15

A las diez de la mañana siguiente, Nada estaba tan hambriento y se sentía tan solo que faltó muy poco para que se echara a llorar de puro alivio cuando el motorista se detuvo y le recogió.

Dormir en un granero no había resultado nada divertido. Había conseguido refugiarse de la lluvia durante unas horas, pero Nada despertó con todo el cuerpo dolorido, el hambre mordisqueándole el estómago y un sabor a polvo y sangre podrida en la boca. Cuando salió tambaleándose del granero quedó cegado durante unos momentos por los rayos del sol. Nada cerró los ojos, los mantuvo así un instante y después los entreabrió cautelosamente. El verde esplendor de los campos brillaba a su alrededor. Los zarcillos de una parra trepaban por un lado del granero y se deslizaban por un agujero del tejado para echar un vistazo al interior. Nada volvió a cerrar los ojos y aspiró el olor de los rayos de sol que secaban los últimos restos de la lluvia de anoche.

Cuando volvió a la autopista vio que no pasaban muchos coches, y ninguno de los que pasaban se detuvo. Vio a unos cuantos hombres que comían galletas y bebían café en la trasera de una camioneta, y la boca se le llenó de saliva. Nada escupió sobre la cuneta, sabiendo que tragar la saliva producida por el hambre sólo serviría para que tuviera todavía más hambre. Se llevó una mano al estómago y apretó la tela húmeda de su camiseta con tanta delicadeza como si estuviera haciendo un experimento químico. Sí, ya parecía estar un poco más encogido hacia dentro. Los huesos de sus caderas debían estar más afilados y protuberantes que hacía dos días. Nada encendió un Lucky y engulló el humo como si fuese zumo de naranja.

La media hora siguiente transcurrió muy despacio. Nada caminaba lentamente a lo largo de la cuneta alzando el pulgar cada vez que pasaba un coche. Todos los que iban dentro de los coches volvían la mirada hacia él, pero nadie se detuvo. De repente Nada oyó el gruñido de un motor detrás de la curva por la que acababa de pasar. Alguien se acercaba por la autopista a gran velocidad…, no era un coche, y tampoco era una camioneta decrépita. Era una motocicleta, y grande. Nada la contempló con expresión suplicante sin apartar los ojos ni un momento de ella a medida que se acercaba, y cuando el motorista le vio fue reduciendo la velocidad hasta que acabó deteniéndose a su lado.

—¿Hacia dónde vas? —preguntó el motorista.

Nada pensó que la pregunta ya empezaba a resultarle familiar.

—A Missing Mile, Carolina del Norte.

Nada no estaba muy seguro de si realmente iba allí, pero el nombre del pueblo se había convertido en una especie de talismán.

—¿Sí? Bueno, pues yo voy a Danville. Eso está casi en la frontera de Carolina. Anda, sube.

Nada nunca había viajado en moto antes, aunque siempre había deseado poder conducir una. Aquélla era enorme y de mucha cilindrada, y los cromados, canales y adornos parecían hacer guiños bajo la costra de polvo de la autopista que se había ido pegando a ellos. Nada permaneció inmóvil contemplando la motocicleta hasta que el motorista volvió a hablar.

—¿Quieres que te lleve o no?

—Sí, claro.

Nada alzó los ojos hacia el rostro del motorista. Una cabellera enmarañada por el viento, mechones de un color rubio blanquecino que se oscurecían en las raíces… No llevaba casco protector, y sus ojos eran dos huecos enormes tan redondos y brillantes como los de un bebé de perro de las praderas. Aquellos ojos parecían dos lunas incrustadas en hondonadas de hueso gris. El motorista tenía un rostro entre joven y viejo, una cara endurecida por la carretera que a pesar de ello conseguía transmitir una extraña impresión de melancolía desde lo alto del cuello subido hacia arriba de la chaqueta de cuero negro que llevaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Nada.

—Terrible —replicó el motorista, y Nada pensó que era un nombre muy adecuado.

Se instaló detrás de Terrible y deslizó sus brazos alrededor de la cintura del motorista. Debajo de la gruesa chaqueta de cuero que lo cubría, el cuerpo de Terrible parecía delgado como un poste y extrañamente desarticulado. El enorme sillín de la motocicleta vibraba. Subirse a él era como montar encima de algo vivo. Terrible dio gas y la motocicleta salió disparada hacia adelante. El viento golpeó la cabeza desnuda de Nada, se metió en sus ojos haciéndole lagrimear e impulsó su cabellera hacia atrás. Nada se preguntó si estaban yendo muy deprisa.

Alrededor del mediodía se detuvieron en un pueblecito donde Terrible compró un cubo de pollo frito, que consumieron en un viejo cementerio muy mal cuidado después de recorrer unos cuantos kilómetros de autopista más. Nada devoró la carne churruscante con un apetito de lobo y chupó los huesos, pero Terrible se limitó a juguetear con un muslo del que iba arrancando tiritas de carne que se metía en la boca sin el más mínimo entusiasmo. Nada se lamió la grasa pegada a los dedos, y se echó hacia atrás hasta apoyar la espalda en la puerta de una cripta familiar que parecía a punto de derrumbarse. Los barrotes de hierro cedieron un poco bajo su peso, y Nada pensó que acabaría cayendo entre los huesos. La puerta aguantó. Nada volvió la cabeza hacia Terrible sintiéndose un poquito decepcionado. Las manos del motorista estaban temblando.

—Mierda —dijo Terrible—. Oye, ¿estás en el rollo? Necesito pincharme.

Hizo la pantomima de introducir una hipodérmica en la vena de su brazo.

—Oh —dijo Nada, comprendiendo a qué se refería—. Oh. Claro, estoy en el rollo… —Intentó parecer impasible y digno de confianza—. ¿Creías que se lo voy a contar a alguien o qué?

—Hay que estar seguro. Nunca se sabe…

Terrible hurgó en los bolsillos de su chaqueta y sacó varios objetos: una cucharilla de plata deslustrada, un pedazo de trapo de cocina bastante sucio y un mechero de plástico barato. Después se levantó y sacó un termo lleno de agua del maletero lateral de la motocicleta, y por último metió la mano en un compartimento interior de la chaqueta y sacó una cajita lacada en cuya tapa había una escena multicolor de pájaros tropicales. Terrible abrió la cajita con reverencia, y Nada medio esperó ver una luz plateada saliendo de ella y cayendo sobre el rostro de Terrible; pero dentro de la cajita sólo había una bolsa de plástico llena de paquetitos muy pequeños hechos con papel de plata. Parecía haber centenares de paquetitos, y la jeringuilla descansaba entre ellos, tan inofensiva como una víbora de color gris mate.

Nada observó con mucha atención mientras intentaba fingir que ya había visto todo aquello con anterioridad. Terrible se quitó el cinturón de cuero adornado con remaches, se despojó de la chaqueta con un encogimiento de hombros y tensó el cinturón alrededor de su brazo. Su piel estaba un poco húmeda y llena de manchitas negras o marrones. Echó agua en la cucharilla y derramó sobre ella el blanco polvo granuloso de uno de los paquetitos de papel de plata. Después alzó la mirada hacia Nada, y le miró como si acabara de recordar sus deberes de anfitrión.

—Oh… Eh, ¿quieres darte un pico?

—Sí —dijo Nada sin pensar en lo que decía.

Si se paraba a pensar, eso podía significar el pánico. Un desfile de estrellas del rock muertas pasó velozmente por su cabeza. William Burroughs le riñó.

—Bueno, entonces te pincharé antes de darme el pico. No eres más que un crío…, no sabes cómo hacerlo. Podrías meterte una burbuja de aire.

Nada cerró los ojos mientras Terrible abría la hebilla del cinturón, se lo quitaba del brazo y lo tensaba alrededor del suyo. Después empezó a acariciar la parte interior del codo de Nada ejerciendo presión y alisando la piel con mucha delicadeza. El roce era muy suave, pero no poseía ni la más mínima cualidad sexual. Toda la energía erótica de Terrible parecía estar reservada para el manejo de su droga.

—Bien, aquí está tu vena. Manten el dedo encima de ella.

Terrible sostuvo el mechero debajo de la cucharilla hasta que la mezcla empezó a burbujear. Después colocó el trozo de paño de cocina sobre la superficie y metió la solución dentro de la jeringuilla. Las manos de Terrible ya no temblaban.

—¿Sigues teniendo controlada esa vena? De acuerdo, no la sueltes… —Alzó la jeringuilla y rozó la punta de la aguja con la yema de un dedo—. No te preocupes. Puedo oler que estás asustado, pero es una mierda excelente. Allá va la burbuja… Tan inofensiva como la leche, eso solía decir Nick Drake… De acuerdo, de acuerdo… —Se inclinó sobre el brazo de Nada, y empezó a hundir con mucha delicadeza la aguja en la suavidad de la carne—. Allá vamos.

Terrible fue subiendo el émbolo de la jeringuilla. Un diáfano remolino de sangre llenó la jeringuilla. Nada se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.

—Ahora me toca a mí.

Terrible combinó una segunda dosis de solución y se la inyectó. Había preparado el segundo pico con una curiosa mezcla de apresuramiento e impasibilidad. Cuando la aguja entró en su carne, todo su cuerpo se estremeció. Un instante después Terrible pareció empezar a desvanecerse. Sus párpados aletearon, y su voz empezó a arrastrar las palabras como un disco puesto a una velocidad más baja de la que le corresponde. Los ojos luminosos tan parecidos a los de un bebé de perrito de las praderas se fueron cerrando poco a poco mientras Nada le contemplaba.

Nada sintió cómo la droga se iba extendiendo por su organismo. Los zarcillos se aventuraron por sus manos y sus piernas, y alteraron su carne volviéndola tan pura y límpida como el agua. No tenía ni la más mínima somnolencia. Su mente estaba perfectamente despejada y tan clara como un cristal de bordes afilados. Se sentía tan poderoso como un dios.

Terrible ya estaba totalmente fuera de combate. Se fue inclinando poco a poco hacia la cripta. Tenía los ojos cerrados, y su respiración se había vuelto áspera y entrecortada. La boca estaba ligeramente entreabierta, y Nada podía ver el brillo húmedo de la punta de su lengua.

Se acercó un poco más a Terrible, y acabó acercándose tanto que casi estaba encima del motorista. Rodeó los hombros de Terrible con su brazo. La piel que asomaba por encima de la sucia camiseta blanca de Terrible estaba helada y sudorosa, y tan granulada como si se estuviera helando de frío. Nada acarició la garganta de Terrible con la yema de un dedo, y acabó encontrando el punto detrás de la oreja en el que latía el pulso. Dejó su dedo allí durante unos momentos y acabó meneando la cabeza. ¿En qué estaba pensando? Si mordías a alguien allí podías matarle. Nada acabó cogiendo el flácido brazo de Terrible, y mordió la piel suave y blanda de la parte interior del codo en el mismo sitio en el que Terrible se había administrado el pico.

La vena ya estaba abierta, y la sangre empezó a fluir en abundancia. Terrible dejó escapar un débil gimoteo desde las profundidades de su estupor, el sonido que se hubiese podido esperar de un niño.

Nada chupó con más fuerza y empezó a temblar. Era la primera vez en que saboreaba de verdad la sangre de alguien. Hasta aquel momento sólo había podido probar una gota aquí y allá y siempre debido a accidentes, como cuando Laine se había cortado el dedo en el coche de Jack. Aquella noche parecía muy lejana en el tiempo. Ahora la sangre de Terrible llenaba su boca y se deslizaba bajando por su mentón mezclada con saliva, y el sabor a cobre dulce de la sangre se confundía con el sudor que cubría la piel del motorista, y Nada se pegó un poco más a él y lamió hasta eliminar las últimas gotas de sangre. No podía tomar demasiada, ya que no tenía ni idea de qué cantidad podía llegar a beber de la vena de una persona sin que ésta corriese peligro. Sentía un intenso deseo de comerse a Terrible engullendo su cuerpo de un solo bocado, y la sangre sazonada con heroína había tenido un sabor maravillosamente puro…, pero todo eso no venía al caso.

No había durado lo suficiente. Nada se apoyó en la cripta y contempló a Terrible. La cabellera de Terrible había caído sobre su rostro y el viento agitaba los mechones.

Quizá volviese a llover. Nada cogió la chaqueta de cuero y tapó cuidadosamente a Terrible con ella. Sabía que no podía quedarse allí y esperar hasta que el motorista recobrara el conocimiento. Terrible podía darse cuenta de que ahora tenía una herida que antes no existía, y en ese caso había muchas probabilidades de que le diera una buena paliza. Nada lanzó una última mirada al rostro de facciones flácidas y tranquilas, y deslizó la yema de un dedo sobre los labios cansados de Terrible. Después salió del cementerio y volvió a la autopista.

Quizá fuese el efecto de la heroína, pero no le parecía que hubiese nada de extraño en lo que acababa de hacer. Si pensaba en ello comprendía que había resultado muy erótico, sí; y que no había sido una forma demasiado correcta de comportarse…, pero no le parecía que tuviese nada de extraño. Había deseado la sangre, e incluso había sentido un apetito insaciable de ella; y además la sangre había hecho que Nada se sintiera mucho mejor. Le había calmado el estómago y se lo había dejado satisfactoriamente lleno, igual que le había ocurrido antes con el semen del albino.

Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer diez minutos después. Los coches seguían pasando implacablemente a su lado. La cabellera empapada de Nada no tardó en precipitarse sobre su cara. La lluvia empezó a caer con más fuerza, y el aguacero se fue intensificando. Nada ya casi estaba dispuesto a desandar lo andado y volver con Terrible, cuando la camioneta negra apareció de repente rodando a toda velocidad sobre la autopista con el rugir del trueno.

La camioneta estaba muy sucia y descuidada, y el color negro del metal empezaba a inclinarse hacia el gris. El cristal trasero estaba recubierto de pegatinas y calcomanías. Cuando la camioneta pasó junto a él, Nada tuvo un fugaz atisbo de varias leyendas medio ocultas por el barro y la suciedad: FOTUS/FETO/VATOS escrito en goteantes letras rojas; DIVIÉRTETE HASTA QUE VOMITES; BAUHAUS, con el esbozo de un rostro que servía como logotipo al grupo; y también creyó ver una pegatina en la que estaba escrito JESUCRISTO SALVA y otra en la que se leía si NO TE GUSTA COMO CONDUZCO LLAMA AL 1-800-COME-MIERDA.

Y de repente la camioneta puso la marcha atrás y se detuvo ante él. Tres cabezas giraron para contemplar a Nada, tres montones de pelos, tres rostros cuyas facciones estaban definidas por bloques de maquillaje oscuro. Sus manos arañaron las ventanillas y sus bocas se abrieron en una carcajada, y durante un momento Nada pensó que se alejarían a toda velocidad mientras él permanecía inmóvil siguiendo la camioneta con la mirada, un pie ya levantado del asfalto y la piel preparada para recibir el abrazo del calor. Pero la puerta derecha se abrió, y una de las siluetas se inclinó hacia él escupiendo un mechón de cabellos de la boca.

—Hola —dijo—. ¿Quieres que te llevemos?

La atmósfera del interior de la camioneta estaba tan caliente y húmeda como un beso, y el aroma dulzón del vino barato era tan potente que Nada casi creyó poder saborearlo en la boca.

—Me llamo Twig —dijo el conductor con voz suave y jovial, como si algo le divirtiera mucho, y la fugaz sonrisa de soslayo con que saludó a Nada era tan cortante como el filo de una navaja de afeitar—. Ese montón de basura de ahí es Molochai, y el guapísimo de atrás es Zillah.

La camioneta volvió a ponerse en marcha con una sacudida. Nada se acurrucó junto a la palanca del cambio de marchas y contempló a sus nuevos compañeros. Twig tenía un rostro vulpino con ojos como fragmentos de noche. Los rasgos de Molochai eran un poco más toscos, y su sonrisa más de bebé; pero parecía haber algún lazo invisible entre ellos. Reían al mismo tiempo, y cada uno era un espejo que reflejaba los movimientos del otro.

En aquellos momentos estaban absortos en lo que parecía una incomprensible discusión iniciada hacía mucho tiempo que giraba alrededor de una bebida que habían inventado. Nada estuvo escuchando durante unos instantes, y acabó deduciendo que la bebida consistía en vino de fresas y chocolate con leche. Twig conducía la camioneta con una mano y daba cachetes a Molochai con la otra. Molochai devolvió los golpes de Twig con sus puños mugrientos, y después le pasó una botella de vino. Twig chupó el gollete de la botella. El vino corrió por su mentón, y los dos se echaron a reír como locos cuando la camioneta dio un bandazo y cruzó la línea central.

Nada se arrastró hasta la trasera de la camioneta. El techo y las paredes estaban adornados con más pegatinas, calcomanías y pintadas hechas con rotuladores Magic Marker. Por encima de toda la decoración había una pauta de manchas oscuras más grandes que se extendían y proliferaban como si fuesen alguna variedad desconocida del cáncer.

El tercer ocupante de la camioneta —Zillah— estaba tumbado encima de un colchón en el que las manchas oscuras eran todavía más abundantes. Zillah tenía un rostro perfecto de andrógino y una cola de caballo recogida con un pañuelo de seda púrpura. Unos cuantos mechones de cabello escapaban de la cola de caballo enmarcando aquel rostro asombroso y los increíbles ojos verdes. De las mangas de la chaqueta negra, que le estaba demasiado grande, emergían dos manos fuertes y gráciles, con las uñas muy largas y cuidadosamente limadas hasta dejarlas lo más afiladas posible. Las uñas estaban pintadas de negro. Nada entrelazó los dedos intentando ocultar los restos descascarillados de su última sesión de manicura.

Por debajo de la piel de las manos de Zillah se extendía un delicado trazado de venas purpúreas. Nada volvió a pensar en la heroína que se había inyectado, la droga que seguía fluyendo de un lado a otro dentro de su organismo. Después apartó la mirada de aquellas manos robustas surcadas de venas, y fue levantando la cabeza hasta que sus ojos acabaron encontrándose con los de Zillah…, y Nada sintió como si estuviera precipitándose hacia las profundidades de un mar verde.

—Hola —dijo Zillah.

Tenía la voz suave y un poco ronca, y la obvia diversión que sentía daba un matiz levemente cortante a su tono. Nada pensó que Zillah tenía que estar acostumbrado a que le miraran y a dejar sin aliento a los desconocidos.

—Hola —dijo Nada.

Su voz no parecía funcionar demasiado bien.

Zillah encendió una pipa diminuta que había sido meticulosamente tallada hasta darle la forma de una rosa de ébano, y se la pasó a Nada. La sustancia que contenía la cazoleta era de un color oscuro y parecía un poco pegajosa.

Cuando Nada dio una calada a la pipa, su boca quedó invadida por un extraño sabor dulzón. Era como si estuviera fumando incienso.

—¿Qué es? —jadeó intentando mantener el humo dentro de sus pulmones.

Zillah le obsequió con una sonrisa maligna capaz de paralizar el pulso.

—Opio.

Dos drogas nuevas en sólo dos horas… Nada pensó que si las cosas seguían así quizá acabaría aficionándose a hacer autoestop. Volvió a encender la pipa. La calada que dio a continuación hizo que se diera cuenta de que los ojos de Zillah seguían clavados en él, y sintió el llamear de aquella luz verdosa resiguiendo lentamente las líneas de su cuerpo; pero cuando alzó la mirada lo único que vio fue la boca de Zillah, sus labios entreabiertos y la punta rosada de una lengua que parecía atrapada entre dientes muy afilados…, y un instante después las manos de Zillah se estaban moviendo sobre su cuerpo y le atraían hacia aquella boca. Nada se preguntó si podría precipitarse en su interior y yacer sobre la lengua de Zillah hasta que acabara siendo engullido.

—Eres delicioso —le dijo Zillah después de que se hubieran besado.

—Tú también —respondió Nada, y se le encogió el corazón.

Nunca había tenido la sensación de estar tan lejos de casa, y nunca se había alegrado tanto de ello.

—Me has embrujado.

—Embrújame —logró decir Nada.

Y un instante después Zillah volvía a estar encima de él chupando su boca. Nada deslizó las manos por debajo de la holgada chaqueta negra y la suavidad de la camiseta. Cuando rozó los anillos que atravesaban los pezones de Zillah la sorpresa hizo que abriera los ojos. Aquellos tipos parecían ser un poco más salvajes que las amistades a las que estaba acostumbrado…, aunque de momento Nada aún no había encontrado ningún motivo de queja.

Los dientes de Zillah se posaron sobre su garganta y mordieron con la fuerza suficiente para hacerle daño. Después parecieron vacilar y dejaron libre su piel un segundo antes de que su presión pudiera hacer brotar la sangre. Nada ya había mantenido relaciones sexuales con personas prácticamente desconocidas antes —en el círculo de amistades que había dejado atrás aquello estaba casi tan de moda como la bisexualidad—, pero nunca con alguien que fuese ni la mitad de hermoso que Zillah.

Hubo una ruidosa explosión de carcajadas procedente del asiento delantero. Zillah estaba murmurando algo al oído de Nada. Las palabras se confundían entre sí, pero la voz de Zillah fluía con la perezosa lentitud de la nata batida, y la droga que había impregnado la sangre de Nada hizo que se mantuviera inmóvil y pasivo. Su cuerpo parecía haberse vuelto muy pesado y estar muy caliente. Nada se echó hacia atrás sin saber si Zillah quería que lo hiciera, y sin importarle lo que pudiera desear en aquellos momentos.

Después sólo pudo recordar que había intentado levantar las manos. Quería apartar la cabeza de Zillah de su pecho porque Zillah le estaba mordiendo los pezones con demasiada fuerza, pero no consiguió levantar las manos. No podía hacer ni el más mínimo movimiento con ellas, así que se echó hacia atrás y concentró todas sus energías mentales en disfrutar del dolor. Descubrió que le resultaba muy fácil. Nada llevaba mucho tiempo disfrutando del dolor.

—Supongo que podríamos llevarte hasta Missing Mile —dijo Twig intentando centrar la mirada en el rostro de Nada—. Vamos a Nueva Orleans. Vamos a ver a un amigo nuestro que vive allí.

¡Nueva Orleans! También parecía una buena idea. Nada nunca había sido consciente de la inmensa cantidad de sitios a los que se podía ir. Podías pasar tu vida entera yendo de un lugar a otro, viéndolo todo sin llegar a hartarte nunca de verlo; y Zillah y los demás parecían dedicar su tiempo precisamente a eso. Los montones de ropa y botellas y el olor sofocante y vagamente carnal le hicieron pensar que debían vivir dentro de la camioneta, pero Nada tampoco encontró ningún motivo de queja en ello. El olor no le resultaba desagradable, y la idea de vivir en una especie de caravana ambulante resultaba tan atractiva como cualquiera de los sueños que Nada había tenido hasta el momento.

—¿Cómo se llama ese amigo vuestro de Nueva Orleans? —preguntó Nada.

Pero Twig no le respondió, y Molochai se limitó a farfullar «Chrissy» a través del bocado de pastel de chocolate con que se había llenado la boca, y luego hizo bajar la masa de dulzura pegajosa con un trago de vino de fresas. Nada se volvió hacia Zillah queriendo hacerle preguntas sobre Nueva Orleans; pero Zillah silenció su boca con la suya, y su lengua salió y entró de sus labios moviéndose tan velozmente como la de una serpiente.

Nada se aferró al borde de su cordura y disfrutó del balanceo y la sensación vertiginosa de colgar sobre el abismo. Estaba funcionando bajo la influencia de más drogas de las que nunca había tomado juntas con anterioridad. No es que estuviera exactamente borracho, y no es que estuviera exactamente flipado: Nada se limitaba a flotar. «Estás hecho un lío —hubiese dicho Jack en aquel otro mundo, en aquella otra vida—. Estás hecho un puto lío, así de sencillo…».

Zillah le había reclamado inmediatamente, lo cual le asustaba un poco y le excitaba muchísimo. Zillah era un amante más salvaje y mucho más concienzudo que cualquiera de los chicos carentes de experiencia con los que había estado en el pueblo. Tenía una franja púrpura, oro y verde en el pelo —le dijo que habían estado en el carnaval de Nueva Orleans hacía algún tiempo—, y empezó a acariciar la piel del estómago de Nada con ella y después la deslizó sobre los salientes formados por los huesos de sus caderas. Molochai y Twig contemplaron el espectáculo en silencio durante un rato, y después se echaron a reír y abrieron otra botella de vino.

Hacía una hora que Twig se había derrumbado encima del volante —debía de ser en algún momento después de la medianoche—, y Molochai tuvo que lanzarse sobre él para desviar la camioneta del protector de la autopista. Ahora estaban aparcados en un campo en algún lugar del sur de Virginia, o quizá ya estuvieran en Carolina del Norte.

Nada se irguió y limpió un trocito del cristal cubierto de vaho de la ventanilla con la manga de su impermeable. Miró hacia fuera y vio hileras y más hileras de raquíticas plantas de tabaco. El cristal de la ventanilla estaba muy frío. Nada pegó una mejilla al cristal y se dio cuenta de lo caliente que estaba su rostro y, en realidad, todo su cuerpo.

Un instante después su estómago sufrió una convulsión, y Nada manoteó torpemente intentando asir la manija de la puerta.

—Puedes vomitar en el suelo —dijo Molochai.

Pero Nada cayó fuera de la camioneta, rodó sobre las crujientes hojas secas de las plantas de tabaco muertas y vomitó copiosamente encima de la tierra recubierta de escarcha. Se atragantó, escupió y sintió cómo el vapor caliente de su vómito le rozaba el rostro. Captó la mezcla de sabores del pollo frito, el vino de fresas y la bilis. Después fue vagamente consciente de que Zillah estaba sosteniéndole, y de que las manos de Zillah alisaban su cabellera apartándola de su rostro ardiente.

Zillah se inclinó sobre los labios de Nada y los lamió hasta eliminar la telaraña de saliva pegajosa y amarga que los cubría. Después su lengua siguió moviéndose con delicada ternura hasta que le obligó a abrir los labios, y Zillah le besó apasionadamente.

—Te quiero —le dijo Nada antes de saber qué iba a decir.

Zillah se limitó a contemplarle en silencio con sus luminosos ojos verdes, y Nada creyó captar una chispita de diversión escondida en el fondo de sus pupilas.

Cuando volvió a la camioneta Nada esperaba oír aullidos burlones y despectivos. Estaba seguro de que para aquel grupo vomitar equivalía a confesar que eras un marica debilucho, pero Molochai y Twig no se rieron de él. Estaban acurrucados sobre el colchón, estrechamente abrazados el uno al otro como un par de niños. Nada encendió un Lucky, pero arrugó la nariz y arrojó el cigarrillo por la ventanilla después de haber dado dos caladas.

—¿Todavía te encuentras mal? —preguntó Molochai—. Apuesto a que podemos hacer que te sientas mejor…

Se miraron los unos a los otros. Molochai hurgó debajo del colchón, y sacó una botella de vino medio llena de un líquido oscuro de un color entre rubí y amarronado que parecía más espeso que el vino. El cristal estaba lleno de manchas secas y huellas dactilares dejadas por yemas pringadas del líquido que contenía la botella.

—Bebe esto…, te curará.

—Suponiendo que no te mate —añadió Twig con otra de aquellas sonrisas suyas tan cortantes como el filo de una navaja de afeitar.

Nada cogió la botella, desenroscó el tapón, se llevó el gollete a la boca y bebió un sorbo. La botella contenía algún licor —vodka o ginebra, un líquido levemente aceitoso que te hacía sentir un fuerte escozor en la lengua—, pero el licor estaba mezclado con otro sabor oscuro y dulzón que sugería el todavía casi imperceptible comienzo de la putrefacción. Nada pensó que aquel sabor le resultaba bastante familiar. Bajó la botella, parpadeó, volvió a llevársela a los labios y tomó un buen trago. Molochai, Twig y Zillah no apartaban los ojos de él. Los tres permanecían muy inmóviles, y parecían estar conteniendo el aliento. Nada dejó de beber, se lamió los labios y sonrió.

—No creo que beber sangre sea algo tan raro —dijo.

Al principio sólo parecieron sorprendidos. Molochai y Twig quizá estaban un poquito decepcionados, y Nada creyó ver cómo un débil brillo de fieras salvajes se iba apagando poco a poco en sus ojos. Zillah se volvió hacia ellos, enarcó las cejas y alzó un hombro en un leve encogimiento. La atmósfera del interior de la camioneta se había espesado y parecía haberse cargado de tensión. Era como si algo invisible estuviera yendo de un miembro a otro del trío, algo que Nada no podía captar ni comprender. Después Zillah puso su mano sobre la de Nada, y tiró de ella alzándola hasta que la botella volvió a quedar pegada a sus labios.

La botella fue pasando de uno a otro, y todos bebieron hasta que el interior de sus bocas quedó manchado por aquel color rojo podrido. Nada ya no se sentía mal. Estaba tan alegre que empezaba a sentirse un poco mareado, y cuando Zillah volvió a abrazarle devolvió su beso con apasionamiento. Después deslizó dos dedos en los anillos que atravesaban los pezones de Zillah y tiró suavemente de ellos.

—Vuelve a hacerlo aproximadamente el triple de fuerte —suspiró Zillah.

Nada obedeció, y la excitación creció en su interior hasta que sintió que le daba vueltas la cabeza. No podría haber imaginado un amante mejor ni aunque le hubieran regalado los planos.

No sabía de dónde había salido la sangre, ni si meramente era un truco que usaban para asustar a los que no formaban parte del grupo o algo que había empezado siendo un capricho y había acabado convirtiéndose en un auténtico placer, y en aquellos momentos le daba igual cuál pudiera ser la respuesta a esas preguntas. En lo que a él respectaba, que alguien quisiese jugar a los vampiros ya decía mucho en su favor.

Todos acabaron quedándose dormidos en algún momento u otro antes del amanecer. Nada se durmió al lado de Zillah con su suave mejilla apoyada en el brazo de éste. Zillah le observó un rato en la oscuridad. Contempló la mancha oscura de las pestañas que reposaban sobre la palidez de la piel y aquellos labios tan dulces y suculentos entreabiertos en el sueño, y aspiró el perfume del aliento enriquecido por el vino y la sangre que brotaba de ellos. Apartó un sucio mechón de cabellos negros del rostro del chico con su índice. Tenía un rostro hermoso y lleno de pureza en el que la estructura ósea delicada pero fuerte apenas empezaba a emerger de la máscara de la infancia. Quizá fuese el autostopista más atractivo que habían recogido jamás. ¿Y qué había de tan extraño en él?

Había bebido de la botella de sangre sin atragantarse, y no había escupido ni sucumbido a las náuseas. De hecho, había ocurrido todo lo contrario: la sangre había parecido revivirle, y había dado una nueva frescura a su piel y un brillo más intenso a sus ojos.

La gran mayoría de autostopistas accedían encantados a tomar parte en las fiestas del trío, y siempre estaban dispuestos a compartir una pipa o una dosis de ácido o a rodar un rato encima del colchón. Después —y siempre después de esos placeres, pues hacían que su sangre adquiriese un sabor más dulce— llegaba el momento de sacar la botella de vino o de whisky o de lo que fuese la última botella vacía dentro de la que habían guardado su provisión de sangre más reciente. Era la parte de la diversión que más gustaba a Molochai y Twig. El autostopista, que ya estaba borracho o flipado o alucinando a causa del ácido, tomaba un ansioso trago de la botella. Después sus ojos giraban en las órbitas, y sus rasgos se contorsionaban en una mueca de horror y repugnancia mientras la sangre salía a chorros de su boca, y Molochai, Twig y Zillah entraban en acción. Uno rescataba la botella de vino, otro sujetaba las manos del aterrorizado autostopista y otro se encargaba de sujetar la garganta…, ah, sí, la maravillosa garganta desgarrada en la que palpitaba el pulso, o el estómago, o la ingle. Cualquier sitio servía, siempre que fuese un sitio que pudiera sangrar.

Pero con aquel chico no había ocurrido nada de todo eso. ¿Nada? Sí, Nada, así había dicho que se llamaba… ¿De dónde había sacado un nombre semejante, y dónde había podido llegar a adquirir aquella afición a la sangre? Zillah volvió a contemplar el rostro dormido y el flequillo de cabellos oscuros que caían sobre los ojos. Bueno, podía quedarse con ellos durante unos cuantos días. Había magia en su torrente sanguíneo, desde luego, pero quizá fuese la clase de magia que merecía ser preservada durante un tiempo. Zillah extendió la mano y acarició los labios de Nada con la punta de un dedo, y Nada sonrió en sueños.

El nacimiento de la mañana les sorprendió amontonados encima del colchón con los miembros enredados, el pelo esparcido sobre las caras, los corazones pegados a las columnas vertebrales y las manos aferrando otras manos. Cuando la primera luz del día rozó sus párpados, Zillah se removió y dejó escapar un gemido ahogado, el último vestigio ancestral de un reflejo que ya apenas recordaba ni siquiera en sus pesadillas. Volvió a pegar la boca a la garganta de Nada, despertó a medias de su sopor y el recordar que había decidido conservar al chico intacto hizo que no le mordiera, pero tuvo que chupar como un bebé antes de poder volver a conciliar el sueño.