9

Cuando Christian dio la espalda al río, Wallace estaba observándole a unos cuantos metros de distancia. Wallace le había visto con el chico.

La primera emoción que experimentó Christian no fue ira o miedo sino vergüenza, una vergüenza terrible que recorrió todo su cuerpo como fuego líquido. Wallace le había sorprendido en su momento más secreto y más vulnerable, y Christian deseó poder caer al suelo y taparse con su capa, cerrar los ojos, desvanecerse. Se envolvió en los pliegues de su capa y miró fijamente a Wallace sintiendo cómo sus ojos se iban volviendo un poco más gélidos a cada momento que pasaba. Christian sabía que no debía sucumbir al pánico.

La luz de la luna estaba haciendo estragos en el rostro de Wallace. Los huecos que había debajo de sus ojos se volvieron más profundos, y los surcos que formaban aquel paréntesis de arrugas alrededor de su boca se hicieron más marcados. La cruz de plata que colgaba de su cuello brillaba, y su mano fue hacia ella.

—Vampiro —dijo escupiendo la palabra, consiguiendo que sonara como un insulto horrible—. Criatura maldita, ser asqueroso…

—Lo sabías —dijo Christian—. La historia que me contaste…, todo era pura invención. No encontraste su diario. No te sentiste dominado por ningún deseo repentino de verla después de que hubiera pasado tanto tiempo. Lo sabías.

Los ojos de Wallace brillaban, dos círculos oscuros que no se apartaban ni un instante de las pupilas de Christian.

—Sí.

—Entonces… ¿Por qué? —Christian extendió los brazos en un gesto de asombro. La capa se hinchó a su alrededor haciendo que pareciese inmensamente alto. Wallace quizá malinterpretó el gesto, y retrocedió un paso—. ¿Por qué ahora? Si lo sabías entonces, ¿por qué me sigues después de que hayan transcurrido quince años?

—Entonces lo sabía —dijo Wallace—. Después de que Jessy desapareciese, empecé a ir a tu bar. Te vigilé, y lo supe. Acabé creyéndolo, y comprendí qué le habías hecho a mi hija.

No había respondido a la pregunta.

«Pero por aquel entonces Jessy todavía estaba con vida —pensó Christian, sintiéndose más confuso que nunca—. Se equivoca. Tenía que estar viva…, vivía en el piso de arriba, mirando por mi ventana todo el día y atrayéndome hacia su cuerpo por la noche…».

—Tu aspecto es muy parecido al que se supone que ha de tener un vampiro, Christian —siguió diciendo Wallace, y Christian se preguntó si se suponía que debía tomárselo como un cumplido—. Pero seguía sin poder creerlo del todo… No estaba seguro. Mi religión no admite lo sobrenatural. Considera que esos asuntos son repugnantes y blasfemos, y la consecuencia es que los ignora. Una noche esperé hasta que cerraste tu bar y te seguí cuando saliste. Te vi hablar con un chico cerca de la plaza Jackson, un chico muy joven con los cabellos largos que llevaba un collar de cuentas alrededor del cuello… Os seguí hasta el río, y allí te vi…, te vi hacer lo mismo que acabas de hacer con ese otro chico esta noche. Y me pregunté cuántos chicos habrías arrojado al río, y pensé en el cuerpo de Jessy hundiéndose en esas frías aguas marrones hasta desaparecer…

Se le quebró la voz.

«Sí, Jessy —pensó Christian—. Eché a Jessy al río, pero eso ocurrió luego, después de que naciera el bebé… Y no la maté. Nunca habría podido matarla…».

Un instante después comprendió quién había matado a Jessy. Había sido Zillah, naturalmente. Zillah, con la seducción de sus manos y de sus labios, con la fertilidad de su semilla…, o eso pensaría Wallace. Christian se imaginó intentando explicar a Wallace los acontecimientos de aquel carnaval. «Plantó la semilla de su hijo dentro del útero de Jessy, y cuando el bebé la desgarró por dentro él ya estaba muy, muy lejos. Pero esa noche hubo tanta sangre y tanto, oh, tanto verdor…».

No, Wallace no comprendería la embriaguez que llega con la sangre o con la luz en el cielo del carnaval. Sólo vería la imagen de las manos de Zillah sobre el frágil cuerpo de Jessy. Se imaginaría a Zillah retorciéndose sobre Jessy, ahogando los gritos de Jessy con su lengua. La culpabilidad dejaría de pesar sobre Christian, y Wallace ya no querría matarle. Querría la sangre de Zillah.

Zillah, con aquellas manos lánguidas y gráciles, con aquellos relucientes ojos verdes, y el resto de aquel trío feliz y ruidoso al que Christian no había visto desde hacía quince años, aunque lo buscaba cada noche de cada carnaval cuando los trajes multicolores adornados con lentejuelas entraban tambaleándose en su bar y las risas tenían la estridencia de la borrachera y el licor fluía por las cunetas…, los únicos de su especie que Christian había visto en tantísimos años, más años de los que quería recordar, y los ejemplares más jóvenes, enloquecidos y soberbios que había visto en toda su existencia.

No, no podía permitir que Wallace se lanzara tras la pista de Molochai, Twig y Zillah. Nunca conseguiría dar con ellos —podían estar en cualquier lugar del mundo, en cualquier lugar donde pudieran encontrar licor, golosinas y sangre—, y si por casualidad llegaba a dar con ellos, Molochai, Twig y Zillah se reirían en su cara mientras le mataban.

Pero Christian no podía permitir que Wallace tuviera ni siquiera la sombra de una posibilidad. Se encargaría de Wallace personalmente, y protegería a su especie. Lo que hacía no le gustaba nada, pero llevaba demasiado tiempo haciéndolo en solitario. La sangre de Wallace tendría que fluir por la sonrisa pegajosa de Molochai, por la astucia que ardía en el rostro vulpino de Twig, por la luminiscencia verde de los ojos de Zillah.

—Muy bien —dijo—. Entonces lo sabías. ¿Por qué esperaste? ¿Por qué has venido a mí ahora?

—Porque entonces te temía.

Christian asintió y dio un paso hacia Wallace. Esta vez Wallace no retrocedió.

—Ya no tengo ninguna razón para temerte. —Wallace cerró los ojos durante un momento y volvió a abrirlos—. Eres una criatura sin Dios, y morirás por eso. Hace quince años no tuve el valor de vengar a Jessy, pero ahora es lo único que me importa. —Se quitó el crucifijo del cuello, y avanzó hacia Christian dejando que el crucifijo colgara del extremo de su cadenilla delante de él—. Desaparece de la faz de la tierra del Señor, sucia criatura, ser de la noche, bestia que chupas la teta de Dios…

Christian meneó la cabeza con expresión entristecida. No se rió, pero una chispa de desprecio y diversión brilló en sus ojos. Wallace dejó de canturrear y bajó el brazo. El crucifijo que colgaba de su mano oscilaba de un lado a otro, emitiendo un destello cada vez que la luz de la luna se reflejaba en él.

—Eres un estúpido —dijo Christian—. Eres un estúpido, y todos tus mitos están equivocados. Si llegaras a tocarme con eso no me quemaría. No ennegrecería mi piel, no envenenaría mi esencia… No tengo nada contra tu Cristo. Estoy seguro de que el sabor de su sangre debía de ser tan dulce como el de cualquier otra.

Christian se imaginó a Wallace agitando un crucifijo ante los rostros de Molochai, Twig y Zillah. «Esos niños podrían enviar a este viejo ridículo a la tumba sólo con sus risas», pensó.

—Alma no muerta —dijo Wallace con voz un poco temblorosa.

—No. Estoy vivo. Nací de la misma manera que naciste tú. —«Bueno, no exactamente…». Christian pensó en la madre a la que nunca había visto, y se preguntó si la había dejado tan desgarrada y cubierta de sangre como había quedado Jessy—. No soy la criatura de tus mitos. No me alzo de la tumba. Nunca he sido uno de tu raza, Wallace Creech… Pertenezco a una raza distinta.

Christian había empezado a sonreír, y permitió que su sonrisa revelara las afiladas puntas de sus dientes. La sonrisa era una mueca helada que enmascaraba su apetito. Por muy torpe e inefectivo que fuese, Wallace seguía siendo un peligro, una amenaza; y eso significaba que Christian debía matarle aquí y ahora y dejar que siguiera a su hija al río, a las aguas donde sus huesos podrían flotar juntos en la intimidad que Wallace parecía anhelar.

Christian dio un paso hacia adelante sin dejar de sonreír y sin apartar la mirada ni un momento de las profundidades de los ojos de Wallace, y puso las manos sobre los hombros encorvados del viejo. Wallace le devolvió la mirada como si estuviera hipnotizado, pero Christian pudo sentir la rigidez envarada de sus músculos, tan tensos que les faltaba muy poco para temblar.

Christian bajó la cabeza y dejó que sus labios rozaran la garganta de Wallace…, y de repente se encontró deseando que todos los viejos mitos humanos fueran verdad. No había visto a otros de su especie desde hacía quince años, desde el momento en el que Molochai, Twig y Zillah aparecieron de repente como conjurados por la magia del carnaval y volvieron a marcharse cuando el sol se ocultó poniendo fin al Miércoles de Ceniza. Christian deseó tener el poder que le atribuían las leyendas. Deseó que sus víctimas pudieran alzarse de la tumba y correr con él, tener otros de su especie para compartir el olor que desprendían las calles pasada la medianoche, los largos y cálidos días con las persianas bajadas, el dulce sabor de la sangre fresca. Incluso Wallace serviría, incluso el viejo y cansado Wallace con el dolor tan visible en sus ojos… Pegaría su boca al cuello de Wallace. La piel estaba reseca y flácida, y olía a vejez. Christian mordió y saboreó la sangre por segunda vez aquella noche…

Pero el sabor era amargo y repugnante, y Christian escupió la sangre sobre la garganta de Wallace y sufrió un acceso de náuseas. Sus fosas nasales se dilataron. No lo había detectado antes porque estaba oculto bajo la neblina pestilente del whisky y la pena, pero ahora el hedor resultaba obvio y no podía ser pasado por alto. Era el olor de la enfermedad, una enfermedad enraizada y putrefactora que se había adueñado del cuerpo de Wallace. Una vaharada tan húmeda y marrón como el olor del río. Tenía que ser alguna enfermedad virulenta, probablemente un cáncer… El sabor se extendió por su boca tan deprisa como la corrupción en el sepulcro.

Si eso hubiera sido todo Christian podría haber huido o luchado. Era muy fuerte, más fuerte que Wallace con toda seguridad…, pero un segundo después sintió la embestida de las náuseas, más dolorosas todavía que la embriaguez y el deseo de vomitar producidos por el chartreuse, peores que la aguda inmediatez de aquel dolor. Las náuseas le hicieron caer al suelo y Christian se quedó lo más quieto posible. El shock le había sumido en una terrible languidez, y no se atrevía a moverse por miedo a que cualquier movimiento aumentara todavía más la intensidad de las náuseas. Sintió que su estómago se convulsionaba, y luchó para no vomitar la sangre del chico. No quería renunciar a eso.

Un velo rojizo había empezado a flotar ante sus ojos, pero aun así pudo ver cómo Wallace se llevaba una mano a la espalda y sacaba algo que había estado sujeto por la cinturilla de sus pantalones. El objeto capturó los rayos de la luna y se convirtió en un artefacto de luz pura, una pistola de líneas esbeltas y gráciles que desprendía reflejos blancos y plateados.

Vio cómo Wallace tomaba puntería y cerró los ojos. Después la noche estalló, y el dolor chocó con el pecho de Christian. No podía respirar. Sintió cómo la masa de plomo caliente horadaba un túnel en su cuerpo y atravesaba su carne. Mantuvo los ojos cerrados para no tener que ver el triunfo en el rostro de Wallace.

Su último pensamiento antes de que el dolor y las náuseas se llevaran su mente para siempre estuvo teñido de pena. «Trescientos ochenta y tres años…, tanto, tanto tiempo…, tendría que haber sido hermoso…, no este anciano marchito, triste y cansado…, tendría que haber sido maravillosamente hermoso…».