19

—¡DESPIERTA! —dijo una voz ensordecedora envuelta en ecos que parecía proceder del centro del cerebro de Nada—. ¡YA HEMOS LLEGADO!

Nada abrió y cerró los ojos varias veces.

—No estaba dormido —dijo—. ¿Cómo iba a poder dormir?

Zillah había colocado otra dosis de Crucifijo sobre su lengua en algún momento entre la medianoche y el amanecer, y desde entonces Nada no había sabido dónde estaba o con quién estaba o por qué se le había podido llegar a ocurrir tomarse la molestia de hacerse ese tipo de preguntas. Había estado vagando por los corredores de su mente y se había perdido irremisiblemente sin ser capaz de encontrar el camino que le llevaría hasta esas voces tan familiares que podía oír —débilmente, débilmente— discutiendo y riendo fuera de su cráneo, y su cuerpo se había estremecido convulsivamente como un esqueleto suspendido de los hilos de un titiritero.

Y sin embargo quizá era cierto que había dormido, pues creía haber tenido sueños muy extraños. Había soñado que chupaba el pulso de una herida abierta en la carne desgarrada, y que se había bañado en la sangre que seguía brotando en chorros cada vez más débiles de la vena a cada latido del corazón agonizante. Había soñado que frotaba sus manos ensangrentadas en el rostro de Zillah, que lamía la sangre de las pestañas de Zillah y que la bebía de los labios de Zillah, donde tenía un sabor todavía más maravillosamente dulce. Había soñado que Molochai y Twig se revolcaban sobre la sangre y que se la esparcían el uno al otro por el pelo, que rodaban medio desnudos en charcos de sangre y que su pálida piel quedaba manchada por franjas de un rojo pegajoso. ¿Por qué había tanta sangre?

«Porque tus dientes no estaban lo bastante afilados —respondió una voz dentro de su mente—. No fue una operación muy limpia, ¿sabes? ¿No te acuerdas de que tuviste que arrancar trozos enteros de su garganta antes de poder lamer esa sangre que sabía tan bien? ¿No recuerdas el rostro de Zillah enterrado en los restos de su ingle destrozada como un amante sádico?».

Nada intentó no escuchar aquella voz, pero no podía olvidar la música de los gritos que habían ido debilitándose poco a poco hasta convertirse en un gimoteo de dolor cansado y confuso que había terminado convirtiéndose en silencio. Había soñado que estaba inmóvil delante de un desagüe en algún lugar, y había visto una cañería de cemento húmedo medio obstruida por la maleza, el kudzu y la basura de la autopista. En aquella hora que ya había dejado muy atrás la medianoche y aún estaba muy lejos del alba, sólo había una oscuridad tan negra como la noche en el interior de un alma, pero Nada podía ver. Podía ver claramente en la oscuridad. ¿Qué era, el ácido o una nueva visión que empezaba a refinarse poco a poco a sí misma? Colgado sobre su hombro había un bulto pequeño y flácido, un amasijo de harapos manchados y piel que se había vuelto todavía más pálida de lo que era hacía unas horas.

—Mételo ahí dentro —había dicho Zillah.

Nada metió el bulto en las profundidades del desagüe. Miró hacia atrás, y captó un último y fugaz atisbo de cabellos de un rubio blanquecinos suaves como plumas que escapaban de un pañuelo azul. Había hilillos húmedos de un color carmesí deslizándose por entre esos mechones…, y Nada se quedó inmóvil un momento y se sintió abrumado por la enormidad de lo que había ocurrido. «No, de lo que has hecho», le corrigió su mente. La sangre nunca sería lavada de esa cabellera, salvo por el agua de lluvia y las pequeñas mareas que llegaran de la autopista. Nadie esparciría champú sobre esa cabellera, nadie volvería a teñirla jamás. Quizá seguiría creciendo durante un tiempo, y las raíces oscuras se irían abriendo paso poco a poco a través del frío cráneo color cera. Después la cabellera iría dejando de sujetarse a la piel marchita, y los mechones se separarían y se dispersarían, y serían arrastrados muy lejos hebra a hebra, robados lentamente tal como no tardaría en ocurrir con los huesos de Laine.

Pero lo había soñado, sí, seguramente lo había soñado… Tenía que haberlo soñado.

—Oh, Dios —dijo, y se estremeció.

—¿Quién?

Molochai se había inclinado sobre él y daba la impresión de estar sinceramente perplejo. «¿Te acuerdas de cómo degollamos a tu amigo y le dejamos medio despedazado, o sólo tienes resaca?», parecía preguntar su mirada. Los ojos de Molochai brillaban a través de inmensos manchones de rimmel negro. Nada olió algo dulzón en el aliento de Molochai, algún olor de la infancia enterrado a mucha profundidad. Sí, su aliento olía a galletitas Twinkie.

—¿Qué pasa, chaval? —preguntó Twig desde el asiento delantero—. ¿Tienes algún problema?

Nada no respondió. Lo que hizo fue erguirse, deslizar los brazos alrededor del cuello de Molochai y enterrar su rostro en la sucia tela negra de la chaqueta de Molochai, esa tela que olía a sudor y a golosinas, a sexo y…, y a sangre, a la sangre de Laine. Nada sabía que el olor probablemente también se había adherido a sus ropas y a su piel, y que se había infiltrado en sus cabellos pegándose a ellos tan tenazmente como si fuese brillantina. Lo sabía porque no había soñado todo aquello. La noche anterior había ocurrido en realidad. Nada había matado a Laine, había matado a Laine con sus dientes y con sus manos, y con sólo un poquito de ayuda de sus amigos…

«Son auténticos vampiros —pensó—. Te has entregado a una existencia de sangre y asesinatos, y nunca más podrás volver al mundo diurno…». La réplica no tardó en llegar, y vino de él mismo.

«Estupendo —se dijo—. Cualquier cosa, con tal de no tener que volver a estar solo nunca más…».

—Ya hemos llegado —dijo Molochai, dejando caer de nuevo a Nada sobre el colchón—. Es aquí, ¿verdad, Twig?

—Ajá —dijo Twig—. Burnt Church Road número catorce, Missing Mile, Ce Ene. Servicio de puerta a puerta, chaval.

El techo de la camioneta ondulaba y parecía oscilar de un lado a otro. Nada hizo un gran esfuerzo y logró centrar la mirada. Los rostros manchados de Molochai y Twig flotaban sobre él, dos conjuntos de facciones delgadas y sonrientes que esperaban ver qué haría Nada. ¿Dónde estaba Zillah? Zillah estaba dormido sobre el colchón, con su calor lo suficientemente cerca como para que pudiera ser tocado, la cabeza descansando sobre un pliegue del impermeable de Nada. Unos cuantos mechones de su cabellera multicolor del carnaval se habían esparcido sobre la seda negra.

—Podríamos ir contigo —se ofreció generosamente Molochai—. Nos gustan los músicos, ¿sabes?

—Y tú también nos gustas —dijo Twig, y la afilada punta de su lengua se deslizó velozmente sobre sus labios—. Encontrar un compañero de copas como tú no es algo que ocurra con mucha frecuencia.

Nada luchó por ponerse de rodillas, curvó las manos sobre el cristal de la ventanilla y vio una casita de madera circundada de árboles al final de un camino de gravilla. ¿Estaría Fantasma dentro de aquella casa en ese mismo instante, despierto o soñando? Sus ojos parecieron volver a nublarse, y Nada se dio cuenta de que incluso la luz acuosa de primera hora de la tarde le resultaba dolorosa. Tenía la sensación de que sus pupilas estaban enormemente dilatadas.

Molochai puso una cinta. Bauhaus empezó a hacer vibrar las paredes de la camioneta con una versión en directo de Mártir de los estigmas, y Zillah fue despertando con lujuriosa lentitud. Primero abrió un ojo brillante, luego el otro, y después deslizó sus manos por entre los sedosos mechones de su cabellera, bostezó y estiró su cuerpo de felino. Cuando su mirada se posó sobre Nada se irguió, le tomó en sus brazos y le besó.

La boca de Zillah era tan rancia y dulce como el vino, y su saliva tenía un suculento sabor a corrupción rojiza. Nada dejó que el sabor fluyera dentro de él, lo bebió y extrajo fuerzas de él como si fuera la poción que contenía la botella de vino. Aquel sabor lo era todo. El sabor de la sangre y de la saliva y el semen de Zillah, y los juegos salvajes y el beber y los largos días y noches encantados… Todo. Nada seguía queriendo hablar con ¿Almas Perdidas? —había recorrido toda aquella distancia para hacerlo—, pero ya no sentía la apremiante necesidad de encontrar una familia. Ya no deseaba fingir que Steve y Fantasma eran los hermanos que había perdido hacía tanto tiempo. Ahora ya tenía a su familia. Nada había escogido a Molochai, Twig y Zillah y a su mundo nocturno.

—Venga, vendréis todos conmigo —dijo por fin.

Se había afirmado a sí mismo por primera vez. Se estaba convirtiendo en su igual, y creyó ver aprobación en la curva de la sonrisa de Zillah.

Se sentía tan bien, tan fuerte y lleno de confianza en sí mismo, que no pensó ni por un momento en lo que podía ocurrir cuando estuvieran dentro de la casa.

Dejaron la camioneta aparcada cerca del camino y subieron con paso tambaleante por él. La gravilla crujía bajo los pies de Nada. La casa estaba a treinta pasos de distancia, a veinte. Molochai y Twig se agarraban el uno al otro intentando mantenerse erguidos. La mano de Zillah rozó la nuca de Nada, y el fugaz contacto hizo que Nada se estremeciera y que deseara volver a estar en la camioneta, encima del colchón al lado de Zillah, con el cuerpo sudoroso y enredado en el suyo, mordiendo de nuevo.

Pero ahora estaba tan cerca de Fantasma que creyó captar la presencia del zarcillo de un aura dorada que se deslizaba a su alrededor. La casa se alzaba ante ellos, suponiendo que «alzarse» no fuera excesivamente presuntuoso para una casita como aquélla. Un postigo medio desprendido se inclinaba hacia el suelo sugiriendo el enarcamiento medio cínico de una ceja. Las ventanas eran ojos a medio cerrar llenos de un inagotable buen humor. Aquella casa era buena.

Los peldaños del porche se hundieron un poquito bajo su peso, aunque no mucho; la casa era vieja, pero resistente y sólida. Alguien había pintado un signo contra el mal de ojo en el umbral de la puerta, un triángulo rojo y un triángulo azul que se intersectaban para formar una estrella de seis puntas, y en el centro había un pequeño ankh dibujado en plata. Molochai y Twig retrocedieron al verlo y se abrazaron nerviosamente el uno al otro, pero Zillah les lanzó una mirada despectiva.

—Esa cosa no os hará ningún daño. Basta con que paséis por encima.

La puerta tenía un llamador incongruentemente aparatoso: el rostro de una gárgola labrada en plata, con un grueso anillo atravesándole la nariz y ojos tan abultados que parecían a punto de salir despedidos de las órbitas. Nada utilizó el anillo para llamar, primero con suavidad y luego con fuerza y haciendo mucho ruido, pero nadie se movió en el interior de la casa. Nada contempló con expresión dubitativa el viejo coche marrón aparcado en el sendero. Tenía que haber alguien dentro.

—Quizá no quieren compañía —dijo, sin estar muy seguro de si el vacío que sentía en su estómago era debido a la desilusión o al alivio.

—Puede que la puerta esté abierta —sugirió Twig.

Fue hacia ella antes de que Nada pudiera hablar y puso la mano sobre el picaporte, pero no consiguió hacerlo girar más de un centímetro en una dirección o en otra. La puerta estaba cerrada.

—Bueno, supongo que habrá que largarse —dijo Nada.

Su mano hundida en el bolsillo de su impermeable rozó el hueso que había encontrado en la cuneta de la autopista. Hacía cuatro días —toda una vida— se había marchado de casa pensando que quizá acabaría llegando a este lugar. ¿Había albergado la esperanza de encontrar un hogar en Missing Mile, en una dirección que había descubierto en la hoja de créditos de una cinta de un grupo al que nadie conocía? Ahora que estaba allí todo le parecía curiosamente irreal.

Molochai había estado atisbando por la ventana que había al lado de la puerta principal, y Nada vio cómo intentaba abrirla. La ventana se deslizó hacia arriba con sólo un leve gemido de protesta.

—He encontrado una forma de entrar —anunció Molochai con orgullo.

Y antes de que Nada pudiera comprender lo que estaba ocurriendo, los otros tres ya se habían metido por el hueco de la ventana…, incluso Zillah, quien pasó por encima del alféizar moviéndose con grácil delicadeza y fue recibido al otro lado por las manos extendidas de Molochai y Twig. Nada les contempló, y ellos sonrieron y movieron la mano desafiándole a entrar en la casa. Pero Nada no podía seguirles. El coche estaba aparcado en el camino, así que tenía que haber alguien en casa. Por mucho que quisiera ver el interior de la casa. Nada sabía que no podía entrar de aquella manera. No podía meterse por el hueco de la ventana. No debía hacerlo.

Una astilla del alféizar se enganchó en sus tejanos cuando entró.

La confusión de estilos y objetos de la decoración —pósters de jazz y rock ácido tan desconocidos como hermosos, panfletos religiosos, un estante con un volumen sobre hierbas y remedios populares tras otro, que se codeaban con libros de Kerouac, Ellison, Bradbury (los libros de Bradbury seguramente serían de Fantasma; Steve nunca leería nada que fuese tan abiertamente romántico)— atrajo la atención de Nada en los primeros momentos. Después se dio cuenta de lo que estaban haciendo los otros. Molochai y Twig estaban en la cocina y saqueaban la nevera. Nada oyó el chasquido de las tirillas metálicas arrancadas cuando decidieron beberse unas cuantas latas de cerveza. Zillah se derrumbó melodramáticamente sobre el sofá y empezó a desabotonarse la camisa con adormilada fascinación. Su larga melena se había extendido sobre el brazo del sofá y caía hacia el suelo como un torrente.

El pasillo blanco que parecía oscilar y temblar como un espejismo capturó toda la atención de Nada durante un buen rato antes de que captara el olor; y cuando éste logró abrirse paso hasta la parte consciente de su mente, al principio no lo reconoció. Era tan débil…, tan pronto estaba allí flotando en una ráfaga de aire como había desaparecido. Se lamió los labios, y tragó un poco de aire por la boca. Nada no se daba cuenta de ello, pero estaba examinando el aire, y empezaba a utilizar órganos sensibles del olfato que habían permanecido inactivos durante los quince años que llevaba de vida. El olor le resultaba familiar. Nada había captado ese mismo olor anoche, pero ahora había algo distinto en él. Algo exótico, más etéreo, más delicado…

Era el olor oscuro y metálico de la sangre, y oculto debajo de él se agazapaba el olor agridulce de los pétalos de rosa.

Zillah había empezado a hacerle señas desde el sofá, y a Nada le bastó con ver la imperceptible sonrisa que curvaba sus labios para comprender con toda claridad lo que Zillah deseaba. Nada tuvo que reprimir un pequeño destello de irritación. ¿Qué le ocurría a Zillah? ¿Acaso no entendía hasta qué punto estaría mal que hicieran el amor dentro de aquella casa? Nada no podía ir hacia él…, esta vez no. Fantasma podía estar al final de aquel pasillo, y quizá estuviera ahogándose en aquel olor; y Nada pensó que si el olor estaba allí quizá fuese por culpa suya, aunque no tenía ni idea del porqué podía tener la culpa de ello. No tendría que haber traído a su nueva familia allí. Ahora vivía en un mundo distinto, y no podía ir y venir de un mundo a otro.

Echó a caminar por aquel pasadizo blanco.

El pasillo era muy largo, y la luz procedente de las habitaciones que tenían la puerta abierta se filtraba en él. Alguien se había dejado encendida la luz del cuarto de baño. Nada alargó el brazo y la apagó al pasar, y sus ojos recorrieron rápidamente la bañera color marfil que reposaba sobre sus garras de grifo y la lata de cerveza colocada al borde de la pileta. Había empezado a ver las cosas con una inmensa nitidez, y era consciente de cada detalle. El aire era tan puro y limpio como una laguna de montaña cuyas aguas estuvieran totalmente inmóviles.

Un instante después se encontró delante de la puerta de un dormitorio. Tenía que ser el dormitorio de Fantasma. El techo estaba adornado con flores secas y delicadas hojas de colores sujetas con alfileres. Sobre las paredes se extendía una fabulosa confusión de colores en desorden trazada con lápiz y tinta, con rotulador y Magic Marker. Había mapas de tierras reales, mapas de tierras desconocidas, rostros que parecían estar a punto de hablar…, y palabras, centenares de palabras. Había palabras unidas entre sí que formaban frases, citas y letras de canciones; había palabras solitarias escritas en esas paredes debido a su brillantez o a la oscura gloria que encerraban, y en el techo —encima de la cama, entrevistas a través de un nido de follaje frágil y quebradizo— había estrellas, todo un universo de estrellas y planetas pintado allí, un millar de diminutos cuerpos celestiales que relucían con un débil resplandor amarillo.

«Dios mío, estoy en casa», pensó Nada, y entró en el dormitorio; y en ese mismo instante la figura que yacía sobre la cama —la figura que Nada no había visto porque estaba tan inmóvil y se había envuelto en un revoltijo de sábanas y mantas, y porque su cabellera era como una lluvia transparente esparcida sobre la almohada— se irguió como impulsada por un resorte y gritó «¡NADA!».

Y en la sala de estar tres cabezas giraron hacia la dirección de la que había llegado el sonido. La garganta de Molochai dejó de moverse a mitad del acto de tragar, y una cascada de cerveza se deslizó sobre su mentón.

—¿Nada? —balbuceó.

—Nada —dijo Twig, y asintió.

Zillah entrecerró los ojos.

—Vamos a ver qué le pasa a Nada —siseó.

Un solo movimiento lleno de gracia y fluidez, y ya estaba fuera del sofá y desaparecía en las profundidades de la casa. Molochai y Twig permanecieron inmóviles y boquiabiertos durante un momento, con los ojos clavados en el pasillo por el que se había alejado Zillah. Después se miraron el uno al otro, se encogieron de hombros y siguieron a Zillah por el pasillo.

Steve estaba soñando. Ann luchaba en algún lugar de su cabeza, y sus puños golpeaban el interior del cráneo de Steve intentando encontrar una salida. Bueno, que se jodiera. Por lo que a él respectaba, Ann podía pudrirse ahí dentro durante toda la eternidad. («¿Qué infiernos crees que está haciendo?», preguntó malévolamente una parte de él, pero Steve la ignoró). ¿Por qué se estaba quejando? Le gustaba juguetear con la mente de Steve, ¿no?

Pero de repente aparecieron los dientes.

Al principio pensó que los mordiscos eran fruto de su imaginación, pero cuando el dolor desgarrador de bordes afilados como navajas de afeitar ardió de repente dentro de su cráneo, Steve lo comprendió todo. Ann estaba intentando salir de su cabeza abriéndose paso a mordiscos. Quería escapar royéndole por dentro, y Steve podía sentir cómo sus dientes hendían la blanda carne de su cerebro. Se arañó la frente intentando detenerla, intentando sacarla de allí antes de que Ann abriese heridas, heridas que nunca llegarían a curarse…

—Cristo bendito… —jadeó, despertando con un sobresalto.

Un desplegable de Penthouse le contempló sonriendo desde la pared por encima de su cama, abriendo su anatomía para ofrecérsela como si fuese una burbuja de chicle rosado. Steve gruñó, arrancó el desplegable de un manotazo, hizo una bola con él y la arrojó a un rincón.

Y Fantasma chilló en la habitación contigua, y Steve pudo oír con toda claridad su voz llena de terror. «¡Nada!», parecía haber gritado.

Aquella mañana había pesadillas para todos…, o más probablemente aquella tarde. ¿A qué hora se habían ido a la cama? No tenía ni idea. La resaca inició su lento e implacable mordisque dentro de la cabeza de Steve —esta vez no era ningún sueño—, y estuvo a punto de darse la vuelta y dejar que Fantasma siguiera durmiendo hasta que se le pasara el susto; pero los sueños de Fantasma siempre eran un poquito excesivamente reales para poder ser ignorados.

Salió de la cama, cogió ropa interior semilimpia y una camiseta que ni siquiera se aproximaba al estado de la limpieza. «Tengo que llenar algunas lavadoras», se riñó a sí mismo. Sí, tenía que hacer la colada, y quizá debería sacar unas cuantas botellas de whisky y latas de cerveza de la casa y llevarlas al vertedero de reciclado; y ya que estaba en ello, pedir disculpas y tratar de recomponer lo que quedaba de su vida quizá fuese una buena idea.

Entonces fue cuando oyó las voces en la sala y los pasos que se aproximaban por el pasillo.

Que alguien metiera la nariz en su intimidad o en sus propiedades era motivo suficiente para que Steve se cabreara considerablemente fuera cual fuese el momento o el lugar en que eso ocurriera. Alguien había robado la radio de su T-bird justo después de que la hubiera comprado cuando estudiaba en la secundaria, y Steve se había pasado tres noches a la intemperie montando guardia a la espera de que el gilipollas volviera a aparecer. El gilipollas nunca había vuelto a aparecer, naturalmente. Pero la idea de que alguien entrara por la fuerza en aquella casa —la casa de la señora Deliverance— le resultaba casi insoportable. Aquella casa había presenciado milagros de magia blanca. Maldición, aquella casa era un lugar sagrado…

Steve nunca había imaginado que pudiera ocurrirle nada malo a la casa, y había llegado a la vaga convicción de que estaba rodeada por un círculo mágico o algo por el estilo: pero no había llegado al extremo de confiar su vida a esa supuesta protección, por lo que siempre tenía un bate de béisbol Louisville Slugger reforzado con cinta adhesiva al lado de la cama. El bate era como una presencia amiga que le permitía sentirse más tranquilo y seguro, y lo mismo podía decirse del martillo que guardaba debajo del asiento izquierdo del T-bird y del calcetín lleno de monedas que estaba escondido detrás de la caja registradora en la tienda de discos. Steve era hiperconsciente de que la violencia podía surgir de repente en cualquier lugar y en cualquier momento, y suponía que eso significaba que en realidad era él quien tenía una naturaleza inclinada a la violencia; pero en aquellos momentos se alegró de ser así.

Cogió el bate, lo sopesó y salió al pasillo.

Y casi se dio de narices con Zillah.

—¿Quién coño eres tú? —tuvo tiempo de decir.

Un instante después aquella aparición de ojos verdes se estaba lanzando sobre él, una pesadilla de dientes al descubierto y manos tensas que parecían garras, así que Steve echó el Slugger hacia atrás y lo hizo girar en dirección al rostro del maldito cabrón. El crujido de los huesos y los cartílagos creó ecos que reverberaron a través de la madera y llegaron hasta las manos de Steve. La sensación resultaba bastante agradable.

Ojos Verdes retrocedió tambaleándose y chocó con la pared haciendo bastante ruido, pero no cayó a pesar del manantial de sangre que brotaba a chorros por entre los dedos curvados sobre su rostro. Su boca y su nariz estaban soltando una auténtica erupción de sangre, y Steve había tenido la sensación de que el bate se había cargado varios dientes. Dos siluetas más altas y corpulentas se aproximaban por el pasillo.

Steve temía que pudiera haber alguien más en la habitación de Fantasma, así que lo primero que tenía que hacer era llegar hasta allí. Agarró a la silueta ensangrentada por su larga cabellera y un hombro y la empujó con todas sus fuerzas a lo largo del pasillo, enviándola hacia los desconocidos que se aproximaban. Ojos Verdes chocó con ellos rociando sangre en todas direcciones, y los tres se tambalearon y faltó muy poco para que cayeran al suelo.

Steve corrió hacia la habitación de Fantasma, cerró la puerta detrás de él y echó el pestillo.

Cuando Nada fue hacia la cama, el cuerpo de Fantasma quedó totalmente flácido y cayó sobre el enredo de mantas y sábanas. La realidad volvió a ejecutar otra lenta e incomprensible pirueta mientras Nada se quedaba inmóvil y bajaba la vista hacia el hermoso rostro absorto en los sueños que había vuelto a recuperar la calma. Estaba contemplando a Fantasma, el alma perdida entre las almas perdidas… Éste era su hermano secreto, y una parte de su mente seguía aferrándose a aquel deseo aunque ahora el resto ya sabía que se trataba meramente de un deseo y no de una realidad. Había una rosa escarlata en la solapa de la arrugada chaqueta del ejército de Fantasma, un enorme capullo que seguía estando fresco y fragante.

Y entonces vio la mancha que había en una comisura de los labios de Fantasma. ¿Mucha sangre? No, nada de eso, sólo una gota… Fantasma debía haberse mordido los labios o la lengua. Nada se inclinó sobre él para lamer la sangre sin pensar en lo que hacía, y Fantasma abrió los ojos de repente y su mirada se encontró con la de Fantasma.

—Nacido entre la sangre —gimoteó Fantasma—. Nacido entre la sangre y el dolor…

Y la puerta se abrió de golpe y volvió a cerrarse haciendo mucho ruido, y unas manos muy fuertes agarraron a Nada por la espalda del impermeable tirando de él hasta alzarle en vilo, y un instante después Nada se encontró volando hacia la pared. Su frente chocó con un canto afilado, y diminutas estrellas de colores estallaron a través de la negrura. Azul, rojo, plata. Todas las estrellas del techo de Fantasma estaban cayendo sobre él en un lento diluvio. Nada cerró los ojos y permitió que las estrellas se posaran sobre sus párpados haciéndole cosquillas.

Ver a aquel chico desconocido inclinándose sobre la cama de Fantasma hizo que las glándulas suprarrenales de Steve fabricaran un nuevo cargamento de adrenalina, pero no se sintió capaz de reventarle el cráneo con el bate. No, no podía golpear sin aviso desde atrás, y lo que hizo fue agarrar al chico por la espalda del impermeable y arrojarle al otro extremo de la habitación. No era consciente de que estaba aullando el nombre de Fantasma, pero después tendría la garganta casi en carne viva.

Steve giró sobre sí mismo sopesando el bate en las dos manos interponiéndolo entre él y el chico mientras se mantenía entre el chico y la cama.

—¿Qué te ha hecho? —le preguntó a Fantasma, quien parecía estar aturdido y no del todo despierto.

—No le he hecho nada —dijo el chico—. Yo nunca le haría daño…, de veras. Steve…, ni a ti.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Me gusta vuestra música y…

—Ah, ¿sí? Y supongo que entrar por la fuerza en las casas ajenas es tu manera habitual de demostrar tu apreciación por el arte, ¿verdad?

El chico parecía tan triste y avergonzado que Steve casi sintió pena por él…, pero el sentimiento se quedó en «casi» y no llegó a materializarse. El chico no parecía peligroso —bastaba con verle para comprender que no aguantaría ni media bofetada—, y además estaba encerrado en el dormitorio con Steve y el bate de béisbol. Si Steve manejaba bien la situación, aquel chico quizá fuese su única arma realmente eficaz contra los tres chiflados del pasillo.

—Fantasma… Despierta, Fantasma. ¡DESPIERTA, SO CAPULLO!

En la típica pelea de bar Fantasma no sólo no serviría de nada sino que quizá incluso fuera una carga, pero Steve sospechaba que en una situación de auténtico peligro mortal podría ayudar mucho…, siempre que estuviera totalmente despierto.

Fantasma parpadeó y se frotó los ojos intentando librarse de los últimos restos de la pesadilla. Steve dio un paso hacia el chico, que seguía hecho un ovillo en el suelo con la cabeza alzada hacia él contemplándole con una expresión entre abatida y miserable. Tenía los ojos enormes de un huérfano de la calle, y ese cabello falsamente negro producto de los tintes baratos que utilizaban tantos chavales y que Steve odiaba a muerte.

—¿Cómo te llamas, chico?

—Nada. Yo…

—¿Nada? —exclamó Fantasma—. ¿Nos has enviado una…?

Algo se estrelló contra la puerta haciéndola temblar en el marco. El chico volvió la mirada hacia el origen de aquel nuevo ruido. Steve se inclinó, le agarró por el cuello del impermeable y le inmovilizó los brazos detrás de la espalda. La presa tuvo que resultarle bastante dolorosa, pero el chico no gritó. Era pequeño pero duro, y en realidad Steve no quería hacerle daño…, aunque si no quedaba más remedio le haría todo el daño que hiciese falta. Apretó los dedos sobre el bate de béisbol y tiró de Nada llevándole hacia la cama.

El objeto volvió a estrellarse contra la puerta. Debían de estar utilizando aquel enorme trozo de cuarzo que había en el pasillo. Nada más podía hacer tanto ruido…, y Steve vio cómo la madera se astillaba alrededor del picaporte y éste se desprendía cayendo al suelo. Otro golpe, y la puerta giró sobre sus goznes quedando a medio abrir. Steve vio por el rabillo del ojo que Fantasma trepaba a la cama y pegaba la espalda a la cabecera.

Las dos siluetas más corpulentas aparecieron en el umbral sosteniendo a la que era más baja y menos robusta entre ellas. Toda la mitad inferior del rostro de Ojos Verdes se había convertido en una máscara de sangre y morados. Sus manos ensangrentadas colgaban a sus lados, y los dedos se tensaban y se relajaban incesantemente. Cuando abrió la boca para hablar, Steve vio con ceñuda satisfacción que su bate se había cargado casi todos los dientes delanteros del bastardo.

—Me has hecho mucho daño —dijo Ojos Verdes. La voz que se abría paso a través de la sangre y los tejidos destrozados era suave y tranquila, mucho más de lo que debería considerando el terrible dolor que su propietario tenía que estar sintiendo en aquellos momentos—. Me duele la cara, y no aguanto a la gente que hace que me duela la cara… Vamos a arrancarte la tuya.

—Inténtalo si quieres que tu fea jeta quede todavía peor de lo que ya está —dijo Steve.

Esperaba que su voz hubiera sonado más firme y segura de sí misma de lo que Steve se sentía en realidad. Si quería salir bien librado de aquel lío, no podía permitirse demostrar un átomo de miedo delante de aquellos chiflados a pesar de que olían como si hubieran estado comiendo animales atropellados en el desayuno. Steve tensó el brazo sobre la garganta del chico. Podía ver las raíces casi rubias de su cabellera y el suave cuero cabelludo que había debajo de ellas, y supo que si tenía que hacerlo sería capaz de descargar el Slugger sobre el cráneo del chico.

Ojos Verdes le contempló en silencio durante unos momentos con expresión pensativa.

—Suéltale —dijo—. Si lo haces nos limitaremos a saldar cuentas contigo. Pero si me obligas a quitártelo de entre las manos…, entonces abriré en canal a tu guapo amigo y me comeré sus intestinos para desayunar.

—Por supuesto, cabrón. Ardo en deseos de hacer tratos con una bolsa de pus como tú.

Steve aumentó un poco la presión que ejercía sobre la garganta del chico y oyó que emitía un jadeo ahogado, pero hasta el momento no había gritado ni se había debatido.

—No me llamo «cabrón» —dijo Ojos Verdes—. Me llamo Zillah. Recuerda ese nombre… Recuérdalo cuando sientas mis dientes hundiéndose en tu garganta.

—Bueno, si vas a hundirlos en mi garganta será mejor que los vayas recogiendo del pasillo antes.

Steve apenas podía creerlo, pero le pareció que el leve temblor que acababa de captar en el cuerpo del chico había sido una risita contenida. Aflojó un poco la presión sobre su garganta.

Zillah volvió la cabeza hacia la derecha y la izquierda contemplando a sus cohortes. Los dos estaban tensos como muelles metálicos, como enormes felinos dispuestos a iniciar la cacería.

—Molochai, Twig… Acabad con él —dijo—. Salvad al chico, si podéis.

Steve comprendió que la única y no muy valiosa ficha de la que disponía para tratar de ganar la partida acababa de escurrírsele entre los dedos. Apartó a Nada de un empujón enviándolo lo más lejos posible, y empezó a hacer girar el bate mientras Molochai y Twig venían hacia él.

Uno atacó erguido, el otro encogido sobre sí mismo. Steve descargó el bate sobre una cabeza que parecía ser sólo melena y sintió el impacto de la madera sobre el almohadón de pelo. El propietario del pelo se tambaleó, pero se recuperó muy deprisa. Un instante después dos brazos muy largos se enroscaron alrededor de las piernas de Steve y un babeante rostro de fiera se pegó al suyo, y Steve perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la cama mientras sus dos atacantes se desplomaban encima de él.

Unas uñas muy afiladas se deslizaron sobre su pecho haciendo brotar cuentas de sangre. Unos dientes todavía más afilados se hundieron en la carne de su mano, y Steve gritó y el bate se le escapó de entre los dedos. El Slugger cayó al suelo haciendo mucho ruido y rodó hasta desaparecer debajo de la cama. Zillah cruzó la habitación en una fracción de segundo y lo cogió.

Una cabeza que resoplaba y bufaba se enterró entre el cuello y el hombro de Steve. La melena sucia y despeinada le hizo unas cosquillas casi insoportables. Steve giró la cabeza intentando hundir el mentón en el pecho. Podía sentir el calor de las babas resbalando sobre su cuello. Los dientes encontraron su piel y empezaron a hundirse en ella.

—No os lo carguéis todavía —dijo Zillah apaciblemente.

Los dientes se apartaron. Un chiflado mantuvo inmovilizado a Steve sobre la cama sentándose a horcajadas encima de su pecho mientras le sujetaba los brazos. Molochai y Twig eran pesados, corpulentos y asombrosamente fuertes, y el corpachón del que tenía encima —fuera quien fuese— casi impedía respirar a Steve. Fantasma ni siquiera había tenido tiempo de oponer resistencia antes de que el otro chiflado le dejara inmovilizado. Steve lanzó una inútil patada a Zillah, quien se limitó a esquivarla con un elegante paso de danza.

Nada se apartó de la pared y extendió los brazos en un gesto de súplica.

—No les hagáis daño.

Zillah soltó un bufido y escupió un glóbulo de sangre rosada sobre el suelo.

—¿Por qué no? —preguntó en un tono amenazadoramente calmado.

—Porque me conocen. Fantasma sabe quién soy… Lo dijo.

—¿Ssssssí? —El rostro semidestrozado de Zillah se convulsionó en lo que quizá fuese una sonrisa—. Yo también sé quién eres. Eres un chico muy mono que aún no se ha enterado de cuál es su sitio. Eres un montoncito de mierda que se quedará sin garganta en menos de dos minutos, ¡SI NO CIERRA SU JODIDA BOCAZA!

Zillah giró sobre sí mismo, se encaró con Nada y le hundió el extremo del bate de béisbol en el estómago. El chico retrocedió tambaleándose e intentando recuperar el aliento.

—Quiero que lo vea todo —siguió diciendo Zillah. Alzó el bate y movió el extremo de un lado a otro delante del rostro de Steve—. No necesito esto, ¿sabes? Podría mataros a los dos con una mano mientras me hacía una paja con la otra. Pero dado que has usado esto conmigo…

Zillah fue hacia la cabecera de la cama y se inclinó sobre Fantasma. Si echaba la cabeza hacia atrás Steve podía verle a duras penas. Zillah puso el extremo del bate sobre el rostro de Fantasma, y Steve sintió que se le secaba la boca.

—Ah, qué trozo de madera tan soberbio…, duro, liso y suave, ¿verdad? Pero es tan sencillo, está tan desnudo… Necesita unos cuantos adornos, ¿no te parece? ¿Qué te parece si adornamos este bate con un poquito de rojo SANGRE…, y con unos cuantos mechones rubios y sedosos de PELO…, y con una pequeña dosis de SESOS MÁGICOS?

La voz de Zillah fue subiendo hasta convertirse en un aullido con las últimas palabras, y alzó el bate por encima de su cabeza. Steve subió las rodillas con todas sus fuerzas, luchó, se debatió y se retorció; pero la presa con que le sujetaba el chiflado no se aflojó en lo más mínimo y el bate estaba cayendo…, cayendo…, cayendo…

—¡NOOOOOOOO!

Una mancha negra voló por los aires con el impermeable flotando a su alrededor como un inmenso par de alas, pasó a toda velocidad por encima de la cama y chocó con Zillah. El bate salió despedido de las manos de Zillah y acabó yendo a parar al otro extremo de la habitación. Se estrelló contra la ventana y atravesó el cristal, y un instante después el Slugger había desaparecido dejando de ser un factor en la ecuación.

El impulso adquirido por Nada hizo que él y Zillah se incrustaran en la pared opuesta. Zillah absorbió la mayor parte del impacto. Después resbaló lentamente pared abajo hasta quedar apoyado en ella, un muñeco aturdido con la cabeza entre un paréntesis formado por palabras escritas con lápiz, pluma y rotulador. Una mancha de sangre en forma de coma indicaba el lugar de la pared con el que había chocado la cabeza de Zillah, y grietas diminutas surcaban el yeso partiendo de aquélla.

Nada se puso a horcajadas sobre Zillah. Seguía jadeando e intentando recuperar el aliento.

—Lo siento —sollozó—. Me dijiste que matara a Laine y lo hice…, pero a Fantasma no. A Fantasma no…

El inesperado espectáculo había dejado tan sorprendidos a Molochai y Twig que soltaron a Steve y a Fantasma. Steve se apresuró a levantarse esperando ver cómo los dos chiflados se lanzaban contra él apenas se dieran cuenta de lo que estaba haciendo, pero Molochai y Twig cruzaron la habitación de un salto para reunirse con Zillah.

Twig agarró a Nada por las solapas del impermeable y tiró de él alzándole en vilo. Molochai se llevó una mano a la cara, y un instante después Steve vio que había hundido los dientes en la muñeca y se estaba desgarrando la piel. Cuando la sangre de Molochai empezó a fluir en abundancia, pegó la herida a la boca de Zillah.

Steve sentía un dolor terrible en las manos, y supuso que serían los efectos residuales del exceso de adrenalina que había inundado su organismo. Más tarde comprendería que había estado sujetando el bate con tanta fuerza que sus dedos seguían curvados alrededor de la empuñadura que ya no estaba allí.

Twig le alzó en vilo manejándole con una violencia tan despreocupadamente brutal que Nada pudo oír con toda claridad el entrechocar de sus dientes, y el sabor de la sangre volvió a invadir su boca.

El sabor le recordó el brebaje que había en la botella de vino, y el banquete con la sangre de Laine que habían compartido. Lo que más deseaba en aquellos momentos era volver a estar en la camioneta, cantando y riendo de camino a Nueva Orleans. Quería alejarse de aquel lugar. Algo se había torcido, y todo había salido horriblemente mal.

Bueno, por lo menos Zillah no estaba muerto aunque a juzgar por su aspecto habría tenido que estarlo… Había recibido un golpe de bate de béisbol en la cara sin derrumbarse, y Nada pensaba que también habría sido capaz de aguantar el golpe contra la pared sin caer al suelo a pesar de que el impacto había sido lo suficientemente violento como para destrozar el cuello de un ser humano; pero los dos golpes habían estado separados por un intervalo de tiempo muy corto y le habían dejado bastante aturdido. La sangre de Molochai quizá bastaría para reanimarle, y en ese caso Nada no tenía ni idea de qué le haría Zillah…, o de qué decidiría hacer con Steve y Fantasma. Tenía que sacarles de allí antes de que Zillah recuperase el conocimiento.

Estiró los brazos, cerró los dedos sobre las manos de Twig y las apartó de las solapas de su impermeable.

—¿Quieres perder el tiempo conmigo? —preguntó—. Zillah no te ha dicho que perdieras el tiempo jugando conmigo, y además se encuentra bastante mal.

—Por culpa tuya —gruñó Twig.

Nada pudo sentir cómo las manos de Twig temblaban entre sus dedos. Sabía que las manos deseaban cerrarse sobre su garganta, y también sabía que Twig podía matarle en un abrir y cerrar de ojos.

—Entonces resérvame para él. Yo tengo la culpa de que ese tipo hiciera tanto daño a Zillah, así que deja que sea Zillah quien me castigue por eso… Si vuelve y se encuentra con que me has dejado seco se va a cabrear mucho, ¿no te parece?

A esas alturas Nada ya estaba totalmente seguro de que Twig quería abrirle la garganta de oreja a oreja, y si Twig empezaba Molochai le seguiría. Le matarían, y luego harían pedazos a Steve y a Fantasma. La mirada de Nada se encontró con la de Twig y la sostuvo sin vacilar. Twig era el más salvaje y el más peligroso, oh, sí. No cabía ninguna duda de que de los tres Twig era el auténtico duro…

Pero Nada era mucho más listo.

—Zillah se está desangrando en el suelo —dijo—. Si no me ayudas le sacaré de aquí yo solo…, pero luego se enterará de lo que ocurrió.

Se apartó de Twig, y tensó el cuerpo preparándose para luchar si Twig se lanzaba sobre él.

Los ojos de Twig ardían con una luz salvaje.

Nada le devolvió la mirada con el llamear de los suyos.

Y Twig acabó bajando la vista.

Después Steve sería incapaz de encontrar las palabras adecuadas para explicar a Fantasma lo que había sentido durante los momentos siguientes. Fantasma lo entendió porque podía captarlo en su mente, desde luego, pero no gracias a los intentos de describirlo que hizo Steve.

La atmósfera de la habitación sufrió un cambio muy sutil. Hasta ese instante había sido eléctrica y peligrosa, llena de sangre y de la posibilidad de la muerte…, pero entonces ocurrió algo.

Steve se consideraba mucho menos perceptivo de lo que era en realidad. Lo que le diría a Fantasma más tarde fue «Si hasta yo pude sentirlo, es que tenía que estar ahí». Era como si el chico estuviera emitiendo feromonas o algo por el estilo, algo que te hacía pensar (y al pronunciar aquellas palabras Steve se rió y meneó la cabeza) en la esencia de la infancia perdida. Lo que había en ese algo indefinible era polvos de talco y humo de cigarrillo, juguetes olvidados y rimel y encaje negro desgarrado, canciones de cuna y pestilentes lavabos de clubs nocturnos en los que flotaba un aliento a vómitos; y esas cosas y muchas más juntas formaban la esencia destilada de todo lo que se había perdido para siempre y de todo lo que había venido a sustituirlo.

«Tengo veintitrés años —pensó Steve sin saber por qué estaba pensando en eso—. Se supone que soy un adulto. Este juego es muy serio, y te lo juegas todo en él. Nadie aparecerá nunca del vacío y se encargará de sacarme de apuros y arreglarlo todo, porque eso es algo que nadie puede hacer…».

Y de repente toda aquella extrañeza impalpable se esfumó de la habitación, y sólo se pudo captar la tensión eléctrica. Pero ahora no parecía tan peligrosa, y no había tantas probabilidades de muerte.

—Échame una mano con Zillah —dijo Nada mirando a Molochai, y después se volvió hacia Twig—. Sal y ve poniendo en marcha el motor de la camioneta.

Los ojos de Twig volvieron a encenderse, y durante un momento Steve pensó que el chico había ido demasiado lejos; pero Twig se limitó a dejar escapar el aire que había estado conteniendo en un ruidoso bufido —Steve captó un olor a sangre podrida— y salió de la habitación.

Nada y Molochai pasaron los brazos de Zillah sobre sus cuellos y le ayudaron a incorporarse. Nada miró a Steve. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas que parecían a punto de desbordarse, pero intentaba sonreír. La tristeza y el orgullo luchaban en su rostro.

—No he permitido que os hicieran daño —dijo—. Ahora quizá me creerás… Nunca tuve la intención de que ocurriera nada de todo esto.

La tensión y el deseo de luchar se estaban disipando dentro de él. Y Steve se sentía más y más débil a cada momento que pasaba.

—Lo único que quiero es que salgas de aquí —dijo—. Quiero que todos vosotros salgáis de aquí…

—No te preocupes, ya nos vamos.

Nada miró a Fantasma, y la expresión de calma impasible que había compuesto con tanto esfuerzo pareció agrietarse un poco, pero enseguida se recuperó.

Steve miró al chico y sintió que una parte de su ira se disipaba. Flaco y bastante sucio, vestido con ropas harapientas y ese maldito tinte negro que pregonaba a gritos su falsedad… A juzgar por su aspecto llevaba semanas sin disfrutar de una comida decente o una buena noche de sueño, pero aun así estaba envuelto por un aura de dignidad extraña e inocente. Sus rasgos eran hermosos, puros y conmovedoramente jóvenes; y cuando se irguió con Zillah apoyándose en él, su rostro adquirió una nueva expresión, algo que sólo podía definirse como una especie de santidad o como la sensación de estar donde tenía que estar, de haber llegado por fin al sitio que llevaba buscando desde hacía tanto tiempo.

Y el cambio que se había operado en el chico hizo que los chiflados le parecieran más horribles y amenazadores que nunca.

Fantasma estaba mirando fijamente a Nada. Al despertar había sabido algo sobre Nada y sobre su pasado. Un bebé…, un laberinto de calles que brillaban con la alegría de las fiestas…, un charco de sangre que se iba extendiendo lentamente sobre un suelo de madera… No tenía ni idea de cómo había llegado a saberlo, pero sabía sin lugar a dudas que Nada estaba relacionado con los malos tiempos que se acercaban y que quizá ya estuvieran allí. Ahora casi todo se había esfumado, aunque Fantasma sabía que si se esforzaba conseguiría recuperarlo.

Pero en vez de esforzarse por volver a establecer el contacto, Fantasma hizo algo que no podía recordar haber hecho nunca con anterioridad. Intentó cerrar su mente a la presencia de Nada, intentó impedir que entrara en contacto con la de Nada y que compartiera los secretos de Nada. No quería saber quién era Nada en realidad, ni de dónde había venido o adonde iba. No quería sentir el dolor de aquel chico, porque no podía hacer absolutamente nada para aliviarlo. El chico estaba perdido. Quizá aún no lo sabía…, pero lo que más asustaba a Fantasma era que cabía la posibilidad de que lo supiese. Sí, quizá lo sabía muy bien… Quizá había elegido esa perdición.

Zillah estaba casi inconsciente y se bamboleaba entre los dos cuerpos que sostenían su peso. Por debajo de la sangre y de la hinchazón su rostro seguía siendo andrógino y casi insoportablemente hermoso, de la misma manera en que una estatua o una máscara pueden ser hermosas: simétricas y perfectas, pero frías, sin color y sin vida. Sus labios empurpurados por el carmín y la sangre se tensaban sobre sus dientes destrozados. Las pupilas que acechaban detrás de las rendijas de los ojos ardían con el fuego de la amargura, y tenían el color del veneno.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Fantasma—. ¿Está…?

Se calló y abrió mucho los ojos. Una voz átona que parecía carecer de sexo había empezado a hablar de repente dentro de su cabeza.

«No, no me encuentro nada bien —dijo la voz—. Sufro un dolor terrible porque el idiota de tu amigo me sorprendió con su bate de béisbol y porque mi propio amante me ha traicionado en homenaje a esas estúpidas canciones vuestras que no valen una mierda. ¿Y qué más da? Puedo aguantar el dolor. Ya pasará… Y si decido volver y cobrarme el dolor que he sufrido haciendo que vuestros pellejos conozcan un dolor mucho más terrible… entonces lo haré, mi hermoso vidente. O, si lo prefieres, meteré mi lengua por tu boca y haré que baje a lo largo de tu garganta, y te corromperé con mi saliva; o, si te gusta más esa idea, te arrancaré la piel y luego te besaré con la sangre de tu propio corazón manchando mis labios. ¿Qué, todavía no te sientes tentado?».

—No —dijo Fantasma—. Sal de mi cabeza.

No estaba seguro de si había hablado en voz alta, pero no importaba que lo hubiese hecho o no. Sabía que Zillah podía oírle. La voz se hinchó en una marea de carcajadas lúbricas y salvajes. Fantasma pensó en un alma negra, una criatura sin moral y sin pasiones salvo aquellas que podían ser satisfechas un instante después de que hubieran surgido, un niño enloquecido que podía entregarse a rabietas incontrolables y horriblemente destructivas.

Fantasma descubrió que sólo podía ver a Zillah y a los demás a través de un velo de lágrimas. Las lágrimas no estaban allí por la espantosa sensación que acababa de experimentar cuando la intimidad de sus pensamientos había sido violada por un ser semejante, sino por Nada; por aquel muchachito callado de rostro flaco y entristecido que llevaba el cabello teñido de negro…, por aquel chico que amaba a Zillah con toda su alma.

—Basta —dijo Nada—. Por favor… Basta todo el mundo. Nos vamos ahora mismo.

Tiró de Molochai y Zillah en dirección a la puerta.

No había querido causar todo aquel dolor. ¿Cómo podía saber que ocurriría algo semejante? Nadie le había dado muchas lecciones. Oh, sí, le habían enseñado cómo abrirse paso a través de la resistencia de la carne, cómo arrancar la última gota de sangre de un cuerpo frío y flácido que hacía muy poco tiempo aún estaba vivo y caliente…, pero nadie se había sentado ante él para explicarle con qué veloz inexorabilidad empezaría a escurrírsele de entre los dedos el otro mundo, ése que Nada suponía debía ser conocido como «el mundo diurno». Zillah no le había dicho: «Ahora nosotros y los demás de nuestra especie somos todo tu mundo. Somos los únicos amigos que puedes tener ahora»…, o como quizá lo hubiesen expresado Molochai y Twig: «Los demás sólo son combinados que apurar».

Volvió la cabeza para contemplar a Fantasma por última vez. Deseó poder meterse en la cama y acostarse a su lado, tirar del montón de colchas de retazos multicolores y mantas no demasiado limpias y envolverse en él y dormir entre los brazos de Fantasma. Fantasma sería un amigo, no un amo salvaje y depredador como era Zillah. Si Fantasma pudiese llegar a amarle, Nada quizá aún tendría alguna capacidad de elección respecto a lo que iba a ser el resto de su vida.

Pero Fantasma no quería que se quedara allí. Y, de todas formas, ¿a qué venían esos pensamientos? Nada había hecho su elección y, en realidad, ni siquiera se trataba de una elección. Había vuelto a casa, y eso era todo.

Steve se levantó para asegurarse de que los chiflados se marchaban. Los enormes ojos oscuros del chico estaban nublados por las lágrimas y el maquillaje, y Steve sintió una punzada de compasión por él. No podía tener mucho más de trece años, y lo que tendría que estar haciendo en esos momentos era dar una calada a su primer porro o sobar a su primera chica, no entrar por la fuerza en casas ajenas acompañado por unos gilipollas como aquéllos…, pero era el chico quien debía hacer esa elección. La compasión no podía ayudarle. Steve volvió la mirada hacia Fantasma, pero Fantasma se había vuelto de cara a la ventana como rehuyendo los ojos de todos los presentes.

Steve les siguió por el pasillo hasta la sala de estar.

—No salgáis por donde habéis entrado, ¿de acuerdo? —dijo—. Será mejor que utilicéis la puerta.

El chico —Nada, qué nombre tan extraño, y en realidad y si pensabas un poco en ello, qué nombre tan jodidamente asqueroso— se volvió en el umbral y miró a Steve, y Steve volvió a ver la esencia de la infancia perdida ardiendo en aquellos ojos oscuros. La inocencia oscura, la tristeza condenada y la vergüenza…, todo estaba allí.

—Lo siento —repitió Nada.

Steve sintió el inexplicable y ridículo deseo de tranquilizarle diciéndole que daba igual, que olvidara todo lo ocurrido; pero en ese instante Zillah alzó la cabeza y miró a Steve. Sus ojos estaban opacados, y los restos destrozados de su nariz y de su boca seguían rezumando una sangre espesa y casi negra. Steve esperaba que hubiese quedado bien jodido para los restos —daños cerebrales, quizá y con un poco de suerte—, pero Zillah logró que sus labios hinchados se despegaran el uno del otro y fue capaz de mover su boca para escupir cuatro palabras impregnadas de amargura.

—Pagarás muy caro esto —dijo.

Steve dio un paso hacia él.

—¡FUERA DE AQUÍ, JODER!

Le daba igual que ya tuviese la nariz fracturada y el labio destrozado, porque iba a…

Pero Molochai y Nada se movieron muy deprisa. Arrastraron a Zillah a través del porche y bajaron los peldaños. Steve vio una camioneta negra cubierta de polvo y mugre aparcada al final del camino, cuyo tubo de escape ya soltaba nubéculas de humo. Pensó en tratar de anotar el número de la matrícula, pero sabía que no llamaría a la policía. Los polis disfrutaban metiéndote entre rejas por beber cuando no tenías la edad legal o por posesión de maría, pero no se tomaban demasiado bien el que quisieras que hiciesen otras cosas aparte de divertirse.

Steve cerró la puerta dando un golpe seco. Tres sombras —una grande y bastante maltrecha; dos delgadas, no muy altas y encorvadas— se deslizaron de un extremo a otro de la ventana, y un instante después ya habían desaparecido.

Volvió al dormitorio de Fantasma. Fantasma yacía de espaldas sobre la cama con los ojos clavados en las estrellas del techo, y sus manos reposaban nacidamente sobre la manta. Steve se sentó en el borde de la cama.

—Mierda —dijo—. Y seguimos teniendo que actuar esta noche…

—Estarán allí —dijo Fantasma con una certeza absoluta e inconmovible.