16

Steve se había despertado con una resaca horripilante. No era algo demasiado raro en él —normalmente podía disiparla a base de sueño o masticando excedrinas hasta que se sintiera un poco mejor—, pero la de hoy era un auténtico monstruo tenaz e imposible de ahuyentar, un bulldog de las resacas que concentraba kilos de presión en sus mandíbulas babeantes.

Y ahora Fantasma estaba intentando hablar con él. Dios, ¿cómo podía ser tan insensible? Steve le fulminó con la mirada desde el otro extremo de la mesa de la cocina.

—¿Que quieres ir dónde?

—Quiero ir a ver a la señora Catlin. Te acuerdas de ella, ¿no? La amiga de mi abuela… Ahora tiene su propio comercio. Está en la Cuarenta y dos yendo hacia Corinth…, justo al lado de la carretera al oeste.

—Al oeste… —repitió Steve como un loro.

Removió sus tortitas de manzana con la punta del tenedor, y tomó un sorbo de la cerveza que le había dado Fantasma. «Un poco de pelo del perro —se dijo—. Pelos del perro que me mordió[5]… ¿Quién ha dicho que el cerebro no tiene nervios?». Se apretó las sienes con las manos, torció el gesto y volvió a coger la cerveza. Era todo el ejercicio físico que planeaba hacer aquella mañana.

—¿Y para qué quieres ir allí?

—La señora Catlin prepara remedios de hierbas. Necesito un poco de bálsamo de angélica. —Fantasma se llevó el tenedor a la boca, engulló el trozo de tortita que había pinchado y se lamió los labios para limpiar la miel que se le había quedado pegada—. Me está saliendo una muela del juicio.

—Te llevaré hasta el 7-Eleven, y allí podrás comprar un frasco de tilenol.

Fantasma se apartó el pelo de la cara y le lanzó una mirada despectiva.

—Eso no sirve de nada. Ya sabes que no puedo tomar esos mejunjes…, me ponen enfermo. Venga, Steve, te convendría salir un rato de casa.

—Repíteme dónde queda ese sitio.

—Al oeste —dijo Fantasma armándose de paciencia—. Ya sabes… Igual que California, sólo que no tan lejos.

Steve alzó su dedo medio, pero el esfuerzo demostró ser excesivo para él y se conformó con tomar otro trago de cerveza.

—Se supone que he de ir a trabajar a las cuatro.

—Ya habremos vuelto para entonces. Venga, Steve… Pronto dejará de hacer calor.

Steve le lanzó una mirada impregnada de suspicacia.

—Bebiste tanto como yo. ¿Por qué no tienes resaca?

Fantasma sonrió.

—La señora Catlin me dio una poción. ¿Quieres un poco?

Uno de los cuatro caminos que salían de Missing Mile, la calle Firehouse, intersectaba la carretera 42 de Carolina del Norte a poca distancia del pueblo. Steve metió el T-bird en la carretera y sacó la cabeza por la ventanilla dejando que el viento se deslizara sobre su rostro. El aire olía a la prolongada y dulce muerte del verano y al abigarrado regreso del otoño: los dientes de león, el agua de los arroyos y el olor a humo de madera que brotaba de una de las primeras hogueras. Cada vez que respiraba, Steve se llenaba los pulmones con todos esos aromas.

Se sentía mejor. Se había sentido mejor desde que Fantasma le había hecho beber el líquido agridulce con un cierto sabor a anís contenido en una botellita azul. Steve había oído todos los argumentos en contra de la medicina basada en las hierbas —era peligrosa, no era precisa, el ejercicio de la medicina era algo muy delicado que debía quedar reservado a los científicos de verdad con títulos académicos—, pero crecer cerca de Fantasma y de la señora Deliverance le había permitido ver en acción a los remedios populares más de un centenar de veces. Steve sabía que esos preparados caseros podían llegar a ser mucho más potentes que cualquier medicamento disponible en la farmacia local.

Fantasma había sacado una vieja guitarra de cinco cuerdas del maletero del T-bird. Estaba medio derrumbado en el asiento trasero rasgueando cuerdas al azar, y creaba acordes que sonaban como cristales hechos añicos por un martillo oxidado, y cantaba con toda la fuerza de sus pulmones para hacerse oír por encima del viento y el zumbido de los neumáticos que rodaban sobre el asfalto.

—Vendido en el mercado de Nueva Orleaaaaaans…, apuesto a que tu mamá era una reina del vudú…, oooooh, ¿cómo es que sabes bailar tan bien?

La voz de Fantasma siempre le recordaba a Hank Williams antes de que las anfetaminas y el whisky acabaran con él, y cuando le oía cantar Steve tenía la impresión inexplicable de que su voz encerraba el palpitar de la sangre oscura y el rugido del Mississippi, pero nunca hablaba de eso.

—La letra no es así —se limitó a decir.

Los dedos de Fantasma se movieron con enérgico entusiasmo y la guitarra protestó, pero acabó sucumbiendo y entonó su cacofónica canción. La cuerda del sol se rompió con un ping muy débil, como un repicar a muertos casi inaudible. Steve sonrió, meneó la cabeza y aceleró un poco. El sol calentaba bastante y la cinta de asfalto subía y bajaba alejándose hasta perderse en la distancia, y ya estaban a punto de pasar de largo y dejar atrás su destino cuando Fantasma dejó de tocar de repente.

—¡Es ahí! —exclamó.

Steve redujo la velocidad y miró a su alrededor.

—¿Dónde?

Fantasma señaló una casita un poco apartada de la carretera. Estaba pintada de verde, y se alzaba en el centro de una gran extensión de césped en la que aún se veían las pinceladas amarillas y blancas de los últimos dientes de león de la temporada. Steve creyó distinguir el cabrilleo de las aguas de un estanque detrás de la casa, y mientras miraba en esa dirección su sospecha quedó confirmada cuando un ganso blanco y muy gordo dobló una esquina de la casa y subió los peldaños del porche moviéndose como si estuviera en un desfile. Al final del camino que llevaba a la casa había un letrero cuidadosamente caligrafiado en el que se leía COLMADO DEL CAMPO DE LA SEÑORA CATLIN. PEPINILLOS, PASTELES, CONSERVAS. CERRADO LOS DOMINGOS.

—Imposible.

—No, te digo que es aquí. Métete por el camino.

Steve giró sobre sí mismo y miró a Fantasma.

—¿Estás intentando decirme que la propietaria de esto es una bruja?

Fantasma pareció ofendido.

—La señora Catlin no es una bruja. Era muy amiga de mi abuela. ¿Crees que mi abuela era una bruja?

Steve decidió que había llegado el momento de tener un poco de tacto y guardó silencio.

Fantasma frunció el ceño.

—Bueno, tanto da… La señora Catlin prepara unas medicinas estupendas, eso es todo.

Steve maniobró el T-bird hasta meterlo en un círculo de gravilla que había al final del camino intentando no aplastar ninguno de los crisantemos que cabeceaban al sol detrás de una valla minúscula pintada de blanco. Cuando salió del coche otro ganso le picoteó la puntera de la bota, y después subió con un ruidoso aleteo al capó para lanzarle una mirada de pocos amigos.

—Mírale fijamente —dijo Fantasma—. Si no apartas los ojos de ellos no intentarán atacarte.

Steve retrocedió un par de pasos.

—¿Muerden?

—Casi nunca…, lo habitual es que se conformen con sisear. El único momento en el que los gansos son realmente peligrosos es cuando da la casualidad de que estás al borde de un acantilado. Oí hablar de un tipo que estuvo a punto de morir así.

—¿Por culpa de unos gansos?

—Sí… Verás, el tipo tenía detrás toda una bandada de gansos que le perseguían, ¿entiendes? Los gansos siseaban, graznaban y no paraban de darle picotazos en los tobillos… Bueno, ese tipo no sabía que a los gansos siempre hay que mirarlos fijamente, y se dejó dominar por el pánico. Los gansos acabaron acorralándole en el borde de un acantilado de veinte metros de altura.

—¿Y como es que no murió?

—Porque ese tipo tenía alas —dijo Fantasma—. Se alejó volando.

Steve suspiró y puso cara de persona paciente acostumbrada a sufrir desde hacía mucho tiempo.

—¿Señora Catlin? —dijo Fantasma metiendo la cabeza por el hueco de la puerta de rejilla—. ¿Está en casa, señora Catlin?

—¡FANTASMA, MI NIÑO!

Una anciana minúscula salió a toda velocidad de la penumbra de la tienda y se lanzó a los brazos extendidos de Fantasma. Fantasma la levantó del suelo, y la estrechó entre sus brazos con tanto entusiasmo que el enorme sombrero de flores de la anciana cayó al suelo. Steve lo recogió, y lo sostuvo en una mano sintiéndose un poco incómodo hasta que los diminutos pies calzados con playeras de la señora Catlin volvieron a estar posados en el suelo.

La anciana se encasquetó el sombrero sobre su larga cabellera gris, alzó la mirada hacia Fantasma y sonrió.

—¿Cómo infiernos te las has arreglado para llegar a ser tan alto, niño? Cada vez que te veo me doy cuenta de que has crecido otro par de centímetros… —Se volvió hacia Steve—. Yo estaba allí cuando este chaval vio la primera luz. Mi hermana Lexy le trajo a este mundo. Me encargué de que su mamá se tomara una cucharadita de verruga de madre con vino, pero en realidad no la necesitaba. Fue el parto más fácil que he visto en toda mi vida. En cuanto le quité el velo de la placenta de la cabeza, se quedó muy quietecito y se dedicó a contemplarnos con esos ojos azul cielo que tiene… Recuerdo que en una ocasión tuve que darle una tisana de cortezas de granada para curarle las cagaleras. Comió demasiadas manzanas verdes de mi huerto, y después no podía pasar más de diez minutos lejos del orinal. Entonces sólo era así de alto…

La señora Catlin extendió la mano a medio metro del suelo.

La anciana no era mucho más alta, y el extremo de su sombrero adornado con flores apenas llegaba a la caja torácica de Steve. Steve creía haber oído aquella historia con anterioridad, pero sonrió a la señora Catlin. Fantasma estaba contemplando el techo, el papel de pared de rosas y parras, y los recipientes de cristal llenos de caramelos multicolores que se alineaban a lo largo de los estantes. Se dio cuenta de que Steve le estaba mirando, y movió un pie arrastrando la puntera de su playera sobre el suelo de madera.

La señora Catlin se liberó de los brazos de Fantasma.

—Bueno, ¿tú y ese amigo tuyo tan guapo habéis venido para alegrarle el día a una vieja, o es que necesitáis alguna medicina?

—Mi muela del juicio…

—Oh, Dios. Deja que les eche un vistazo. —Examinó el interior de la boca de Fantasma y rozó sus encías con la punta de un índice lleno de arrugas—. Eres muy afortunado… Tienes la boca grande. No hará falta que te las saquen. Voy a preparar el bálsamo ahora mismo. ¿Te apetece echar un vistazo en el cuarto de atrás como solías hacer antes?

Un resplandor de alegría y excitación casi enloquecidas iluminó los ojos de Fantasma.

—¡Mierda, pues claro que sí! Steve, espera a ver lo que hay ahí…

El rostro de manzana marchita de la señora Catlin se frunció en una mueca de asombro.

—¡Pero éste no puede ser Steve! ¿Ese chaval tan flacucho que iba contigo a todas partes? Vaya, señor Steve Finn, no cabe duda de que el crecer te ha puesto muy pero que muy guapo… —Los ojos de la anciana recorrieron a Steve desde la cabeza hasta los pies con tanto descaro que Steve sintió el deseo de desviar la mirada, pero pensó que hacerlo quizá fuese una grosería. La señora Catlin acabó soltando una risita de colegiala y movió una mano—. Vaya, escuchadme… Nunca conseguiré dejar de flirtear. Bueno, chicos, echad un buen vistazo por allí detrás. —Señaló el contenido de la habitación principal: cestas llenas de velas moldeadas a mano, colchas de retazos, cerámicas varias—. Todo esto es para los turistas. Allí atrás…, allí es donde guardo la auténtica mercancía. Fantasma te la enseñará. Sabe dónde está todo.

Después de las paredes pintadas de blanco y moteadas por el sol de la habitación principal, la parte trasera de la tienda parecía estar muy oscura, y la atmósfera resultaba cargada y un poco opresiva. Un débil aroma a sequedad antiséptica, polvo muy viejo y extraños espíritus oleosos flotaba en el aire. Olía a hierbas. Cuando los ojos de Steve se hubieron acostumbrado un poco a la penumbra, pudo ver que él y Fantasma estaban en una habitación que contenía miles de cajitas y botellas. Había estantes y más estantes, armaritos con puertas de cristal y cajones llenos hasta los topes.

—Todo eso son medicinas —dijo Fantasma en tono reverencial—. Viejas medicinas patentadas, ¿sabes? Y también las hay nuevas… Remedios de hierbas, el catálogo de cien boticas… La señora Catlin lo guarda todo aquí.

Se había quedado inmóvil en el centro de la habitación y se balanceaba lentamente de un lado a otro como si estuviera absorbiendo la esencia del lugar. Sus manos colgaban nacidamente a los lados.

Los ojos de Fantasma no tardaron en sufrir una curiosa transformación, y parecieron volverse transparentes. Steve pensó que si se acercaba lo suficiente podría ver a través de ellos hasta las circunvoluciones del cerebro de Fantasma y la cámara abovedada que había dentro de su cráneo. La primera vez que había visto a su amigo en ese estado, cuando eran un par de críos, Steve se había alarmado mucho. Pensó que estaba presenciando el comienzo de una crisis epiléptica o que Fantasma estaba a punto de morirse delante de él, pero ahora ya estaba acostumbrado. Su amigo Terry habría dicho que Fantasma se estaba limitando a sintonizar una emisora mental supermarchosa. Algunas personas eran capaces de hacer grandes esfuerzos de concentración momentáneos, pero lo de Fantasma entraba directamente en la categoría del trance. Steve contempló a su amigo durante unos momentos, y después se encogió de hombros y empezó a explorar la habitación.

Descubrió enormes botellas marrones cuyo oscuro contenido semilíquido se había convertido en polvo, botellitas de grueso cristal azul y verde, cajas de cartón a las que los años habían ido ablandando las esquinas hasta dejarlas casi pulposas y cuyos colores parecían haberse ido precipitando sobre el polvoriento suelo de madera para confundirse con el gris general de las telarañas. Los rincones de los estantes albergaban un sinfín de curiosidades farmacéuticas: pesas y medidas de estaño, almireces y manos de mortero llenas de manchas oscuras, un globo de cristal lleno de píldoras de colores chillones que parecían caramelos, una balanza cuya leyenda —su peso y su fortuna— casi no podía distinguirse a causa de la gruesa capa de polvo que la cubría. Una hilera de enormes botellas ambarinas lucían etiquetas amarillentas. ELIXIR MALTO-PEPSÍN, AQ. ROSAE Y GLIC, HEXATONE, se leía escrito en una compleja caligrafía llena de curvas y florituras; y había un cajón lleno de remedios patentados cuyas etiquetas, que en tiempos habían sido amarillas, rojas y verdes, afirmaban ser capaces de llevar a cabo prodigiosas proezas curativas y detallaban largas y oscuras listas de ingredientes. Una caja azul manchada con lo que debían ser manchas de agua saturada de óxido contenía SANGRE DE MANDRAGORA Y PÍLDORAS DE HÍGADO DEL DOCTOR DeBARR, y una botella gigantesca de cristal blanquísimo guardaba el LINIMENTO DE NOÉ, PARA TODA LA CREACIÓN YA SEA HOMBRE O BESTIA.

—Ven a echar un vistazo a estas cosas —le dijo Steve a Fantasma—. Aquí dentro hay algo llamado uva ursi… ¿Qué demonios es el o la uva ursi?

Fantasma no respondió. Seguía en el centro de la habitación balanceándose lentamente de un lado a otro.

—Áloes —dijo en voz baja—. Raíz de pie de oso, corteza de olmo, genciana, raíz de jengibre jamaicano…

—Fíjate en esto —dijo Steve—. Supositorios de polvo de nuez moscada… Qué fuerte, ¿no?

—Ruibarbo de la India, nux vómica, peladuras de quasia, asafétida, menta…

Los ojos de Steve se posaron en una botellita marrón de un estante que casi rozaba el techo.

—¡Extracto de cannabis!

Alargó la mano hacia la botellita.

—No toques eso… Hoja de mulera, hoja de curahuesos, vainas de senna, anís, raíz de serpiente…, hígado verruguero… —Fantasma se estremeció y abrió los ojos—. Lo siento. Estaba olisqueando el aire.

—¡El bálsamo está preparado! —gritó la señora Catlin unos minutos después.

Fantasma aspiró una última bocanada del delicado aroma a decadencia de la habitación. Se disponían a salir cuando Steve se subió a la balanza SU PESO Y SU FORTUNA y metió la mano en el bolsillo buscando una moneda de un centavo.

—No funciona —dijo Fantasma—. Se averió hace mucho tiempo.

Pero Steve ya había metido la moneda. La balanza crujió, tintineó y chirrió. Una tarjetita amarillenta cayó por la ranura.

—Antes nunca había hecho eso —dijo Fantasma.

Steve le alargó la tarjetita. Fantasma la leyó dos veces en silencio, y después la leyó en voz alta.

—«El futuro encierra dolor para ti y tu persona amada».

Los ojos de Fantasma se habían oscurecido, y parecía un poco preocupado.

—Pues menuda profecía… —dijo Steve—. No tengo ninguna «persona amada».

Arrugó la tarjetita entre los dedos convirtiéndola en una bola.

Cuando salieron del cuarto de atrás la señora Catlin les observó con cierta suspicacia.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Tu balanza le ha dado una tarjeta de mala suerte a Steve —dijo Fantasma, y le contó lo que había impreso en la tarjeta.

La señora Catlin meneó la cabeza.

—Bueno, yo no haría mucho caso de eso… Ese trasto viejo suele conformarse con seguir averiado, pero de vez en cuando se pone un poquito temperamental. Si te van esas cosas, siempre puedes predecir montones de calamidades en cualquier vida, ¿sabes? —Miró fijamente a Steve, y sus ojos parecieron taladrarle—. Pero tú… Recuerdo lo que Deliverance dijo de ti. No tengo el don que tenía ella y que tiene Fantasma, pero yo también puedo verlo. Eres apasionado e impulsivo, y permites que tu mal genio te guíe. No escuchas a la bondad de tu corazón tanto como deberías hacerlo… Deliverance dijo que estaba segura de que algún día harías daño a alguien…, pero que a quien acabarías haciendo más daño sería a ti mismo.

El trayecto de vuelta transcurrió en un silencio casi absoluto. El día se había nublado, y la atmósfera se había vuelto húmeda y asfixiante. La resaca de Steve estaba empezando a reaparecer. Fantasma no tocó la guitarra que había dejado en el suelo del coche. De vez en cuando sacaba la cabeza por la ventanilla e inspeccionaba el cielo con las fosas nasales nerviosamente dilatadas intentando oler la lluvia. Fantasma sabía que el próximo aguacero traería consigo unos días de frío, y poco después de eso habría llegado el momento de prepararse para la llegada del invierno.

—¿Qué coño es eso? —exclamó Steve cuando ya habían recorrido la mitad de la distancia.

Fantasma volvió la cabeza. Ya habían dejado atrás el lugar, y estaban llegando al punto más alto de aquel tramo de pendiente cuando su mente comprendió lo que había visto: una silueta solitaria y angulosa encorvada detrás de un puesto de flores. ROSAS, había pintado en el letrero de madera. La silueta era alta y pálida, y sus prendas negras la envolvían de pies a cabeza. Capa negra, sombrero negro, enormes gafas negras…, incluso sus manos estaban enfundadas en un par de guantes negros.

—Qué tío más raro, ¿eh? —murmuró Steve, y subió el cristal de la ventanilla haciendo girar nerviosamente la palanca.

La atmósfera del interior del T-bird se fue espesando poco a poco hasta resultar casi irrespirable. Fantasma no tenía ni idea del porqué la aparición de la silueta del puesto de flores había hecho que se le formara un nudo en el estómago, pero sabía que ese tipo de sensaciones casi nunca se presentaban sin que hubiera una buena razón para ello; y además el gusano de la preocupación por Ann seguía royendo sus entrañas, y hasta que averiguase la razón no podría hacer absolutamente nada al respecto. Fantasma apoyó la frente en el cristal y no volvió a pensar hasta que hubieron llegado a casa.