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Twig no había parado de maldecir desde que entraron en DC. Era como si las calles no estuvieran donde debían estar, y los carteles indicadores le parecían indescifrables. Acabó girando en el sentido equivocado por una calle de una sola dirección, y detuvo la camioneta con un chirriar de neumáticos delante de un hotel de aspecto muy elegante.
—Nos alojaremos aquí —dijo.
Molochai movió una mano llamando al mozo del aparcamiento, y Twig le entregó las llaves de la camioneta.
—Acuérdate de cuál es la nuestra —le dijo—. Queremos que nos devuelvan esta camioneta, no un jodido Volvo para maricas.
El vestíbulo era pura opulencia de mármol y gruesas tapicerías, un aparatoso esplendor de alfombras rojas. No lo apreciaron en lo más mínimo. Mientras se registraban Molochai contempló boquiabierto la araña de cristal de tres niveles y Twig le robó los cigarrillos al encargado de recepción.
El lujo de su habitación no era tan chillón como el de la fachada que el hotel ofrecía al público. En el piso número veinte sólo había gruesas alfombras de colores claros tan blandas como la nata de una copa de helado. Zillah se quitó los zapatos, hundió los dedos de los pies en sus cremosas profundidades y los movió perezosamente. Aquí sólo había sofás enormes mullidos como nubes y sofás en los que podías ahogarte y caer para siempre sin que nadie volviera a verte jamás. Oh, sí, no cabía duda de que podían llegar a divertirse mucho en aquel hotel…
Fue hacia la ventana y apartó los gruesos cortinajes. La ciudad relucía muy por debajo de él, una masa de inmaculado resplandor verde y blanco. La enloquecida pauta de las calles era un rompecabezas que deseaba descifrar y en su centro el Monumento a Washington alzaba sus líneas, tan limpias y austeras como las de un hueso. Zillah se permitió una leve sonrisa secreta. La ciudad era deliciosa. Todas las ciudades eran deliciosas. Ahora sólo tenían que esperar hasta que anocheciese.
Un alarido de placer hizo temblar el aire detrás de él. Molochai y Twig acababan de descubrir la bañera redonda con sistema de hidromasaje. Zillah se volvió para ver cómo se arrancaban la ropa el uno al otro, esparciendo camisetas, playeras y calcetines por toda la habitación en su frenético apresuramiento por quedar desnudos. Les contempló durante un momento sin dejar de sonreír, y después deshizo el nudo del chai púrpura que sujetaba su cola de caballo y empezó a peinarse la cabellera con los dedos, alisando su sedosa longitud y deshaciendo los enredos creados por el viento de la carretera. Los mechones se deslizaron entre sus dedos y cayeron en cascada sobre sus hombros.
Molochai y Twig se habían quedado inmóviles junto a la bañera. Estaban tan desnudos como un par de recién nacidos, y los dos esperaban a ver qué haría Zillah. Zillah se quitó los pantalones y la chaqueta, y se sacó la camiseta negra. No llevaba ropa interior. Ninguno de los tres la llevaba. Miró a Molochai y a Twig. Era tan esbelto como una muchacha, y su piel era de un blanco cremoso, y sus cabellos tenían el mismo color que el café con leche.
Se movieron al mismo tiempo, acercándose los unos a los otros hasta que sus hombros casi se rozaron. Los tres cuerpos mostraban las señales de toda una gama de tatuajes, escarificaciones y agujereamientos. Vivir tanto tiempo dentro de la misma carne inmutable acababa produciendo una vaga inquietud, y todos se sentían obligados a cambiarse a sí mismos. La edad llevaba a cabo su lento trabajo de redecoración sobre los cuerpos humanos bajo la forma de arrugas, manchitas de la carne y afloramientos de áspero vello amarillento que surgían al azar aquí y allá. Molochai, Twig y Zillah estaban mucho más complacidos con sus propios métodos, y preferían los anillos de plata, los complicados dibujos hechos con tinta o la creación de protuberancias en la carne.
Twig lucía dos manojos de alambre espinoso tatuados que empezaban en las muñecas y subían entrelazándose por los brazos, y dos delgadas púas metálicas adornadas con pepitas de hueso que había conservado y que había hecho afilar y montar en ellas atravesaban la tensa piel de su estómago, justo debajo de la caja torácica a cada lado. Los pezones de Zillah estaban adornados con aros de plata que los atravesaban; los de Molochai estaban perforados por imperdibles, y un hueso de índice, concienzudamente pulido hasta hacer que brillase, colgaba de uno de ellos. Los tres usaban anillos de prepucio (debido a las circunstancias que rodeaban su nacimiento, muy pocos bebés de su raza eran circuncidados). Habían unido aquellos anillos para posar como modelos en una serie de estudios hechos por un famoso fotógrafo especializado en temas eróticos, y Zillah se había tenido que subir a un escabel de teca para que su anillo quedara al mismo nivel que los otros dos.
Zillah puso su mano sobre el hombro de Molochai y presionó suavemente hacia abajo. Molochai se arrodilló ante él y rodeó las esbeltas caderas de Zillah con los brazos. Su boca rozó la piel suave y el vello sedoso. Sacó la lengua, y sintió el estremecimiento de Zillah. Después la mano de Zillah se deslizó bajo su mentón y los dedos se curvaron alrededor de su rostro levantándolo. Molochai contempló los ojos de Zillah. Sus ojos eran verdes, de un verde fundido que brillaba y relucía.
—Molochai —dijo Zillah.
Molochai se había perdido en el mar de verdor luminiscente. No podía responder.
—Molochai…
La repetición de su nombre hizo que volviera en sí.
—¿Qué?
La expresión del rostro de Zillah era de una calma absoluta. Una leve sonrisa aleteaba en sus labios.
—¿Te apetece algo del servicio de habitaciones?
Molochai mantuvo la mirada alzada hacia Zillah durante unos momentos. Después abrazó a Zillah con más fuerza, y fue como si dos líneas de contornos angulosos encajaran de repente en su interior. Se volvió y vio a Twig solo en un rincón, observándoles envuelto en un aura de celos. Cada uno extendió un brazo hacia Twig, y Twig fue hacia ellos.
—Quiero champán —dijo Molochai—. Y quiero nata batida, y riñones, y trufas con crema de chocolate, y helado de sangre de bebé.
Los tres permanecieron inmóviles, desnudos y abrazados, siendo lo más parecido a una familia que podría llegar a existir jamás en cualquier lugar.
Entraron en las aguas espumosas de la bañera con hidromasaje, y Zillah atrajo a Molochai y a Twig hacia él y sumergió su lengua en sus bocas endulzadas por los pasteles y la nata, acres y amargas por el regusto del champán. Volvieron a iniciar su juego de saliva, piel y pasión, de manos resbaladizas y delicados mordiscos que a veces no lo eran tanto. Jugaron al juego que conocían tan bien, el juego al que habían jugado durante tanto tiempo, y cuando hubieron terminado Molochai y Twig se acurrucaron junto a Zillah en el agua arremolinada que desprendía vapor, y cada uno apoyó la cabeza en uno de sus hombros, y unieron sus manos encima de su pecho.
Los tres cerraron los ojos y empezaron a soñar sus sueños de calor y sangre. Podían descansar durante unas cuantas horas, y después llegaría el momento de salir para volver a divertirse.
Emergieron de su húmeda languidez cuando la noche se iba derramando poco a poco sobre la ciudad como los pliegues de una inmensa capa azul oscuro, y empezaron a ponerse camisetas negras, calcetines negros y sucias playeras negras. Preferían las prendas negras porque las manchas de rojo oscuro apenas se notaban. Zillah deslizó un diminuto ankh de plata a través de su lóbulo.
Los otros dos lucían crucifijos más grandes que colgaban de sus orejas.
Twig se colocó delante del espejo del cuarto de baño para maquillarse con rimmel, y descubrió un creciente lunar rojo en su pecho.
—Me has mordido —se quejó a Molochai—. Estoy sangrando.
Molochai, aún medio desnudo, fue hacia él y lamió la sangre del pecho de Twig. Cuando el roce de su áspera lengua hizo que el pezón de Twig se tensara, Molochai chasqueó ferozmente las mandíbulas.
—Tengo hambre —dijo, y esta vez había algo en su voz que hizo comprender a los demás que no se conformaría con golosinas y chocolate.
En cuanto el sol se hubo ocultado, Zillah envió al encargado del aparcamiento en busca de su camioneta. Fueron a Georgetown. Torcieron por donde no debían, fueron detenidos por calles que pasaban a ser repentinamente de un solo sentido, dieron vueltas y más vueltas por plazas circulares de tráfico rápido y oscilaron chocando unos con otros cada vez que la camioneta tomaba una curva. Habían bebido más champán en el hotel, y a esas alturas estaban lo bastante borrachos como para que les diera igual perderse o acabar encontrando su objetivo.
Consiguieron llegar a Georgetown antes de medianoche a base de tozudez y de suerte. Las aceras estaban repletas de gente: turistas que habían salido a disfrutar de una gran noche, estudiantes que llevaban suéters de lana, un grupo de chavales negros con patines de ruedas y gorras de punto armados con rociadores de pintura que estaban llenando una pared con sus casi incomprensibles pintadas…
Molochai pegó el rostro a la ventanilla.
—«Frescos» —consiguió leer antes de que la camioneta hubiera dejado atrás la pared.
Twig se lamió los labios.
—Eso espero.
—Gilipollas que siguen la última moda. —Zillah movió su mano de negras uñas en un elegante gesto de desprecio y rechazo—. Una pandilla de gilipollas del primero al último… Encontraremos algo mejor después, cuando todos estos se hayan ido a casa para meterse en la cama.
Aparcaron al lado de una boca de riego. Zillah sacó una bolsa llena de botellas de vino vacías de la trasera de la camioneta y se la dio a Twig para que cargara con ella.
Molochai estaba contemplando el bloque de edificios. Una tienda de lencería, un kiosco de periódicos, una cafetería-restaurante vegetariana…, podría haber sido una calle de cualquier ciudad de Estados Unidos.
—Esta ciudad no tiene magia —se quejó.
Zillah acarició los labios de Molochai con la punta de una uña negra.
—Hay magia en cada torrente sanguíneo.
Molochai asintió con expresión malhumorada. Volvía a tener hambre. Quizá hubiera magia en cada torrente sanguíneo, pero los del Barrio Francés eran más suculentos.
Fue Twig quien encontró a la muchacha. Tenía un olfato estupendo para el curry indio. En el ventanal habían pintado: PALACIO DE CALCUTA con una caligrafía extrañamente fluida y llena de curvas. Debajo había un letrero en el que se leía CERRADO, pero cuando Twig empujó la puerta ésta giró sobre sus bisagras. El interior del restaurante estaba decorado para crear la impresión de que había surgido de un cuento de hadas oriental lleno de fantasías: sedas rojas que caían del techo, terciopelo púrpura recubriendo las paredes y mesas de laca negro y oro.
Zillah miró a su alrededor con expresión apreciativa, y un instante después se dio cuenta de que Twig se había envarado y estaba temblando a su lado. Siguió la dirección de la mirada de Twig y vio una muchacha de piel muy morena que pasaba un aspirador sobre la moqueta al fondo del restaurante. El aspirador hacía tanto ruido que aún no les había oído.
La muchacha alzó un brazo y apartó su abundante melena negra del rostro echándosela sobre un hombro. Twig no había dejado de mirarla ni un momento. El movimiento hizo que una nube de su perfume flotara hasta él. Twig pudo oler el aceite de su cabellera, el sudor de sus sobacos y los olores de la grasa, las especias y la madera de sándalo que formaban parte de su ser; y también captó el aroma almizclado que se ocultaba debajo de su piel, ese perfume cálido y picante tan exótico como la India y todo lo que contenía. Su sangre sabría a chile y almendras, a cardamomo y agua de rosas.
Hizo una seña a los otros dos y se deslizaron hacia adelante, moviéndose como si fuesen una sola criatura, fusionados en aquel acto de cobrar la presa. La muchacha se volvió y levantó las manos, pero la boca de Twig ahogó su grito y un instante después ya estaban cayendo sobre ella. Zillah sujetó la cabeza de la muchacha entre sus fuertes manos e hizo girar el cuello formando un ángulo imposible, y en ese mismo instante Molochai se deslizó bajo su larga falda de algodón y la mordió en su lugar favorito, y Twig aplastó los huesos del cuello de la muchacha entre sus dientes y paladeó el sabor de las especias.
Volvieron al hotel en algún momento de la zona indefinida que se extiende entre el muy tarde y el muy temprano. Los ojos de Twig estaban un poco vidriosos, y tuvo que hacer un considerable esfuerzo para ver por donde iba. Molochai tenía la cabeza apoyada en el regazo de Zillah y mordisqueaba un pastelito que había encontrado en la cocina del restaurante.
Las botellas de vino de Zillah ya estaban llenas. Había acabado de rellenarlas con vodka del bar del restaurante. El bar había sido bien aprovisionado y Zillah encontró una botella de Stolichnaya sazonado con pimienta. El sabor combinaría muy bien con la sangre saturada de especias de la muchacha. Aquel depósito de líquido rojo y caliente sería un auténtico tesoro durante el largo tramo de terreno seco que había entre DC y Nueva Orleans.
Pasaron por delante de un club nocturno. Los niños se exhibían sobre la acera, y agitaron sus manos de dedos delgados como patas de araña mientras seguían la camioneta con sus ojos enmarcados por manchones de maquillaje negro. El fragmento de una canción sepulcral flotó detrás de la camioneta durante unos momentos. Bauhaus.
Zillah inclinó la cabeza a un lado y sonrió.
—Escuchadles…, los hijos de la noche —dijo—. ¡Qué música crean!