7

«Voy a ser una vampira, papá…».

Wallace cerró los ojos tensando los párpados con todas sus fuerzas y meneó la cabeza.

—Márchate, Jessy —murmuró—. No me atormentes más.

Sus manos subieron velozmente hasta chocar con la pared del edificio de ladrillos en el que estaba el bar de Christian, y Wallace se apartó de allí empujándose con las palmas y se alejó tambaleándose por el callejón.

Sentía un débil escozor en las palmas. Se había dejado un poco de piel en los ladrillos, y notaba la presencia del polvillo y las partículas de mugre incrustadas en la línea de la vida y del corazón. El dolor no servía para detener el loco girar de sus pensamientos, y no podía impedir que el maldito pasado volviera a caer sobre él. Las calles, callejones y edificios que le rodeaban bailotearon ante sus ojos y se fueron ennegreciendo poco a poco. Ahora realmente podía ver a Jessy, podía verla tal como había sido aquel día…

Voy a ser una vampira, papá

Se había pasado semanas enteras sin hablar de otra cosa. Decía que encontraría a un vampiro para que la mordiese, que se convertiría en una no muerta y que bebería la sangre de otros (de sus amantes, suponía Wallace, de los amantes a los que no conocía) y que también los convertiría en vampiros. Sus posesiones también hablaban de aquella obsesión. Jessy siempre había sido una gran lectora, y de pequeña pasaba las páginas de La telaraña de Charlotte y los libros de los Gemelos Bobbsey con tanta concentración que hasta fruncía el ceño, pero ahora en el montón de libros que se alzaba al lado de su cama sólo había historias de vampiros. Drácula estaba allí, con las cubiertas muy sobadas y las páginas llenas de subrayados hechos con trazos gruesos. Wallace había examinado el libro una noche cuando Jessy estaba fuera en uno de los tugurios que frecuentaba. Algunos pasajes habían sido rodeados con círculos y más círculos hechos con lápiz, con carmín y con lo que parecía ser sangre.

Wallace empezó a leer, pero después de unos cuantos párrafos sintió tal repugnancia que no pudo seguir. No había tenido ni idea de que la novela fuese pornográfica. Acarició las señales que había en las páginas. Sí, estaban hechas con sangre… con la sangre de Jessy. Su hija se había herido a sí misma para obtener esa sangre. Wallace encontró cuchillas de afeitar entre las páginas del libro. Había otras novelas que parecían igual de repugnantes y escandalosas, y un frasquito que contenía una especie de polvillo rojizo que supuso habría comprado en uno de los comercios vudú del Barrio Francés, a pesar de que Wallace le había repetido una y otra vez que no fuera a esos sitios; y también estaban todos los pósters de las películas que Jessy veía, ojos crueles y bocas abiertas llenas de dientes afilados como cuchillos con sangre manchando todos y cada uno de ellos, y las paredes y el techo estaban festoneados con encajes negros…

Papá.

Wallace se obligó a abrir los ojos. No estaba en casa, inmóvil en el pasillo delante de la habitación de Jessy. Estaba bajando por Bienville haciendo eses de un lado a otro de la calle, respirando el fresco aire nocturno y yendo en dirección al río. Pero el pasado volvió a engullirle, y fue aquel día…

Jessy le estaba llamando. Jessy y él llevaban diez, años solos con excepción de la compañía del otro, y habían vivido así desde el día en que Wallace había encontrado a Lydia dentro de la bañera llena de agua que iba enfriándose, con los antebrazos rajados desde la muñeca hasta el codo. Era el padre de Jessy, y cuando Jessy le llamaba tenía que ir a ella. Quizá le necesitara.

Papá —le llamaba en voz baja y suave—. Papá

Wallace contempló durante unos momentos el viejo letrero que había sobre la puerta de la habitación de Jessy —un conejo de dibujos animados vestido con un mono salpicado por todos los colores del arco iris que estaba pintando las palabras GENIO TRABAJANDO—. hizo girar el picaporte y salió de la oscuridad del pasillo para entrar en la luz. La habitación de Jessy siempre recibía la claridad del sol matinal.

Jessy acababa de salir de la ducha, y su piel estaba tan blanca, rosada y cubierta de rocío como la primavera. Su cabellera mojada caía en mechones muy lisos a lo largo de sus mejillas. Mientras la miraba, Jessy dejó que la toalla verde cayera revelando sus pechos. Wallace no había visto el cuerpo de su hija desde que era una niña regordeta y andrógina, con botoncitos rosados por pezones y un diminuto y limpio pliegue por sexo: pero ahora sus pechos eran dos montículos redondos de carne que poseían la pesadez propia de una muchacha, y Wallace se preguntó qué sentiría si sostenía su peso en las manos, y qué sabor impregnaría su lengua si se metía uno de esos cremosos picachos de fresa en la boca y empezaba a chuparlo.

—Voy a ser una vampira, papá…

Wallace parecía haber perdido la voz. Su boca se había quedado sin saliva.

—Ponte la ropa, Jessy.

Las palabras no eran más que un murmullo reseco, un débil susurro que no servía de nada.

—Voy a morder a la gente, papá. Voy a alimentarme con ellos. Necesito sangre. Sangre roja… cálida…, suculenta… Necesito tu sangre, papá. Estoy hambrienta. Tu Jessy tiene hambre. Ven a mí.

Nunca supo cómo había llegado a la cama. Seguramente si ella no se hubiera mostrado tan persuasiva, si no hubiera sido su hija, su única alegría, si Wallace no hubiera intentado siempre darle todo cuanto pedía… si se hubiera acostado con alguna otra mujer durante los diez años transcurridos desde que Lydia se había ido… seguramente entonces el dolor de su ingle no se habría hecho tan insoportable, y Wallace no habría permitido que Jessy tirase de él hasta dejarle acostado en la cama y le quitara los pantalones y montara a horcajadas sobre él, deslizándose alrededor de su cuerpo para estrecharlo en un apretón tan firme y suave como el de las anémonas marinas; seguramente entonces no habría gemido y apretado la blanda pesadez de sus pechos entre los dedos, tensando los riñones hacia arriba para embestir una y otra vez el paraíso de terciopelo humedecido de su hija hasta que Jessy se dobló sobre él y Wallace sintió un aguijonazo metálico como el de una navaja de afeitar debajo de la mandíbula. Jessy pegó los labios a ese punto de su cuello, y Wallace pudo sentir el movimiento de la garganta de Jessy mientras tragaba, y después una neblina negra y carmesí empezó a flotar a su alrededor y acabó ocultándolo todo.

Despertó enredado en las sábanas arrugadas de la cama de Jessy. el amasijo de sábanas que olían a piel de muchacha. Había una heridita en su cuello, nada más grave que un corte hecho al afeitarse, y la heridita estaba cubierta de saliva y sangre seca. Wallace no se la lavó. Jessy se había ido.

Algunas noches después empezó a buscarla en todos los lugares de los que le había hablado. Recorrió todos los tugurios nocturnos, los bares oscuros y los clubs del Barrio Francés. No tenía ni idea de qué diría si llegaba a verla. Wallace había empezado a tener la sensación de que todo lo ocurrido era culpa suya, como si la hubiese seducido, como si la hubiera obligado a acostarse con él utilizando la fuerza. No sabía si volvería a ser capaz de mirar a su hija a los ojos, pero eso no importaba…, porque nunca volvió a ver a Jessy.

Durante su búsqueda Wallace se fue encontrando atraído cada vez con más frecuencia hacia un local llamado Christian’s, el bar oscuro con los ventanales de cristales emplomados que proyectaban sombras multicolores sobre la acera. Era un bar bastante pequeño que se encontraba casi al final de la calle Chartres, lejos de la animación del Barrio Francés. Wallace iba allí porque sabía que a Jessy le gustaba mucho ese bar, y decidió que bien podía tomarse una copa o dos o tres en él. Observó al camarero. Christian se movía detrás de la barra mezclando combinados con el distanciamiento distraído del experto, y respondía a la charla de sus clientes de manera cortés aunque bastante fría. A menos que alguien le dirigiese la palabra, Christian guardaba silencio.

Cuando Wallace empezó a observar a Christian y estudió con gran atención aquella silueta imposiblemente alta, flaca y pálida que siempre vestía de negro, la idea de los vampiros de los que había hablado Jessy dejó de parecerle tan totalmente ridicula. Había algo en Christian que asustaba a Wallace. Siempre se había considerado un hombre religioso, pero cuando se hallaba ante aquella presencia helada el calor de Dios parecía encogerse en el interior de Wallace. Una noche sus miradas se encontraron a través de la barra, y Wallace sintió que su columna vertebral se convertía en una barra de hielo. La frialdad que había en los ojos de Christian —aquella frialdad horrenda y vacía que hacía pensar en vientos soplando sobre llanuras estériles— resultaba más convincente que toda el parloteo de Jessy, sus libros, sus películas y el anhelo febril con que había bebido su sangre.

Wallace no había podido olvidar esos ojos. Cuando volvió a verlos, sintió el roce de la misma mano helada y la misma furia impotente. Ahora Wallace sí creía en los vampiros.

Pero esta noche no se encontraría impotente. Quince años antes había tenido miedo, pero su miedo ya no importaba…, ahora ya no. El dedo de Dios había rozado a Wallace, y el contacto había sido tan temible como difícil de soportar, porque le había retorcido las entrañas hasta el extremo de que ahora había momentos en los que la enfermedad conseguía exprimir una sangre acuosa y sucia de ellas, y no tardaría en estar con Jessy. Esta noche la vengaría, y volvería a tener sus recuerdos de Jessy, sus recuerdos de una niña que bailaba y reía, de una niña que amaba a su padre y que no era un ser oscuro hecho de sangre y sexo. Wallace borraría el pecado que había estado a punto de condenarle para siempre, y haciéndolo se redimiría a sí mismo.

El aire fresco hizo que se le fuera pasando la borrachera. Irguió los hombros, y se negó a seguir haciendo eses y a permitir que el mareo y el miedo consiguieran adueñarse de él. Esta noche era suya…, suya y de Jessy.

Wallace fue hacia el río.