieres que baje la voz? Oh, eso es realmente magnífico, Steve, es tan maravilloso que por mí puedes cogerlo y metértelo en el trasero…
Ann empezó a darse la vuelta. Había creído ser muy dura, pero le estaba dando la espalda para ocultar sus lágrimas. Antes de que Steve pudiera alargar el brazo y detenerla, Ann ya estaba abriéndose paso por entre el gentío del bar con la cabeza gacha y se dirigía hacia la puerta. Steve dio un paso para seguirla, pero el demonio volvió a hablar. «Espera un momento —dijo—. Ella empezó todo esto, fue ella quien me puso los cuernos… ¿Por qué coño está tan cabreada? Vamos, que se lo meta en el trasero…».
Se volvió hacia la barra y su mirada se encontró con los fríos ojos del nuevo camarero, quien debía de haber presenciado todo aquel sórdido melodrama desde el comienzo. Pero debajo de la frialdad que llenaba aquellos ojos había una extraña simpatía, una chispa de soledad y de sabiduría. El camarero alzó un hombro en un encogimiento casi imperceptible —«La vida es así, amigo…»—, y en su mano de dedos largos y delgados había una lata de Budweiser muy fría con el metal recubierto de gotitas heladas esperando a que Steve la cogiera.
Fantasma estuvo vagando por el club durante unos quince minutos. Se mantenía pegado a las sombras y saludaba a la gente que conocía, pero no se paraba a hablar. Lo que hacía era vigilar a Nada.
Después de la actuación había descubierto que quería hablar con Nada, aunque no estaba muy seguro de qué deseaba decirle. Quizá sólo quería hacerle sentir que no era el único ser humano del mundo, decirle «No puedo curar tu dolor, pero puedo verlo, y no tienes por qué estar perdido…, no para siempre»; así que esperó con la esperanza de que Nada acabaría apartándose un momento de sus tres amigos aunque sólo fuera para ir al lavabo. Pero los cuatro se mantenían pegados el uno al otro, formando un nudo de carne muy apretado mientras se iban pasando una petaca adornada con una pegatina de Grateful Dead de la que Fantasma logró distinguir a duras penas las rosas y la calavera sonriente.
Los dos amigos más altos y corpulentos reían mucho y hacían sonar ruidosamente el licor dentro de sus bocas antes de engullirlo, pero Nada y Zillah guardaban silencio. Zillah siempre parecía tener las manos sobre Nada. Acariciaba la manga del impermeable de Nada, y de vez en cuando hablaba (con sus labios suaves e intactos…, pero Fantasma se negaba a pensar en eso, por lo menos ahora) al oído de Nada, y se inclinaba sobre él en una actitud que parecía depredadora o de protección, o las dos cosas a la vez. Zillah probablemente habría seguido a Nada incluso al lavabo. Nada no abría la boca. Parecía muy joven y un poquito nervioso, y el ojo resplandeciente de su cigarrillo iluminaba su cara con un resplandor anaranjado.
Pasado un rato, la atmósfera cargada del club empezó a ejercer una presión casi palpable sobre el rostro de Fantasma. El aire estaba saturado de humo e impregnado por la energía invisible que los chicos descargaban continuamente como si fuesen otros tantos letreros de neón. Una chica vestida de seda negra ondulaba y se mecía siguiendo la música que brotaba del sistema de megafonía del local. Un chico con una melena larga y revuelta tocaba furiosamente una guitarra hecha de aire imitando a Steve Finn para sus amistades. Otros chicos hablaban a gritos los unos con los otros haciendo aletear manos sobre las que se veía la huella de tinta dejada por el sello del club, cuyo logotipo era un árbol Yggdrasil de muchas ramas. Fantasma pasó junto a ellos cuando iba hacia la puerta. Sus conversaciones y los pensamientos que escapaban de sus cabezas giraban en enjambres dentro de la mente de Fantasma.
Cuando salió a la noche, el aire del exterior estaba tan limpio y cortante como astillas de hielo. Fantasma tragó una honda bocanada y la expulsó. El vapor blanquecino salió a chorros de su boca y de sus fosas nasales. Fantasma permaneció inmóvil durante un minuto en la acera delante del club, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta del ejército mientras sus dedos acariciaban los objetos que había dentro de ellos. Pétalos de rosa; un viejo as de picas sucio y manchado por el agua que había encontrado sobre la hierba reseca al final del camino que llevaba a su casa; una púa de guitarra, la púa de la suerte que Steve le había regalado… Después cruzó la calle sin sacar las manos de los bolsillos y se detuvo en el centro del bloque abandonado.
Missing Mile no era un pueblo muy grande, pero sí era lo suficientemente grande como para tener un par de zonas que habían ido cuesta abajo. El Tejo Sagrado estaba justo en el centro de una. A los chicos les daba igual, y Kinsey prefería pagar el mínimo posible de alquiler. Algunos de los escaparates de las tiendas estaban rotos o clausurados con tablones de madera. Fantasma se había detenido delante de un local que en tiempos mejores albergó una tienda de ropa femenina. Los carteles escritos con Magic Marker pegados al cristal anunciaban ¡CERRAMOS EL NEGOCIO! o ¡TODO CON UN 75% DE DESCUENTO!, y en el más optimista de todos se leía ¡AHÓRRESE LAS COLAS DE NAVIDAD!
Pero el escaparate visible entre los carteles había sido recubierto con rápidos brochazos de pintura blanca. Fantasma pegó los ojos a un hueco libre de pintura, y vio un torso rosado salpicado de sombras y luz de luna. Por encima del torso se alzaba un óvalo carente de rasgos que le devolvió la mirada desde las profundidades llenas de tinieblas del local. El torso y la cabeza pertenecían a un maniquí, olvidado allí para que reinara sobre las ruinas.
Cuando Ann salió del club sin hacer ruido con la cabellera flotando como un estandarte detrás de ella y lágrimas heladas goteando de su mentón, Fantasma no se volvió. Permaneció inmóvil durante un buen rato mirando a través del escaparate de la tienda cerrada. La única voz que resonaba dentro de su cabeza le pertenecía, y los pensamientos flotaban a través de ella como nubes junto a la luna. Algún tiempo después sintió una presencia a su espalda.
Cuando se dio la vuelta vio que Zillah y Nada estaban al otro lado de la calle, inmóviles junto a la puerta del club. Zillah permaneció en esa postura durante un momento, pareciendo olisquear el frío aire de la noche. Después echó a caminar calle abajo moviéndose muy deprisa y sin mirar a Nada. Nada apretó el paso para alcanzarle.
Y pasado un momento Fantasma también le siguió.
Christian dio la espalda al desgarbado guitarrista sin pedirle que pagara su cerveza. Había aprendido a reconocer los momentos en que un cliente necesitaba un trago por cuenta de la casa. El chico inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, y se alejó empezando a alzar la cerveza hacia sus labios.
Christian bajó la palanca de cerveza a presión Michelob para empezar a llenar otra jarra y alzó la mirada hacia el reloj de la barra…, y sintió que el aliento se le quedaba atrapado en la garganta. El cristal del reloj estaba reflejando tres luces al mismo tiempo: el resplandor púrpura del viejo televisor que parpadeaba toda la noche en un rincón; la luminiscencia verdosa de un anuncio de cerveza al otro lado del local; y la llamita amarilla indicadora de que alguien acababa de encender una cerilla. Eso era todo, pero durante un segundo los tres colores se mezclaron y se confundieron entre sí, y Christian vio reflejado en el círculo de cristal todo el esplendor barato de cien noches de carnaval —el fuego, el licor, los abalorios, el brillo llameante del chartreuse—, y todo eso bailó y se retorció detrás del cristal polvoriento.
Una oleada de nostalgia tan intensa como jamás había experimentado se abrió paso por todo su cuerpo y le hizo estremecer. Que su bar hubiera estado muy lejos de la calle Chartres y del corazón del Barrio Francés no importaba en lo más mínimo, porque en ese momento sólo podía ver la calle Bourbon, la loca agitación de los neones que duraba toda la noche y los destellos que iluminaban el amanecer; y de repente Christian pensó que Nueva Orleans había llegado a ser su hogar de una forma que ningún otro sitio había podido imitar en todos los años que había vivido. Tenía que volver. Enfrentarse al peligro reseco que suponía Wallace Creech era preferible a quedarse en aquel pueblecito oscuro, sirviendo jarra tras jarra de pésima cerveza de barril durante cada noche interminable.
Christian hizo un considerable esfuerzo de voluntad y logró calmar la agitación de sus pensamientos. No podía volver, naturalmente. Había abandonado su bar. Cuando el propietario no recibiese el cheque del alquiler en la fecha habitual confiscaría el bar y todo lo que hubiese dentro de él, y el bar de Christian dejaría de pertenecerle. ¿Y realmente deseaba morir a manos de alguien como Wallace, realmente deseaba morir por las tozudas obsesiones de un anciano enfermo; o suponiendo que quisiera evitar su propia muerte, realmente deseaba tener que acabar con Wallace y con su interminable retahíla de creyentes en la única fe verdadera?
No. Se quedaría aquí, en el lugar al que le habían traído el destino y las carreteras. Serviría cerveza y vendería rosas mientras siguieran creciendo en el rosal silvestre. Ahorraría dinero. Cuando supiera que Wallace había muerto Christian podría volver a Nueva Orleans; pero hasta que llegara ese día y mientras tuviera dinero suficiente, iría en dirección norte y buscaría a los otros.
Llenó otra jarra.
—Eh, conde Drácula, ¿podemos beber algo? —preguntó una voz alzándose sobre el estrépito del bar.
Christian giró sobre sí mismo con los hombros tensos y los ojos llenos de hielo, pero los dos rostros que vio ante él eran familiares y su expresión era tan cómicamente sorprendida como debía de serlo la del propio Christian. Los ridículos manchones de kohl alrededor de los ojos, las masas de cabellos revueltos que enmarcaban mejillas muy pálidas… Uno de ellos sostenía en la mano un pegajoso chupachups rojo. Habían permitido que sus melenas crecieran un poco más y se volvieran un poco más salvajes y desordenadas, y su estilo de indumentaria había incorporado un guiño a la moda punk. Uno llevaba un collar de cuero adornado con remaches alrededor del cuello, y la chaqueta de pana negra del otro parecía conservar la forma gracias a los centenares de imperdibles que la cubrían y no por las costuras y los hilos. Por lo demás, Molochai y Twig no habían cambiado en lo más mínimo desde que Christian los había visto por última vez, despidiéndose de él con la mano desde las ventanillas de su camioneta aquella noche de Miércoles de Ceniza de hacía quince años.
El primer pensamiento coherente que surgió en su mente fue «¿Qué ha sido de Zillah, qué ha sido del hermoso Zillah, el de los ojos verdes? Tiene que estar bien…», y Christian expulsó ese pensamiento casi al instante, y el que llegó detrás de él fue: «Están aquí, están realmente aquí, el tiempo ha transcurrido tan imperceptiblemente como si yo estuviera durmiendo y han vuelto a dar conmigo».
Y después Christian hizo algo que nunca había hecho antes, ni una sola vez, durante su larguísima carrera de camarero: dejó caer la jarra de cerveza que estaba sosteniendo en la mano. La cerveza espumeó alrededor de sus botas y formó un charco enorme en el suelo. Kinsey salió del cuarto de atrás, vio lo que había ocurrido y le fulminó con la mirada; pero para Christian lo que hiciera o dejara de hacer Kinsey no tenía ni la más mínima importancia.
Nada contempló a los chicos que llenaban el club. Todos eran tan hermosos… Nada adoraba sus peinados descuidados y hechos a toda prisa, las joyas con que adornaban su indumentaria y sus ropas multicolores o negras y llenas de desgarrones y agujeros. Le encantaba el que todos se le parecieran tanto, y deseó poder hacerse amigo de todos y cada uno de ellos. La gran mayoría le sonreían, y unos cuantos le saludaron con un «Eh» —todos parecían decir eso en vez de «Hola»—, pero Nada no se atrevió a hablar con ninguno de ellos. No podía trabar nuevas amistades…, no cuando existía la posibilidad de que acabaran igual que Laine, tiradas en un desagüe con el agua de lluvia deslizándose entre sus cabellos.
Todavía no.
De momento Nada se contentaba con estar entre ellos y ver cómo hablaban, fumaban y bailaban. Zillah estaba a su lado, y los otros también, así que no estaba solo; y además tenía la actuación para irla recordando, las canciones —Fantasma balanceándose delante del micrófono bañado en luz dorada, Steve saltando de un lado a otro del escenario y tocando la guitarra como si estuviera siendo perseguido por el mismísimo diablo, las manos de Fantasma moviéndose como pájaros blancos que daban forma a la música—, y de repente Nada se quedó muy quieto e intentó absorber todos los detalles del club, los olores a humo aromático y perfumes asfixiantes, el mural que se extendía a lo largo de las paredes con zonas medio borradas por los roces continuos, y con otras tan nítidas y brillantes como la sangre fresca que manchaba las paredes de la camioneta.
Molochai y Twig se alejaron tambaleándose hacia el bar en busca de un combinado llamado Bastardo Apaleado. Zillah desapareció con ellos, pero volvió unos minutos después. Agarró a Nada por un brazo y movió la cabeza señalando la salida con un gesto imposible de malinterpretar.
Apenas hubieron salido, Zillah giró sobre sí mismo sin decir ni una palabra y echó a caminar alejándose del club. Nada le siguió con la mirada durante un momento, y después corrió a lo largo de la acera para alcanzarle.
Todo el día había sido igual. Desde que salieron tan cautelosamente como unos ladrones de la casa de Steve y Fantasma…, o al menos ésas eran las palabras que acudían a la mente de Nada cuando pensaba en lo que había ocurrido. Era de día, pero se habían ido tan furtivamente como unos ladrones. Ahora el rostro de Zillah ya estaba totalmente curado, y Zillah había conseguido ser bastante agradable con Nada durante toda la noche; pero de repente había empezado a comportarse como si la actuación no le hubiera gustado. ¿Se habría aburrido, le habría parecido que el club era demasiado pequeño y cutre…, o era sencillamente que el odio que sentía hacia Steve y Fantasma era demasiado fuerte?
Si se trataba de eso último, lo mejor que podía hacer Nada era encontrar a Molochai y a Twig y salir del pueblo lo más deprisa posible. Ya había visto Missing Mile y ya había asistido a la actuación, y sabía que no había lugar allí para él…, no con su nueva familia. Nada alcanzó a Zillah y empezó a caminar a su lado. A su derecha había un bloque de tiendas abandonadas, y a su izquierda una hilera de coches aparcados cuyos parabrisas reflejaban los rayos de la luna lanzándolos a los ojos de Fantasma. Miró hacia adelante y vio una silueta encorvada sobre el capó de uno de los coches. Cuando estuvieron un poco más cerca vio que era una chica. Su larga melena caía sobre la espalda de su chaqueta negra. Un poco más cerca, y Nada vio que estaba llorando.
Zillah tiró de él llevándole hacia la chica. No podía volver a tener hambre, no después de lo que había ocurrido anoche…, pero Nada expulsó todo aquello de su mente. No podía repetirlo o, por lo menos, aún no; y Molochai y Twig no estaban allí. Cuando Zillah puso una mano sobre el hombro de la chica y preguntó «¿Podemos ayudarte en algo, querida?», Nada creyó comprender lo que ocurría. Había cabreado seriamente a Zillah, y aún no había terminado de recibir todo el castigo que se merecía por ello.
Pero a Nada le daba igual. Si la deseaba Zillah podía quedarse con aquella chica —o con cualquier chica o cualquier hombre—, y a Nada le daría igual lo que hiciese porque ahora sabía algo que ignoraba antes: Zillah no estaba enfadado meramente porque Nada se hubiera enfrentado a él, e incluso el que Nada le hubiese hecho daño sólo explicaba una parte de su ira. Zillah también estaba celoso. Tenía celos de Steve y de Fantasma, y del amor hacia ellos y hacia su música que sentía Nada. El nuevo conocimiento recorrió todo su cuerpo e hizo que se sintiera extrañamente poderoso, lo mismo que había sentido después de que Terrible le inyectó la heroína. Nada podía hacer que alguien se sintiera celoso, incluso alguien tan hermoso y con tanto carisma como Zillah… Era una sensación embriagadora.
Y un tipo de sensación al que le resultaría muy fácil acostumbrarse.
Cuando el hombre le puso la mano sobre un hombro. Ann alzó la cabeza enseguida. No había oído cómo se acercaba, pero probablemente tampoco habría oído a una banda militar que desfilara por la calle tocando la marcha de Sherman. En unas circunstancias más propicias quizá hubiese agradecido aquella clase de atención por parte de un desconocido, pero Ann sabía que en aquellos momentos tenía el cabello pegado a la frente, el maquillaje de los ojos esparcido sobre las mejillas y la tez pálida que tanto cuidaba enrojecida y llena de manchas a causa de haber llorado. «Maldito sea Steve Finn —pensó—, maldito sea hasta el día de su muerte…». Pero un instante después vio quién era el hombre que acababa de hablarle, y se olvidó de Steve e incluso se olvidó de que después del disgusto que le había dado probablemente tenía tan mal aspecto como una vagabunda en pleno vuelo de crack.
Ann quedó totalmente paralizada. Su mirada se posó durante una fracción de segundo sobre el chico que tenía a su lado, lo descartó clasificándole como un fanático de la moda que aún no había salido de la secundaria, y volvió a Zillah. Los ojos eran asombrosos, y eran lo primero en que te fijabas, pero el resto tampoco estaba nada mal. Era un poco más bajo de lo que solían gustarle los hombres, y un poco más musculoso —tanto Steve como Eliot habrían podido aspirar a ganar el Premio de Culturismo Ichabod Crane[7]—; pero los huesos de su cara eran como una máscara perfecta y levemente cruel tallada a partir de una enorme piedra preciosa, el rostro de un aristócrata. Su piel no tenía ni el más mínimo defecto.
Cuando extendió los brazos y tomó una de sus manos empequeñeciéndola entre las suyas, Ann se fijó en el trazado oscuro de las venas debajo de la piel de seda. Pasado un instante comprendió que las venas eran visibles porque aquel hombre apenas tenía vello en ninguna de las partes de su cuerpo que estaban a la vista: no había vello en los nudillos ni en el dorso de las manos, y tampoco lo había en la piel que revelaba el cuello abierto de su camisa. Ann se preguntó si su cuerpo sería tan liso y suave por todas partes, y si estaba a punto de descubrirlo. Aquellos ojos verdes hacían que se sintiera vagamente temeraria. ¿Cómo podías rechazar a un hombre que te miraba con esos ojos?
—Íbamos a nuestro coche a fumar un poquito de opio —le dijo Zillah a la chica—. ¿Te apetece acompañarnos?
Durante un momento Ann sintió algo muy parecido al miedo. Si hubiese dicho que iban a fumar «hierba» o «maría» le habría parecido lo más normal del mundo, pero ¿quién tenía opio en Missing Mile? Pensó en asesinos psicópatas, en chicas encontradas dentro de una alfombra enrollada con los brazos y las piernas aserrados, en cajas de herramientas y en taladros.
Después irguió la espalda, sacó el pecho y sonrió. A ella no podía ocurrirle nada de eso, y si acababa ocurriéndole… Bueno, entonces Simón ya no podría practicar sus torturas emocionales sobre ella, y Steve se sentiría tan horriblemente mal que la experiencia casi habría valido la pena por espantosa que fuese.
—¿Por qué no? —replicó—. Llevo tres semanas sin pillar un buen cuelgue.
Bajó del capó del coche, y Zillah la cogió del brazo y la llevó hacia la camioneta. Ann mantuvo el brazo pegado al cuerpo para que los dedos del hombre entraran en contacto con la curva lateral de su pecho, y el hombre no apartó la mano. Ann no tardó en sentir que sus dedos empezaban a moverse y que la acariciaban sutilmente, y de repente el índice salió disparado para rozarle el pezón. El pezón se puso erecto con un estremecimiento, y el hombre siguió jugueteando con él durante un segundo. Ann sintió que algo empezaba a ocurrir en la parte inferior de su pelvis, y una tensión cálida y palpitante se fue acumulando en ella. Si aquel hombre cumplía la promesa de obsequiarla con un cuelgue de opio que acababa de hacer, quizá obtuviera algo más que el polvo rápido que parecía estar buscando.
Ni Ann ni Zillah miraron hacia atrás para ver si Nada les seguía, pero pasado un momento Nada echó a caminar detrás de ellos.
Fantasma siguió a Zillah y a Nada manteniéndose oculto entre las sombras y a bastante distancia de ellos. Se habían internado mucho en la zona abandonada. Todas las ventanas de aquellos bloques estaban rotas o clausuradas con tablones. Fantasma vio una franja de estrellas lechosas reflejada en un trozo de cristal. Las estrellas ardían en el cielo con una luz helada. Aquella parte del pueblo siempre estaba muy fría. Quienes caminaban de noche por ella podían estremecerse incluso en verano, y siempre acababan tirando de sus delgadas prendas intentando obtener un poco más de protección contra el frío. Las lanzas resplandecientes de cristal, la corteza de mugre acumulada en la cuneta y la nube de vapor que parecía hervir sobre una reja del alcantarillado, retorciéndose como un fantasma entre gris y blanco, proyectaban un aura de frío sobre todas las cosas.
Fantasma caminaba con las manos metidas en los bolsillos y el sombrero calado hasta las cejas. En un momento dado Zillah volvió la cabeza, y Fantasma creyó poder ver chorros de ardiente luz verdosa brotando de aquellos ojos. Se apresuró a esconderse en las tinieblas de un portal sintiendo cómo se le aceleraba el pulso.
Zillah y Nada se fundían con las sombras heladas sin echar ni un vistazo a la desolación que se alzaba a su alrededor. Se movían en silencio y no hablaban ni se tocaban, a pesar de que sus manos se rozaban de vez en cuando. Fantasma se quedó dentro del portal y les observó. Miró calle abajo y vio a una chica sentada sobre el capó de un coche. Parecía como si hubiese estado llorando. Su larga melena podía haber sido de cualquier color, pero la débil claridad de los escasos faroles que aún funcionaban en aquella zona la volvía negra. Zillah fue hacia ella y le habló, y cuando la chica alzó la mirada Fantasma pudo ver su rostro. La chica era Ann Bransby-Smith.
Ann bajó del capó después de hablar un minuto con ellos, y Fantasma desplegó frenéticamente toda su sensibilidad intentando entrar en contacto con la mente de Ann. Si podía captar sus pensamientos quizá podría advertirla… Pero ¿de qué? ¿De que aquel hombre tan afable y educado había levantado un bate de béisbol sobre su cabeza disponiéndose a destrozar el cráneo de Fantasma, de que el rostro destrozado de Zillah se había reparado mágicamente a sí mismo, de que la voz melosa de Zillah murmuraba gélidas palabras obscenas en la mente de Fantasma?
Ann nunca lo creería; y de cualquier manera su mente no estaba en circulación aquella noche, o si lo estaba Fantasma no era capaz de dar con ella. Sólo había el vacío helado de la oscuridad…, el éter, como llamaba su abuela a ese lugar que producía aquella inexplicable sensación a hueco y soledad. El éter estaba solo, y Fantasma dejó que siguiera estándolo. Vio cómo Ann se alejaba con Zillah, y volvió a seguirles en cuanto hubieron dado unos cuantos pasos.
Cuando entraron en la camioneta negra —Zillah ayudó a Ann a subir e hizo una seña a Nada para que subiese detrás de ella—, Fantasma pensó que todo había terminado. «Navegando por el Río de la Mierda en canoa y sin remos», habría dicho Steve. Ahora se irían, y Fantasma tendría que volver al club y tratar de decidir si contaba a Steve que su exchica se acababa de largar con dos de sus misteriosos visitantes.
Pero los faros nunca llegaron a encenderse, y el motor no se puso en marcha. La camioneta no se movió. La luna trasera se iluminó unas cuantas veces por el destello rojizo de las cerillas. Después la camioneta siguió oscura e inmóvil. Fantasma se acercó un poco más, sintiéndose confuso y asustado. No sabía qué hacer. Quería ir corriendo hasta la camioneta y golpear las ventanillas, romper los cristales, rescatar a Nada y Ann de aquella criatura hermosa y horrible de relucientes ojos verdes.
Pero Nada ya había escogido su bando, y Ann era lo suficientemente mayor como para cuidar de sí misma. Si Fantasma intentaba rescatarla había muchas probabilidades de que acabara recibiendo un puñetazo en la nariz, así que siguió rondando alrededor de la camioneta, y se estremeció, y deseó tener visión de rayos X para poder atravesar la chapa de la camioneta con la mirada. Cerró los ojos y se quedó muy quieto con las manos pegadas a los costados mientras se balanceaba lentamente de un lado a otro, pero la camioneta podría haber estado a un millón de kilómetros de distancia o vacía. No podía captar absolutamente nada.
Fantasma giró sobre sí mismo y pensó en volver al club. Si Steve seguía consciente, mantendría la boca cerrada. Le llevaría a casa y le daría a beber montones de café, y quizá también una de las pociones de la señora Catlin. Quizá mañana todo habría dejado de ser tan condenadamente extraño. Dio la espalda a la camioneta, y un instante después oyó el chasquido metálico de la puerta al cerrarse.
Nada estaba inmóvil en la acera, medio cuerpo bajo la luz de los faroles de la calle, medio cuerpo envuelto en las sombras de las fachadas. Su postura tensa y envarada hacía pensar que podía estar muy cansado o muy borracho, pero alzó la cabeza y Fantasma vio fuerza en su rostro, fuerza y tozudez y una resignación que nunca debería haber marcado un rostro tan joven.
—Eh —dijo en voz baja y suave.
La expresión absorta de los ojos de Nada se desvaneció al instante, y sus labios se abrieron un poco. Durante un momento clavó la mirada en la oscuridad, pero no parecía importarle demasiado lo que pudiera llegar a salir de ella. Después vio a Fantasma y fue hacia él, y los dos se enfrentaron el uno al otro sobre la acera helada.
—La que está dentro de la camioneta es la chica de Steve —dijo Fantasma.
—Y el que está dentro de la camioneta con ella es mi amante —dijo Nada—. Ella acaba de ponerse encima de él. Cuando empezaron él estaba encima, y el sudor de su espalda relucía y ella gritó cuando separó las piernas y él se la metió… —Su voz se fue debilitando poco a poco hasta desaparecer, y clavó la mirada en Fantasma. Sus ojos eran oscuros y enormes, todo pupila. Su rostro estaba totalmente desnudo y desesperado, exquisitamente adornado por las sombras—. Sé mi hermano —dijo—. Zillah me ama. Ahora dejará que me quede. Si quieres ser mi hermano sólo durante un minuto sé que podré soportarlo…
Y Fantasma rodeó con los brazos a Nada y estrechó su cuerpo con fuerza, tal como había querido hacer desde que había visto por primera vez el dolor en aquellos ojos oscuros de niño. Nada se derrumbó sobre él como si no quisiera separarse nunca más, y Fantasma sintió todo el agotamiento que había dentro de aquel cuerpecito esbelto. El chico era fuerte, oh, sí, era muy fuerte…, pero no era más que un niño, y sólo Dios sabía lo que le había estado ocurriendo últimamente. Ya debía de haberse enfrentado a todo lo que podía soportar por hoy.
—Abrázame —dijo Nada con la boca pegada a los pliegues de la chaqueta de Fantasma—. No me sueltes, por favor… Todavía no.
—No —replicó Fantasma—. Todavía no. Tranquilo, todo va bien.
Se sentía tan condenadamente impotente… No, nada iba bien y nada volvería a ir bien nunca. Si Nada decidía seguir con aquellos tres tipos —y especialmente con el de los ojos verdes— estaría perdido.
—Oye, ¿quieres venir a casa conmigo y con Steve? —dijo con los labios pegados a los cabellos que olían a humedad—. Eh… Bueno, él se cabreará bastante y montará un escándalo, pero no te echará a patadas…, no si nos necesitas.
Nada alzó la mirada hacia Fantasma durante un segundo, y después dejó que su cabeza volviera a caer sobre el hombro de su amigo. El roce de sus labios en el cuello de Fantasma fue tan delicado e imperceptible como el de una pluma.
—No puedo —dijo—. Si voy a vuestra casa, ellos vendrán a buscarme… Zillah vendría a buscarme, y entonces tendría que irme con ellos.
—¿Por qué? ¿Qué son para ti? —Fantasma sabía que estaba empezando a levantar la voz, pero no podía evitarlo—. ¿Qué infiernos son, Nada? Steve es bastante fuerte, pero cuando ese tipo le atrapó no pudo mover ni un músculo, y yo he soñado contigo…, o con alguien…, y había muchísima sangre. ¿Qué son?
—Olvídalo —dijo Nada—. Deja de preguntarte qué son. Lo único que necesitas saber es que sean lo que sean, yo soy uno de ellos.
—¿Entonces qué eres?
—Ojalá pudieras decírmelo —murmuró Nada—. Ojalá recordaras tus sueños.
Soltó a Fantasma y se volvió hacia el club.
Pero en el camino que quería seguir acababa de aparecer una silueta muy alta que le obstruía el paso, un espantapájaros de cabellos revueltos y faldones aleteantes, con los pies separados y firmemente plantados en el suelo y el cuerpo medio encogido en una postura agazapada, las rodillas dobladas en ángulos sorprendentes y los brazos extendidos para dejar que los dedos curvados como zarpas intentaran arañar la noche, una silueta envuelta en una aureola de cerveza y deseos de matar… Era Steve.
Sus ojos se encontraron con los de Fantasma, se movieron a un lado y a otro y parecieron echar chispas.
—¿Dónde cojones está? Está con un tipo… Sé que está con un tipo. Les mataré a los dos. ¿Dónde cojones…?
La puerta de la camioneta se abrió y volvió a cerrarse con un chasquido metálico. Ann estaba allí, apoyándose con una mano en el costado de la camioneta. Su cabellera estaba desordenada, y tenía el rostro encendido. Zillah apareció detrás de ella y bajó de la camioneta colocando los pies con lenta delicadeza sobre la acera.
Fantasma vio que Zillah calzaba playeras de color rosa. Los cordones estaban adornados con alguna clase de pauta o dibujo: parecían letras, pero Fantasma no podía distinguirlas. Zillah miró a Nada, y sus labios se curvaron en una sonrisa llena de oscuridad. Nada le devolvió una sonrisa temblorosa, una sonrisa que hizo que Fantasma sintiera deseos de llorar, una sonrisa que demostró mejor que cualquier otra cosa que Nada estaba perdido para siempre.
La mirada de Steve fue de Zillah a Ann. Sus ojos ardían, y sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.
—¿Ann? —consiguió articular por fin—. No habrás…, no habrás podido…
Ann fue en línea recta hacia Steve. Tenía la cabeza erguida y la espalda muy recta, y alzó la mirada hacia el rostro perplejo de Steve y sonrió con dulzura.
—Pude y lo hice —dijo—, y tú no tienes absolutamente nada que decir al respecto.
—Pero él… Pero él…
Steve no pudo seguir hablando y señaló a Zillah, quien sonrió y le dio la espalda. Fantasma no estaba seguro de si Steve se había fijado en que el rostro de Zillah estaba intacto.
—Es el mejor amante que he tenido en toda mi vida. Comparado con él eres una auténtica mierda, Steve… Pero cuando se trata de compadecerte a ti mismo no necesitas la ayuda de nadie, ¿verdad? Te las arreglas muy bien tú sólito…, o quizá con un poquito de ayuda de la botella. Vamos, Steve, ¿por qué no te limitas a salir de mi vida de una maldita vez? ¿Por qué no bebes y sigues bebiendo hasta matarte?
—Cierra el pico, Ann.
Fantasma no levantó la voz, pero su rostro estaba muy pálido y sus manos se habían tensado hasta convertirse en puños. Se preguntó cómo era posible que los acontecimientos se hubieran desarrollado hasta acabar encajando de aquella manera, cómo habían podido llegar a formar el peor rompecabezas imaginable.
«Vienen malos tiempos», dijo una voz dentro de su cabeza. Pero los malos tiempos ya habían llegado.
Los ojos de Ann se posaron en Fantasma.
—Lamento que tengas que ver todo esto —dijo—. Eres bueno, Fantasma…, eres realmente bueno. Será mejor que te alejes de este perdedor antes de que te joda la vida igual que me ha jodido la mía.
Ann giró sobre sí misma y echó a caminar hacia Zillah, quien tenía la espalda apoyada en la camioneta. Steve la observó alejarse mientras las emociones libraban un conflicto terrible en su cara.
Ann llegó a Zillah y trató de enlazar su brazo con el de él, y durante un momento pareció como si él fuese a abrazarla…, pero las manos de Zillah se cerraron de repente sobre sus hombros y la empujaron con fuerza apartándola de él. Ann se tambaleó, y estuvo a punto de perder el equilibrio al tropezar con el borde de la acera. Su cabeza se movió hacia atrás y chocó con el costado de la camioneta, y faltó muy poco para que se desplomara.
Zillah miró a Steve, y había triunfo en sus ojos.
—Oh, cómo lo siento —dijo—. No sabía que esa zorra fuese de tu propiedad.
Steve dejó escapar un grito ahogado de desesperación y se lanzó sobre Zillah. Fantasma manoteó locamente intentando agarrar a Steve por el brazo o por un faldón de la camisa, por donde fuese.
Temía ver lo que Zillah podía hacer con Steve, y sabía que Steve nunca había padecido un dolor tan intenso como ahora y que se encontraba demasiado borracho para darse cuenta de lo que hacía…, pero las manos de Fantasma se cerraron sobre el aire.
Steve se tambaleó hacia adelante. El brazo de Zillah salió disparado, algo brilló en su mano con un reflejo de plata y madreperla, y Fantasma pudo ver la expresión mezcla de diversión y fastidio aburrido que había en su rostro.
Y un instante después Steve retrocedió dando traspiés con la sangre que goteaba de su cara dibujando flores oscuras sobre su camisa. La navaja de afeitar le había rajado la frente justo por encima de las cejas, y la sangre se derramaba sobre sus ojos y le cegaba. Después se tambaleó hacia adelante yendo hacia el lugar en el que había visto por última vez a Zillah, y sus brazos giraron locamente lanzando puñetazos al aire.
Fantasma se horrorizó, e hizo un nuevo intento de agarrar a Steve. Estaba seguro de que ahora la navaja se llevaría uno de sus ojos, o que se deslizaría trazando una recta sobre su garganta.
Pero Zillah tenía otras cosas en la mente. Esquivó elegantemente la embestida dando un paso a un lado y después extendió un pie calzado con una playera rosa interponiéndolo en el camino de Steve. Fantasma intentó llegar hasta él, pero antes de que pudiera hacerlo Steve ya había tropezado con el pie y había caído sobre la acera.
Fantasma se arrodilló al lado de Steve y apartó la revuelta cabellera de su rostro. La herida que le cruzaba la frente no parecía muy profunda, pero tenía que dolerle de una manera horrible. Un reflejo que aún no había quedado totalmente sumergido en la cerveza había permitido que Steve colocara las manos delante de él una fracción de segundo antes de chocar con el pavimento, y tenía las palmas en carne viva.
Fantasma buscó la mente de Steve con la suya queriendo darle un poco de calma, pero no sirvió de nada. La mente de Steve era una masa de fuego que se había rodeado a sí misma con murallas altísimas, y Fantasma sólo consiguió moverse en círculos a su alrededor y rozar los bordes. El calor era insoportable. Retiró su mente, pero abrazó con más fuerza a Steve.
—¿Qué infiernos quieres decir con eso? —preguntó Ann, pero había muy poca ira en su voz. Estaba yendo hacia Zillah. Sus ojos no se habían apartado de su rostro ni por un instante, y no parecía haberse dado cuenta de que Steve yacía sangrando sobre la acera—. ¿Cómo puedes llamarme zorra? Eso fue magia pura. Nadie me había hecho sentir tan maravillosamente bien en toda mi vida. Tu polla…, tu lengua…
Se estremeció.
—Pido disculpas —dijo Zillah—. No tendría que haber utilizado una palabra tan desagradable, pero no debes amarme. Ya tengo un amante, si es que ha aprendido su lección…
Extendió los brazos hacia Nada, y Nada fue hacia él después de un instante de vacilación casi imperceptible, y se acurrucó en la curva del brazo de Zillah y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—No —dijo Ann. Su voz estaba impregnada de una desesperación tan intensa que la volvía ronca y átona—. No. Nunca había jodido así con nadie… No puedes dejarme.
Steve emitió un jadeo estrangulado, y retorció la cabeza enterrando su rostro en la solapa de Fantasma. Sus manos se abrían y se cerraban arañando la acera. Fantasma las agarró y las apretó con fuerza para inmovilizarlas.
Nada miró a Ann, y en su rostro había compasión y un poquito de desdén.
—Vete —le dijo—. Encuentra a otro. Éste es mi sitio…, pero tú no debes estar aquí.
El rostro de Ann se contorsionó. Miró a su alrededor con tanta sorpresa y desesperación como si la noche y los cristales rotos y los escaparates clausurados con tablones se hubieran convertido de repente en algo totalmente nuevo para ella. Fantasma quería ir hacia ella y consolarla incluso después de todo lo que había dicho y hecho, pero no podía soltar a Steve. Ann abrió la boca, y durante unos segundos pareció como si fuese a dejar escapar un grito tan terrible que desgarraría la misma noche partiéndola por la mitad.
Pero entonces oyeron una voz que sonaba acera abajo, una voz llena de alegría alcohólica.
—¡Eh, Zillah! —gritó la voz—. Mira a quién hemos encontrado… ¡Es Chrissy!
Christian apenas podía mantenerse en pie, y pensó que estar borracho debía de ser algo muy parecido a lo que estaba sintiendo en aquellos momentos. El brazo de Twig estaba enroscado alrededor de su cintura, naturalmente, y Molochai parecía estar dejando caer todo su peso sobre Christian, pero lo que hacía que le costara tanto caminar no era el peso combinado de Molochai y Twig, sino una combinación de alivio y mareo, y la presencia de su cálido olor a cobre, y el roce de una piel que no estaría fría y muerta dentro de muy poco tiempo.
Habían esperado a que Christian terminara su turno en el bar, y mientras lo hacían parlotearon sobre las ciudades que habían visto durante los últimos años, las extrañas drogas nuevas que habían consumido y las escenas de carnicerías imposibles de las que habían salido totalmente intactos. Le aseguraron que Zillah estaba con ellos, y que seguía vivísimo.
Después de que el bar cerrara, Molochai y Twig sacaron casi a rastras a Christian del local antes de que Kinsey pudiera pagarle su sueldo. Su camioneta estaba aparcada a unos cuantos bloques de distancia. Christian vio varias figuras inmóviles en la acera junto a la camioneta. Una de ellas era Zillah, y un nudo que había estado oculto en las entrañas de Christian se esfumó al ver aquellos relucientes ojos verdes y aquel rostro que seguía siendo tan joven y despreocupado. Christian había esperado quince años para volver a ver aquel rostro. Zillah le saludó con un enarcamiento de ceja y una sonrisita malévola.
Pero ¿quiénes eran los otros? A dos de ellos ya les había visto antes. La chica del rostro lleno de maquillaje corrido había estado en el club aquella noche, y el chico de cabellos tan rubios que parecían casi blancos, el de los ojos claros que se abrieron mucho en cuanto vio a Christian…, bueno, era el cantante de ¿Almas Perdidas?, pero había algo en él que… Cuando estuvo un poco más cerca Christian se acordó. Era el chico que había aparecido montado en su bicicleta a la hora del crepúsculo, justo cuando Christian estaba a punto de cerrar su puesto de flores para ir de caza. Había tenido tanta hambre que apenas podía esperar, pero razones que Christian no pudo explicarse a sí mismo hicieron que no quisiera saciarse con el chico.
Otro chico —Christian pensó que debía de ser el guitarrista— yacía sobre la acera con la cara enterrada en el regazo del rubio y sus largas piernas extendidas formando un ángulo que debía de resultarle muy incómodo. Christian olió su sangre, pero eso era de un interés secundario para él; porque había otra silueta, una que no conocía de nada.
Acurrucada junto a Zillah, inmóvil en la sombra de Zillah de manera que al principio Christian no se había fijado en él…
Sí, éste debía de ser el verdadero niño de la noche, el alma de todos los niños delgados que vestían de negro, los que se reseguían los ojos con kohl y clavaban la mirada en sus ventanas esperando la puesta de sol. Este chico tenía el aspecto de haber sido criado en el cuarto trasero de algún club nocturno de mala muerte, alimentado con pan empapado en leche y whisky hasta que el hambre había dado la forma más hermosa y delicada imaginable a su rostro. La palabra más adecuada para definir al chico era «hambriento». ¿De qué estaba hambriento? De embriaguez, de la salvación o de la condena definitiva, de la misma noche… Las sombras que había debajo de sus ojos podrían haber estado pintadas con matices de acuarela, y las muñecas que sobresalían de las mangas de su impermeable estaban muy delgadas y eran delicadamente nudosas.
Christian se libró de Molochai y Twig y dio un paso hacia adelante. No se dio cuenta de que se estaba lamiendo los labios.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Éste es Nada —le dijo Zillah.
Su mente necesitó un momento para asimilar el nombre, pero Christian no había olvidado nunca a Jessy ni a su hermoso bebé que parecía hecho de azúcar y caramelo. Había pasado todos aquellos años preguntándose si no debería haberse quedado con el bebé y haber cuidado de él, y se había recordado una y otra vez que lo había abandonado para que tuviera la posibilidad de llevar una existencia que no estuviese manchada por la sangre. Pero nunca lo había olvidado, y ahora sabía que a fin de cuentas habría dado exactamente lo mismo que se hubiese quedado con el bebé. La sangre llama a la sangre, y las maldiciones y las bendiciones siempre acaban encontrando a aquellos para los que han sido creadas.
—¿Nada? —preguntó, y dio otro paso hacia el chico, y el chico asintió tímidamente.
Christian cerró los ojos, y las palabras escritas en la nota que había sujetado a la mantita una fría mañana hacía mucho tiempo volvieron a su mente.
—«Se llama Nada —recitó—. Cuiden de él y les traerá suerte».
No estaba preparado para la reacción del chico. Nada se apartó de Zillah, se lanzó sobre Christian y rodeó su cintura con los brazos.
Christian sintió el cuerpo cálido y lleno de vida del chico pegándose al suyo.
—¡Sí! —gritó Nada—. ¡Sí, sí! ¡Me cambiaron el nombre! Me llamaron Jason, pero yo les odiaba y sigo siendo Nada y ahora he vuelto a casa, ¡y tú sabes quién soy! ¡Dímelo! ¡Dime quién soy!
—Eres…, eres el hijo de Zillah —dijo Christian.
Había dado por supuesto que lo sabían, pero después de que hablara sólo hubo silencio, un silencio absoluto. Incluso Molochai y Twig mantuvieron la boca cerrada.
Nada se limitó a alzar la mirada hacia Christian. Las sombras que había debajo de sus ojos se volvieron repentinamente más profundas, y sus labios se pusieron nacidos y quedaron entreabiertos. Parecía un niño maltratado, un niño al que se había obligado a estar levantado hasta una hora muy tardía.
—Oh —dijo, y pareció como si fuera incapaz de decir nada más—. Ohhhhhhhhh.
Zillah apartó delicadamente a Nada de Christian. Nada cerró los ojos y se hizo un ovillo en los brazos de Zillah. Su cabeza cayó pesadamente sobre el pecho de Zillah, como si hubiera sufrido un terrible shock y hubiera entrado en coma en un instante.
Zillah le acarició distraídamente.
—¿Carnaval? —le preguntó a Christian—. ¿Esa muchachita de tu bar?
Christian asintió.
—Bueno —dijo Zillah. Estaba un poco más pálido que de costumbre, pero se mantenía muy erguido y sus ojos ardían con la llama salvaje de la alegría y la felicidad. No, había algo más que eso, y un instante después Christian comprendió que los ojos de Zillah estaban llenos de orgullo—. Bueno… Eso cambia las cosas, ¿verdad? Eso hace que todo sea todavía mejor…, realmente maravilloso.
Molochai y Twig empezaron a hablar en susurros el uno con el otro. Christian oyó una risita ahogada. El cantante había estado escuchando el intercambio de palabras, pero estaba más interesado en su amigo. La chica parecía perdida en un mundo particular. Se había medio derrumbado contra el costado de la camioneta, y se rodeaba a sí misma con los brazos mientras hundía el mentón en el pecho. La luz de la farola hacía brillar sus cabellos.
Christian alzó los ojos hacia la luna, el círculo grávido que colgaba en el cielo a punto de entrar en la fase de llena. Su luz era lo bastante potente como para hacerle daño en los ojos y Christian los cerró, pero los rayos de la luna atravesaron sus párpados. La luna brillaba sobre todos los que permanecían inmóviles en la acera. Steve, con la cabeza en el regazo de Fantasma, furioso, herido, derrotado; Zillah, con su niño dormido en los brazos; Molochai y Twig abrazándose el uno al otro sin dejar de hablar en susurros…
Y Ann, sola, sola bajo la luna. Un hilillo de semen de Zillah estaba escapando de sus entrañas, una hebra de un blanco cremoso que se deslizaba lentamente bajando por su muslo.
Un poco de su semilla pero no toda. En el interior de Ann dos puntitos de vida se habían fusionado el uno con el otro, y algo cobró vida en aquel lugar más secreto de su ser donde todo era rojo y húmedo; una micromanchita de carne que era en parte humana y en parte extraña a todo lo humano el medio hermano o la medio hermana de Nada.
Steve se estremeció y volvió a quedarse inmóvil. Fantasma le acarició el pelo porque era lo único que podía hacer. Nada gimió y fue saliendo poco a poco de su shock, y buscó refugio en los brazos de su padre. La claridad de la luna seguía cayendo sobre ellos, y Christian le devolvió la mirada; y una masa de carne infinitesimal se desperezó en el interior de Ann y empezó a crecer.